sistemas, por lo general llamados totalitarios, que habían aparecido a principios de siglo, y
hacía mucho que eran evidentes los principales rasgos del mundo que surgiría de aquel
caos. No menos evidente era qué clase de personas controlaría dicho mundo. La nueva
aristocracia estaba compuesta sobre todo por burócratas, científicos, técnicos,
organizadores de sindicatos, expertos en publicidad, sociólogos, profesores, periodistas y
políticos profesionales. Esa gente, cuyos orígenes estaban en la clase media asalariada y
los escalones más altos de la clase obrera, había entrado en contacto y se había unido por la
esterilidad del monopolio industrial y el gobierno centralizado. En comparación con las
clases dirigentes de otras épocas, eran menos avariciosos y les tentaba menos el lujo y más
el poder en estado puro, y, sobre todo, eran más conscientes de lo que estaban haciendo y
más implacables a la hora de aplastar a la oposición. Esa última diferencia era crucial.
Comparadas con las que hoy existen, todas las tiranías del pasado eran blandas e
ineficaces. Los grupos gobernantes siempre estaban contaminados hasta cierto punto por
ideas liberales, no les preocupaba dejar cabos sueltos ni lo que pudieran pensar sus
súbditos. Incluso la Iglesia católica en la Edad Media era tolerante según los patrones
modernos. En parte se debía a que en el pasado ningún gobierno tuvo la posibilidad de
mantener a sus ciudadanos bajo vigilancia constante. La invención de la imprenta, no
obstante, facilitó la manipulación de la opinión pública, y el cine y la radio acentuaron ese
proceso. Con el desarrollo de la televisión, y de los avances técnicos que hicieron posible
transmitir y recibir por el mismo aparato, la vida privada llegó a su fin. La policía pudo
observar veinticuatro horas al día a todos los ciudadanos, al menos a los que valía la pena
vigilar, y someterlos al sonido de la propaganda oficial, al tiempo que se cerraban todos los
demás canales de comunicación. Por primera vez, fue posible imponer no solo una
completa obediencia a la voluntad del Estado, sino una absoluta uniformidad de opinión a
todos los súbditos.
Tras el período revolucionario de los años cincuenta y sesenta, la sociedad se reagrupó,
como siempre, en clase alta, media y baja. Pero la nueva clase alta, a diferencia de sus
antecesores, no actuó por instinto, sino que supo lo que hacía falta para salvaguardar su
posición. Hacía mucho que había comprendido que la única base segura para la oligarquía
es el colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente cuando se
comparten. La supuesta «abolición de la propiedad privada» que se produjo a mediados de
siglo supuso, en realidad, la concentración de la propiedad en muchas menos manos que
antes, pero con la siguiente diferencia: los nuevos propietarios pasaron a ser un grupo en
lugar de una masa de individuos. De forma individual, ningún miembro del Partido posee
nada, salvo algunas pertenencias personales. De manera colectiva, el Partido lo posee todo
en Oceanía, porque lo controla todo y dispone de los productos como considera más
conveniente. En los años que siguieron a la Revolución, pudo ocupar esa posición de
mando casi sin oposición, porque el proceso entero se presentó como un acto de
colectivización. Siempre se había dado por supuesto que, si se expropiaba a la clase
capitalista, se impondría el socialismo, y era indudable que se había expropiado a los
capitalistas. Las fábricas, las minas, las tierras, las casas, los medios de transporte… todo
se les había arrebatado y, puesto que había dejado de ser propiedad privada, lo lógico era
que fuese propiedad pública. El Socing, que derivaba del antiguo movimiento socialista y
había heredado su fraseología, ha llevado a cabo de hecho el punto principal de su
programa; con el resultado, previsible e intencionado, de que las desigualdades económicas
se han vuelto permanentes.
Sin embargo, las dificultades de perpetuar una sociedad jerárquica van mucho más allá.
Solo hay cuatro maneras en las que un grupo gobernante puede perder el poder. O bien es