Rafael Alberti La arboleda perdida
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creo que al propio Buñuel debimos la exhibición, en los salones de la Residencia, deEntreacto, La
concha y el clérigo, Nada más que las horasyEl hundimiento de la casa Usher.Los nuevos
nombres de Rene Clair, Germain Dullac, Cavalcanti y Epstein se desplegaban ante nuestros ojos en
un desfile de imágenes sorprendentes, montaje de imprevistas y absurdas metáforas muy en
consonancia con la poesía y la plástica europeas del momento (Tzara, Aragón, Éluard, Desnos,
Péret, Max Ernst, Tanguy, Masson, etc.). De las maestras realizaciones, lejos de esta extrema
vanguardia, de aquella edad dorada del cine mudo recuerdo todavía:La pasión de Juana de Arco,
de Dreyer;Metrópolis,de Fritz Lang;La quimera del oro,de Chaplin;La madre,de Pudovkin, y
sobre todoEl acorazado Potemkin,de Eisenstein. Una flor de ternura guardo aún en mi corazón
para los grandes tontos adorables: Buster Keaton, Harry Langdon, y los menores: Stan Laurel,
Oliver Hardy, Luisa Fazenda, Larry Semon, Bebe Daniels, Charles Bower, etc., héroes todos de mi
libro naciente, más o menos surrealístico, con título extraído de una comedia de Calderón de la
Barca:Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos.Al teatro iba poco. El cine era lo
que me apasionaba. Nuestra escena, invadida aún en aquel tiempo por Benavente, los Quintero,
Arniches, Muñoz Seca..., nada podía darme. Retengo sólo en la memoria los estrenos deSinrazón,
de Sánchez Mejías,Tic-tac,de Claudio de la Torre,Brandy, mucho brandy,de Azorín, yLos
medios seres,de Gómez de la Serna, la más audaz de todas estas obras, con sorpresas geniales,
pero, según entonces me pareció, demasiado extensa y no muy bien pergeñada teatralmente.
A Ramón yo lo traté muy poco, como a casi todos los escritores de las generaciones
precedentes a la mía. Nos saludábamos por calles de nuestro barrio, siempre él con su pipa y sus
patillas majas de mocetón goyesco, madrileño. Yo nunca fui «pombiano», y creo que Ramón jamás
miró con buenos ojos a los no sometidos a las mesas de su famosísima tertulia. En cierta ocasión me
permití con él alguna broma pesada, como aquella de enviarle un disparatado panfleto contra Ortega
y sus acólitos de laRevista de Occidente,la misma ramoniana tertulia, y todo lo habido y por haber,
durante uno de los muchos ruidosos banquetes celebrados en Pombo, no recuerdo si aquel en honor
de Giménez Caballero. Aunque a veces los frecuentara, yo no era cafetero, asiduo de corrillos
literarios. Era, desde mis primeros años de Madrid, «sinsombrerista», acostumbrado al aire libre y,
precisamente por aquellos días, un poeta solo y mordiente, apartado cada vez más de reuniones
sociales, a las que, como a todo, me asomé un momento. Fui amigo entonces de Carmen Yebes, la
preciosa condesa admirada de Ortega; de Isabel Dato, la hija del ministro monárquico, víctima de
una bala anarquista; traté algo al Duque de Alba; más, al de las Torres, simpático, tuerto y jaranero.
Frecuenté a los Bauer, propietarios de la maravillosa Alameda de Osuna, exaltada por Antonio
Marichalar en un buen libro, y a otros personajes aristocráticos, muchos de ellos agitados por las
auras de libertad que amenazaban ya a la Dictadura. Las luchas callejeras, primero, y la llegada de
la República me alejaron casi por completo de esta gente, permaneciendo sólo en mi amistad una
condesa argentina, que desde un comienzo se distinguió como persona consecuente y fiel a sus
sentimientos liberales: Tota Atucha, condesa de Cuevas de Vera. Ella, tanto antes como después de
la guerra española, durante mi destierro en París como aquí, en Buenos Aires, siempre ha sido la
misma: amiga de verdad, sin miedo a lo político, sencilla, silenciosa, auténtica; una persona, en fin,
de excepción, a la que muchos españoles exilados correspondemos con el mismo afecto.
En la pausa de aquel verano, volví a la sierra de Guadarrama. Mi salud, quebrantada ahora por
trastornos hepáticos, me lo pedía a voces. Había enflaquecido nuevamente, pareciendo aún más
afilado que en los preludios de mi primera enfermedad. Comía sólo verduras con aceite, que odiaba,
y ciertas frutas. Y sin embargo, contra la prohibición del médico, caminaba día y noche hasta caer
rendido. En cualquier parte, sobre un monte, en un camino o en el más solitario descampado, seguía
los poemas deSermones y moradasalternándolos con los del libro de «los tontos» o aquella obra de
teatro —El hombre deshabitado—, ya bastante avanzada. Seguía, a pesar de todo, despistado,
viendo que mi horizonte se aclaraba muy poco; uncido siempre al carro de la familia. Los libros,
¡bah! Cinco llevaba publicados, ¿y qué? Nada. Ni sombra de nada. Los bolsillos vacíos.
Al volver a Madrid, la editorial Plutarco, que dirigía mi tío Luis Alberti, me propuso una
nueva edición deLa amante.Le añadí unos poemas perdidos y tres ligeros dibujos a la pluma. Se lo