amigos, mis salidas, mis pensamientos, mi vocación, mis sueños, en fin, todo lo que sea «mi», que
no necesariamente excluye el «tu». Tus rosas, mis rosas y nuestras rosas. Una territorialidad
exagerada, lleva a la paranoia y si es minúscula, a la inasertividad. El equilibrio adecuado es
aquél donde las demandas de la pareja y las propias necesidades se acoplan respetuosamente.
Aunque ya nos referimos en parte a este punto, es importante recalcar que sin territorialidad no
puede haber una buena relación. Las parejas superpuestas en un ciento por ciento, además de
disfuncionales, son planas y tediosas. Se conocen tanto y se comunican tantas cosas, que se les
acaba el repertorio. Se pierde el encanto de lo inesperado. Una cosa es entregar el corazón y otra
el cerebro.
Nuestra educación ha exaltado el valor de un matrimonio encerrado y sin secretos, como decía
E. E. Cummings: «Uno no es la mitad de dos; dos son las mitades de uno». Siameses, hasta que la
muerte los separe. A muchos les disgusta que su pareja no lo exprese todo, porque lo consideran
falta de lealtad (obviamente no estoy defendiendo el mutismo electivo). Pero la transparencia total
no existe. Más aún, a veces es mejor no preguntar, y otras, no contar. Recuerdo el caso de una
señora que, como no estaba muy bien afectivamente con su esposo, empezó a sentirse atraída por
el mejor amigo del señor. Aunque nunca había pasado nada entre ambos, una noche de parranda,
con algunos tragos encima, él se animó a darle un beso y ella no lo rechazó. Un tiempo después,
estando en un curso de «encuentro matrimonial», en un ataque de sinceridad la mujer no solamente
comentó la atracción que sentía por el susodicho, que entre otras cosas disminuía cada día, sino el
furtivo beso que se dejó robar. Ella quedó liviana, tranquila y en paz consigo misma, con Dios y
con la humanidad; él quedó deprimido, indignado y celotípico. Necesitaron varias citas de terapia,
una separación transitoria y casi un año de reproches para volver a empezar. No obstante, algo
pareció romperse. Todavía hoy, después de cinco años, cuando la obsesión se activa, el marido
exige más detalles del beso aquel. La pregunta es evidente: ¿Valió la pena comentar el desliz? ¿No
podría ella haber buscado una solución menos «sincera» y dramática? La mayoría de los hombres
nunca olvidan las canitas al aire de su mujer.
En otro ejemplo, una mujer que trabajaba vendiendo cosméticos para ayudar a los gastos de la
casa, había decidido abrir su propia cuenta de ahorros. Por recomendación de su madre, y debido
a que el esposo era bastante tacaño, a escondidas comenzó a ahorrar el diez por ciento. Por
consejo de un sacerdote, y para evitar estar en pecado, le confesó al marido el autopréstamo que
estaba haciendo efectivo sin su autorización. Más le hubiera valido estar presa. Las medidas
represivas del señor fueron impresionantes. Iban desde la confiscación activa de los privilegios,
hasta el escarnio público. ¿Tuvo algún sentido comentar el secreto de su ahorro? En otro caso, un
hombre cometió el error de confesarle a su señora que todavía le gustaba una ex novia, casada y
con hijos, que trabajaba en la misma empresa que él. No tuvo vida hasta renunciar al trabajo. Una
joven mujer a punto de casarse le confesó al novio, con el cual mantenía relaciones sexuales
frecuentes, que él no había sido el primero. El matrimonio se desbarató.
La idea no es andar jugando a las escondidas, fomentar el libertinaje y eliminar todo rastro de
honradez, sino establecer los límites de la propia privacidad. Algo así como la reserva del
sumario. Y esto no es desamor, sino inteligencia afectiva. La independencia (territorialidad) sigue
siendo la mejor opción para que una pareja perdure y no se consuma. Aunque a la gente apegada
le aterra el libre albedrío y le encanta ceder espacios: sin autonomía no hay amor, sólo adición
complaciente.