11. “De inmediato se levantaron y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once y a los de su grupo…” (San Lucas 24, 33) Ardiendo nuestro corazón con el amor de Dios, llenos de fe, ahora debemos hacer que ese fuego no se extinga; Benedicto XVI decía a los jóvenes que “la fe crece cuando es compartida”, pues bien, ese es el efecto del Camino de Emaús, compartir la fe para que no se apague, para que siga creciendo en nosotros, para que nuestro corazón siga ardiendo. Y no hablamos acá únicamente del sentido misionero de testimoniar la fe y anunciar el Evangelio a otros para que crean también en Jesús, sino también, no menos importante, la fe vivida y compartida en la comunidad cristiana, a través de la oración, la Palabra y los sacramentos, a través del caminar juntos como Pueblo de Dios. Necesariamente, tarde o temprano, el encuentro con Cristo siempre nos impulsará al encuentro con los hermanos en la comunidad; no somos islas de fe, porque tenemos una misma identidad, somos “UN SOLO CUERPO, UN SOLO ESPÍRITU, UNA SOLA ESPERANZA… UN SOLO SEÑOR, UNA SOLA FE, UN SOLO BAUTISMO, UN SOLO DIOS Y PADRE…” (Efesios 4, 4-6). Porque Jesús no quería que camináramos solos, sino en comunidad, para apoyarnos, levantarnos los unos a los otros ante cada caída, darnos aliento cuando estamos desanimados y hacernos crecer también a partir de la experiencia cristiana de otros. Esto es lo hermoso de la fe cristiana, por eso, si estamos alejados de nuestras parroquias y comunidades, hoy también como aquellos discípulos, regresemos a nuestras propias “Jerusalén” donde encontraremos la riqueza de la comunidad cristiana: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma…” (Hechos 4, 32).