desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a quien
bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era una, que
era una, todo lo contrario de ella, que era una dama en el palacio o en la pocilga,
en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios, obediente de
sus leyes y sumisa a sus designios, y con quien no podía hacer, por supuesto, las
maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se prestaba a
todo, como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque éstas al
menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la puerta, semejantes
porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija única y bienamada de doña
Renata Argote y don Fernando del Carpio, y sobre todo de éste, por supuesto, un
santo varón, un cristiano de los grandes, Caballero de la Orden del Santo
Sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio de conservarse
intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de novia y los ojos vivos y
diáfanos como las esmeraldas.
—Eso sí no es cierto —la interrumpió Aureliano Segundo—, cuando lo
trajeron ya apestaba.
Había tenido la paciencia de escucharla un día entero, hasta sorprenderla en
una falta. Fernanda no le hizo caso, pero bajó la voz. Esa noche, durante la cena,
el exasperante zumbido de la cantaleta había derrotado al rumor de la lluvia.
Aureliano Segundo comió muy poco, con la cabeza baja, y se retiró temprano al
dormitorio. En el desayuno del día siguiente Fernanda estaba trémula, con
aspecto de haber dormido mal, y parecía desahogada por completo de sus
rencores. Sin embargo, cuando su marido preguntó si no sería posible comerse un
huevo tibio, ella no contestó simplemente que desde la semana anterior se habían
acabado los huevos, sino que elaboró una virulenta diatriba contra los hombres
que se pasaban el tiempo adorándose el ombligo y luego tenían la cachaza de
pedir hígados de alondra en la mesa. Aureliano Segundo llevó a los niños a ver la
enciclopedia, como siempre, y Fernanda fingió poner orden en el dormitorio de
Meme, sólo para que él la oyera murmurar que, por supuesto, se necesitaba
tener la cara dura para decirles a los pobres inocentes que el coronel Aureliano
Buendía estaba retratado en la enciclopedia. En la tarde, mientras los niños
hacían la siesta, Aureliano Segundo se sentó en el corredor, y hasta allá lo
persiguió Fernanda, provocándolo, atormentándolo, girando en torno de él con su
implacable zumbido de moscardón, diciendo que, por supuesto, mientras ya no
quedaban más que piedras para comer, su marido se sentaba como un sultán de
Persia a contemplar la lluvia, porque no era más que eso, un mampolón, un
mantenido, un bueno para nada, más flojo que el algodón de borla, acostumbrado
a vivir de las mujeres, y convencido de que se había casado con la esposa de
Jonás, que se quedó tan tranquila con el cuento de la ballena. Aureliano Segundo
la oyó más de dos horas, impasible, como si fuera sordo. No la interrumpió hasta
muy avanzada la tarde cuando no pudo soportar más la resonancia de bombo que