Cuentos

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About This Presentation

60 cuentos autores latino americanos


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El extraño
María Guadalupe GAITÁN CORTÉS


Acuérdate, Rosita, de aquella conversación que tuvimos hace quince años. ¡Qué te vas a
acordar, si tenías sólo tres añitos de edad! Pero yo te hablaba a ti como persona mayor,
como si de todo me entendieras, porque no tenía a nadie más para decirle mi pena, esa
pena enorme que me destruyó el amor. Digo mal, Rosita, hija mía, destruyó el amor que
le tenía al hombre que fue tu padre, porque mi amor no se destruyó, sólo se desvió para
volcarse todito en ustedes mis tres niñas, mis muchachitas.
Ahora somos tres, te dije aquel día, con esta pequeña hermanita que Dios te ha dado.
Pero, ¿de veras fue Dios? Yo pienso que fue la debilidad que tuve al abrirle mi cuerpo a tu
padre, cuando ya no tenía ningún derecho: y así nació Teresita.
¿Cuándo se fue tu padre por primera vez al norte? Todavía estaba recién casada, mis
ilusiones como flores mañaneras asomaban a la vida, con el amor brotando como yerba
fresca, verde y prometedora. Un mal día se fue a trabajar al norte, dijo que a conseguir
más dinero para las dos, para ti, Rosita, que ya empezabas a hacerte notar en mis
entrañas. Las mujeres del pueblo me decían: “No dejes que se vaya, amárralo con tu
amor ahora que es tiempo; por allá la ambición y la distancia los devoran y no vuelven
más”. Pero ya el gusanito verde del dólar había picado su corazón. Eso es lo que te dije
hace quince años, y mira cómo ha pasado el tiempo.
Tal vez desde entonces para mí todos los hombres son bichos raros, a los que se me
ocurre aplastar lentamente, para hacerlos sufrir y cobrarme lo que uno de ellos a nombre
de todos me hizo.
Ahora, Teresita, que la Mela y tú son unas señoritas, la gente del pueblo sale con que
ustedes son unas ingratas, que no tendrán cabida en el cielo, que son malas hijas. ¡Si
para mí son las mejores hijas del mundo! ¡Y ustedes no tienen padre, se murió hace
mucho tiempo, se mató él sólito!
Cuando tú viniste al mundo estaba yo sola. Mi madre ya había muerto. Una vecina por
caridad vino a acompañarme, doña Chole, la atolera, que se detuvo aquí un día completo
ayudándome a que nacieras. Después me mandaba todas las mañanas mi atolito para
que tú lo bebieras luego convertido en leche. Esa fue toda nuestra compañía. Ya para
entonces se habían terminado todos los ahorros, y empecé a vender lo poco que
teníamos: las ollas, la licuadora, aquella colcha de percal hecha con pedacitos de amor y
con hilos de suspiros, aquélla que todas me envidiaban y yo la guardaba para estrenarla
cuando él viniera. Vendí todo, hasta las sillas. Sólo quedó en un rincón la cama, que
encontró él cuando regresó al año, sin dinero porque todo lo había gastado en regresar
para conocerte. Con qué amor lo recibimos las dos. Tú dibujaste al verlo tu primera
sonrisa y no cesabas de platicarle con gorgoritos de pajarito mañanero; pero ni eso lo
amarró: se fue de nuevo, y otra vez el olvido. Ni una carta, ni un centavo.
Pronto me di cuenta de que venía la Mela y que no teníamos ni para comer. Fue entonces
cuando me decidí y trabajé como sirvienta un año, lavando ropa con mis manos, de las
que primero brotó sangre, y luego se me hicieron rudas como las de un campesino y ya
se acostumbraron. A lo que no se acostumbraron nunca fue a no mecerte cuando te
dejaba sola con la buena doña Chole, que siempre me decía: -Vaya con Dios; la criatura
sabe que es huerfanita, y se queda siempre muy quietecita viéndome hacer el atole.
Así que cuando vino tu padre otra vez, ahora sin dinero, pero con muchas presunciones,
encontró su escudo, y me dijo: “Ah, ya tienes tu máquina y otra chiquilla, que a lo mejor ni
es mía. Qué casualidad, y hasta pá lujitos tienes, ¡éh!”.
El venía con ropa nueva, con un reloj que hablaba la hora en un idioma que nadie
entendía, con una grabadora que cargaba para todas partes, como para que todos se

dieran cuenta de que ganaba muy bien. Mientras tú, la Mela y yo comiendo a veces las
sobras de la casa a donde iba a lavar la ropa.
Y así fue cuando tenías tres años nació Teresita, frágil y debilucha porque ya mis
pulmones empezaban a resentir tanta lavadera. Desde entonces me duele mucho la
espalda, y luego esa tos que nunca se me quita.
Tu padre regresó al año, siempre al año, cuando en el norte hace frío, la nieve cubre todo
y no hay trabajo en el campo. Estaba con nosotras en ratitos, porque se iba a la cantina a
gastar lo que nos había traído, pero que no nos lo daba porque quién sabe de quién
fueran tus hermanitas y él no iba a mantener hijos ajenos, eso me decía. Y aunque era
muy fácil sacar las cuentas de los nacimientos de ellas, que fueron siempre a los nueve
meses de sus visitas, eso decía él, como pretexto para emborracharse ese año que trajo
tantito dinero.
En el pueblo nadie hablaba mal de mí. Al contrario, decían que ya parecía una santa de
todo lo que le aguantaba a tu padre y de lo mucho que me dedicaba a ustedes; pero santa
y todo, ya ese año había tomado precauciones para no salir embarazada, e hice muy bien
a pesar de lo que decía el señor cura, de que debíamos tener los hijos que Dios nos
mandara, y la mera verdad no tuve ningún remordimiento. Por eso a los dos años que él
regresó no encontró niño nuevo, y se fue a gastar su dinero en las cantinas, pretextando
que yo no quería darle más que “viejas”, y que cuando tocaba hombrecito no había sabido
atraparlo, y que por la decepción tardaría mucho, mucho en regresar.
No me extrañó eso ni todas sus habladas, porque ya su amor era un rescoldo, y porque
me habían informado de que por allá se había buscado una gringa a la que le daba por
ley de aquel país casi todo su dinero, y con la cual no tenía hijos porque ella no quería
tenerlos; que se había juntado con ella para tener derechos, y así ganaba mucho más
dinero del que nunca nos tocó ni una tandita.
Pasaron años. Nos manteníamos ya muy bien con mis costuras, pues en el pueblo me
mandaban hacer todos los vestidos; tú estabas mayorcita y me ayudabas a pegar botones
y a hacer bastillas.
Hasta que un año vino tu padre con su gringa. Ya no llegó a nuestra casa. Esa vez que
vino con la otra llegó en un carro grande, casi nuevo, gastando más que nunca y con
mejores ropas. A todos le trajo regalos, menos a nosotras. A mí apenas si me saludó, y
como a escondidas de la mujer gringa. Un día que yo no estaba él vino a verlas a
ustedes, -¿Te acuerdas Rosita? ¿Y qué les dijo? Que esa señora era su prima. Esa vez
no se emborrachó, y cuando se fue ni siquiera se despidió. Se fue para no volver ya
nunca.
Porque sí, Rosita, tú y tus hermanas y yo tenemos razón, digan lo que digan en el pueblo.
El hombre que tocó hace dos días en esta puerta, no es tu padre. Dijiste bien, hija mía: en
esta casa no hay padre. Son ustedes de tierra, como los huevos de algunas gallinas, ya sí
como a ellas nadie les reclama por no tener gallo, nadie tiene por qué reclamarnos que
después de una vida de estar solas, sin hombre; ese extraño, enfermo, pobre, hambriento
que tocó a nuestra puerta, y que les dijo a ustedes mis hijas, que era su padre, y que
venía a quedarse para siempre con nosotras, y al que tú, Rosita, y también tus
hermanitas, le contestaron que en esta casa no tenemos esposo ni padre, y le cerraron la
puerta; ese hombre no tenía por qué pedir clemencia, pues perfectamente sabía que la
puerta de nuestro corazón hace mucho está cerrada para cualquier extraño que quiera
entrar por ella, y ese hombre es un extraño.

María Guadalupe Gaitán Cortés
Michoacán, México

Bordadoras de futuro
Perla Guadalupe CASTILLO SOLÍS
Casa de las hermanas Maza, Oaxaca, México 2016.
Las reuniones de bordado en la casa de las hermanas Margarita y Candelaria no eran
nuevas, lo diferente en las últimas semanas era el carácter subversivo que se empezaba
a respirar desde que Margarita, experta en contar historias, les narraba la vida de Juana
Azurduy Bermúdez, una de las máximas heroínas de la independencia sudamericana, y
una de las miles de mujeres olvidadas por esa Historia que omite fácilmente sus nombres,
sobre todo si son revolucionarias.
Hacía más de 18 años que Margarita había fundado la cooperativa Taller de Bordado
Tequio, con el objetivo de apoyar a las mujeres de su comunidad que hacían de ese arte
milenario, un modo de apoyar su frágil economía, basada en la agricultura de temporal,
así como de recuperar la trascendente experiencia del Tequio, que consiste en cooperar y
colaborar con los otros para el bienestar colectivo.
Los colores de cada lienzo, ya de por sí vibrantes, se transfiguraban al combinar aves en
vuelo con animales misteriosos surgidos de espesas selvas y flores extravagantes que
sólo florecen en los jardines profundos de la creatividad ancestral; inspiración que ahora
se tornaba libertaria, al nutrirse del mágico espíritu guerrero de una mujer de otro tiempo.
La cooperativa había promovido prácticas de comercio que cuidaban que la obtención de
sus materiales fuera respetuosa del medioambiente y se pagara lo justo por el trabajo.
Además de crear un espacio en donde Margarita mantenía viva su amplia experiencia
como maestra rural y les enseñaba desde operaciones básicas para su comercio hasta
leer y escribir, si se lo pedían. Muchas incluso aprendieron a hablar el español, ya que la
mayoría se comunicaba en zapoteco o mixteco.
Desde que Margarita se apasionó por esa heroína latinoamericana, que al igual que ella
había nacido un 12 de julio, sintió fluir una energía diferente. La pasión de aquella mujer
inconforme e insurrecta, que luchó por la libertad hasta la muerte, le había provocado un
vuelco en el corazón y sobre todo en las esperanzas de cambio. Le devolvía el anhelo por
transformar esa realidad de su país, que no le gustaba; además de nutrir sus historias de
un entusiasmo que las otras mujeres anhelaban escuchar, desde que empezaba el “Día
de Bordado”.
El Taller lo conformaban una veintena de mujeres, la mayoría de origen indígena, que
disfrutaban de la cálida atención de la maestra Margarita y su hermana Candelaria, y
aprovechaban intensamente la oportunidad que les brindaban, ofreciendo un día de cada
semana para dedicarse por entero a bordar, al mismo tiempo que aprendían con
entusiasmo las lecciones de Margarita, siempre interesantes e ilustrativas.
Muchos consumidores que conocían como funcionaba la cooperativa, preferían
solidariamente adquirir sus piezas de bordado. Tanto el financiamiento de sus materiales
como las ganancias de todas las piezas que se producían y mercadeaban se compartían
con equidad, además de nutrir una caja de ahorro colectivo para imprevistos y
emergencias que cualquiera de ellas pudiera tener.

Después de elegir su proyecto de bordado y sus hilazas de colores, se sentaban ávidas
de seguir escuchando la historia de Juana, aunque les horrorizaba escuchar sobre los
azotes y las vejaciones que los españoles infringían a los nativos en nombre del rey. Ellas
mismas recordaban el miedo y el dolor que habían experimentado en sus comunidades
por parte de la policía o las noches de incertidumbre cuando los soldados hacían
incursiones en sus casas con el pretexto de buscar narcotraficantes, encañonando, sólo
para atemorizar, lo mismo a niños que a jovencitas o ancianas. Saber que Juana no se
amedrentaba frente a hombres armados, y que al contrario los enfrentó y venció en
numerosas ocasiones, les permitía albergar la fantasía de que algún día ellas también
podrían enfrentar al invasor.
El día se les iba en un suspiro, nadie quería que la reunión acabara, y menos si aún no
probaban el chocolate caliente que Candelaria les ofrecía al finalizar la sesión de bordado.
Había aprendido a cocinar con las nanas y sus abuelas, y no había receta que se le
comparara.
Cada una había encontrado en Juana una representación de su propia historia, desde las
que teniendo una vida cómoda preferían, como Juana, una vida de combate por la
dignidad y la libertad, hasta las que orilladas por el dolor y la urgencia se veían forzadas a
exigir justicia y respeto, incluyendo a sus propias parejas.
_ ¿Se acuerdan de la huelga de hambre para que suspendieran la tala en los bosques de
San Isidro Aloapan?_ preguntó Adelina
¬_ Doña Yolanda era como mi Juana ¡con los ovarios bien puestos!_ expresó con
vehemencia María Catarina.
_ Ojalá y así nos uniéramos para defender el agua. Allá en Cuentepec ya nos estamos
organizando_ afirmó Alejandra.
Animadas paladeaban con placer cada sorbo de aquella bebida milenaria, mientras
compartían sus propias historias de horror e indignación, deseando con pasión que la
fuerza de sus anhelos transformara sus vidas.
¬Como narradora experta, Margarita les contaba con lujo de detalles sobre el paisaje, las
relaciones y los sentires de Juana, su familia y la de los españoles, les explicaba sobre las
formas y costumbres a las que se enfrentaban y siempre suspendía la historia en un
momento clave para continuar en la siguiente reunión.
Poco a poco, los bordados se transformaron en un pretexto para reunirse y comentar
sobre la propia soberanía y libertad. En cada reunión empezó a bordarse también un plan
para fortalecer la unidad y dignidad de su pueblo.
_ Es que pasan los siglos y parece que no ha cambiado nada desde que vivía Juana, las
mujeres seguimos sufriendo las mismas carencias y el mismo dolor de ver el hambre en
nuestros hijos_ se lamentó en voz alta Conchita.

_ Parece que no ha cambiado, pero si te fijas bien, hoy tenemos una libertad que no
tuvieron nuestras madres y menos las abuelas_ agregó Oliveria.

_ Lo que pasa es que no es suficiente, tenemos que seguir luchando como Juana, que
nunca se rindió, aunque estuviera embarazada, seguía luchando_ intervino María
Catarina.
_ Mi vida es una lucha, desde que me levanto a traer agua, atiendo a mis seis hijos, hasta
el día de bordado que camino más de dos kilómetros desde la sierra para llegar aquí y de
regreso_comentó con modesto orgullo Nayeli, quien al igual que Juana durante la batalla
por la liberación de Lima, lucía un embarazo de más de cinco meses.
Al igual que dos siglos atrás, los indígenas en Oaxaca, como en muchos otros lugares de
México y Latinoamérica, seguían experimentando lo mismo que aquellos nativos del Alto
Perú por los que Juana Azurduy luchaba: explotación, esclavitud, despojo, pobreza,
discriminación, marginación, violaciones, muerte…
La indignación bullía con más fuerza en sus corazones cuando escucharon que Juana
perdió cruelmente a sus cuatro hijos pequeños, agobiados por el hambre, las privaciones
y el paludismo. Sentían la fuerte empatía de quien comparte lo vivido. Las tejedoras más
jóvenes del grupo, Guie'dani y Xcaanda, por ejemplo, también habían enterrado a uno y
dos hijos respectivamente, atacados por el dengue y la pobreza que les impidió acceder a
la atención médica oportuna.
_ Se acuerdan cuando en Quiegolani le impidieron a Eufrosina ejercer como presidenta
municipal_ comentó Josefa.
_ ¡Qué coraje, de nada les valió nuestro voto y la sacaron sólo “por ser mujer”!_ agregó
molesta Gertrudis, quien pocas veces intervenía.
_ ¿Se imaginan si Juana hubiera nacido en Oaxaca?_ propuso Margarita.
_ ¡Yo, votaría por ella para presidenta!_ exclamó entusiasmada María Catarina
Sensibles y sororidarias, sufrieron también la consternación, el dolor y la impotencia que
Juana debió sentir cuando vio la cabeza de su esposo Manuel Ascencio -el héroe Padilla-,
clavada en una lanza que exhibieron en la plaza de La Laguna.
_ ¡Qué impotencia! me recuerda a mis primos Sansón y Amado, que afortunadamente no
están muertos, pero también fueron torturados y encarcelados injustamente, primero por
no hablar español, y luego porque así son de injustos con nosotros, ya llevan más de 20
años encerrados _compartió con digna tristeza, Jacinta.
_ A mi Pablo también lo golpearon y encerraron por defender el bosque, y es la hora que
no lo puedo ver, lo tienen incomunicado_ expresó casi en un sollozo Ignacia.
_ A mi papá lo asesinaron en Aguas Blancas, y jamás hubo justicia_ expresó con
profundo dolor Angelina.
Las lágrimas de todas se derramaron en silencio y solidaridad con Cristina, mientras el
amargo sabor del dolor personal se mezclaba y diluía en una fabulosa combinación de
colores con las que bordaban flores y grecas, transmutando sus pensamientos profundos
en un anhelo de paz y libertad que evocaba el fervor de la lucha por la independencia, y la
profunda necesidad de autonomía, que en su momento, también guiaron la vida de Juana
Azurduy.

Un espíritu de unidad se fue apoderando del grupo, el bordado que comenzó como un
proyecto personal e individual, se transformó en una obra colectiva, cada pieza era el
complemento de otra, los colores se mezclaban en una armonía que les sorprendía por su
instintiva congruencia.
Y aunque Juana murió a los 82 años, en la mayor pobreza, sepultada en una fosa común
y sin más honores ni glorias que su propia memoria, hoy latía viva, en el aliento que
inspiraba a esas mujeres. Y justo en ese mismo momento, la experiencia se replicaba en
otros grupos a lo largo de Latinoamérica. No estaban solas.
Museo de Historia, Territorio mexicano de la Patria Grande, 2116
Los estudiantes del primer ciclo que estaban por terminar el recorrido en el Museo de
Historia de la Patria Grande, habían escuchado con atención a lo largo de dos horas un
breviario de acontecimientos ocurridos desde Argentina hasta México -con todo y el
extenso territorio recuperado- que ahora conformaban un mismo pueblo. Habían atendido
con interés los hechos que habían llevado a conformar su Patria Grande, un pueblo unido
en sus diversidades culturales e históricas, ligado por un complejo sistema colaborativo y
solidario de autogobiernos comunitarios.
Les había resultado particularmente interesante comprender la compleja lucha que se dio
para lograr la autonomía de los centros comunitarios y su complejo pero eficiente manejo
a través de redes, sin dirigencias centrales y con el eje rector de los derechos humanos
como guía de convivencia y avance.
_ Para concluir este recorrido histórico que rememora el nacimiento de nuestra Patria
Grande, mi compañero Hugo, les explicará la primera y última pieza de nuestro museo,
elemento clave en la gestación del movimiento emancipatorio y de la Unificación
Revolucionaria de Latinoamérica, que dio lugar al nacimiento de nuestra Patria Grande_
se despidió con efecto dramático la guía del museo, antes de despedirse.
_ Gracias compañera. Como podrán apreciar, el textil que tengo al fondo recrea el sueño
de libertad por el cual lucharon mujeres y hombres que promovieron el impulso de ver a
su patria libre y soberana; es un trabajo colectivo, y aún con nuestra tecnología, no se han
podido precisar los estilos artísticos de las líneas de bordado, debido a la uniformidad que
presenta, la historia oral –como seguramente ya escucharon en el recorrido- nos dice que
participaron al menos una veintena de mujeres…
El coordinador del museo explicó al estudiantado cada elemento técnico y simbólico de
aquel inmenso bordado. El grupo de estudiantes hizo numerosas preguntas antes de
dispersarse para abordar el transporte.
_ ¿Tú quién serías si hubieras estado en el inicio del proceso de la Unificación
Revolucionaria de Latinoamérica? Preguntó Alisha a Noeymi.
_ Creo que Margarita, porque me encantan las historias_ comentó reflexiva Noeymi.

_ Yo sería como María Catarina, por su espíritu libertario_ correspondió Alisha.

_ Yo sería como Juana Azurduy, porque las inspiraría a todas_ Interrumpió impertinente
Javiera
_ Ajústense el cinturón de seguridad, que ya nos vamos_ comentó el maestro Evodio,
agregando_ Espero que la visita al museo nos permita comprender que la historia es
nuestro motor de cambio y transformación, que podamos valorar las vidas de quienes
cruzaron los límites, cambiaron esquemas, construyeron igualdad y nos demostraron que
el Buen Vivir es posible.
_ Y que la construcción de un mundo digno en el que todos y todas tenemos lugar, debe
ser permanente_ agregó en voz alta e intelectual Agustín, que había anotado las frases
importantes en su libreta.
_ Así es Agustín, todo puede ser posible si lo empiezas a bordar en el infinito manto del
pensamiento_ concluyó Evodio, orgulloso de los comentarios de sus estudiantes.
Perla Guadalupe Castillo Solís
México

Milagro
José Fernando ORPÍ GALÍ
Primer premio 2017, ex aequo


Muchos años después, frente al pelotón que formaban sus compañeros de investigación y
en el acto donde sería condecorado, volvió a ver aquellos ojos. Y en el calor de la mañana
el aleteo de una mariposa amarilla como las que acompañaban a Mauricio Babilonia.
Presentía que aquellos ojos, ya devueltos a la normalidad, desde algún lugar lo
escrutaban. Tragó en seco. No quería mostrar turbación ante el público asistente e
introdujo las manos en los bolsillos de la bata. Docto, ¿usted cree que yo pueda verle la
cara algún día? Amaranta se llamaba esa paciente que él nunca pudo olvidar porque la
piel despedía un inquietante olor a albahaca y le recordaba a su abuela materna. A través
de la lluvia la vio llegar un día a la consulta, escoltada por dos muchachas escuálidas
como figuras recortadas de un viejo álbum. Experimentó un ligero temblor al escuchar que
lo nombraban y tuvo que dirigirse al centro de la tribuna para recibir un diploma y un ramo
de flores. Respiró de nuevo el olor a albahaca. Una de las flores tenía pétalos amarillos
que semejaban alas y sobresalía del resto con arrogancia. Desde allí Amaranta parecía
contemplarlo sobre el jardín agreste de un país lejano. Ojos-cielo. Ojos-luz. Siempre lo
voy a recordar, docto. Usted es un santo. La señora que colocaba en su pecho la medalla
le devolvió un rostro conocido, borroso por la lluvia y las cataratas de la infelicidad.
Entonces sintió en el pie la mordedura y se vio a la deriva, sin fuerzas, arrastrado por el
ocre remolino del río. Una abeja, atraída por el fulgor de las flores le había enterrado el
aguijón mientras él recordaba lecturas de adolescencia en el agridulce panal de la
historia. Docto, ¿le puedo ayudar en algo? La voz le llegó clara y precisa y sintió el
estremecimiento primigenio. Cuando volvió la cabeza ya era tarde. Amaranta se perdía en
el tumulto de personas, con una flor amarilla que aleteaba en su pelo blanco.

José Fernando Orpí Galí
Santiago, Cuba

Esta tierra que habitamos
Álvaro LOZANO GUTIÉRREZ
Primer premio 2017, ex aequo


Volvieron a ver su tierra después de muchos años en el exilio. La curva del camino, ya
reconocida hace tiempo, les indicó que estaban cerca de la parcela en donde alguna vez
fueron felices. Manuel acarició la cabeza su hijo mientras miraba los ojos melancólicos de
Martha, tratando de contagiarle esa esperanza que hoy sin embargo se dibujaba solo
como una promesa. Caminaban lentamente como buscando desandar los pasos que la
violencia les había obligado a dar abandonando todo lo que poseían.
Hacía ya un año que la guerra había terminado. La paz se firmó entre los aplausos de
unos y la indiferencia y el escepticismo de otros. El perdón y el olvido se impusieron por
decreto. Se habló mucho de víctimas y de reparación. Miles de hombres y mujeres
colmaron las oficinas del gobierno buscando que el Estado les reconociera sus muertos y
les devolvieran la tierra que hacía mucho tiempo los poderosos les habían arrebatado.
- Desde aquí ya queda poco para el rancho. Lo primero será acomodar la cerca, yo me
acuerdo que antes se nos metían mucho los animales del compadre José y nos dañaban
las matas.
-Estoy cansado y tengo hambre.
-No se preocupe Esteban apenas lleguemos su mamá nos prepara algo, más bien súbase
al caballo y ayúdenos a guiar las demás bestias.
Martha levantó los ojos y vio su antigua casa al final del sendero. Era solo una ruina.
Cuatro paredes seguían en pié en medio de una tierra gris que daba testimonio de
tiempos de violencia y muerte. Amarraron los caballos y las mulas y entraron respirando
largamente como quien despierta de un terrible sueño y ahora solo quiere reconocerse en
el mundo de los vivos.
- En esta habitación nació usted.
Martha y Manuel acariciaban las paredes y acercaban el oído como queriendo que estas
les reconocieran y les dieran la bienvenida.
-Aquí en este patio mataron a su hermano Julián, le dispararon tres veces.
Se detuvieron mirando un árbol muerto, abrazándose y sabiendo que lo que seguía era lo
más duro, recuperar la tierra también es añorar a los muertos, seguir adelante a pesar de
la tristeza.
En la Mañana Braulio y José saludaron desde el recodo del camino. Encontraron a la
familia entre herramientas acomodando el techo y descargando las últimas cosas que
traían consigo.
-Compadre esta tierra esta enferma. Ya no crece nada. Los de la oficina del gobierno nos
dicen que es mejor venderla.
Manuel miraba un puñado de ceniza que se encontraba bajo sus pies. La tomó en sus
manos tratando de olerla.
- Sembraron palma los últimos quince años, el señor que compró todo esto tenía mucha
plata, trajo maquinaria, trabajadores y muchos químicos. La tierra se agotó y ahora es un
puñado de ceniza. Solo ceniza Manuel, solo eso nos dieron.
- ¿Y entonces que van a hacer ustedes?
-La cosa va muy mal Manuel, con otros hemos decidido vender, veníamos a decirle a
usted, para ver si siendo muchos nos pagan un poco más.
-¿Y nuestros muertos? ¿Los que nos mataron? Esta tierra es nuestra y no la vamos a
dejar.
-Compadre, no es cosa de muertos es cosa de vivos, si nos quedamos aquí va a ser para
morirnos de hambre.

Manuel sintió que el sol castigaba su cuerpo. Miraba con pena a su familia, pero con más
pena y dolor a los dos hombres que ahora solo hablaban de vender todo y volver a una
ciudad que no les pertenecía, que siempre los había tratado como extraños.
- Gracias compadres pero yo me quedo. Si alguien les pregunta le dicen que prefiero el
hambre aquí en mi tierra que en los tugurios de la ciudad. Si, para mi esa hambre es peor.
Las semanas que vinieron fueron terribles. Efectivamente la tierra agotada se había
convertido en un puñado de ceniza y sal. Sembraron primero las semillas que les dio el
gobierno pero ni un brote hacia avizorar que la situación cambiaria. Ahora solo les
quedaba el maíz, el mismo que Martha recogió en un tarro el día que mataron a su hijo, el
día que abandonaron todo.
Manuel y su hijo tomaron los azadones y cavaron lo más profundo que pudieron. Al fondo
la promesa de una tierra negra y fértil nunca los esperó. Todo era igual, un hollín que se
extendía hasta donde alcanzaba la mirada. Esa tarde una camioneta lujosa se estacionó
afuera del rancho. En ella un hombre obeso y una mujer joven, que a Esteban le pareció
hermosa, los miraban con desprecio y lastima. No se bajaron del vehículo, no hablaron
con nadie, solo esperaban como buitres a ver que la familia cayera, para apoderarse del
miserable terreno que habitaban.
-Yo creo que no es la sal lo que mató esta tierra, fue la sangre de tanto muerto. La sangre
de su hijo y el mío que nos mataron en este mismo patio.
Sembraron el maíz, lo regaron trayendo el agua de muy lejos por que incluso los ríos se
negaban a dar el consuelo del agua. Los días pasaron y solo se veía el mismo paisaje
triste. Cuando se agotó el alimento supieron que tal vez habían vuelto a esta tierra solo
para morir.
-Martha, amor que nos queda.
-Un puñado de harina y unas cucharadas de café.
-Entonces llego la hora, prepare la comida, después solo nos queda morirnos.
Comieron amargamente, no dijeron nada, solo se miraban pensando que la vida se había
ensañado siempre con ellos, que eran los condenados de la tierra. Salieron del rancho y
contemplaron las estrellas. Se acostaron en medio del campo y esperaron así que Dios
cerrara sus ojos.
Cuando despertaron los primeros brotes se levantaban orgullosos. Habían vencido.

Álvaro Lozano Gutiérrez
Bogotá, Colombia

La revolución viene en bicicleta
Laura FUENTES BELGRAVE


Parapetado tras la ventanilla rota de la vieja camioneta Ford, Ernesto mira con indolencia
el embotellamiento de autos al cual contribuyen en este momento él y su padre, quien
suda copiosamente sobre su enorme barriga atorada contra el volante, mientras cada
cinco minutos exhala improperios contra los demás conductores. A pesar de estar cerca
de la casa, su auto se encuentra inmovilizado hace una hora sobre un pequeño tramo del
boulevard de acceso a la capital, cuya incapacidad de dejar fluir las bocinas que perforan
el tímpano de Ernesto, se debe al azaroso desbordamiento de las raíces de los árboles de
Poró. Estos se ubican a ambos lados de la calle y la estrechan, retando la planificación
urbana desde tiempos inmemoriales. Decenas de árboles en pleno estallido floral,
aparentemente ajenos al caos vial a su alrededor, son sacudidos por el viento y dejan
caer de sus nutridas ramas cientos de florecillas rosadas sobre los autos, cual bálsamo
apaciguador para furias de cuatro ruedas.

Cansado de estar en la misma posición, el niño se endereza, desabrocha y abrocha su
cinturón de seguridad, resopla, vuelve a hundirse en el asiento, mira ahora más lejos, más
allá de los árboles de Poró. Sobre la acera, con una rapidez y una alegría palpables en la
fortaleza de sus piernas y en la nitidez de su sonrisa, pedalea enérgica una niña que
atraviesa fulgurante el campo de visión de Ernesto. Simultáneamente, su padre
transforma sus insultos periódicos en quejidos apagados que incitan al niño a voltear su
cabeza de inmediato. Los bocinazos en derredor continúan, enrojecido, el adulto apaga el
motor del auto, se lleva la mano al pecho, el sudor lo empapa, lanza una mirada de auxilio
a su hijo, quien no comprende, pero se asusta, lo palpa. Su padre cae inconsciente sobre
la bocina y el sonido estentóreo se extiende sobre esa tarde calurosa como un grito que
horada para siempre la memoria del hijo.
La imagen de los raspones en sus rodillas adelanta la llegada de Victoria bajo una lluvia
de florecillas de Poró. La niña detiene intempestivamente su bicicleta junto a Ernesto,
sentado en los últimos peldaños de la escalinata del acceso principal a la Iglesia del
Socorro. Lleva un corbatín negro, una camisa con la plancha estampada y un
pantaloncillo gris. Observa perplejo a la niña, quien le saca la lengua y espera su
reacción. Ernesto sale de su mutismo y le dice: -Me aburre la misa. Victoria le responde
confianzuda: -A mí también, prefiero sentarme a respirar bajo los árboles. El niño traga
saliva y le espeta sin respirar: -Mi papá está en la Iglesia, en una caja de muerto, según
mami ésta es su despedida. Victoria se pone seria, patea la llanta delantera del vehículo,
estira cuán largo es su cuerpo de nueve años, y pregunta: -¿Querés subir a la bici un
rato? Al niño le brillan los ojos, pero no sabe qué hacer, escucha a sus espaldas el barullo
funerario ya emergente de la Iglesia. Victoria comprende su indecisión, monta en la
bicicleta y antes de partir exclama: -Vivo detrás de los últimos árboles del boulevard, es la
única casa sin cochera. Ella se aleja al tiempo que el niño oye acercarse el llanto de su
madre.
Después de los últimos exámenes del segundo grado llegaron las vacaciones. La madre
de Ernesto había vendido la camioneta para pagar el funeral de su padre y aún tenía
deudas pendientes, por ello había organizado un negocio de pastelería a domicilio del
cual se ocupaba cuando salía de la oficina. No había dinero para paseos y el niño se
consumía periódicamente delante de la televisión, por este motivo, su madre lo enviaba
con frecuencia a realizar alguna diligencia cercana. Una mañana lo envió temprano a
entregar un pastel recién horneado para el cumpleaños de una niña residente en los
linderos del barrio, ni muy cerca ni muy lejos. Cuando Ernesto dio con la dirección
entendió que aquella casa sin cochera era la misma de la niña con bicicleta, fue ella quien
le abrió la puerta minutos después de accionar el timbre.
-¿Vos cumplís años? Me enviaron aquí a entregar este pastel, le lanzó Ernesto a
quemarropa. -¡Sí! Estoy cumpliendo diez años, ¿vos apenas vas en segundo, verdad?- le
respondió algo burlona. El niño, un poco incómodo, aseveró: -Ya pasé a tercero y en un
mes cumplo nueve años. Como si quisiera afianzar su autoestima, agregó con intrepidez:
-¿Todavía podría montar tu bici? La niña rió de buena gana y lo invitó a pasar a la casa,
llamó a su padre, quien tomó el pastel y le dio al niño algunos billetes que él guardó
celosamente en el monedero de su madre. Victoria le contó que su padre le había
regalado una bicicleta nueva, por lo tanto, podían salir a pasear juntos si él quería usar la
otra. Emocionado, Ernesto aceptó, no sin antes mirar de soslayo al padre de Victoria,
quien aprobó la idea siempre y cuando no pedalearan entre los autos.
Los niños tomaron las bicicletas, pero Victoria se llevó una sorpresa mayúscula al
descubrir que Ernesto no sabía ni cómo montarla, entonces no llegaron muy lejos, pues la
niña le dio una primera lección de muchas a lo largo de las vacaciones. Al final de este
período, ambos ya eran capaces de pedalear juntos y sortear el tráfico endemoniado del
boulevard, pese a las advertencias de sus respectivos padres sobre el riesgo de

incursionar en la zona de conductores. Esta población de nervios destrozados encontró
en la muerte del padre de Ernesto y en un par de graves accidentes más, la justificación
de una demanda a la municipalidad para exigir la tala de aquellos árboles de Poró nacidos
antes del boulevard, de tal forma que se ampliara la calle a dos vías para permitir un
tránsito fluido de los vehículos.
De vuelta a clases, la mayoría de los estudiantes comentaba lo escuchado en sus
hogares, mostrándose de acuerdo con la tala de los árboles, pues sus progenitores a
veces tardaban horas en recogerlos debido a la estrechez del boulevard. Ni Victoria ni
Ernesto apoyaban esta medida, pues en sus casas no había auto, ambos llegaban y se
iban de la escuela en bicicleta, impulsados por el viento y bañados en florecillas,
compitiendo en un alegre juego tanto al despertar el día como a media tarde. Por su parte,
la municipalidad enfrentaba diariamente hordas de manifestantes en su edificio, así como
unas próximas elecciones que dejaban pocas dudas sobre la decisión a tomar por las
autoridades. Los niños, que habían aprendido a rodear las gigantescas raíces arbóreas en
sus viajes en bicicleta, a disfrutar de la sombra de los árboles y de la llovizna de flores
cotidiana, no concebían el boulevard sin asomo de estas especies nativas, por esta razón,
elaboraron un plan para salvar los árboles de Poró.
Cada día, durante aquellos primeros meses del ciclo lectivo, prestaron las bicicletas a una
niña o a un niño distinto, mientras esperaban la llegada del adulto de rigor a la salida de la
escuela. No se sorprendieron cuando tiempo después, para la celebración del Día del
Niño y de la Niña, muchos de sus compañeros contaron alborozados que habían recibido
la implorada bicicleta como regalo, era pues, el momento de poner en ejecución la
segunda parte del plan de Victoria y Ernesto. Ambos animaron a sus compañeros de
diferentes grados escolares a imaginarse al volante de sus respectivas bicicletas, libres al
fin del control de sus padres y de la ponzoña diaria del embotellamiento vehicular en el
camino a la escuela. El pequeño sueño fue creciendo entre la población estudiantil, hasta
el día en que el alcalde decretó la tala de los árboles de Poró con el fin de ensanchar el
boulevard.
La fecha de la tala se acercaba y había que actuar rápido, según el plan convenido por los
niños. El día que los trabajadores de la municipalidad sacaron sus motosierras y se
dirigieron a cumplir la orden del alcalde, niñas y niños de diferentes puntos de la ciudad
escondieron las llaves de los autos de sus padres. Cientos de adultos irritados revolvieron
sus casas y apartamentos sin encontrar una sola llave, los cerrajeros de la ciudad se
saturaron de trabajo y no pudieron dar abasto a la cantidad de llamadas enfurecidas que
recibían por minuto, los taxis chocaban entre sí impidiendo el desplazamiento de otros
autos y de las puertas de los autobuses colgaban tantas personas que los oficiales de
tránsito los detenían para multarlos. Madres primerizas o experimentadas, padres solteros
o en unión libre, familias diversas o recompuestas, abuelas consentidoras o gruñonas,
abuelos con artritis o dientes postizos, parentela temida o querida, todos y cada uno de
ellos no tuvo más opción, ante el insistente ruego de los infantes, que enviarlos a la
escuela en bicicleta.
Una marea de dos ruedas con ojos chispeantes inundó las calles dirigiéndose con un
fuerte pedaleo hacia la capital. Los empleados municipales aún no comenzaban su labor,
las bicicletas se detuvieron a lo largo del boulevard, y éste se vio por primera vez en su
historia despojado de humo, bocinazos, ruido de motores y tensiones humanas. Victoria y
Ernesto pedalearon con lentitud hacia los árboles, al tiempo que de sus antiguas raíces
germinaban nuevos brotes que se enredaron como helechos en sus bicicletas hasta
estallar velozmente en las típicas florecillas del Poró. Ambos giraron sonrientes las ruedas
de sus vehículos, convertidos ahora en jardines ambulantes, y encabezaron una
“bicicleteada” infantil de varios kilómetros hacia la capital, trazando la ruta que más tarde
la nueva alcaldesa transformaría en una reluciente ciclovía, mientras las motosierras eran

aprisionadas por esas mismas raíces, ante el estupor de los trabajadores de la
municipalidad.

Laura Fuentes Belgrave
Costa Rica

Reconciliación
Alexis MARTÍ VERANES


La partida era inminente. De nada serviría recordar buenos momentos. Sobre sus piernas,
él acariciaba con la yema de sus dedos esa boca; la boca que jamás volverá a tener y que
aun gritando palabras hirientes, era la única en quien podía confiar.
Mientras recoge sus pertenencias la observa. Quieta, de pie, contra la pared estaba ella,
sin decir una palabra, hierática, desnuda a pesar del clima. Con su vientre todavía
cargado esperaba el momento de parir, pero esa decisión le correspondía sólo a él que ya
había sido padre muchas veces y rezaba porque mujeres como ella dejaran de alumbrar.
Estaba al tanto de todas las noticias en las cadenas de radio colombianas; quería que los
doctores de la política se pusieran de acuerdo sobre la medicación necesaria. Con sus
paisanos comentaba, sin ocultar su agrado, sobre el momento de la separación y como no
extrañará sus andanzas por las lomas junto a ella, ni los baños que tomaron después de
una larga caminata, los ruidos en los cerros a media noche, ni el escapar de otras fieras
con ella sobre su espalda. Él sólo sueña con regresar a su esposa, sabe que lo espera y
que no se siente traicionada por otra de carnes más duras. Pero ha pasado mucho tiempo
y él ha estado ausente. No conoce su último hijo, no les dio el adiós a sus suegros, no ha
vuelto a arar sus tierras ni ha ensillado con cariño a su ya envejecido ¨mexicano¨. Hace
tiempo ya no es agradable sentir el canto de un gallo, porque ahora es una alerta, hace
tiempo comparten el cielo con palomas pájaros de otro material, desde que escapó con
ella ya no es capaz de sentir conexión con la naturaleza. ¿Es un castigo de dios? Se
pregunta a diario y maldice con rabia la alianza a la que se ha comprometido, pero un
hombre tiene que honrar su palabra aunque el arrepentimiento lo consuma.
Ahora llora. En la radio han dado la noticia.
¨Las hostilidades entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del
Pueblo y el Gobierno constitucional han llegado a su fin. Después de 50 años de lucha y
de resistir la acometida de 13 gobiernos consecutivos, el paramilitarismo y el empleo de la
más moderna tecnología militar norteamericana ,se ha firmado un tratado de paz
conducido por la senda del diálogo¨.
Mientras recoge sus pertenencias la observa. Aunque la imagen esta borrosa por las
lágrimas, la conoce bien. Fueron muchos años juntos, años, que él quisiera no haberlos
vivido, años empuñando su cuello frío, su boca dura, cargando con su peso en las
espaldas, cuidando de ella sin sentir un gesto cariñoso de vuelta. Llora porque mientras
sus manos cierran el morral como símbolo de su última atadura, en su mente, sus brazos
están estrechando ya a su esposa, quien llora con él y le dice: ¡Se acabó,… al fin
acabó…no más guerra! Al entrar a la casa, que ahora le parece más pequeña, su mente
reconoce los olores que creía haber olvidado, se sienta en su silla preferida y sus manos
abrazan nuevamente la taza metálica que contiene el agradable líquido humeante, bebe a
sorbos y siente como sus venas se calientan con el café mientras observa los labios de su
esposa. Recuesta la silla, cierra sus ojos y un largo suspiro de confort inunda la casa. De
la chaqueta saca una fotografía, una evidencia concreta de su andanza tomada en el
campamento, en la que su cara desaliñada y barbuda con ojos inexpresivos, desentona

diametralmente con la manera en la que su mano agarra con fuerza el cuello de una
ametralladora.

Alexis Martí Veranes
Santiago de Cuba

Ejército del Sur
Jorge GUTIÉRREZ MARTÍNEZ


El panteón queda solo desde las diez de la noche. La puerta se cierra con candado. Los
muertos y sus historias quedan bajo el resguardo de la oscuridad. Nadie se atreve a
visitarlo.
Durante el último año se ha escuchado el ruido de los cascos de los caballos de todo un
ejército que cruza el cementerio. La gente cree que es el diablo y sus huestes arrastrando
almas impías al infierno.
El doctor Carmona dice que el estruendo que surge del vientre del panteón se explica por
la actividad del volcán que hace que truene el subsuelo. El maestro Enríquez, que se trata
de las extracciones ilegales de la minera gringa que trabaja noche y día.
Aguijoneado por el miedo decidí buscar la verdad. Escapé de casa en la madrugada y me
aposté entre las ramas de un árbol que me permitía ver por encima de la barda del
camposanto.
Mi estado de vigilia comenzó a agrietarse. El sueño me acercó al mundo de los muertos.
A lo lejos escuche venir a los caballos con un trote que crecía y crecía en intensidad. Una
polvareda luminosa avanzaba entre las tumbas.
Entonces vi la verdad. Ni diablos ni calaveras. Era el general Emiliano Zapata; con los
ojos tristes, pero inyectados de furia; seguido de su ejército del sur. Todos montaban
caballos blancos, llevaban puestos sus trajes de charro negros con el sombrero
descansando en sus espaldas. Avanzaban a gran velocidad y cuando estaban a punto de
chocar con la pared se desvanecían.

Jorge Gutiérrez Martínez
México

Falsos positivos
Álvaro LOZANO GUTIÉRREZ
Segundo premio 2016

NOTA DEL AUTOR: Falso positivo: Es como se conoce a las revelaciones
hechas a finales del año 2008 que involucran a miembros del Ejército de Colombia
con el asesinato de civiles inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros
muertos en combate dentro del marco del conflicto armado que vive el país. Estos
asesinatos tenían como objetivo presentar resultados por parte de las brigadas de
combate.1 A estos casos se les conoce en el Derecho Internacional Humanitario
como ejecuciones extrajudiciales y en el Derecho Penal Colombiano como
homicidios en persona protegida.

La mañana abrió sus ojos a otro día de lucha. Recorrió la casa despacio
deteniéndose de manera inconsciente en cada en cada objeto, en las
imperfecciones de las paredes, en las grietas abiertas por el tiempo, en cada
retrato que evocaba el pasado, acariciando todo con la mirada, acariciando la
memoria.
- Mire que este café le hubiera gustado, es un poquito amargo pero así le
gustaba a usted ¿se acuerda?
Sus manos reconocieron las sabanas buscando esa silueta perdida. Un
ritual repetido mil veces para organizar la vida en torno a los recuerdos, sin llanto,
sin palabras, sólo precisando que el aliento de su hijo no se perdiera para
siempre.
- Ayer encontraron a su amigo Gonzalo en la fosa del cementerio central,
también lo mataron por la espalda. La comadre Diana tuvo problemas con los
militares, casi no se lo dejan sacar.
Cinco años atrás, cuando Antonio tomó su camino, en su mente había más
hambre que ilusión, era ese dolor que lo acompañaba desde niño: la pesadez, el
desaliento, eso que anima los sentidos acallando las ideas. La plaga de los
condenados de la tierra. Se fue a recoger café, buscando en esas lejanas
montañas un poco de dignidad. Ahora lo único que le quedaba a María era su
sombra atrapada en los objetos, restos de una vida cegada por una guerra que
nunca decidió pelear.
- Hoy me toca terminar más tarde, mire que llegaron unas compañeras de
lejos.
Ese día la plaza estaba llena, innumerables mujeres sostenían retratos de
sus hijos muertos. Parecían infinitos, pero no obstante cada una de ellas tenía una
cifra exacta: 3.796. Civiles inocentes, llevados bajo engaños a zonas de combate,
asesinados a sangre fría y presentados como bajas enemigas, presentados como
trofeos de guerra.
Todos eran pobres, a todos les habían prometido un trabajo, todos
ejecutados y declarados como guerrilleros. Ahora recorrían la plaza los jueves en
la tarde, sus imágenes recordaban al mundo que en una guerra sin sentido los
absurdos pueden multiplicarse en los cuerpos de aquellos que nunca sostuvieron
un fusil.
- A mi hijo me lo mataron hace cinco años, le dispararon y le pusieron un
arma en las manos. Después cobraron la recompensa.
María le hablaba a un grupo de mujeres recién llegadas, sus rostros
asustados mostraban la extrañeza ante una ciudad que no les pertenecía. Ahora
ella era fuerte, había aprendido a serlo gritando la verdad todos los días.

Las abrazó largamente con la ternura que viene del intenso dolor. Todas
eran una sola persona, las unía un pasado en común, la de ser las madres de los
falsos positivos.
Álvaro Lozano Gutiérrez
Bogotá, Colombia
Miembro del colectivo literario Surgente
Bajo el Flamboyán
Noel PÉREZ GARCÍA
Primer premio 2016


Meses después esto será una anécdota más, de esas que gusta de contar en el patio de
la casa, en su sillón preferido, bajo la sombra del flamboyán. Silvita estará sobre sus
piernas, incitándolo a contar más, «¿y entonces qué pasó, papi», y él tendrá otra vez que
volver a inventar detalles a la historia, como siempre hace: poner abismos donde había
huecos, selva donde apenas había vegetación, leones y pumas en lugar de unos pocos
lagartos y serpientes de mala muerte, y Silvita abrirá los ojos, muy grandes, esos ojos que
son de su mamá, y dirá un ohhhh muy prolongado, y lo abrazará y reirá y él será otra vez
el hombre más feliz del mundo, aunque Silvia le diga bajito «mira que inventas», y el beso
le diga que no es reclamo sino parte del juego al que invita una tarde bajo el flamboyán,
ese que el bisabuelo sembró con sus propias manos y siempre ha sido el lugar de los
cuentos, de las reuniones, del reencuentro luego de cada viaje. Porque de este viaje
también regresará, como de los otros, y otra vez será la botella de ron debajo del brazo de
Sergio, «¡eh, campeón!, ¿cómo dejaste la Patria Grande?» y el ardor de la bebida al bajar
por la garganta, ese ardor dulzón y acogedor, distinto a este otro que le quema en la
pierna y le siembra escalofríos en todo el cuerpo. Pero de este no dirá nada, ni se quejará
cuando el cuerpo de Silvita, «¿verdad que ha crecido mucho?», presione allí donde la piel
es más sensible, donde quedó la marca, el recuerdo de esos segundos que ahora tal vez
parecen minutos, días, pero que entonces serán sólo eso, una lágrima de dolor fácil de
justificar con la brisa, o la alegría de saberse otra vez entre los suyos, bajo la sombra del
flamboyán del abuelo, narrando todas las peripecias por esas tierras del mundo, por estos
cerros que pueden ser tan peligrosos, pero que en unos meses tal vez sean el lugar más
hermoso del mundo desde donde era posible ver toda la ciudad a sus pies, como
emergiendo de entre un gran abrazo de las colinas; «¡cómo en la Sierra Maestra, papi!»,
sí, como en la Sierra Maestra, y volverá a contarle de sus tiempos de recién graduado,
cuando le tocó servir en un Consultorio Médico de un pueblito de la Sierra Maestra, muy
cerca de donde se estableció, en 1958, la Comandancia General el Ejército Rebelde, en
La Plata. Y llegarán a su mente los recuerdos de su primera visita a aquel sitio donde
estuvieron Fidel y el Che; tal vez sienta la misma emoción de entonces, la que le asalta
cada vez que lo cuenta y repita que solo es comparable a la emoción que sintió allá en
Vallegrande, en La Higuera, frente al busto el Che, a los carteles que recuerdan al
guerrillero, en las paredes que lo vieron morir. Entonces asomará una lágrima y no tendrá
que justificarla, porque todos lo saben reviviendo esa visita, tantas veces contada bajo el
flamboyán. Silvita lo abrazará en silencio, y Sergio alzará el vaso en salutación, antes de
beber el trago, en mudo homenaje.

Ahora daría cualquier cosa por probar un trago de esa botella con la que siempre Sergio
lo recibe. Sentir el dulce ardor del líquido bajar por su garganta, arroparse con su calor y
dejarse llevar por las brisas de la tarde y la voz de Silvia que le llega desde la cocina,
como un canto de ángeles. Pero la garganta le quema de otro ardor, seco, como si todo el
polvo de la carretera hubiera ido a parar allí. Y las voces que escucha no se parecen a la
de Silvia ni al canto de ángeles; es un lamento, un quejido que se arrastra entre el
pedregal y le sube por la pierna como si brotara de la carne abierta, aunque adivina que
viene de más allá, del otro lado de esa nube de polvo que no parece posarse nunca, y le
oculta a la vista cómo ha quedado la camioneta en que viajaban, o quién de sus
acompañantes es el que llama, se lamenta.
Mucho después, junto a Silvia, bajo el flamboyán, intentará recordar los detalles, pero no
serán diferente a esa sucesión desenfrenada de imágenes que ahora le acechan, esos
segundos en los que la risa despreocupada se rompe en un grito, una advertencia y luego
todo vueltas y más vueltas, golpes y más golpes; luego el silencio y, después, ¿cuánto
tiempo después?, la conciencia del dolor y la quemazón en la pierna. Entonces Silvia, le
acariciará el cabello, le dará un beso en la frente y llorará en silencio las lágrimas que
ahora no puede llorar, allá, tan lejos de todo, de estos cerros traicioneros, de este polvo
que lo ahoga y se mete en cada rincón de su cuerpo, en esa herida abierta en su pierna.
Silvia, allá, quizás camino a la escuela a buscar a Silvita, que saldrá corriendo con un
papel en la mano, el nuevo dibujo que hizo en la clase y Silvia escuchará la explicación de
la niña, «este es mi papá y estos son los niños que él cura para que se pongan mejor», y
Silvia lo adivinará en los trazos infantiles y quizás piense en él y lo vea, como a través de
los ojos de su hija, envuelto en su bata, «creo que me enamoré la primera vez que te vi en
bata», curando a los niños de los cerros. Entonces madre e hija caminarán a casa, muy
contentas, despreocupadas, a escribirle un correo a papá «para que sepa que le hiciste
otro dibujo». Él sabe que será un dibujo lindo, lleno de colores, donde no caben estos
ocres lastimosos del polvo, donde el rojo no será el de la sangre que le baña la pierna,
sino el de la bandera que siempre Silvita gusta de poner en sus manos, como para que no
quepan dudas de dónde viene «su papito».
Se incorpora con dificultad. Ha logrado calmar la hemorragia con un cabestrillo
improvisado. El polvo se ha asentado y logra ver unos metros adelante el perfil del auto.
Muy cerca de él los cuerpos inmóviles de algunos de sus acompañantes. Están cubiertos
de polvo y apenas puede identificar a Rosa, por el vestido que sobresale por debajo de la
bata, ahora confundidos en un mismo trozo de tela polvoriento y con huellas de sangre.
Vuelve a escuchar los lamentos, ahora más definidos. Provienen del interior de la
camioneta y hacia allí va, arrastrando la pierna. Al llegar ve el rostro ensangrentado de
Turiño, el chófer:
—¡Coño, flaco, discúlpenme! —se lamenta Turiño cuando lo ve llegar.
—¡Calma, negro, calma! —dice, mientras da un vistazo hacia el interior de la cabina. Al
lado de Turiño está Manrique, el Jefe de la Misión Médica; tiene la cabeza apoyada contra
el cristal de la ventanilla, salpicada de sangre.
—¡No me di cuenta de ese bache, flaco, discúlpenme, coño!
—¡No te preocupes negro, esa cosas pasan! Ahora necesito que te calmes y me digas
dónde te duele —el negro trata de calmarse, respira profundo varias veces. El negro
Turiño, el chofer, su amigo de otras misiones, un «as en el volante» como le dicen todos
los que han trabajado con él por esas cordilleras de Bolivia, las calles haitianas, o incluso
allá, por Paquistán, cuando lo del terremoto. El negro Turiño que siempre tiene un papel
protagónico en sus narraciones allá en la casa, bajo el flamboyán, cuando cuenta de su
buen humor, de sus chistes, de su habilidad como chofer, pero también de su terror a las
serpientes y a la sangre. El negro Turiño que no puede ver una jeringuilla con sangre y
ahora la ropa toda manchada de sangre, indicándole con un gesto de la cabeza que no,

que no le duele nada, que él está entero, que ayude a los demás. Pero al menor
movimiento el rostro se le descompone y se le escapa un quejido, mientras se lleva la
mano hacia un lado del abdomen. —¡Está bien, negro, trata de no moverte mucho! Echo
un vistazo a los otros y estoy contigo, otra vez, ¿okey?
A Silvia sólo contará en detalle esta conversación, el resto dirá que se le ha extraviado,
como los instantes exactos del accidente. Ella comprenderá y lo abrazará en silencio, sin
hacerle notar que ya sabe todo, que los directivos del hospital le habrán contado lo
sucedido esta tarde, de la muerte de otros miembros de la Brigada Médica Cubana que
viajaban en aquella camioneta, incluido el Jefe de Misión; de los otros que, «gracias al
rápido accionar de su esposo, lograron salvarse». Él se dejará abrazar y regresará a este
momento en el que se mueve de un lado a otro, inspeccionado los cuerpos de los otros
médicos que lo acompañaban, descubriendo con dolor que nada podía hacer por este o
aquel; y la alegría de descubrir que uno aún respira, apenas, pero respira. Y se deja caer
a su lado y le encuentra la herida por donde brota la sangre y logra detener la hemorragia,
con restos de su propia bata, hasta que encuentre los bolsos con medicamento que están
en la camioneta. Entre los brazos de Silvia todavía se preguntará cómo pudo llegar a la
camioneta, a pesar del martirio de su pierna herida; o cómo pudo ayudar al negro Turiño a
salir de la cabina y, luego de acostarlo a un costado del auto, regresar con el maletín de
primeros auxilios, a ayudar al otro colega. Ahora tampoco lo sabe, pero lo importante es
que lo hizo, que sobre su pierna sana sostiene la cabeza del otro médico que respira
ahora con mayor facilidad, que si mira hacia su izquierda puede ver al negro Turiño,
quejoso, pero vivo.
Siente que le ruedan por las mejillas unas lágrimas, las primeras que se permite en
mucho tiempo. Pero sabe qué no son lágrimas de dolor, de ese dolor intenso que le llega
desde las entrañas de su pierna; o del saberse rodeado de los cuerpos inertes de
quienes, hasta unos minutos atrás, compartían con el sueños y alegrías. Para esas
lágrimas ya habrá tiempo. Llora por el sonido de las sirenas que se acercan, porque
adivina la ayuda, porque sabe que el negro Turiño, el médico a quien sostiene la cabeza y
él, estarán a salvo, y que, meses después, esto será una anécdota más, de esas que
gusta de contar en el patio de la casa, en su sillón preferido, bajo la sombra del
flamboyán, con Silvita sentada sobre sus piernas, escuchándole contar de las peripecias
del negro Turiño al timón, de su miedo a las serpientes y a la sangre; de todas las
caminatas que él y sus colegas hacen día a día para llegar hasta comunidades
lejanísimas, donde nunca antes habían visto un médico. Escuchará el ohhh prolongado de
Silvita cuando le cuente de selvas y panteras, y saboreará el ron que Sergio le brinde de
la botella nueva «especial por el regreso», y del beso prolongado que Silvia pondrá en sus
labios, tras recriminarle sonriente «mira que inventas»; mientras la niña va a buscar el
último dibujo que hizo de su papá, «curando a los niños del mundo».

Noel Pérez García
Sorribe, Santiago de Cuba, Cuba

Susurros de mainumbí
Julieta María BERBEL


Comienza un nuevo día, el sonido del despertar del monte aparta los sueños intranquilos
de una noche que parecía no tener fin. Abro los ojos y una bóveda de verdes
tornasolados promete protegerme del calor que ya empieza a sentirse en mi cuerpo
sudado. Como en los últimos dos días, no hay demasiado tiempo para detenerme en la

selva que nos rodea. El último trozo de sólo unas miles de hectáreas de monte natural.
Miro alrededor y contemplo cómo el pequeño grupo de tres personas ya está preparado
para continuar el camino. Los miro y pienso en el contraste de mi persona junto a ellos.
Como si fueran parte del monte, caminan con pasos que apenas se distinguen del
movimiento del viento entre las hojas. Son del color de la tierra, de la corteza de los
árboles y de las hojas caídas que nos cobijaron anoche. Ramón, el más anciano de los
tres, mira el monte, como leyendo las palabras que la selva garabatea en el follaje. Él
puede leerlo todo en el monte, la tierra y las huellas que en ella se esconden, los indicios
de agua para descubrir una vertiente cristalina y fresca, los aromas y los sonidos. Su
especialidad son los yuyos y sus dones. Por eso está viajando con nosotros. Él fue quien
encontró a Ará tendida en la tierra, y es el único de la comunidad con la capacidad de
mantenerla con vida en el monte, mientras nos dirigimos al puesto de salud del pueblo
más cercano.
Yo había llegado a pensar que Ramón todo lo podía curar con los yuyos del monte, pero
el anciano supo reconocer que aquello que consumía el cuerpo de la niña no era algo que
supiera curar el monte, porque no era una enfermedad de aquí. La sabiduría milenaria
transmitida por los padres y abuelos de Ramón era ilimitada, en cuanto a los secretos de
las plantas se tratara, y podían curar todos los males conocidos y estudiados por ellos a lo
largo de su historia como pueblo. Pero esta enfermedad, que se llevaba el aire de Ará no
se curaba con yuyos, porque no era una enfermedad de esta tierra. Y Ramón nos decía
que es un mal del hombre blanco, y por eso ellos son quienes tienen la cura. Sabía que la
comunidad, indirectamente, me consideraba responsable por la vida de Ará. Yo que soy
“blanca”, soy responsable de sus miserias y dolores, de sus ultrajes y de estas
enfermedades que no les pertenecen y que les trajimos junto a muchos otros dolores y
atrocidades.
Hasta yo misma me sentía responsable, más aún porque podía reconocer la enfermedad
de Ará. Una enfermedad que yo suponía extinta y vencida. Una enfermedad para la que
existía vacuna, y para la cual, muchos en las ciudades ya no vacunaban a sus hijos
porque, se suponía, ya había sido erradicada del planeta. Y me encontraba aquí, extraña,
ajena y responsable, por el dolor de una comunidad que veía morir sus niños con este mal
“extinto”. Un mal que los tomaba de noche, que les quitaba el aliento y el descanso. Un
mal que les golpeaba el pecho y les arañaba la garganta hasta hacerlos escupir sangre.
En este rincón del planeta, en este, quizá único, rincón del planeta donde el monte
albergaba vida humana ancestral, aquí y ahora, los niños morían de tuberculosis.
Una seña de Ramón me devuelve al presente. Hoy me toca el primer turno, junto a Juanjo
para cargar la camilla de Ará. No es una tarea fácil, menos aún con mis pies torpes e
inexpertos en este suelo blando y vivo de la selva. Como si los árboles se movieran, debo
caminar con sumo cuidado entre las raíces escondidas. Cada tropezón es un retraso de
este tiempo que vuela y no perdona y que se nos escurre como arena entre los dedos.
Trato de concentrarme en el suelo que piso, pero mis ojos se encuentran una y otra vez
con los de Ará. Me miran con una transparencia tal, que por un instante siento que puedo
asomarme directo a su alma. No hay reproche en su mirada, sino calma, la calma de
quien comprende muchas cosas, quizá todas las cosas, que están aconteciendo. La miro
y me cuesta recordar su rostro antes de que la tuberculosis la tomara. Con sus catorce
años, ya es considerada una adulta en su comunidad, las niñas con las que creció ya
tienen un compañero e hijos. Pero no Ará. Ella se estaba reservando, por su interés
especial en “las cosas” de Ñamandú. Ella acompañaba a Ramón en sus expediciones por
la selva, aprendía de él a reconocer las flores y los yuyos curativos, y distinguirlos de
aquellos que, aunque atractivos, escondían una dulzura venenosa. Era ella quien lo
ayudaba a preparar los remedios, pisando los ingredientes en un mortero y la que
disponía todo cuando la luna señalaba la hora de un nuevo nacimiento. Ella, con sus

escasos catorce años, era quien más conocía los secretos de la salud y de la enfermedad
de su pueblo, la única de la aldea a quien Ramón había volcado sus conocimientos. Pero
ninguno de aquellos conocimientos había alcanzado cuando la encontró inconsciente
sobre los yuyos que recogía en el monte.
Es cerca del mediodía, sólo nos hemos detenido dos o tres veces para beber agua de los
arroyos que surgen, generosos, de la tierra. No debe faltar mucho para alcanzar la ruta de
asfalto, que nos dirigirá al poblado. Se nota por la densidad de la selva, que va
disminuyendo gradualmente, y los claros que se hacen más frecuentes. Ramón se
detiene repentinamente, escudriñando hacia adelante con los ojos entornados. Y
nosotros, como presintiendo aquello que no se explica sino con el alma, lo imitamos. La
voz de Ramón, que siempre me hace pensar en el sonido del viento deslizándose por el
tronco hueco de una caña fístola, surge de sus entrañas y deja transparentes sus
pensamientos. “Este es el último tramo, el último pedazo de monte espeso antes de llegar
al camino del blanco”. Quedamos en silencio un instante, tomando fuerzas para el último
tirón, o eso creo yo. En realidad el silencio esconde un misterio, y lo descubro cuando veo
que los ojos de Ará parecen perderse en la penumbra de la bóveda de árboles y en la
espesura de las enredaderas y rastreras. De pronto, el monte parece más silencioso de lo
común y me sobrecoge una extraña sensación de que están observándonos. Como si
todo el monte hubiera volteado a mirarnos y tuviera sus ojos fijos en nosotros.
Repentinamente recuerdo lo que las ancianas de la aldea me han contado sobre esta
parte del monte. El último retazo de selva virgen a orillas de la carretera, cargada de
secretos. Este lugar está cargado de mística para los pobladores de la aldea y hasta los
hombres blancos le temen.
Damos el último vistazo hacia atrás, ya tan sólo nos quedan unas pocas hectáreas y
encontraremos la ruta. Ramón dice unas palabras en su lengua natal, que salen y se
escurren como suspiros, pidiéndole permiso al monte para cruzar. Nos hace una seña
para que continuemos el viaje. Miro a Ará y sé que el tiempo apremia. Caminamos más
silenciosos de lo normal, hasta nuestra respiración se desliza cuidadosa por nuestros
pulmones. Sólo el ruido de las hojarascas bajo mis pies corta este silencio, y eso nos
incomoda a todos.
De pronto, un zumbido casi imperceptible comienza a acercarse. Puede que no sea nada,
más que mi imaginación jugando con las historias de las abuelas de la aldea. Pero parece
que no soy la única que escucha el pequeño zumbido, porque Ramón y Juanjo se miran,
aunque no detienen la marcha. A mi izquierda, de refilón, veo un destello, muy pequeño,
entre las hojas. Sigo caminando, tratando de parecer concentrada en la tierra que piso,
pero el destello aparece y desaparece, un poco más adelante, un poco por detrás.
Escucho la voz susurrante de Ramón “mainumbí”, es decir “colibrí”. Nos detenemos, y no
debo preguntar porqué. Este pequeño pajarito, quizá el más pequeño de la selva, es un
animalito sagrado. Se acerca a nosotros, nos rodea con su danza suave pero electrizante,
como suspendida en el tiempo y el espacio. Sus diminutas plumas de colores cristalinos,
parecen alimentarse de retazos de sol. Ramón lo mira fijamente, sigue los movimientos de
su pequeño cuerpo en el aire, como queriendo descifrar el mensaje que su aleteo deja en
una estela invisible. El pequeño ser se detiene, por un instante fugaz y eterno, sobre el
cuerpo inmóvil de Ará. Se posa en su pecho y sacude sus alas, antes de revolotear y
desaparecer velozmente en la espesura. Los ojos de Ará se iluminan con una nueva luz,
una luz que ni siquiera en sus mejores tiempos había yo llegado a apreciar. Una luz que
revelaba que algo se ha transformado en su interior, y esa luz se desborda y se rebalsa
por todos los poros de su piel de niña. Rebalsa y nos salpica a nosotros con suaves gotas
que parecen miel.
Sabemos que es hora de continuar, luego de este momento que puede haber durado
segundos, horas o años. Ya no se cuanto tiempo ha pasado, no recuerdo si fue hace solo

un instante que nos detuvimos o si llevamos una vida suspendidos en este ensueño. Un
poco más allá, la ruta se dibuja surrealista, recortada entre los árboles.
Algo ha cambiado en nosotros, y descubro dentro mío que aunque el futuro, de Ará, el
nuestro, incluso el de la aldea que dejamos atrás hace una eternidad, es incierto, algo ya
no es lo mismo. Algo ya nunca será lo mismo, porque algo nuevo esta naciendo, algo está
empujando los restos añejos, como un arroyo lava y purifica la tierra y la fecunda
llenándola de vida. Algo se está despertando, como de un sueño sin tiempos. Y ya no
importa lo que suceda, no importa qué nos espere en la ruta, no importa si llegamos al
pueblo, ni al puesto de salud. En los ojos de Ará sólo hay felicidad, y tampoco le importan
ya los remedios del blanco. Ya nada importa, todo es relativo. Porque esto nuevo que nos
brota a borbotones del pecho, sólo puede llamarse ESPERANZA.

Julieta María Berbel
Puerto Esperanza, Misiones, Argentina

Las mujeres mágicas
Teresa LÓPEZ OLIVERA


Hace miles de luces del tiempo, cuando solía vagar creyendo que sabía de la vida, iba
desde las costas a las montañas.
Las montañas son las más misteriosas y embrujadoras geografías donde se encuentra el
alma de una misma y aprende a respetar las luces y sombras de las demás personas, a
las razones de la vida y las sinrazones de las luchas por la vida sin muerte.
En esas montañas hace miles de años y hace unos segundos, las conocí a ellas, las
mujeres mágicas, las de las fuerzas incontenibles, que te traspasan con su horror y su
esperanza inaudita.
Conocí a muchas pues mi ignorancia era muy grande, gracias a que al menos tenía ojos
claros, un poco de oído y pies ligeros; pero sólo te hablaré de algunas: las de Tonantzin y
las de Raramuri. Eran señoriales sin lujos ni poderes conocidos, es decir sin dinero ni
honores ni prestigio, aquello por lo que hay tantas guerras y desgracias sangrantes en el
mundo. Solían caminar mucho a pie, hacer tortillas y lavar en el río, cantar en lenguas
antiquísimas y amar con pasión todo lo que implicara la vida.
Las de la arena fina, eran madres, hijas y nietas. Lupe, la hija, fue a la fiesta patronal de
San Juan Bautista y el borrachito le llamó, un perro estaba a punto de comer a la bebé
que habían tirado en la madrugada porque era fruto de una relación sin matrimonio. Lupe
la levantó le quitó la placenta y la calentó con agua hirviendo, en botellas para devolverle
la vida, ese día la bautizaron y la llamaron Reina Guadalupe, porque estaba mandada por
Tonantzin, como regalo. Lupe tenía una vida de penurias y compartía la leche de su hija
de sangre con su hija de magia, se llevaban cinco meses.Se la pidió regalada una mujer
rica y no la dio, se la pelearon los parientes y pronto la registró a su nombre. Esa magia
de la misericordia fue invencible, sin precio, el amor nunca se puede comprar ni destruir,
sólo ancharse como el mar. Allá quedaron en el pueblo náhuatl dando luces y luces.
Las otras mujeres que me dejaron la vida cambiada y la mente azuzada fueron las de
raramuri. Fui cuando no pensaba. El terror llegó primero y les arrebato los hijos, los
maridos y los yernos, los papás y familiares y algunas hijas. Les arrebato por medio de los
sicarios, esos que se dicen hombres y están muertos en vida, sin corazón ni entrañas. Los
cielos estaban negros mucho tiempo, solo veían las luces de las balas y las veladoras.
Era como la peste de la muerte que dice el éxodo o el apocalípsis. Ellas agonizaron, un
día enloquecieron y los fueron a buscar a las montañas, sus ojos eran más que lámparas,
sus corazones bombearon la fuerza de las caminatas infinitas en búsqueda de sus

muertos y desaparecidos, por ahí encontraron a un esclavo de crimen, quien se hizo tonto
y caminó al monte para que ellas buscaran. Encontraron la fosa con cientos de
asesinados y sus pulmones iba a reventar del olor a podrido, sangre y quemado, muchos
huesos con carne agusanada, otros cuerpos, la mayoría jóvenes, asesinados, torturados y
algunos desnudos otros aún con ropa…vieron…vieron…pero no estaban los suyos.
Entonces lloraron largamente por todas las familias que no encontrarían nunca a sus
seres amados porque estaban en esa fosa frente a ellos, oculta en raramuri…y se
volvieron. Se murieron un mes, de llanto, no quisieron comer, no podían cerrar los ojos
pues los de la fosa se levantaban ante ellas. Cuando paso el mes de la muerte se
levantaron, iluminaron sus comunidades y trabajaron sus siembras, sus comidas, sus
sonrisas. Cuando las conocí me invadieron con su luz y su horror, cambiaron mi vida, las
de otros y otras, me arrancaron el mundo de consumismo, de ignorancia, de mediocridad.
Allá están en las montañas, ya no mueren, viven en el cosmos manteniendo la esencia de
la luz, de la magia invencible que hace crecer los bosques, los ríos y alimenta el tiempo
de los relojes de la justicia.

Teresa López Olivera
Torreón, Coahuila, México

El Ardor [Trans]itivo
David Alexir LEDESMA FEREGRINO


Patricia no sabía por qué tenía que ocultar lo que deseaba ni por qué la crueldad era
mejor vista que su blusa bordada con chaquiras. Nunca se enteró del por qué ella no tenía
derecho a una familia ni a votar por los gobernantes que habrían de vivir de sus
impuestos. ¿Existían transgresiones positivas y otras tantas menos deseables? ¿Qué
hacía a su falda corta en lentejuelas un elemento más violento que los puñetazos en su
rostro? A veces buscaba respuestas en el diccionario y se asustaba al empezar a
vislumbrarlas. «Violencia: 3. f. Acción violenta o contra el natural modo de proceder»
decía, en su diccionario, la Real Academia Española. Paty no sabía evitar el dolor entre
sus sienes, el blanco de tiro que se posaba sobre su pecho, los clavos que atravesaban
sus manos y la marcaban como ajena a la naturaleza.
Alguien se burló de su identidad alguna vez, cuestionando cómo Paty podía basar en su
sexo la construcción de su vida y su expresión. Paty respondió que no sabía, que a ella le
parecía tan idiota como basar la identidad en la religión, el color de piel o la situación
geográfica. Pero con algo había que edificar; fuera con ropa, baile, llanto o lápiz labial. A
veces prefería las trenzas y las cejas a la Kahlo. El chongo tan alto como la valentía y esa
cara de india que con tanta dignidad portaba. Así lo gritaba cuando alguien se refugiaba
en eufemismos. —¡India! ¡Se dice india!— vociferaba ante hipocresías como café,
bronceada o morenita. Para Paty la melena crecía como chayote, se lavaba con jabón de
chile y se portaba con el estilo de los cabellos del elote.
Paty jamás consiguió que su padre la llamara por su nombre. Siempre se refería a ella
como wey, cabrón o marimacho. La trataba con rudeza, como debía tratarse a un hombre.
La obligaba a jugar con la pelota y a usar el pelo corto, como cabo. Tuvo que
conformarse, casi siempre, con la frescura de los pantalones cortos y la pasión distante
del clóset de su madre. Cuando por fin decidió enfrentarse, tuvo que aguantar más que un
par de bofetadas del hombre que quería forjarle a su imagen y estereotipo. La sangre le
temblaba en el rostro mientras su madre se tragaba las lágrimas Fue una larga temporada
de interminables palizas, hasta que descendió la furia y se fue estacionando la
resignación. Las represiones disminuyeron en constancia y se esfumaron el día en que

Paty desapareció. Se fue con el novio o las amigas, se fue contenta o hundida en
depresión. Cuando la comadre Matilde le preguntó a su madre qué haría de su vida tras el
abandono, ésta no pudo más que contestar un lacónico: —Seguir moliendo maíz—.
Su padre habrá preguntado por ella unas tres veces, después de su partida. —¿Dónde
está Antonio?— cuestionaba enfurecido, como unos guantes de box buscando su costal.
—No ha vuelto— respondía Doña Mary y se limpiaba las manos con el mandil. —Dile a
ese cabrón cuando vuelva que le voy a dar unos putazos si no se viste como hombre—
terminaba el padre, tajante, la conversación. De cualquier manera no volvió y se ganó la
vida como pudo; de escritora, cocinera, abogada o trabajadora sexual. —Siempre digna y
¡adelante!— se impulsaba solita en los momentos de duda y sinsabor. Habría llegado más
lejos de no ser por esos puños. La atraparon tan de pronto y sumida en distracción.
Patricia no sabía por qué tenía que ocultar lo que deseaba ni por qué la crueldad era
mejor vista que su blusa bordada con chaquiras. Ella era perfecta, infinita, total. Podrían
aquella noche terminar con su equipaje, incendiarle sus maletas y herir de muerte las
plantas de sus pies; igual no atravesarían su espíritu ni derribarían jamás la libertad. Ella
reencarnaría en cada mujer oprimida por el yugo de las leyes, en los besos con lenguas
de un hombre con otro y en las mentes en donde el sexo no quepa o quepa en más de
una canción. En una cama de hospital, en un cuerpo recién nacido al que la médica no
sepa si llamar hombre o mujer, ahí estaría Paty. Radiante, transitiva, para siempre. Así los
puños la fulminaran esa noche, se iría invicta de consciencia.
Paty recibió todas las heridas con la cara en alto. Aunque hubiera preferido un buen
debate, esa pelea la confrontó y no la sufrió. Como a cualquier otra, inmersa en el sistema
de guerra y competencia, le tocó dar también algunos golpes y no quedarse impávida en
el momento del final. Cuando el calor desapareció para siempre de su cuerpo, el mundo
perdió sin remedio un poquito de esperanza.
—¿Dónde está Antonio?— preguntó su padre enfurecido. Doña Mary lo miró con
displicencia. Se quitó el mandil tranquila y colocó en el índice su anillo de jade. —¡Patricia!
Se llama Patricia— contestó, mientras trascendía de la casa a la avenida y las tortillas se
volvían ceniza en el comal.

David Alexir Ledesma Feregrino
México D.F.

La Canción del Negro Alí
Richard RICO LÓPEZ



Premio del Concurso de «Cuento Corto latinoamericano’2015»

La tarde del viernes caía en medio de aquel abril caluroso, sofocante por momentos.
Apenas se movían algunas de las hojas de los inmensos cedros y samanes que
guardaban como gigantes centinelas las inmediaciones de la plazoleta de la pequeña
ciudad. Se iba una semana más, y con ella una nueva jornada de trajines, rutina,
cansancio, esperanza y desilusiones, entremezcladas en el pensamiento meditabundo
que acompañaba el caminar del joven Ernesto. El dulce olor que emanaba de los árboles
se entremezclaba con el amargo sinsabor que generaban inquietudes en el muchacho:
¿cómo hago para que el dinero alcance?, ¿cómo sustento a los míos?, ¿por qué me
siento vacío en el trabajo que hago?, ¿por qué unos pocos tienen tanto y el gran resto
tenemos tan poco? Todas estas interrogantes se repetían ensordecedoramente en su
mente, y aunque trataba de pensar en otras cosas, estos pensamientos, cual ola que

viene y va, le embestían intempestivamente, sin permitirle percibir cuántos metros
avanzaba y quién o qué estaba en la siguiente banca de la plaza o justo a su lado.
De repente, con el mismo ímpetu con que le abordaban sus pensamientos, sintió que le
halaron por la manga de la camisa, y sin darle tiempo de pronunciar palabra alguna,
alcanzó a oír en tono claro y fuerte: –¡Venga Negro! ¿Le limpiamos esos zapatos? El
joven, aletargado por la interrupción en su pensamiento, apenas si lo miró y con el ceño
fruncido por la incomodidad de aquel acto insolente, hizo con su cabeza sin mediar
palabra un signo de negación antes de reanudar su marcha.
Empezaba nuevamente a sumergirse en sus pensamientos, cuando escuchó justo detrás
de sí a alguien que cantaba con efusiva y clara voz: –Échala, tu palabra contra quien sea
de una vez, así sepas que rompe el cielo échala, tu palabra por dentro quema y te da sed,
ES MEJOR PERDER EL HABLA, QUE TEMER HABLAR, Échala… Larala… larala …
Ernesto volteó lentamente intentando no mostrar interés en lo que oía y al hacerlo, allí
estaba, el mismo viejo que le halaba la camisa momentos antes, sonriente, efusivo,
tarareando y bailando aquella cancioncita que parecía estar dedicada a él que nada decía
y se encerraba en un mundo de ideas ambiguas y difusas. Por vez primera se detuvo a
detallarlo. Era un personaje de mediana estatura, ojos grandes y barba espesa. Su ropaje
dejaba mucho que desear por lo maltratado y viejo. Aparentaba tener unos 50 años,
aunque en la miseria, los años parecen acelerar su marcha. Sobre su espalda una
mochila llena de objetos de diferente utilidad. Las manos, que por instantes parecían
maltratar lo poco que quedaba de un viejo cuatro (instrumento musical de cuerdas
venezolano), se veían ennegrecidas y encallecidas por una vida de mucho trabajo y
seguramente mucho dolor. El joven se acercó un poco más y pudo percibir un sutil olor a
alcohol y tabaco, compañeros inseparables del hombre de la calle.
Inesperadamente el viejo dejó de cantar, miró al joven y le dijo: –¿Ahora sí se decidió?
Écheme una manito y déjeme limpiarle esos zapatos; mire los míos, están viejos, eso sí,
¡pero nunca sucios! ¿No sabe usted que los zapatos son el reflejo del alma del que los
carga puestos?, comentó.
El joven apenas sonrió y sin mucho convencimiento sólo atinó a decir: –Empiece
entonces, pero rapidito porque ya no tarda en caer la noche. En su interior había una
motivación inconsciente que aún no entendía y que le había hecho prestar atención a tan
curioso personaje que veía por primera vez en aquellos lares.
Silbando sin parar, el viejo limpiabotas comenzó lentamente a sacar de su mochila el
betún y el cepillo, levantó cuidadosamente el pie del muchacho y comenzó su labor sin
dejar por un momento de silbar la canción que antes había tarareado; el joven Ernesto,
intrigado le preguntó: –Esa canción, de casualidad, ¿la cantaba usted refiriéndose a mí? –
¡Claro! Y también por los otros cuatro clientes que me han ayudado hoy, toditos pasaron
molestos, mirando el piso, pensando en quien sabe qué y en un silencio que parecía un
funeral; como usted puede ver, yo casi no me puedo callar y por eso es que le canto a la
gente pa’ que deje la amargura y empiece a levantar la cabeza.
Ante aquella aclaración, el joven sintió algo de vergüenza, se quedó observando con
detenimiento el cuadro dantesco de aquel hombre, plagado de necesidades y dolores, con
el cuerpo y rostro lacerado por las marcas de sus sufrimientos. Aún así, en sus ojos había
una llama viva que irradiaba esperanzas e ilusiones. Se dio cuenta de lo mucho que tenía
y lo poco agradecido que había sido con la vida, reconoció en sí mismo la pobreza de su
figura joven, con mayores recursos, y sumido en una permanente amargura: –Cuando las
cosas parecen ir mal, Dios se encarga de mostrarnos el verdadero dolor de Cristo
padeciendo, pensó para sí mismo.
Incorporándose nuevamente, dijo al viejo: –¿Y de dónde es usted, amigo?, ya con un aire
de mayor confianza y curioso por saber más de aquel personaje que comenzaba a
interesarle. Por primera vez en todo aquel rato de canciones y palabras incesantes guardó

silencio. Levantando la mirada hacia el poniente se transformó su semblante, se quedó
con la mirada perdida por unos segundos, luego volvió hacia el zapato y lustrando con
fuerza susurró una canción: –“Yo vengo de dónde usted no ha ido, he visto las cosas que
no ha visto…”, y continuó tarareando un murmullo uh,uh,uh… El joven se sintió
consternado y a la vez extrañado por esa costumbre tan particular de responder con
trozos de canciones y antes de que pudiera interrogarle nuevamente, el viejo limpiabotas
le miró y dijo: –¿Escuchó alguna vez de la tragedia de Vargas? (40 km al este de
Caracas) y volviendo su mirada hacia el horizonte, –De ahí, ¡de por ahí vengo, mijo!
Rodando como una piedra; el agua se lo llevó todo, viví un tiempo en los refugios y otro
más en la calle, y ya ni se cómo terminé en esta ciudad tan lejana; a lo mejor me estoy
alejando de tan malos recuerdos.
Aquella revelación interpeló a Ernesto sobre la forma desconfiada e inhumana con que le
había juzgado en un primer momento. Para entonces había pensado en el fastidio de
cruzarse con otro borracho más de la plaza; con sagacidad veloz buscó entre sus cosas,
–Viejo, si no le ofende, yo cargo aquí unas camisas y estos zapatos que me dieron en el
trabajo y que podrían…
Inusitadamente le interrumpió silbando nuevamente y cantando con los ojos inundados
por un brillo especial: –“…No es importante el ropaje, sino distinguir a fondo, los que van
comiendo dioses y defecando demonios. Zapatos de mi conciencia, mal que bien me van
llevando, larala…”-
Ahora sí que Ernesto no entendía aquel misterioso personaje, plagado de necesidades, y
aún así le daba igual tener o no tener ropa y calzado; impulsado por la intriga que le
causaba y detectando algo familiar en las entonaciones que el viejo hacía, le dijo: –¡Yo
conozco esa canción! Esa es de… ¿de Alí primera, cierto?
-¡Sí Señor! ¡Y me las sé toiticas [todas] completas! Golpeó con su trapeador el zapato
derecho del joven;
– ¡Listo!, ahora sí esos zapatos están decentes.
El joven asintió con la cabeza y buscando su cartera, –¿Cuánto le debo, mayor?
–¡Lo que usted me quiera dar y si son las gracias, bien recibidas serán!
El joven se sonrió ante tan original respuesta y le dio un par de billetes que el viejo guardó
celosamente dentro de los bolsillos de su vieja mochila; habían pasado cincuenta minutos
desde que se encontraron y ya se había olvidado, al menos por un tiempo, de sus afanes
y preocupaciones, de la economía y la política, de tantas banalidades que le
atormentaban. Ahora éstas le parecían vacías y TONTAS. Sin proponérselo, vivió en este
corto encuentro un proceso de renovación que le impulsaba a semejanza de aquel ahora
hermoso personaje, cantar por las maravillas del hoy y las vírgenes esperanzas del
mañana.
–Fue un placer conocerle amigo, mi nombre es Ernesto; si hay algo en lo que pudiera
ayudarle sólo dígame. El viejo terminó de guardar sus trapos en la mochila, tomó en sus
manos nuevamente el viejo cuatro, colocó la mano sobre el hombro derecho del joven y
con una efusiva cara de emoción le dijo: –Por ahora tengo en este viejo morral todo lo
necesario para vivir feliz lo que queda del día de hoy. Indicando con sus dedos hacia el
poniente, se despidió diciendo: –Por allí esta mi ruta, cuídese joven y no se olvide de
empezar a ser feliz.
Hizo un ademán de comenzar su marcha, cuando el joven, inquietado. preguntó: –¿Y cuál
es su nombre, viejo amigo? El viejo volteó vivazmente. –Me llaman Alí y para los buenos
amigos como usted me dejo llamar el NEGRO ALÍ.
Ya la noche comenzaba a caer sobre la ciudad. El viejo tomó su cuatro, soltó una
carcajada y comenzó nuevamente a cantar: “Es de noche, cuenta el limpiabotas cuánto
ha hecho y cuenta el pregonero cuánto ha hecho…es de noche…”

Ernesto con el llanto a flor de piel, también tarareaba aquella dulce canción y cuando ya la
figura del viejo comenzaba a perderse en el horizonte le escuchó nuevamente cantar: “Es
de noche…”, el joven tomó su bolso, dio la vuelta, y mirando al cielo que mostraba sus
primeros luceros, levantó los brazos cantando: “…Y habrá Mañana”.

Richard Rico López
Acarigua, Venezuela

Sangre y agua
Camilo Andrés PÉREZ DELGADO



Al Hno. Camilo Alarcón, fsc.
Dicen que la sangre es más espesa que el agua, aunque, en esta ocasión la ley de los
fluidos fue violada.
El problema comenzó en la tarde mientras leía un grueso tomo de Nietzsche, Sartre o
algún europeo de formas raras tan lejano de nuestros simples apellidos. Al voltear la
página se percató de una gota de sangre huida de su nariz, luego vino otra, un chorro;
corrió al baño y, entre taza y papel higiénico, se desplomo inconsciente.
Mamá lo encontró por la noche después del trabajo; aun tenía vida, recostándolo en el
sofá grande de la sala intento con todos los remedios aprendidos de la abuela, ungüento
con sábila en la frente, alcanfor entre las narices, una palmada en la cintura, nada le
detenía la hemorragia; desesperada llamó a papá, con él llegaron las vecinas cercanas a
la finca, ellas probaron a su vez cantidad de brebajes, rezos, súplicas. “Mijo, ¿Por qué no
lo llevamos al hospital?” mamá se había olvidado del paro armado, el pueblo estaba
rodeado de guerrilla. En ese punto papá no aguantó más y gruño contra este maldito
pueblo perdido del mundo, deseó haber vendido cuando le ofrecieron esos tres milloncitos
los de la petrolera, “es que hoy en día el que se queda en el campo es un pendejo o un
dejado” dicho esto se encerró en el cuarto hasta el otro día.
Hacía las nueve fue el turno de las vecinas más lejanas, vinieron camándula en mano, a
rezar junto al moribundo que estaba ya pálido; de nada sirvió, expiró unas horas más
tarde, se fue dejándole su último beso a mamá, las viejitas pasaron llorando a dejarle un
recuerdo en la frente, con lágrimas en los ojos, y sin ya otro remedio, alrededor de muerto
entonaron su cortejo “Oh Sangre y Agua que brotaron del Corazón de Jesús, como
manantial de Misericordia para nosotros…” pasada la medianoche dejaron la casa, se
apagaron las luces.
El último rumor lo escuché en la plaza:
- Se murió
- ¿Quién?
- El hijo de América.
- Si quiera, estará con Dios.
Prefiero pensar que está con Dios, su muerte no sería de todo en vano, total la familia
dejó el campo, se fue a la ciudad por evitar otra muerte.

Camilo Andrés Pérez Delgado
Colombia

Gracias a los tiempos de color rojo intenso
Reiniel Eduardo POOL RODRÍGUEZ



Cuando apenas dejaba de ser un niño, Víctor caminaba una mañana por una calle de la
Habana, pero se escabulló a mirar por una ventana, y su sed de curiosidad le hizo ver
algo nuevo para él. Las rendijas de la ventana mostraban un grupo de hombres bebiendo
y mirando una película; una película de chicas, que para su saber estaban baliando o
jugando unas sobre otras.
Aquel acto le llevó a experimentar un sentir extraño, pero placentero al ver aquellos
cuerpos desnudos. Fue entonces que vio tallado sobre la piel de una de aquellas
muchachas, una enorme paloma sin alas, ni color, que cubría todo su pecho. Ella de
cabellos negros, piel criolla y ojos tristes, danzaba a la par de las demás, aunque la
expresión de su rostro la hacían notar ausente.
Aquella mañana el jovencito Víctor llegó a su casa con muchas preguntas; sin embargo,
siempre tuvo clavada una duda que le acompaño por años y jamás borraría de sus ojos
aquel acto. ¿Por qué la joven tenía tatuado esa paloma sin alas, ni color?
Años después, ya hecho todo un hombre, Víctor llegó a la patria de Bolívar en misión
solidaria como médico cirujano. En una de las tardes mientras relazaba su labor en un
hospital de Barcelona, le ayudo a recuperar la visión a una paciente. Víctor al ver su
rostro, su pelo, y sus ojos, fue invadido por el silencio, para su sorpresa se encontraba
con la chica de la paloma; de la cual supo posteriormente que era una activista por los
derechos de la mujer y una gran artista plástica.
Ella al terminar el tratamiento, le regaló una obra de arte de su creación.
–Cuide mucho este cuadro médico, fue mi primera obra y tiene un valor incalculable – le
dijo la mujer – Ahí estoy yo dándole gracias a mi comandante y a esta revolución que
como a muchos, me ha dado la oportunidad de volver a vivir.- Lo besó y se fue sin decir
adiós.
Cuando llego a la casa, Víctor continua con su rutina y en la noche antes de dormir, quitó
los papeles que protegían al cuadro. Al ver la obra, la cuelga en el centro de la casa,
como alguien que tiene un templo que adorar. Las lágrimas rodaron hacia su risa,
borrando aquella duda que le acompaño por años. Ante sus ojos, la obra eternizaba una
mujer rompiendo las cadenas que atan la América Latina, en su pecho desnudo estaba
grabada una enorme paloma con sus monumentales alas abiertas, mostrando su color
rojo intenso al mundo.

Reiniel Eduardo Pool Rodríguez
Sancti Spiritus, Cuba

Alfonsina
Juan Lorenzo COLLADO GÓMEZ



La lluvia me empapa, pero me importa muy poco, es casi mágico sentirla correr por la piel
de forma torrencial. Queda todo tan lejos de aquí, de este momento de soledad en el que
el dolor apenas me deja un segundo de plena lucidez.
Qué lejano queda todo, incluso el instante en el que hace unos segundos miraba la lluvia
desde la ventana y el sufrimiento era intenso, apenas lo puedo soportar, diciéndome que

no vale la pena continuar aquí porque, además, ya sólo es cuestión de días, quizá algún
mes y además yo tengo mucho miedo, sobre todo al dolor.
Le dije en una ocasión a mi amigo Fermín Estrella que me llamaron Alfonsina porque
quiere decir dispuesta a todo y ahora lo estoy más que nunca.
No recuerdo nada de Lugano, simplemente me dijeron que nací allí, pero yo he sido
siempre argentina, aquí esta mi corazón, mis palabras, mis primeros recuerdos de cuando
tenía cuatro años y estaba en San Juan, en el umbral de mi casa, sosteniendo un libro del
revés mientras miraba a la gente que pasaba. De entonces recuerdo que siempre me
consideré una niña fea con la cara redonda y regordeta.
Posiblemente ocurrieron muchas cosas importantes pero yo sólo recuerdo aquello de
cuando era tan pequeña y cuando nos marchamos a Rosario. Una familia pobre. Mi
madre puso una pequeña escuela domiciliaria y, posteriormente, mis padres abrieron el
Café Suizo, cerca de la estación del tren. Me encantaba mirar pasar los trenes en los
ratos libres en los que a mis diez años atendía las mesas y fregaba los cacharros. Pero
siempre había un rato para sentarme a esperar su paso y escribir algún verso o describir
la realidad en un papel. Pero el café fue un fracaso cuando papá murió y entonces yo me
empleé en una tienda de gorras para ganar algún dinero.
Entonces llegó la compañía de teatro de Manuel Cordero y quiso la suerte que pudiera
sustituir a una actriz que enfermó.
Mi madre me dejó ir con ellos y se abrió un mundo nuevo para mí representando
“Espectros”, de Ibsen; “La loca de la casa”, de Galdós; y “Los muertos”, de Florencio
Sánchez. Era una niña que a mis trece años parecía una mujer y la vida me pareció que
apenas valía la pena porque el ambiente me aplastaba cada día y regresé a casa para
escribir mi primera obra de teatro.
Con mi madre casada otra vez y sintiéndome fracasada, ya tenía muy claro lo dura que
era la vida y que nadie me iba a regalar nada. Por eso me matriculé en la Escuela Normal
Mixta de Maestros Rurales de Coronda hasta obtener el título. Comencé a estudiar para
maestra rural y conseguí un puesto y, en mis ratos libres, escribía en las revistas “Mun
rosarino” y “Monos y monadas”. ¡Qué poemas aquellos!
Hace frío aquí y quizá debería regresar a la pensión y meditar un poco, pero es que no
tengo nada que pensar y quiero caminar hacia el mar.
Diecinueve años tenía cuando llegué a Buenos aires con una maleta más pesada por los
libros de Rubén Darío que por mi ropa y mis versos.
Llegué embarazada de un hombre mucho mayor, al que quería y no quiso de mí algo más
que placer. Fue allí donde decidí tener mi hijo y empezar de nuevo, con un niño sólo para
mí al que llamé Alejandro. Mis recursos para vivir fueron trabajar como cajera en una
tienda y en las revistas “Caras y Caretas”. Pero lo más placentero era recitar mis poemas
en las bibliotecas de barrio.
Tardé cuatro años en conseguir, con un esfuerzo enorme, que mi primer libro viera la luz.
Fue otro hijo que vio el mundo siendo un homenaje a Manuel Gálvez, a quien admiraba.
Lo llamé “La inquietud del rosal”
Al mirar mis mejillas, que ayer estaban rojas
he sentido el otoño; sus achaques de viejo
me han llenado de miedo; me ha contado el espejo
que nieva en mis cabellos mientras caen las hojas...
Publiqué el poema “Versos otoñales” en “Mundo Argentino”, donde también lo hacía
publicaba Rubén Darío y eso fue fantástico, tanto como conocer a Nervo, que llegó a
Argentina como embajador.
Cuando presenté el libro “El dulce daño”, en 1918, las cosas eran diferentes porque mis
amigos me ofrecieron una comida en el restaurante Génova, donde se reunía el grupo
Nosotros y leyeron mis poesías Roberto Giusti y José Ingenieros, mi gran amigo.

Fue en ese año agradable cuando comencé a realizar visitas a Montevideo y ya no he
dejado de hacerlo nunca.
Tú me quieres alba, me quieres de espumas, me quieres nácar. Que sea azucena
sobre todas, casta. Corola encerrada ¡Qué aguacero! Parece que se hundieran las nubes,
pero no quiero entrar en casa, el malestar me hace desistir de ello, prefiero caminar hasta
el mar.
Un año más tarde me hice cargo de una sección fija en la revista “La Nota” y en el
periódico “Nación”, en el que, entre otras cosas, escribía sobre el papel que debiera
corresponder a la mujer en la sociedad mucho más allá de buscar sólo el matrimonio.
Como no podía ser de otro modo las críticas más feroces no se hicieron esperar por mis
ideas, pero también hubo muchísimas adhesiones a mis palabras.
Ese fue un tiempo de dura pero agradable labor, me sometí a un esfuerzo que no me
daba apenas tiempo para otra cosa que no fuera trabajo y más trabajo dando
conferencias, clases en el colegio Marcos Paz, en la Escuela de Niños Débiles del Parque
Chacabuco, en el Instituto de Teatro Infantil Labardén y en la Escuela Normal de Lenguas
Vivas. Fue a partir de 1926 cuando dispuse de una cátedra en el conservatorio de Música
y Declamación impartiendo Arte escénico y, no teniendo bastante con eso, di clases de
castellano en la Escuela de Adultos Bolivar.
Todo este trabajo desembocó en un agotamiento físico que me llevó a un obligado
descanso y así comenzaron mis viajes a Mar del Plata y Córdoba.
Horacio Quiroga el escritor que vivía en la selva. ¡Qué buen amigo, cuánta admiración! No
sé por qué no lo seguí al infinito. “Cuentos de la selva”, “El desierto”, “Anaconda”. Sus
poemarios me atraían, disfrutaba con su lectura y para entonces yo ya había publicado
“Irremediablemente” y “Languidez”.
Éramos tan diferentes...Pero me atraía su personalidad, su mirada, su poesía. Me robó un
beso una tarde mientras jugábamos a las prendas y debíamos besar ambas caras de un
reloj a la vez, y él lo quitó en el momento justo. Me hace sonreír el recuerdo de los tangos
de entonces, cantar un tango, cuanta tristeza y pasión en ellos.
Cuando Horacio decidió volver a Misiones me dijo que lo acompañara, pero yo no me
atreví a hacerlo. Quizá me equivoqué, pero eso ya no importa. No importa nada.
Esta noche al oído me has dicho dos palabras comunes. Dos palabras cansadas
de ser dichas. Palabras que de viejas son nuevas.
Casi coincidió la publicación de “Ocre” con la muerte de José Ingenieros y sin mi amigo
me quedé mucho más sola de lo que siempre había estado.
Me reiría, como hice en otras ocasiones, de lo curioso de mi encuentro con Gabriela
Mistral. Le habían dicho que yo era fea, no soy una belleza, pero de eso a ser tan fea... Y
cuando llegó a casa y le abrí la puerta pregunto por Alfonsina pesando que tenía que ser
alguien mucho menos agraciada.
Qué triste fue el estreno de mi primera obra de teatro, “El amo del mundo”. Hasta el
presidente Alvear y su esposa, Regina Pacini, asistieron, pero fue un fracaso y la crítica
se ensañó conmigo. Quizá no entendieron la visión que quería mostrar sobre la mujer. Un
cronista llegó a decir que Alfonsina Storni denigraba al hombre. Todo lo que hay alrededor
de mi obra de teatro fue un trago muy amargo.
Después vinieron viajes a muchos lugares, entre ellos España, a donde volví en 1931
conociendo escritores de allá como fue Concha Méndez, que me dedico algunos poemas.
Y un año después publiqué mis dos farsas pirotécnicas: “Cimbelina y Olixene” y “La
cocinerita” casi a la vez que me di cuenta de que las canas abundaban en mi cabello.
En “Mundo de siete pozos” intenté conseguir imágenes dentro de un mundo precario e
inestable donde ojos, oídos, fosas nasales, boca, son los encargados de hacernos llegar
el miedo, toda la angustia de la vida, recurriendo una y otra vez a los elementos que
integran la ciudad.

Igual que yo fui a España y conocí a algunos escritores, otros vinieron de allá y así fue
como conocí a Federico García Lorca, el de los gitanos. Su poesía me encantó y le
dediqué un poema; “Retrato de García Lorca”:
Salta su garganta hacia afuera pidiendo la navaja lunada...
Y cuando menos lo esperas el mazazo, el golpe frío que te sobrepasa y te hablan de una
enfermedad y de que hay que operar antes de que sea demasiado tarde para atajar el
cáncer de mama que me aquejaba. Y sin tener tiempo para salir al paso del abatimiento
se suicidó Horacio Quiroga.
Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
Y así como en tus cuentos, no está mal
un rayo a tiempo y se acabó la feria...
Qué difícil parece ser todo. ¿Por qué tiene que haber tanto dolor en la vida cuando sólo se
pretender vivir... Tan sólo eso?
Hace frío, el aguacero apenas me deja ver el mar, tan fuerte, tan hermoso, tan atrevido, y
yo quiero dejarme acoger por sus brazos.
Nunca llegué a pensar que me pudieran considerar tan importante como para invitarme a
compartir un acto con Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral. Tenía que hablar de mi
forma de crear y disponía de un día para escribir mi conferencia. Lo hice sobre mis
rodillas y se me ocurrió el título de “Entre un par de maletas a medio abrir y las manecillas
del reloj”.
Fue fantástico escucharlas, compartir sus secretos de escritoras con los demás y leer sus
versos.
No ha pasado tanto tiempo, unos meses y mi vida ha dado un giro terriblemente brusco.
La tensión, saber que todo está perdido es demasiado duro...
No podía aguantar más en la habitación y he tenido que salir, el dolor... Siempre este
dolor que no me deja descansar, pero el mar está ahí, esperando siempre con su mirada
capaz de llevar en ella el olvido.
He venido a Mar del Plata a descansar, a intentar reponerme cuando yo sé que no me
queda ninguna posibilidad y no soporto más la angustia. Ni tan siquiera la lluvia torrencial
es capaz de mitigarla un poco.
Hace unas horas llamé a la dueña de la pensión y le dicté una carta para mi hijo y he
escrito un poema que quiero titular “Voy a dormir”.
Dientes de flores, cofia de rocío, manos de hierbas, tú, nodriza fina, tenme prestas las
sábanas terrosas y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba y un pájaro te traza unos compases para que
olvides... Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido...
Sigue lloviendo y ya sólo espero que el agua del mar no esté muy fría.

Juan Lorenzo COLLADO GÓMEZ
Albacete, España

Sobre la cumbre del mediodía
Alejandro Marcelo CORONA

Un profundo barranco nos devoró las piernas durante varias horas. El sol caía plomizo
sobre nuestras espaldas; entre las profundidades de las yungas anduvimos, machete y
hombre, fogoneando la esperanza, abriendo paso a la columna que de a poco se
despeñaba por la gruesa estampida del calor izado desde el barro húmedo y gredoso.
A lo lejos una bandada de pájaros cortó la quietud de la mañana ya antigua. Rasaron
sobre nuestros cascos, eran guacamayos azules que de pronto le devolvieron la vida a
nuestro camino. Un ruido a furia de agua comenzó a endulzarnos la fatiga. Buscamos su
paso. Cuando encontramos el peso del río violento algunos de nuestros compañeros se
precipitaron a refrescarse.
Era el primer contacto con agua, luego de andar por la espesura selvática entre el barro y
los animales, las enfermedades y las desesperanzas. ¿Era esta la exigencia que nos
pedía la revolución? ¿El dolor extremo, la clandestinidad, el olvido de nuestros seres
queridos? ¿Defender la Patria Grande contra la intromisión constante del imperio,
mientras el resto duerme en la tranquilidad de su casas?
Renegaba en mis pasos consumidos por el pensamiento huraño. Recordaba las palabras
de Camilo Torres, buscar a través de medios eficaces la felicidad de todos, amar así
verdaderamente a los empobrecidos de nuestro continente. Mi mente vagabundeaba,
increpándome, rasgándome la conciencia cristiana, revolucionaria, socialista.
Miré el agua con su traje de vida y recuperé el optimismo. Cuatro compañeros se
desprendieron de la columna, llegaron a la orilla, comenzaron a desnudarse, cuando
tomaron contacto con la comisura del río una ráfaga de metralla ardió desde una
barricada en la otra orilla. Aquel ramalazo de fuego y plomo dejó tres cadáveres en la
arena.
- ¡Carajo, los gringos! – grito Arnulfo Rojas tirándose al piso
Tomamos resguardo de inmediato. Dos hombres en el agua boqueaban su último aliento
sobre la corriente rojamente enardecida de muerte. Aquella línea de fuego descargó su
ensañamiento sobre nuestros cuerpos. Silbaban en nuestras cabezas como avispas
enojadas las balas del enemigo. Nos cubrimos tomando una posición de fuego favorable.
Cuando estuve a salvo, comencé a leer los disparos buscándole el origen. De cuclillas
detrás de un paraíso robusto, coloqué mi ojo sobre la mira del rifle hacia la barricada. La
posición aquella permitía desnudar la presencia del ejército de aquel dictador.
Totalmente descubiertos, eran dos; juro que odié aquel momento. El sol se ponía de
azufre y descansaba su rigor sobre mi parietal. Ejecuté con calma dos disparos certeros;
pude observar el desplomo del primer soldado, el segundo, sorprendido, no pudo huir a
tiempo y fue destrozado en la ejecución.
Apenas disparé, volví mi espalda para apoyarla sobre el paraíso que se mantenía erguido,
atestiguando mi terrible miedo. Respiraba hondo, asustado; era mi primer disparo sobre
un ser humano.
- ¡Vamos al foco Antonio! – gritó Ceferino Roldán, advirtiéndome que revisarían la zona y
yo debía resguardar sus espaldas.
Afirmé con la cabeza e hice un gesto de movimiento con la mano derecha mientras
sostenía con el antebrazo izquierdo mi fusil caliente. El silencio azotaba junto al sol mi
espinazo con un escalofrío duro; la adrenalina me salía por las uñas, me rascaba la cara,
todo era como un pesado sueño.
El río incrementó su fuerza. Tres compañeros procuraron retener sin suerte los cuerpos
sin vida de los caídos por el fuego enemigo. La vehemencia del agua no permitía a la
pequeña tropa alcanzar la otra orilla. Los soldados hacían grandes pasos para cruzar, el
agua les cubría hasta las rodillas, los fusiles eran alzados con las dos manos para evitar
humedecer la pólvora.

Jamás mis manos habían dado muerte a nadie. No podía creer que éstas manos hubieran
quitado de la faz de la tierra a un ser. Con la mira puesta sobre la barricada enemiga
buscaba percibir un mínimo movimiento, los cuerpos yacían. Decidí salir de mi escondite.
Fue una pésima decisión. El fusil apuntaba hacia la dirección de los cuerpos pero
descuidé el frente.
- ¡Cúbrenos las espaldas, mierda! – se enfureció Ceferino.
Cuando volví mis ojos a la mira, pude observar que un tercer hombre se alzaba con las
metrallas de los dos caídos y gritó:
-¡Mueran, indios de mierda!
En el mismo momento que gatilló sobre sus armas, le acerté un primer impacto sobre el
hombro provocando una ráfaga de metrallas como una víbora desbocada que se
arrastraba por todos lados. Mis compañeros disparaban, buscaron refugio en vano sobre
el corazón del río, pero sin demora le acerté un segundo impacto que le ingresó por el
cuello y un movimiento reflejo hizo que se cubriera de inmediato la garganta que se teñía
de púrpura, cayendo inerme hacia adelante.
Los ojos de ese hombre se abrían grandes, yo podía verlos a través de la distancia,
quizás sorprendidos de hallar la muerte se agigantaron hasta perecer. Ese hombre no
buscaba la muerte, pero la halló sobre la cumbre del medio día. Ninguno de nosotros vino
a buscar la muerte. Juro que lo vi en sus ojos, ese hombre vino a buscar la gloria y
encontró este final. Los ojos bien abiertos, sorprendidos, comenzaron a llenarse de
moscas cuando cayó duro junto a sus compañeros desvanecidos.
Por fin la columna alcanzó la otra orilla. Yo hice lo mismo, con una esperanza ciega de
encontrar a aquellos hombres con vida, de no sentirme un asesino. Los soldados
revisaron las pertenencias, se peleaban por ellas. Uno se probó la camisa manchada con
la sangre final. Otro se guardó un anillo de oro, otro tomó una medalla del Jesús
Redentor, las botas eran reñidas por dos soldados tupizeños. Cuando llegué, los tres
cadáveres ya estaban casi desnudos. Yo tomé un cuchillo que reposaba cerca de su bota.
Tirado junto a la mano derecha de un combatiente, una fotografía. Limpié la sangre que la
cubría. Una mujer hermosa abrazaba al hombre, dos niños sonreían con una belleza
parecida a la felicidad. Digo, a ese momento de la vida en que ella nos golpea la puerta y
nos invita franca a su morada. Aquel hombre había conocido la felicidad que yo anhelaba
buscar con la revolución. Con este grupo armado quería buscar algo que nos pertenecía a
todos.
Aquel hombre partía desde la felicidad, tenía una familia, una mujer que aguardaba su
regreso. Dos niños que veían cada mañana inútilmente el retorno de su padre. Una mujer
se recostaba sobre una almohada cálida pronunciando su nombre.
Yo contemplaba la fotografía. Una lágrima quiso lacerarme. Una mujer lo soñaba y yo le
había quitado la vida. Yo, que no era soñado por nadie, que nadie me esperaba en un
sueño, sin mujer que aguardara por las noches mi regreso. Ningún tejido del insomnio era
empuñado por una mujer. Al menos por la que yo amo.
Con estos mismos dedos, con los que una vez dibujé los labios de aquella mujer dormida.
Con este mismo índice que recorría sus lunares, que los contaba, que surcaba su espalda
rosada y pura. Con esta mano que le escribió los versos más nutridos del amor, con esta
misma mano pude detener la vida. Con la mano de dar amor, di también la muerte. Cruzó
un rayo negro sobre mi frente. Quise volverme María a tus brazos, a tu sonrisa tierna.
Quise tirar el fusil, abandonarlo, correr a tu lado. Te imaginaba, tú chica de bien, sin
coincidir conmigo en la revolución, juzgándome, enjuiciándome por asesinar a un ser
humano, por darle muerte. Enojada, explicándome una y mil veces que la violencia no
soluciona nada. Y yo sollozando por tu encono.
Me había descubierto, sobre el río Tupiza, como un desdeñable asesino. El bautismo de
fuego me había dado un nuevo espíritu. Quise hacerme fuerte.

- Volvamos al camino - dijo Ceferino, nos aguardan en la vertiente.
Yo dejé a los hombres tirados, me persigné tres veces. Te imaginaba diciéndome que
Dios no justifica ninguna muerte, que soy una contradicción andante. Estrujé fuerte mi
fusil y seguí la columna. Intenté dejarte en aquel costado del río. Fue inútil. Volvería a
descubrirte como una pesada mochila sobre mis espaldas algunas leguas más adelante.
Ya no era el mismo, el fuego me había devorado el alma. La revolución murió en el
horizonte de mi vida. De manera egoísta apareciste tú y quise dejarlo todo por correr a tus
brazos. Preso de mi libertad, de elegir este camino seguí andando bajo el grillete del
orgullo. No sabía que matar tenía este agrio sabor a justicia. El sol rompía con sus olas de
fuego mi cuerpo débil y tu recuerdo ardientemente vivo me incendiaba en las manos de
asesino, tú cada vez más lejos y a mí me dañaba el oscuro olor a muerte que tiene la
libertad en este continente, que solía ser un paraíso.

Alejandro Marcelo Corona
Córdoba, Argentina

Nuevos tiempos
Eduardo PÉREZ OTAÑO



Dos lágrimas corrieron por sus mejillas. Se agachó y limpió el polvo acumulado durante
casi dos años sobre aquel pedazo frío de mármol que servía de única identificación. Podía
leerse: “María Azucena Infante Travieso” (junio 24 de 1987 – febrero 29 de 2012)
Se levantó y miró en dirección Norte. Cerró los puños y pidió a Dios perdón para quienes
no lo merecían.
Volvió a bajar la vista. Dijo una breve oración y se limpió las lágrimas, tan amargas como
el dolor que le embargaba.
Un pequeño de cinco años llegó corriendo a su lado.
-Abuelo, ¿y mamá? Me dijiste que la veríamos.
-Aquí está, en su nueva casa –dijo el anciano en un susurro.
Tomó al niño en sus brazos. Volvió a agacharse y colocó la flor que este traía entre sus
manitos.
-Hija mía, ahora ya no emigramos al Norte. Gracias a la nueva América que construimos
para todos no tendremos que dejar nuestra tierra por una ajena, o por quienes nos
desdeñan y persiguen y ultrajan y explotan…. ¡Al fin, por Dios, podemos llamarnos
americanos, sin temores o malas interpretaciones! ¡Ojalá estuvieras aquí!
Bajó al pequeño, se puso de pie y lo tomó de la mano. Dieron la espalda al sepulcro y
partieron, para jamás regresar.

Eduardo Pérez Otaño
Pinar del Río, Cuba

Y aún respira entre la Patria Grande
Ana Lucía RAMAZZINI



Era ya entrada la tarde. Ella cayó rendida en medio de la milpa… Se sentía agotada, el
aire le faltaba… Por eternos segundos percibió cómo la muerte –vigilante– la rondaba. Se
vio recorrida por una temible sombra que la fue cubriendo toda… Escuchó el ruido

ensordecedor del miedo, ese ruido que silencia y paraliza. Pero aun así, tuvo fuerzas para
preguntarse: ¿cómo?, ¿cómo era posible esto? ¿La muerte había llegado a visitarla? ¡A
ella! ¿A ella que se dedicaba a ir tras la vida?
Apenas terminó de hacerse estas preguntas un temblor la estremeció… Y al mismo
tiempo, le hizo traer a la memoria los recuerdos más profundos de su historia de lucha y
resistencia. Vivencias que volvieron del pasado y que, una vez más, la
conmovieron: Huelgas magisteriales exigiendo el derecho a la educación de sus alumnos
y alumnas, manifestaciones de sindicatos por los derechos laborales, mujeres
organizadas para ser reconocidas como ciudadanas, campesinado demandando su
derecho a la tierra, juventudes ansiosas de democracia derrocando dictaduras, pueblos
indígenas velando por el “Buen Vivir”… Recuerdos de esa Patria Grande convencida de
realizar la utopía, creyente de hacer posible aquello que desde la perspectiva dominante
se proclama como imposible.
¡No, no podía dejar que la muerte se apoderara de ella! ¡Menos, en estos momentos en
que la necesitaban para seguir andando! La Patria Grande clama desde sus entrañas por
ella -¡hoy más que nunca!- frente a los gobiernos autoritarios, la lógica del mercado voraz,
la dictadura mediática, la criminalización de las protestas sociales, el grito de la Madre
Tierra…
La noche llegó… y la lluvia también… Eran lágrimas de indignación. Parecía que la Patria
Grande lloraba sólo de imaginarse que ella podría morir… Por minutos se desvanecía,
pero como siempre, trataba de aferrarse a la vida. Fue una noche larga… Demasiado
larga…
Al amanecer, casi desmayada entre el maíz, escuchó a lo lejos los cantos sonoros de los
pájaros y el tímido sol la acarició con su calor, como en un intento de reconfortarla. Ella
permanecía inmóvil y sin fuerzas… Mariposas revoloteaban a su alrededor como
queriendo reanimarla…
De pronto, unas voces capturaron su atención… Eran mujeres jóvenes, hijas de la
montaña, que estaban reunidas en el campo bajo la sombra de un gran árbol,
conversando. Estaban tan cerca, realmente tan cerca, que hasta podía entender lo que
decían:
- “¡Nos tenemos que organizar! No podemos permitir que borren lo que vivimos. ¡Sí hubo
genocidio en Guatemala!”
- “Incluso la Comisión de Esclarecimiento Histórico concluyó que entre 1981 y 1983
agentes del Estado cometieron actos de genocidio”.
- “Sí, las nuevas generaciones no pueden olvidar, es necesario que en las escuelas se
enseñe esto. Necesitan conocer las historias vividas…”
- “Es urgente que nos sumemos a la voces de la memoria para construir un país
diferente”.
Poco a poco, lo que al principio ella escuchaba como susurros, se convertía en palabras
fuertes llenas de futuro que le retumbaban en su interior como soplos de vida… Ella,
quien siempre había nutrido a la Patria Grande, era ahora quien se veía alimentada por
las personas que no permiten que la memoria sea arrebatada, por aquellas que se
resisten al deseo de la amnesia de algunos grupos. Esta plática era evidencia de que el
legado de ella estaba allí: vivo, palpable, presente…
Cada palabra penetró en lo más hondo de su ser. Así, ella, la Esperanza, se fue
levantando fortalecida por las jóvenes. Al sentirla, la muerte huyó; esas voces hacían
sucumbir a la inercia cómplice y a la conveniente indiferencia. Ella tomó aire... Sabía que
este era su continente, el continente de la Esperanza… Estaba decidida a no dejarse
morir, ¡y a seguir respirando entre la Patria Grande!

Ana Lucía Ramazzini

Amatitlán, Guatemala

Mujer, pobre, indígena
Gilberto HERNÁNDEZ GARCÍA



Rosario en mano, Jacinta va desgranando avemarías como cada noche, desde hace más
de mil cien días. Sus dedos se deslizan lentamente por las gastadas cuentas; su voz,
pausada y apenas audible, suena lastimera. Al fondo del cuartucho donde está, una
imagen de la Virgen de Guadalupe, escasamente iluminada por una mortecina veladora,
parece atenta a las súplicas. Pero las últimas jaculatorias son interrumpidas por una de
las celadoras del centro de reclusión donde se encuentra.
– Prepare sus cosas. Creo que ya la van a dejar ir –le dijo secamente aquella mujer–.
Jacinta no cabe de asombro. Su corazón se estremece. Es la noticia que ha estado
esperando desde que la confinaron en este lugar que la ha separado de su familia. El
rosario tiembla en sus manos. Al intentar ponerse en pie sus piernas se niegan a
sostenerla. Vuelve a caer sentada al camastro. Cierra sus ojos, anegados ya en lágrimas,
y musita una acción de gracias.
Recuerda cómo inició esta dolorosa historia que ahora ya parece tocar fin.
Aquel domingo 26 de marzo, para los habitantes de la comunidad indígena de
Mexquititlán parecía ser como cualquier otro. En la plaza central del pueblo, a un costado
de la iglesia de Santiago Apóstol, desde temprano, los comerciantes se habían instalado
para ofrecer toda suerte de productos: hortalizas, guajolotes y gallinas, huevos, maíz,
frijoles, tortillas, tejidos, pulque… además de los artículos de manufactura china que
desde hace algunos años iban ganando terreno en el gusto de aquella gente y que, a
decir de los propios vendedores, les redituaban mejores ganancias.
El sol esplendoroso daba testimonio de la recién estrenada primavera. El ir y venir de
personas se antojaba interminable. Aquel ritual de compraventa, tan colorido como
ancestral, hermanaba a todos los habitantes: era el espacio de encuentro, después de
una ardua semana de arrancarle el sustento a la Madre Tierra, siempre providente y
siempre necesitada de cuidado.
Jacinta había salido de la misa de mediodía y permaneció unos minutos más para dar
algunas informaciones a sus compañeras de cofradía, las “Peregrinas a pie al Tepeyac”.
Al terminar, recogió el estandarte de la Guadalupana que ella custodiaba por ser la
presidenta del grupo, y se dirigió a la botica a comprar algún medicamento para enfrentar
la gripe que ya le estaba haciendo estragos. Después iría al puesto de helados y aguas
frescas, propiedad de la familia, donde su hija mayor ya la esperaba para que la relevara
en el trabajo.
La algarabía y convivencia pacífica del tianguis fue rota cuando llegó un grupo de
hombres, vestidos como cualquier civil, que, sin mediar palabra, empezó a despojar de
sus mercancías a los vendedores, con lujo de violencia, con el argumento de que eran
productos “piratas”. Los agresores lanzaban al suelo los artículos y los pisoteaban. El
hecho enardeció a los comerciantes.
Bastaron un par de silbidos, una especie de código comunicativo, que se fueron
replicando por el mercado, para que casi todos los vendedores y una gran cantidad de
transeúntes se arremolinaran en torno a aquellos hombres que perpetraban ese desmán.
Cuando los violentos se vieron copados dijeron ser policías federales; entonces los
comerciantes les exigieron identificarse y exhibir la orden que avalara su proceder, pero
los agentes se negaron. Aumentó la tensión.

Jacinta llegó en ese momento. Solidaria con los suyos, también recriminaba a los
hombres que han hecho los destrozos. En la turba, algunos opinaban que deben
retenerlos para ser juzgados según los usos y costumbres del pueblo. Temeroso, el jefe
del grupo policial, intentó calmar los ánimos de la gente: dijo que hablaría con sus
supriores para ver cómo dar solución al altercado. Los comerciantes dijeron que la única
manera de reparar el mal que les habían hecho era pagando los artículos que les habían
destrozado.
Al poco tiempo llegó el jefe regional de la policía para dialogar con los afectados y
ofrecieron pagar en efectivo los daños causados por los elementos policiacos, pero
argumentaron que debían trasladarse a una ciudad cercana para conseguir el pago. Los
comerciantes aceptaron el trato y el jefe policial ordenó a uno de los agentes que
permaneciera en el pueblo como garantía de que regresarían.
Las horas pasaron y cuando la noche empezaba a cubrir con su negro manto la
población, regresaron los miembros de la policía que habían participado en el fallido
operativo, junto a su jefe. Parecía el punto final de la historia y que todo quedaría en el
anecdotario del pueblo. Los comerciantes levantaron sus puestos y, en un ambiente de
camaradería, se dirigieron a sus hogares. La jornada había sido larga y extenuante.
Pasaron cinco meses. El pueblo siguió con su vida cotidiana, en su lucha por la vida. Un
día Jacinta barría el frente de su casa. El olor a tierra mojada impregnaba el ambiente.
Las gallinas deambulaban por el patio rascando la tierra en busca de algún grano que les
sirviera de alimento.
De pronto, frente a su casa se estacionó una gran camioneta negra, de la que bajaron
algunos hombres. Era un grupo de agentes del ministerio público. Le mostraron una
fotografía y preguntaron si conocía a alguna de las personas que aparecían ahí. Jacinta
sonrió, ingenua, y dijo: “Soy yo”.
Entonces el que parecía ser el jefe del grupo le dijo que querían preguntarle algo acerca
de un árbol que recientemente había sido derribado en la comunidad y querían saber
quiénes fueron los autores del hecho. Jacinta, de buena fe, les explicó que era un árbol
viejo, y que de la noche a la mañana había amanecido tirado. El agente le pidió que le
ayudara, que testimoniara eso que les contaba, pero para eso tendrían que llevarla a la
capital del estado, que no se preocupara, que para la tarde ya estaría de vuelta en su
casa. Amable como ella es, accedió a acompañarlos. En el camino recogieron a otras dos
mujeres, vecinas de la comunidad.
Las llevaron a un juzgado. A la entrada del edificio ya las esperaban muchos fotógrafos.
De inmediato las mujeres se sintieron cohibidas. Así empezó la verdadera pesadilla. Las
sentaron frente a un gran escritorio y, sin misericordia, las bombardearon con preguntas
de un asunto que no entendían: les pedían explicaciones de cómo había sucedido el
secuestro de seis agentes de la policía hace cinco meses en su pueblo, Mexquititlán.
Ellas, indígenas, no comprendían todo lo que les decían porque no hablaban bien el
español. En la mente de Jacinta revoloteaba la palabra “secuestro” y no hallaba una
palabra en su idioma que se le pareciera o le diera una idea de qué era eso. Balbuceaba
algunas cosas en su maltrecho castellano… los dedos de las secretarias se movían con
velocidad sobre las máquinas de escribir. Agobiadas, les dieron a firmar las
declaraciones, pero como no sabían escribir, les tomaron la mano e impusieron sus
huellas digitales en los papeles. Tardarían un tiempo en entender bien qué estaba
pasando.
Esa noche, el ministerio público convocó a todos los medios de comunicación de la
localidad. Jacinta y sus dos compañeras fueron presentadas ante la opinión pública como
culpables de haber secuestrado a seis agentes policiacos durante los hechos ocurridos
cinco meses atrás. Las únicas pruebas para sentenciar a la mujer, eran una fotografía
publicada en un periódico local, donde ella aparece detrás de los agentes y las

declaraciones de los seis. La policía que aquella vez había sido obligada a pagar sus
fechorías, ahora se estaba cobrando la factura.
En la averiguación previa se decía que en el reporte rendido por los policías el mismo día
de los hechos, estaba asentado que “un grupo de gente los rodeó” y eso implicaba una
retención, un secuestro. A Jacinta le acusaron falsamente de querer linchar y quemar al
agente que se quedó en el pueblo mientras sus superiores conseguían el dinero para
pagarle a los tianguistas los daños causados por los agentes.
La familia de Jacinta de inmediato buscó la ayuda de un abogado, pero no tuvieron
suerte. Argumentaban que sería difícil ganarle la batalla al Goliat que resultaba ser la
policía.
En el pueblo se corrió la voz de que Jacinta había sido detenida por una fotografía donde
aparecía; y que había muchas fotos más. Los comerciantes se llenaron de miedo y
prefirieron no exponerse. Cuando los familiares de Jacinta les pedían apoyo para hacer
frente a la injusticia, los demás tianguistas se disculpaban pero no se atrevieron a hacer
fuerza con ellos. Lo mismo pasó cuando fueron a ver al párroco del lugar: dijo que él no
se metía en política y que si estaba en el reclusorio sería porque evidentemente sería
culpable.
Pasaron más de dos años y Jacinta siguió en la cárcel. El abogado de oficio que le
consiguieron nada pudo hacer en defensa de la mujer: fue sentenciada a 21 años de
prisión, condena máxima que se le aplica a un secuestrador. La familia quedó desecha.
La resignación se fue apoderando poco a poco de ellos. Pero en el corazón de Jacinta la
esperanza se negaba a ceder su lugar a la derrota.
Gracias a una nota en un periódico, un Centro de Derechos Humanos se enteró del caso
de Jacinta y asumieron su defensa. En sus indagatorias se dieron cuenta que el proceso
persistía en graves desigualdades del sistema de justicia, como la falta de acceso a un
traductor y la negación de su derecho a la presunción de inocencia, los cuales tienen
efectos de mayor intensidad en las mujeres indígenas debido a la triple discriminación de
que son objeto: por ser indígenas, mujeres y pobres. La investigación sacó a relucir las
deficiencias de la impartición de justicia.
El Centro de Derechos Humanos, emprendió una campaña de solidaridad en favor de
Jacinta y sus dos compañeras, que suscitó numerosas adhesiones. Así, la comunidad se
sintió con valor y empezó a exigir a las autoridades que pusieran fin al encarcelamiento de
las mujeres. Al poco tiempo, Amnistía Internacional declaró a Jacinta “prisionera de
conciencia”. La presión social obligó a que las instancias judiciales presentaran
conclusiones no acusatorias en el proceso que enfrentaban las mujeres por el delito de
secuestro. Tuvieron que pasar tres años para que Jacinta pudiera recobrar su libertad.
La comunidad entendió que es tarea de la sociedad civil y de la opinión pública mantener
constante atención a estos para que las autoridades, en sus distintos niveles, se
comprometan a no repetir acusaciones injustas como le sucedió a Jacinta y sus
compañeras.
El día que Jacinta fue puesta en libertad, las autoridades del reclusorio quisieron hacerlo
con mucha discreción. Pretendieron sacarla por la puerta trasera, a altas horas de la
noche. Sin embargo, los activistas de derechos humanos, algunos periodistas que habían
dado a conocer los atropellos de los impartidores de justicia, y cientos de vecinos y
simpatizantes de la mujer, hicieron un plantón frente el centro de reclusión y exigieron que
saliera por la puerta principal.
El director del penal, fue por Jacinta y la acompañó a la puerta. Secamente le tendió la
mano y le dijo: “Usted disculpe”, y regresó de inmediato al edificio. Al ver a Jacinta todos
los presentes estallaron en gritos de júbilo. La que entró como delincuente salió de la
prisión como heroína.

Hoy en día Jacinta sigue siendo “peregrina a pie al Tepeyac”, pero ahora entiende su ser
de cristiana desde una nueva óptica: está comprometida con la causa de los derechos
humanos, particularmente de las mujeres y los indígenas.
Basado en un hecho real

Gilberto Hernández García
Chiapas, México

Con nuevos ojos
Beatriz CASAL



- No insistas niña, ya te dije que voy a quedarme como estoy. Dios quiso que pasara el
resto de mi vida sin mirar y así será.
- Pero viejo, si todo el mundo está pasando por esa operación llamada “milagro”. Fíjate
que hasta le han puesto un nombre religioso. Me han dicho que los médicos cubanos son
muy buenos y cariñosos, que tratan a los ancianos con mucho amor y además, que duele
muy poquito lo que tienen que hacerte.
- Pero mira que eres caprichosa mujer, no oyes que no, que no quiero saber de eso.
Tampoco voy a salir del pueblo, aquí me voy a morir y que sea como Dios quiere.
- Es que tengo que darle una respuesta a la doctora Rosalía, ya ha venido varias veces y
me da pena con ella. Se preocupa tanto por nosotros y tú sin querer aprovechar esta
suerte. El nuevo gobierno nos da la bendición de atención medica a los campesinos y
además, nos benefician con esa “operación milagros”.
Facundo se quedó en silencio cuando oyó mencionar la palabra “gobierno”. Se levantó de
la silla y caminó con dificultades hasta el cuarto, cerrando la cortina tras él. No quería que
fuese a decir el nombre del presidente y tener que mandarla a callar. La mujer quedó
parada en la habitación que servía de cocina y comedor, y moviendo la cabeza con
preocupación volvió a sus quehaceres.
Facundo Izquierdo, estaba viviendo con su hija en aquel monte, a muchos kilómetros de
la Ciudad. Cuando fracasó la operación y desertó del ejército, fue a esconderse a aquel
rincón del país. Con los años se había quedado casi ciego, como producto de su
padecimiento de cataratas. Cuando llegó al pueblo y su hija lo vio, quedó muy sorprendida
del cambio que había dado su padre; hacía muchísimos años que no sabía de él, desde
que se marchó de la casa dejándolas solas a ella y a su madre. Luego Julia, la madre,
murió, y ella se quedó sola, envejeciendo sin hijos y sin marido.
El viejo, como le decía su madre a Facundo, no dio muchas explicaciones cundo llegó de
repente, y ella, Francisca, era igualita que su madre, una mujer muy noble y sacrificada.
Por eso aceptó a su padre de vuelta y lo cuidaba con esmero en aquella casa pobre en la
que se había criado con infinidad de trabajos. Ella había tenido que trabajar cocinándoles
a algunos trabajadores del campo, los cuales le pagaban poco, pero le permitía sobrevivir.
Ya hacía dos meses que habían comenzado por aquella zona las pesquisas, para
conocer las personas con dolencias en la vista. La médica cubana que laboraba hacía
catorce meses en el territorio les había visitado varias veces, pues Francisca le comentó
del padecimiento de su padre. Cuando Facundo se enteró de que su hija le había dicho a
la doctora que podía ponerlo en la lista para la operación, formó una discusión tremenda y
desde ese entonces, cada vez que tocaban esa cuestión se enfrascaban en un tremendo
debate. Y siempre las cosas terminaban igual, Facundo para el cuarto y Francisca a sus
quehaceres, sin lograr nada.

El anciano recostado en su camastro con los ojos abiertos y fijos, no lograba divisar ni las
maderas, ni las tejas que cubrían el techo de aquella humilde y deteriorada vivienda. Sus
ojos estaban abiertos pero no a la existencia que le rodeaba, sino al pasado. Un pasado
que lo atormentaba hacía muchos años y que no lograba eliminar de su conciencia, de su
pensamiento. Imágenes que pasaban unas tras otras por su cerebro y que casi no lo
dejaban dormir, ni descansar, ni vivir.
Muchas veces resonaban en sus oídos aquellos gritos, aquellas órdenes: para acá traen
al hombre apresado, luego se lo llevarán lejos. Hay que hacerlo desaparecer. Eran voces
que venían de la jefatura y que él las estaba oyendo. Él era uno de de los soldados “del
golpe de estado”. Él era uno más de los que estaban en contra de cualquier gobierno
popular. Sus jefes le habían dicho que aquello sería comunismo y él debía luchar contra
aquellos que no creían en Dios. Le habían dicho que el comunismo era algo monstruoso,
por su carácter antirreligioso.
También sabía de qué hombre se trataba: hablaban del comandante, del Presidente.
Desde las altas esferas militares había descendido la noticia hasta ellos, los que serían
responsables de la custodia del hombre. Así se le decía, era mejor que mencionar su
nombre. Aquella madrugada no durmió, se sentía nervioso, pero también orgulloso de
estar dentro del grupo de los escogidos, para tan honrosa misión. A las 4 de la mañana
llegaron con la carga, se bajaron unos cuantos militares de una furgoneta, custodiando al
apresado y enseguida lo metieron bien adentro de aquellas paredes carcelarias.
Lo que más recordaba Facundo, y que no lo dejaba dormir apenas, fue aquella mirada. Si,
porque el hombre había pasado a su lado y a pesar de que lo custodiaban por delante,
por detrás y por los lados, en aquel preciso momento giró su cabeza hacia la derecha y lo
miró. Aquella mirada “del hombre” fue a parar directamente a sus ojos. Sí, en aquel
momento Facundo veía bien, la catarata todavía no había hecho estragos en sus pupilas.
Por eso pudo observar que “el comandante” tenía una mirada relajada y firme.
Nunca había podido verlo en persona hasta ese momento y siempre que lo observaba en
la televisión, lo hacía imbuido de todos los calificativos nefastos que le inculcaban sus
superiores. Pero aquella mirada no parecía ser de un hombre como el que le habían
descrito: incrédulo y guerrerista. Aquel hombre tenía una mirada serena, una mirada
pacífica. Una mirada penetrante, firme, clara.
Por mucho tiempo, luego de aquel encuentro y de la deserción, había pensado que su
progresiva ceguera había sido un castigo del cielo, por haber pensado mal de otro
cristiano. El padre Ramón lo había dicho en la misa, que los malos pensamientos pueden
causar un castigo del cielo. Por eso no podía presentarse a aquella famosa operación
“milagros”. En primer lugar, tenía miedo, temía que lo reconocieran, a pesar del tiempo
que había transcurrido y de la estratagema que usó para escapar del ejército. Y por otra
parte, tenía vergüenza de alcanzar los beneficios de un gobierno, que había despreciado,
de un presidente al que había ayudado a apresar y al que le había deseado la muerte. No,
él no podía permitir que supieran su verdad.
Pasaron algunos días y aquella tarde, Facundo estaba sentado en la banqueta que
siempre ponía en el portón de la entrada, Siempre iba hasta allí a esa hora porque ya
nadie pasaba, ya nadie venía a visitar a su hija. Tan ensimismado estaba en sus
pensamientos mirando sin ver, sus manos arrugadas y huesudas, que no sintió cuando la
mujer alta, delgada y de piel oscura, llegó a su lado. Casi saltó de la banqueta cuando
divisó apenas su bata blanca y el bolso en su brazo.
Sabía que era ella, la doctora cubana; había oído su voz desde el cuarto, un día en que
hablaba con su hija, cuando intentaba que ésta lo convenciera para realizarle el primer
diagnóstico y llenar sus papeles para enviarlo a la Ciudad. Pero no había tiempo de nada,
no tenía forma de huir y tampoco podía hacerle un desaire. La joven lo saludó afable y él
le respondió sin mirarle a la cara. Ella no perdió tiempo y le dijo sin titubear.

- Facundo, qué bueno que lo veo, estoy por aquí de casualidad, vine a ver una parida en
el caserío y mire qué suerte poder encontrarlo...
Él no respondió, pero sabía que venía el momento de la propuesta.
- Pues sí, Facundo, espero que su hija le haya hablado de la posibilidad que tiene de
volver a ver todo este Valle tan hermoso –ella sabía que él conocía el asunto, pero tenía
que entrar en el tema de alguna forma-.
- Pues sí, ya Francisca me comentó el asuntico ese –dijo con voz ronca–, pero fíjese bien
joven, yo no quiero que me vuelvan a hablar de operación, ni de ir a la Ciudad, porque
resulta que no quiero, y a mí me parece que se debe respetar la decisión de la gente, ¿o
no?
- Está usted claro Facundo, no le vamos a obligar a nada –le dijo doctora con respeto–; es
que teníamos la idea de que comprendería lo importante que sería curarse y luego
aprender a leer y escribir con la Campaña “yo sí puedo”.
Facundo se levantó de un salto y muy indignado le dijo a la doctora:
- Óigame bien lo que le voy a decir, yo sé leer y escribir, yo no soy un ignorante, así que
no se equivoque –y con torpeza, recogió su banqueta y partió rumbo a la casa, dejando a
la doctora intrigada-.
Rosalía vio venir el transporte de la Misión Médica y se disponía a marcharse, cuando de
entre unos arbustos salió un hombre que la detuvo.
- Doctora, espere un momento, debo decirle algo.
Rosalía le pidió al chofer que la esperara un momento y se acercó al hombre, mirándolo
con atención. Por su expresión parecía que tenía algo importante que decirle.
- Sabe usted quién es ese hombre –le dijo el desconocido señalando a Facundo, que ya
había entrado en su casa y cerrado la puerta detrás de él.
- Pues sí, es Facundo Izquierdo, el padre de Francisca, viven en esa casa –le dijo
Rosalía, sabiendo que no era eso lo que preguntaba el individuo-.
- Doctora, yo sé por qué ese hombre no quiere recibir los beneficios de nuestro gobierno –
la miró y bajando la voz le dijo: – Ese hombre fue uno de nuestros enemigos. Ese fue un
militar traidor al presidente. Él piensa que nadie en esta zona lo sabe, pero yo sí lo
conozco bien.
- ¿Usted quiere decir que Facundo es desertor del ejército y por eso no quiere ser
operado, para no verse descubierto?
- Sí, pero además, ese hombre fue uno de los del golpe de Estado. Ese hombre es un
traidor y un día, cuando Dios me de valor, con mis propias manos lo ejecutaré.
- Por favor, yo le ruego que se mantenga tranquilo, yo informaré de este caso y estoy
segura que se hará lo que sea preciso. Pero no tome la ley por sus manos, no debe
hacerlo, ¿me comprende?
- Si supiera, sólo el temor a Dios me ha detenido, pero ahora confío en usted, sé que
habrá justicia
Era viernes y la doctora Rosalía estaba en la Dirección, frente al Jefe de la Brigada
Médica, debía dar el parte de los casos que habían sido captados para ser operados. El
Dr. Julio Quevedo leyó la lista, enseguida le señaló por qué Facundo Izquierdo no estaba
entre los que se enviarían, si se había indicado su turno hacía un mes. La doctora Rosalía
le abordó el asunto.
- De ese caso quería hablarte Julio. Resulta que durante todo este tiempo no hubo forma
de convencer a ese anciano de que tenía la posibilidad de curarse. Ni su hija Francisca, ni
yo habíamos podido convencerlo. Y ayer conocí las razones para esa negativa.
Rosalía le contó a Julio la historia y ambos deciden comunicar la situación a la Dirección
de Salud y ésta a su vez, envía un comunicado al gobierno. La noticia llega al despacho
del presidente y el propio jefe de despacho le informa al comandante el caso Facundo. El

presidente se queda muy serio y pensativo cuando escucha el relato completo. No hace
comentario y le ordena dejar el informe encima del buró de su despacho.
El yip miliar se detiene en la carretera, son apenas tres hombres, caminan por la entrada
que los dirige a la casa de Facundo Izquierdo. Francisca mira por la ventana y ve venir
aquel grupo de hombres y se asusta un poco, pero cuando llegan a la puerta se da cuenta
que todos tienen trajes militares. Enseguida los invita a pasar y les busca acomodo en su
humilde sala, les brinda un poco de agua. El más alto de todos le dice: Francisca, nos han
dicho que aquí vive también tu padre, Facundo Izquierdo, hemos venido con una
encomienda, pero necesitamos verlo, ¿el se encuentra?
Facundo no espera a que su hija lo busque, se siente descubierto y caminando con
mucha torpeza, sale del cuarto. El sabe que son de la guardia militar del presidente y les
dice: “aquí estoy”. Francisca se quedó mirando a su padre sin comprender nada. Los
hombres miran a Facundo y le dicen:
- Puede recoger algunas cosas y también tu Francisca, quizás quieras acompañar a tu
padre, debemos llevarlo a la Ciudad.
Recorrieron la distancia en silencio. Facundo no cambió ni una sola palabra con su hija y
ésta no se atrevió a preguntar nada. Llegaron a una casa en la Ciudad y allí bajaron a la
familia Izquierdo. La casa era muy espaciosa y tenía varias habitaciones que
aparentemente las habían convertido en salas, con varias camas, en algunas se
encontraban acostadas algunas personas y había enfermeras y médicos por todas partes.
A Facundo y Francisca los llevaron a una habitación, donde había dos camas cómodas;
tenía un baño limpio y les dijeron que podían bañarse y cambiarse de ropa.
Facundo se extrañó que no le hubiesen esposado, ni llevado directamente a la cárcel,
pero no hizo comentarios. Francisca miró a su padre interrogándolo, pero éste no decía
nada, estaba seguro que ésa era una estrategia para hacerlo hablar, un método para que
él confesara. A las cuatro de la tarde, tocaron a la puerta y Francisca abrió. Facundo
estaba sentado en un sillón con la cabeza pegada al pecho. Los médicos lo llevaron junto
con otros pacientes hacia el quirófano.
Tres horas después Facundo estaba tomándose una taza de caldo sentado en la cama.
Un grupo de médicos entraron en la habitación y le preguntaron al anciano cómo se
sentía. Facundo los miró y comenzó a decir con voz entrecortada:
- Yo no merezco lo que hacen por mí, porque…
- Tranquilo Facundo -le dijo el médico– sabemos todo lo que va a decir pero queremos
trasmitirle un mensaje de parte del Presidente. Él sabe que usted fue engañado. Y que
además, los beneficios que esta revolución brinda, son también para usted.
El anciano volvió a recordar aquellos ojos, que años atrás, lo miraron con serenidad y
firmeza. Y dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

Beatriz Casal
Cuba

Experiencias
Judith DE JESUS ORTIZ



- Señora, ¿me escucha?
Soleide, la trabajadora social del Centro de Acogida a Mujeres Maltratas, salió de si
misma y se concentró en la muchacha que tenía delante de ella. Maritza tenía 22 años.
Muy bella. La típica mujer caribeña, negra, de hermoso cuerpo y de una simpatía

excepcional. Lamentablemente otra víctima del demonio que persigue a tantas jóvenes
como ella, la trata y tráfico de personas.
Siempre sucedía lo mismo, ya llevaba cinco años trabajando en ese centro y siete desde
su terrible experiencia, y sin embargo, siempre que se acercaba la fecha lo revivía todo
como si fuera el primer día.
- Entonces, ¿A qué hora es el viaje?
- Si Dios quiere, a las 3 de la tarde salimos de aquí. Ves, y tú que me vivías diciendo que
eso no se iba a dar, míralo ahí!!!
Soleide y sus compañeras, Raquel, Lourdes, Sofía, Juana, Martina, Marina y Carmen,
disfrutaban alegremente en compañía de sus amigos, que le habían organizado una
pequeña fiesta de despedida en el barrio.
La felicidad casi se podía tocar, risas, buenos deseos, sueños, ilusiones, esperanzas.
El rose de unos niños que corrían jugando en la calle, la devolvió a la realidad. En ese
momento percibió que había cerrado el centro y se dirigía hacia su casa. Lo había hecho
todo como una autómata.
- Ahhh, sí, esta es la oportunidad que tengo para ayudar a mi familia, para garantizarle
una vejez estable a mis viejitos y un futuro académico a mis hermanitos. Bueno, después
de todo cuidar de ancianos no es algo tan difícil, con un poco de paciencia se puede todo,
además, no te preocupes mami, cuando uno tiene claro qué quiere.
- Cuídate, por favor, es lo único que te pido, por favor.
- No te preocupes tanto, mejor piensa en los beneficios que le va a traer este viaje a la
familia. Papi está enfermo, dentro de poco los muchachos van para la universidad, aquí
no hay oportunidad de empleo. Hay que buscar solución, y esta la encontré fácil y rápido.
- Ay, “Negra no sé…”
- ¡Ya, basta Mami! Todo estará bien, te lo prometo.
Sintió que se estremeció y calló en la cuenta de que había comenzado a llover. El clima
expresaba perfectamente lo que sentía en su interior. Fría, lloraba por dentro. Decidió
continuar caminando, se dirigió hacia el parque de la esquina que comenzaba a quedarse
vacío a causa de la lluvia. Nadie quiere estar cerca de espacios fríos y húmedos, menos
aun solitarios. Necesitaba estar en ese parque, sola. Cerró los ojos con fuerza.
- ¿Por qué, por qué, por quéeeeeeeeeeeeee?
Soleide no dejaba de preguntarse qué había pasado, cuándo habían cambiado las cosas.
¿Dónde estaban las demás? Quería gritar, pero no podía, no se acordaba de lo que
pasaba, le dolía mucho el cuerpo, podía escuchar sus propios gemidos. Intentó levantarse
pero fue imposible.
Abrió los ojos, pero no era capaz de ver nada, se movió y notó que el cuerpo le dolía
mucho menos. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado. No tenía idea de la fecha y
mucho menos de dónde estaba. Sentía hambre y sed. Pudo saborear el mal aliento de su
boca a causa de la sequedad y por la sensación de cuerpo pudo percibir que llevaba ratos
sin asearse. Le dolían los ojos, le picaba la piel. ¡Dios mío! Entonces, recordó todo, sintió
un escalofrío recorrerle la piel y lloró, lloró desconsoladamente.
Sólo mucho tiempo después, agotada por el llanto y con un terrible peso en el pecho
aceptó la terrible realidad. Entonces comenzó a repasar una por una las escenas que
antecedieron ese momento.
Había llegado el día del viaje, mucha gente del barrio en el aeropuerto despidiendo las
muchachas, fotos, risas. Una vez en el lugar del destino, les que quitaron los pasaportes
con esas palabras “caribeñas, um, todas son iguales”. Unos tipos bien raros las
amenazaron y cuando se rebelaron las golpearon sin medidas. Las violaron y le dijeron
que de ahora en adelante si querían comer y vivir en donde estaban tendrían que darle un
buen uso a sus hermosos cuerpos.

Soleide sintió una vez más como se le nublaba el alma. Sentía odio, rabia, impotencia. Le
llegaban esos amargos recuerdos una y otra vez.
- ¡No! ¿Por favor qué hacen?
Les inyectaban drogas constantemente y las habían separado para poder dominarlas
mejor. Soleide se había negado a prostituirse y la habían golpeado terriblemente.
- Si no trabajas, te vas a morir de hambre. ¡Total, nadie se preocupa por perras como tú!
Aquellas palabras resonaban en la memoria de Soleide y le helaba los huesos. No paraba
de preguntarse cómo había pasado eso. Al pensar en sus viejitos y sus hermanitos, se
moría por dentro. Y las demás, ¡Dios mío! No tenía la menor idea de lo que había pasado
con ellas.
Despertó sobresaltada, nuevamente entró ese hombre con botas pesadas y le arrojó una
baldada de agua helada.
- ¿Todavía te niegas a trabajar
- Tengo hambre.
Después de un rato percibió que esa voz apenas audible era su propia voz.
- ¿En serio quieres comer? ¡Trabaja, perra!
- Tengo hambre, por favor, un poco de agua.
Ya no tenía fuerzas ni siquiera para abrir los ojos. Se arrastraba hasta los pies de ese
hombre que desde el suelo parecía un gigante.
- Por favor- suplicaba, sollozaba.
- ¿Quieres trabajar?
- Sí, quiero trabajar.
El hombre la dejó sola y enseguida la puerta se abrió nuevamente. Esta vez apareció una
mujer, mucho más delicada en el trato. No era muy consiente de lo que estaba pasando.
Solamente dejó acontecer. Algo le causó comezón en el ante brazo. Cuando volvió en sí,
el cuerpo le confirmó el mensaje de bienestar que le enviaba el cerebro. La habían
bañado y lavado el pelo. Observó las alteraciones en su brazo y concluyó que la habían
estado drogando, tal vez por eso habían resistido tanto tiempo sin comer.
Se sentía débil. Cuando preguntó la fecha se horrorizó. Había estado mucho tiempo
encerrada. ¡Dios mío!, pensó. Lloró en silencio, ya no tenía fuerzas para hacer otra cosa.
Las lágrimas aumentaban de volumen cuando pensaba en su familia. Al mismo tiempo
ese mismo llanto la purificaba por dentro. La animaba, le daba fuerzas.
En ese momento entró una joven en la habitación. Soleide pensó que había sido ella que
la había aseado. Al verla llorar, la joven le dijo:
- ¡Lo siento mucho! Tus compañeras fueron distribuidas por lugares diferentes.
Soleide escucho sin escuchar, se acurrucó en la cama en posición fetal y lloró hasta
quedarse dormida. Horas más tardes irrumpieron en la habitación salvajemente. Entro un
hombre que la miró con gesto burlón. Por la voz pudo reconocer al hombre de las botas y
los baldes de agua helada. Y sintió miedo. Le arrojó una bolsa.
- Ponte esto. Apresúrate que voy a mostrarte tu zona de trabajo, ya sabes que el 80% es
para la casa y de tu primer sueldo, me debes pagar la comida, el aseo y la ropa que llevas
hoy. ¡No creas que las cosas son gratis, eh!
Soleide estaba como ida. Mientras iban en el carro, no paraba de preguntarse por qué a
ella. El recuerdo de su familia la alentaba, se desgarraba por dentro al pensar en sus
viejitos preocupados por no saber nada de ella. Qué iba a hacer ahora en un país
extranjero, sin entender ni poder comunicarse con nadie, sin documentos.
- Ya cambia esa cara, eh. Y más te vale que te pongas animadita mira que a los clientes
les gustan más las alegres. Y no intentes hacerte la sabia. Espero que sepas lo que te
conviene.

Parecía que quería salir el sol, pero así es el clima en el Caribe, parece una cosa y resulta
otra. La lluvia arreció. Sentada en el parque Soleide sonrió para sus adentros con ironía.
Se sumergió de nuevo en sus recuerdos.
- Este es tu punto. Y ya sabes, no te busques problemas.
Soleide bajó del carro sin tener idea de qué hacer. Parecía estar perdida la cabeza le
daba vueltas. No supo bien lo que pasaba. De pronto se hizo un juego de luces, voces
diferentes gritos, sonidos de sirenas, tiros. Todo era muy confuso, era consciente de que
estaba agachada para protegerse. Unos brazos fuertes la sostuvieron y la llevaron hasta
una patrulla. En poco tiempo estaba en contexto totalmente diferente con una taza de té
caliente en las manos.
- Señorita, necesitamos su declaración. Usted junto con un grupo de otras mujeres han
sido víctima de una terrible banda de delincuentes dedicados al tráfico de personas. Hace
años estamos detrás de ellos. Y por fin hemos capturado una gran parte de la red. Todo lo
que nos diga será útil y muy necesario.
Soleide sólo asentía con la cabeza y lloraba desconsoladamente mientras le contaba a los
agentes especiales todo lo ocurrido. No podía soportar el sentimiento de fracaso, de
impotencia, rabia, tantas emociones al mismo tiempo. El apoyo que recibió de su familia la
reconstruyó. Y su indignación la llevaron, la movilizaron. Tuvo que encontrar valor de
donde no tenía para luchar contra los estigmas de la sociedad que lejos de apoyarla la
recriminaba injustamente.
Leyendo las noticias se enteró que había cientos de casos como el suyo y concluyó que la
desinformación hacía parte de la gran red de los traficantes, así que decidió colaborar con
centros que divulgaran esas experiencias para evitar que otras jóvenes con deseo de una
mejor vida sean víctimas de esas trampas. Fue así como terminó orientando jóvenes en el
CAMM.
En el parque la lluvia cada vez más fuerte se confundía con las lágrimas de Soleide. La
historia está ahí, la herida también, pero duele menos. Un dolor que se hace fuerza,
coraje.
El parque continuaba frío, húmedo y solo, pero estaba lleno de árboles, plantas y flores
preciosas que lo convertían en un espacio hermoso y lleno de vida, emanaba un rico olor
a frescura. Frío, humedad y soledad, elementos necesarios para la fertilidad.
Soleide sonrió, se levantó de un salto, alzó el rostro hacia el cielo y permitió que la lluvia
la empapara completamente y se sintió feliz. Continuó caminando hacia su casa con la
cabeza en alto.

Judith De Jesús Ortiz
Santo Domingo Este, República Dominicana

Pregação prática na praça
Eliézer OLIVEIRA



“Se nada der certo na minha vida, mendigarei” dizia eu de brincadeira. E foi o que me
aconteceu. Desemprego, preconceito, falta de oportunidades, abandono familiar,
opressão dos opressores e dos oprimidos e lá estava eu, na sarjeta, na rua, quase só.
Digo “quase” porque Deus e a minha cachorrinha Chicota sempre estavam comigo. Ele
me aquecendo a alma e ela me aquecendo o corpo. Eu era agora um ser a mais entre o
povo da rua, destes que perambulam por aí sem rumo, dividindo o meu pão com Chicota
e a minha vida com Deus, os únicos que eu confiava.

Bati em tanta porta e nenhuma se escancarou. As dondocas cristãs abriam a frestinha e
já me alcançavam a comida num potezinho de margarina. As damas da caridade, que são
mais damas do que caridosas, davam o sopão para a gente, mas não sentavam no meio
fio do passeio, não comiam de nossa comida e nem davam um abraço na gente, e muito
menos emprestavam seus ouvidos para as nossas histórias. Eu comia a sopa por
necessidade, mas dizia para elas “eu não confio em vocês, só em Deus e na Chicota”, e
elas faziam chacota e pouco caso de mim.
Depois de muito perambular fui morar na praça, no centro da cidade, endereço nobre
demais para pobre. Minha vizinhança era importante: a Igreja Matriz, a Prefeitura, o
Fórum, a Câmara de Vereadores, o principal Banco da cidade, o Teatro, e as grandes
lojas. Eu e Chicota, no banco da praça, na marquise da Igreja, na volta dos restaurantes,
nas mesas vazias de gente e cheias de desperdício, o nosso sustento. Não entrava em
nenhuma repartição pública ou privada onde Chicota não podia ir. “Se Chicota não pode
entrar eu também não entro”, gritava eu. O mais doido é que, mesmo sendo criatura
divina, Chicota não podia entrar, sequer, na Igreja. Até lá havia a famosa placa: “proibida
a entrada de animais”. O que os humanos pensam que são? Um tipo de animal diferente?
Mas Chicota e eu não se aborrecia, ora pois, se não podemos ir até Deus é porque talvez
Deus lá não esteja. Daí a gente descobriu um Deus diferente, presente noutro lugar,
errante junto com a gente. É estranho, nosso Deus parecia com a comida – se o senhor
não entendeu, já lhe explico. As pessoas se empanturravam de comida ao ponto de
sobrar e a gente comia dos restos, que, por sinal, alimentavam muito bem a gente:
Chicota e eu. Na Igreja as pessoas se empanturravam de Deus, na saída jogavam fora o
jornalzinho da celebração e a gente se alimentava dele. Eu sempre lia as partes da bíblia
para Chicota e a danada me escutava atenta, abanando o rabo, parecia mais fiel que
muito bicho-homem.
Destas leituras Chicota e eu fomos percebendo que Deus estava nas árvores da praça;
no canto dos passarinhos; nas crianças brincando; nos velhos cansados e abandonados
jogando cartas; nos casais de namorados e nos seus amassos quentes e cheios de vida;
na gente mesmo e nos outros moradores de rua; nas prostitutas, nos garis, nos
comerciantes informais e todos os outros que trabalhavam na praça; na solidariedade de
quem via, parava e até conversava com a gente.
O mais legal foi quando a gente pegou os restos de notícia e começamos a ligar o que
dizia no jornal do outro dia (que sempre era colocado no lixo), com aquilo que a gente lia
no jornalzinho da Igreja e mais com aquilo que a gente via na vida. Daí sim a coisa ficou
boa. Melhor do que isto, só mais do que isto – já lhe explico. O “mais do que isto” foi
quando os outros moradores de rua e estropiados pela sociedade se somaram com a
gente e começaram ajudar nas ligações entre o jornalzinho da Igreja, o jornal da cidade e
a vida da gente.
Os líderes religiosos diziam que a gente era meio ateu e muito à-toa. Isto porque a gente
não falava tanto em Jesus, nem de Deus, ou do céu e muito menos de alma. Só o Feijão
que vivia falando “oh Jesuis” e “Aí meu Deus do céu” e a Nóia que um dia inventou de
dizer: “a alma da gente é verde como as árvores”. A gente não se preocupava em apontar
o dedo para o outro o chamando de pecador. O Paulinho certo dia falou que Jesus era
deficiente físico, não tinha o dedo indicador, porque nunca apontou o dedo para alguém
dizendo “aquele ali é um pecador que vai para os infernos”. E o mais legal é que ninguém
cobrava do outro a participação na Igreja porque sabia que para entrar lá não podia ser
um maldito como a gente.
A gente falava da vida, das coisas simples, das dificuldades do dia-a-dia, do pão da terra
mais do que o pão do céu. É claro que a gente sonhava, voava alto, projetava um mundo
diferente e uma vida melhor para toda a criação divina. A gente dizia: “este não pode ser
o mundo que Deus quer”. Se até uma cobra cuida dos seus filhotes quanto mais o Pai do

Céu quer o melhor para os seus filhos e filhas. E assim a gente ia vivendo, todo mundo
meio errado com aquilo que as religiões diziam que era o certo. Para gente quando nascia
alguém, fosse um filhote de árvore, gata ou gente, era natal, ainda que todo o mundo
tivesse comemorando a páscoa. Quando morria alguém, fosse quem fosse, ainda que o
mundo estivesse celebrando a festa de Cristo Rei, para a gente era Sexta-Feira Santa.
Quando tinha bala, doce e pipoca era festa de São Cosme e Damião. Para gente pouco
importava o tempo de jejum e abstinência, a gente fazia festa por qualquer motivo que
trouxesse felicidade para o novo povo da praça.
A gente não era um povo perfeito, não, de modo algum! Falando assim parece que tudo ia
as mil e uma maravilhas, mas a gente tinha muitos problemas. A gente não era superior e
nem inferior a ninguém do ponto de vista moral ou religioso. Quando um trocava de casal,
ou quando um pegava o cobertor do outro, ou ainda um não repartia a comida, alguém
não queria dividir a comida com os animais... a coisa esquentava, mas logo em seguida
se resolvia, as vezes demorava, mas no final das contas tudo se ajeitava.
Por vezes, na hora da nossa conversa, havia brigas de pensamento também. O Polaco
gostava de dizer que Deus ia resolver tudo, que Jesus estava voltando e que colocaria os
“pingos nos i”, faria novos céus e nova terra, viria sobre as nuvens para julgar o mundo
com justiça. Já a Maria dizia que não era bem assim, que a gente tinha é que agir, criticar,
denunciar, fazer chicote, protestar que nada iria cair do céu pronto. E uns ficavam de um
lado, outros de outro, e alguns diziam que era bobagem deles porque as duas coisas já
estavam acontecendo, até hoje não sei quem estava certo.
O certo é que era isso mesmo que a gente via: Deus na gente e a gente em Deus. A
gente não sabia ao certo o que Deus era, mas sabia o que Ele fazia no meio da gente. A
gente mais vivia do que compreendia, e isto é que era importante para a gente. O pessoal
procurava (apesar de todas as limitações) mais realizar o que dizia na bíblia do que ficar
falando bonito.
Entre a gente até que a coisa funcionava, o brabo era ter que amar os inimigos. Imagina
só: amar quem queria expulsar a gente da praça; rezar por quem vivia falando mal da
gente; se sentir irmão de quem não queria ver a gente como irmão e irmã da mesma
criação divina? Vê se pode uma coisa destas!? Muitos desses que diziam bem alto na
procissão “Pai Nosso”, se julgavam filhos e filhas de Deus, liam a bíblia, mas não se
sentiam irmãos e irmãs dos outros. Eu acho que no fundo rezavam assim: “Pai Meu”! Não
entendo como Cristo não quer que a gente julgue, Deus me perdoe, mas estes não creem
que Deus é Pai de uma comunidade de irmãos e irmãs – isso sim é que eu acho que é o
maior pecado.
Pois é... esse era um problema sério! A gente gostava das palavras de Cristo, parecia que
Ele falava o que a gente queria ouvir, mas lá pelas tantas ele decepcionava a gente.
Lembro da Bugra dizendo, “se eu der a outra face daí sim que vou perder todos os
dentes”. Mas Ele era nosso amigo, e amigo é assim mesmo, não concorda com tudo o
que a gente pensa, faz a gente pensar coisas diferentes, provoca a gente, incomoda a
gente e no final a gente entende bem e vê que é o melhor mesmo.
O fato é que a gente foi se unindo, ficando um povo numeroso. Muitos outros se somaram
com a gente, a gente foi ficando forte e conseguimos muitas vitórias, e nestas conquistas
a gente já via a tal da Terra Prometida. Mas também tivemos muitas derrotas, e nisto a
gente via que ainda não estava no Reino de Deus, mas sim no reino do capeta.
Muitos milagres aconteceram: A gente caminhava com as próprias pernas sem pedir
favores aos grandes da cidade; Já confiava uns nos outros, confiava tanto que tinha,
inclusive, liberdade para discordar do que o outro pensava; A palavra do companheiro de
praça era mais importante do que a fala de qualquer político ou doutor; Quando alguém
ficava doente todos cuidavam do pobre coitado, fosse eu, fosse a Chicota, fosse quem
fosse; Os que andavam como mortos a gente animava e não deixava ninguém ficar para

baixo; Não tinha desgraçado pelo mundo que não encontrasse a nossa graça, nosso
abraço, nosso prato e nosso copo d’água; as parcerias com grupos populares foram se
formando (sindicatos, movimentos e pastorais sociais, camponeses sem terra, educação
popular, grupos feministas, grupos que defendiam as culturas oprimidas: sobretudo
indígena e afro-descendente, partidos verdadeiramente de esquerda, movimento
ecológico, economia solidária, recicladores...); Os demônios da polícia a gente expulsava
com muito batuque, cantoria, dança, banho de pipoca e com as mãos das crianças cheias
de flores; Ave Maria! nem dá para contar tudo o que a gente fazia.
O senhor deve ter lido nos jornais e visto na TV as reportagens que fizeram sobre a
gente. A gente fermentou aquela cidade, fomos até manchete internacional, assim contou
para a gente o líder do sindicato dos trabalhadores. O pessoal do tal movimento social
disse que a gente estava até na internet. A Feliciana ficou com a boca lá nas orelhas
quando disseram que saiu uma declaração dela “esta praça é a nossa terra santa”. Eu
disse para o repórter que aquilo que estava ocorrendo ali só podia ser coisa de Deus
porque a gente não tinha poder, nem inteligência, nem capacidade para promover algo
tão grandioso assim. Grandioso para a gente porque para elite da cidade aquilo tudo era
uma vergonha. Disto a gente sabia porque eles não faziam questão de esconder.
Mas é assim mesmo, declaração de rico sempre é apreciada, ao passo que a fala do
pobre é sempre desprezada. O Anísio, o louco da cidade, tinha uma fala profética
repetitiva que ninguém escutava, ele vivia dizendo “Deus é rico” até que um dia a
Margarete perguntou para ele porque ele vivia dizendo aquilo. Anísio respondeu: “porque
as igrejas vivem pedindo dinheiro”.
Pois não é que o doido do Anísio se aproximou do povo da praça e descobriu que
dízimos, ofertas exteriores, ritos vazios, obras de fachada, uma dúzia de preceitos e
outras inutilidades não passam de falsas seguranças! Até o Anísio doido entendeu que é
preciso se entregar totalmente a Deus e aos irmãos e irmãs para se tornar justo aos olhos
de Deus, e que isto somente os pobres podem fazer! Hoje Anísio assumiu a sua loucura e
ajudou a gente a se tornar em loucos e loucas de Deus. Hoje ele vive repetindo “estou
louco, louco para te servir, louco para te amar, louco para oferecer a minha vida pelo
Reino de Deus”.
Esse Anísio... Mas eu pergunto quem é mais louco? Anísio ou quem se diz cristão, vai na
Igreja todo o santo domingo, comunga na mesa de irmãos e irmãs e depois profana a
mesa da eucaristia não comungando da vida das vítimas deste sistema de pecado? Se
este mundo é normal então queremos ser, lá na praça e no mundo, loucos e loucas.
Queremos viver a loucura das bem-aventuranças! Não será loucura maior alguém rezar
“venha nós o teu reino” e depois não fazer nada contra a opressão, a miséria, o
desespero... que indicam que o Reino de Deus não está sendo antecipado e vivido na
história? Como alguém pode se dizer discípulo/a de Jesus e não ser solidário/a com os
crucificados e crucificadas? A gente mesmo, lá na praça, pode contar nos dedos os
Cirineus que ajudaram a gente a carregar a cruz.
Vou lhe contar, muito sinceramente, a gente juntava tudo quanto era religião, rezava de
tudo quanto era maneira, mas uma coisa todos tinham, e isto, acho eu, poderia ajudar os
cristãos: A gente tinha fé de pobre. A gente esperava que com certeza, de uma forma ou
de outra, o mundo injusto que crucificava a gente não era o mundo que Deus queria. Se
os cristãos ao menos aprendessem isso, só isso, acho que isso já faria com que eles
compreendessem mais a Jesus e o seguissem melhor. Mas o brabo é que eles ficavam
dentro do templo tentando compreender para viver, talvez devessem viver mais junto com
a gente lá fora para compreender.
O senhor me desculpe falar tanto, mas é que tenho tantas histórias que nem todos os
livros do mundo poderiam suportar. Hoje, não sei o que deu, mas me tornei uma pessoa
muito inspirada, falei tanto que até parecia alguém da tal da teologia falando, nem me

atrapalhei tanto. Nem a Chicota está acostumada a me ouvir tanto assim, não é Chicota!?
Acho que até dormiu, nem abanou o rabinho. Mas como ia lhe dizendo, sou uma pessoa
muito agradecida pelo senhor me escutar tanto. Dificilmente a gente encontra alguém tão
disposto assim em ouvir alguém como eu. Já falei demais e gostaria de deixar o senhor
falar um pouco também.
- Eu te conheço, aproxime-se, venha irmã pequenina abençoada pelo Pai! Receba o
Reino pleno como herança que o Pai Nosso preparou para o seu povo desde a criação do
mundo! Adentre-se no Banquete Eterno do qual já aperitivaste, a Festa Eterna dos filhos e
filhas de Deus que jamais acaba! Venha de pressa, tu e Chicota, continuar e plenificar a
experiência da praça! Venha sem medo interceder por aqueles e aquelas que lá ficaram e
por tantos outros e outras de tantas praças, acampamentos, favelas, ruas, pontes, canais
e porões do mundo.

Eliézer Oliveira
Pelotas, Rio Grande do Sul, Brasil

Rosa y León Despertares
Jorge Alfonso MANRIQUE VARELA



Me estoy volviendo loco. Resulta que estoy en la biblioteca de una casa muy antigua de
mi ciudad, donde vivieron una pareja de ancianos que se encargaban de limpiar todos los
días, una esculturilla de un caballo que se encuentra en un parque muy cerca de la casa.
Al decir que se encargaban me quedo corto, porque esto no era un trabajo ni mucho
menos para ellos. Inexplicablemente para mi entender, esto se trataba de una misión
sublime y trascendente sin comparación alguna que justificaba la vida misma para estos
dos personajes: Rosa y León Despertares.
Suelo ir a ese parque frecuentemente. Una noche en las que estaba ahí, me llamó la
atención la pareja de ancianos que estaban limpiando la estatua; las veces que los había
visto también era haciendo lo que hacían en ese momento. Lo extraño y fascinante es que
no recuerdo haber estado en ese parque sin verlos cerca del caballo; ellos ya eran parte y
fundamento esencial de ese lugar. La luna resplandecía en el cielo, me acerqué a la
pareja; sin mirarlos a los ojos esto es lo primero que les dije.
- Felicitaciones, el caballo se ve bien-: Nunca había visto algo comparado a la reacción
que tuvieron aquéllos personajes, la señora Rosa abrió esos ojos miel, tan mieles que yo
digo: esto es tan miel como los ojos de la señora Rosa. Después de mirarme con una
expresión descomunal de sorpresa, miró a su amado señor diciéndole.
- ¡Escuchó papito!-. -¡Sí mamita!-: Le respondió don León con una voz gruesa y ronca; se
dieron un abraso tremendo, tan sentido que yo me estremecí profundamente, estaban tan
alegres que no había necesidad de hablar o preguntar para darse cuenta. Inmediatamente
pensé. ¿Pero qué les dije? Sin darme cuenta, los dos viejitos estaban cerca de mí,
ofreciéndome una sonrisa. El resto de la noche la pasamos en la casa de Rosa y León
Despertares: hablando sobre el pasado, el amor y la vida. No hablamos nada sobre el
tema del caballo.
Después de esa noche, ésta es la segunda vez que vengo a la casa de los Despertares;
ayer pasé por el parque como solía hacerlo frecuentemente, -ya no como antes-, por
pasar y nada más, ahora era por saludar a la pareja. No se encontraban allí esos dos
viejitos, que con esmero cuidaban de ese caballo de piedra oscura, de mirada triste y
presencia melancólica. Me sorprendí muchísimo al no encontrar la pareja en un momento
del día en el que siempre estaban. Me dirigí a la casa con el motivo de averiguar qué era

lo que les había pasado. Cuando llegué, la puerta estaba abierta, paré un momento en la
entrada timbrando unas cuantas veces sin recibir contestación.
Entré, dirigiéndome rumbo al segundo piso; atravesando un pasillito que llaman el “hall” e
inmediatamente después, unas escaleras que dan la curva hacia la izquierda. Al subir por
las escaleras despacio y sin hacer ruido, vi una aglomeración de señores todos viejitos,
unos hombres y otras mujeres, vestidos de negro y en profundo silencio. Casi me muero.
Guardé silencio, sin darme cuenta una de las hermosas señoras de cabellera plateada,
rostro gastado y ojos profundos, puso su mano en mi hombro halándome hacia un sitio de
la sala donde se encontraba una silla apartada de todas las demás; involuntariamente me
senté.
Donde me encontraba sentado, veía a mi izquierda a un espacio considerable, al grupo de
viejitos que vi al entrar; al frente mío había más hombres y mujeres sentados con el rostro
pétreo. A mi derecha veía el pasillo, un largo pasillo en el cual dos cuartos se encontraban
de frente. Observé de nuevo para encontrar a quién le podía preguntar por los señores
Despertares. Me dirigí sin inmutarme hasta donde la señora que me había recibido;
cuando iba en camino, ella me miró. Al ver que yo estaba a punto de hablarle, levantó
muy suavemente su mano colocando su dedo índice en el medio de sus labios.
Ya era suficiente, así que me dirigí hacia la salida con toda la intención de marcharme de
ese lugar tan desquiciado; al dar los dos primeros pasos rumbo a mi liberación, una de las
puertas de los cuartos del pasillo se abrió. Yo quedé expuesto por ser el único personaje
que estaba parado, miré de reojo y observé que dos personas salieron del cuarto. Al
principio no los distinguí, en seguida descubrí que se trataba de don León y doña Rosa;
¡que alegría! Porque debo confesar que en ese momento, después de ver a todos esos
viejitos, pensé que esto era un velorio y que los señores Despertares se habían muerto; lo
que pasó después confirmo el pálpito.
Los ancianos me hicieron un gesto para que me acercara. Cuando entré a la biblioteca,
don León se sentó junto a doña Rosa, esperaron a que yo hiciera lo mismo. El que habló
fue don León.
- Todas las personas que has visto hoy en la casa, ya estamos muertos. Cuando éramos
más jóvenes tuvimos que salir de nuestras casas porque los militares nos iban a matar.
Recorrimos las montañas llegando a la ciudad después de mucho tiempo. Lo único que
trajimos del antiguo hogar, fue el caballo al que llamamos “pálido”. Él nos salvo la vida.
Cuando murió, con su cuerpo hicimos la escultura que está en el parque. Ahora hijo, te lo
recomendamos.
Al terminar, doña Rosa se levantó de la silla acercándose a mí; me paré, nos dimos un
fuerte y sentido abrazo. Salí solo de la biblioteca, sin entender lo que pasaba, cuando
llegué a la sala, ya no había nadie; revisé toda la casa con el mismo resultado, tiempo
después regresé a la biblioteca. Han pasado muchas horas desde que vi a los ancianos
despertares, ahora me encuentro acá solo escribiendo con la intención de convertir en
real lo que he vivido. Voy a dejar de escribir para ir al parque; ahora estoy tranquilo.
Estaré al lado del caballo, seguramente tendremos mucho sobre qué hablar.

Jorge Alfonso Manrique Varela
Bogotá, Colombia

Mi reflejo
Brailyn GARCÍA TRIMIÑO



Adoro a los espejos. ¿Imaginas la vida sin ellos?

No es vanidad, pero si no estuvieran, si de pronto dejaran de existir, habría un caos.
No me refiero al simple, vulnerable y gastado acto de reflejar nuestras caras y cuerpos en
ellos, sino de cuestiones del alma.
Sería como quemar una parte importante de nuestra vida.
Las fotos son buenas, pero recuerdas la primera vez que te miraste a un espejo. Tal vez
no te acuerdes pero él sí, él no olvida: la primera sonrisa, el primer uniforme, el llanto más
agudo, el suspiro más hondo.
Los diarios son buenos, pero alguien los puede descubrir; entonces se enterarían de lo
que jamás hubieras querido que nadie supiera: el primer amor, el primer beso, los
horrores de tu cuerpo, o la inconformidad con la propia vida.
Los amigos también son buenos; pero cuántas veces deseabas estar solo para meditar un
poco y organizar tus pensamientos, esos que te llenan la cabeza producto del común ciclo
vital, sin encontrar solución alguna.
Ahí estaban entonces, solos, tú y el espejo. Listos para desaparecer juntos, tú en él, y
salirte de ese sitio, al que a veces no quisieras regresar, y encontrar el mundo imaginario,
donde la vida tiene matices.
Hace 35 años en mi casa vive un espejo. Adoro a los espejos. Este es diferente.
Hace días que no me reflejo en él, será que lo encuentro obsoleto. O más bien creo que
no se acuerda de mí, que no me quiere.
Es cierto que hace tiempo que no hablamos. Pero tiene que entender que yo crecí, que ya
no le puedo dedicar el mismo tiempo que antes; he madurado, y mi sonrisa a pesar de la
corta edad está aburrida, se siente cansada. Es que ya no río igual, lloro menos y sueño
más.
¿Pero seré egoísta? He tenido fotos, diarios y amigos, y todo ha pasado, pero él sigue
ahí, reflejándome cada día, pero sin intercambiar palabra alguna.
Por eso hoy no me reflejé en el espejo de mi cuarto, el que me acompaña desde hace
tanto tiempo. Hoy me vi, hoy solo me vi, y también le hice un regalo. Le obsequié una
oveja fluorescente. ¡Sí! Cuando todo se pone oscuro ella permanece encendida, así no
estará más solo, y aunque yo me duerma una parte de mi permanece encendida.
El espejo de mi cuarto, el que todo lo ve desde su lugar, está rodeado por un marco de
líneas sinuosas como látigo sobre las olas, como el propio sol. Es precioso. Mide algo
más de un metro, pero eso no es lo importante, lo importante es que nadie en el mundo
sabe tanto de mí, ni me conoce tan bien como mi propio espejo.
Adoro a los espejos. Sobre todo al mío. Es por eso que hoy le declararé mi amor. ¡Sí!
Creo que estoy enamorado. ¿Pero cómo lo hago?, ¿le bailo?, ¿le beso?, o ¿le canto? Ya
sé, le voy a decir lo que siento con una canción que me encanta:
“Cada vez que veo tu fotografía descubro algo nuevo que antes no veía.
Siempre te he soñado indiferente, eras tan solo un amigo, y de repente lo eres todo, todo
para mí, mi principio y mi fin”.
Así es, cuando lo haga estoy convencido de que no me rechazará. De esta forma también
le estaré agradeciendo por soportarme durante tanto tiempo. Pero yo sé que me ama,
aunque no me lo diga.
Solo faltan veinte minutos para que este viaje termine, llegue a mi casa y comience otro
viaje más interesante; de hecho, el más interesante jamás emprendido. Lo digo porque
cuántas personas han decidido abandonarlo todo y perderse con su propio espejo.
Le pediré que me llene de su alegría su buen humor, de su melancolía, su pena y dolor,
que me dé su aroma, hasta su sabor; pero algo más importante aún, que me dé su mundo
interior.
Sin duda alguna quiero su sonrisa, su color, la muerte y la vida, su frío y ardor, quiero que
me dé su calma, su furor, y su oculto rencor.
¡Al fin llegué!

Es que ha pasado tanto tiempo desde que nos vimos por primera vez, que nadie en el
mundo me conoce tan bien como mi espejo, ese que está en el cuarto, que vive conmigo,
que yo amo.
— ¡Qué amabas! Dijo una voz en el interior de mi cabeza al ver la escena.
— ¿Cómo que amaba?, ¿justo ahora?, hoy que venía dispuesto a declararle todo mi
amor. ¡No es posible!
Puede que no quisiera creerlo, pero ahí estaba. O mejor dicho, no estaba.
Todas las alas de mi libertad, la senda que estaba completamente dispuesto a seguir, el
aire que respirar, el agua que beber, y el sueño que quería alcanzar completamente
deshechos. Deshechos porque no está. Se esfumó, y para siempre.
Adoro a los espejos, pero maldigo la hora en que vine a enamorarme de uno. Y
precisamente hoy, que finalmente me había decidido a contarle, ya no está. Lo busqué y
rebusqué, y solo encontré una nota.
No conozco esta letra. Aunque lo que dice me es suficiente para entender.
Justamente hoy, el día de mi cumpleaños. Cómo iba yo a imaginarme que lo que más me
importa en el mundo desaparecería así, de ese cuarto descolorido pero nuestro.
Se llevó la oveja que le regalé. También se llevó mi libertad.
Hoy no puedo dormirme. No sé hacerlo sin mi espejo, al que amo. Pero qué puedo hacer.
Solo deseo pedir un favor a la maldita soledad, la única que de verdad y sin variaciones
llega cuando todos se van, la única con la que puedo llorar: que lo busque y lo ame como
a ninguno, para que logre sentir lo que siento.
Y yo solo le prometo que nunca más volveré a adorar así, a ningún espejo.

Brailyn García Trimiño
Cuba

Juana Tinglar
José Rafael NUÑEZ CORONA



Después que mamá Tinglar enterró los huevos en la playa y regresó al mar Caribe, no
supo más de las pequeñas criaturas que meses después nacieron emergiendo desde la
arena.
Las tortugas marinas al nacer y están en la superficie inmediatamente buscan el mar, y se
orientan por la luz que se refleja en el espejo de agua.
En esta ocasión estaba totalmente nublado, y las tortuguitas estaban desorientadas y muy
preocupadas porque el instinto le indicaba que no debían estar mucho tiempo en la playa,
por los múltiples depredadores que están a su asecho, en especial el hombre y la mujer
también.
Muchas veces cuando ellas emergen de noche y está nublado como en esta ocasión, las
tortuguitas marina se confunden con las construcciones hoteleras y sus luces, y van en
dirección a los hoteles creyendo que es el mar, en su trayecto son atrapadas fácilmente.
Esta vez no sucedió, porque los hoteles estaban apagados por falta de energía eléctrica,
en República Dominicana es el cuento de nunca acabar.
Algunas tortuguitas sobrevivieron de los muchos depredadores, y se vieron obligadas a
permanecer en la arena de la playa por varios días por el mal tiempo que se presentó.
Juana una especie de Tinglar, era muy hermosa, tierna y juguetona, jugaba con todo lo
que encontraba en la playa, en una encontró un aro de plástico de esos que sujetan la
tapas de las botellas de algunas bebidas para asegurar que no están usadas.

Juana encontró el aro de plástico hermoso, se enamoró de el y se apoderó e introdujo sus
dos patas superiores por el aro, hasta que se la colocó en la cintura (aunque las tortugas
no tienen cintura).
El aro le quedaba hermosísimo, el color del aro la hacia verse más hermosas, parecía una
chica plástica, aunque no por completo, solo la cintura, a partir de ese momento fue la
envidia de todas las tortuguitas en la playa de Bahía de las Águilas sin importar la
especie.
Se paseaba orgullosa de su cintura, hasta que llegó el momento de partir y se fue al agua
con su aro por supuesto.
En el agua lucia mucho más hermosa con su aro de plástico casi irrompible que
resplandecía con los efectos de luz-agua.
Ella fue creciendo y el aro ajustándose a su cuerpo, hasta que un día ella dijo:
-Ay, ese aro ya no es tan bonito, me causa dolor.
Pero continuó con el mientras seguía creciendo. La tortuga Tinglar es la especie más
grande de tortuga marina conocida, cuando nacen son muy pequeñas, pero van creciendo
y pueden alcanzar un tamaño gigantesco.
Llegó el tiempo que Juana no aguantaba el aro y le comentó a su mejor amiga:
-Este aro es muy malito, me está apretando el cuerpecito y me molesta todo el día, me lo
voy a quitar ahora mismo.
Hizo mucho esfuerzo para quitarse el aro de plástico, su amiga trató de ayudarla pero fue
en vano, no lograron nada, el aro ya estaba incrustado en su cuerpo, pero ella continúo
creciendo.
Las tortugas marinas duran muchos años de vida si no son capturadas o cazadas
(aunque esta actividad es ilegal para algunas especies que están en peligro de extinción,
como el Tinglar), y Juana estaba condenada a vivir con ese aro en su cuerpo por muchos
años, por la irresponsabilidad de los seres humanos que manejamos inadecuadamente
los desechos, sobre todo los plásticos que están afectando a más de 250 especie marina.
Para no aburrirle la historia le informo, que Juana es una tortuga adulta a la cual le faltan
muchos años por vivir, pero también le informo, que esa tortuga a vivido una horrenda
vida por culpa de la humanidad que permite que vayan millones de toneladas de
desechos de plásticos a los océanos. Ella ha vivido totalmente deformada con su cuerpo
en forma de ocho, con dificultades para realizar sus actividades normales, gracias al
avance del hombre, gracias

José Rafael NUÑEZ CORONA
Santo Domingo, República Dominicana

La Realidad de un sueño
Juan HASTY GONZÁLEZ



Una mañana de mayo, cuando muchos árboles se llenan de flores y el sol resplandece en
el alba, un niño llamado Chefi, despierta y se da cuenta que no está con sus padres, ni
con su familia - ¿Dónde está papá y mamá?- se preguntó. Se sentía tan solo y fue
entonces cuando se decidió a caminar por aquel hermoso lugar y descubrir todo a su
paso, todo lo que ve es ajeno a su vista, pero agradable. Extrañado se pregunta -¿Por
qué estoy aquí?- y al instante una voz de tono dulce embargó su corazón y le dijo:
- Chefi, ¿Quieres saber qué anhela realmente tu corazón?
Sorprendido se pregunta - ¿Por qué estoy aquí? ¡No se quién me habla! ¡Muéstrate!
¿Dónde estoy?

Sigue caminando y al rato se encuentra con el mar, deseoso de sentir el fresco aire del
mar y ver su color verde y azul, abre sus brazos, respira profundo, sopla la brisa suave en
su piel, detenidamente observa las aguas; agua de siempre, agua con vida, aguas
extendidas, aguas dormidas.
El niño Chefi sigue sin entender y una vez más la voz le dice:
- Ahora no es necesario que entiendas nada, sino que comprendas que debes de crecer y
seguir adelante, caminando sin mirar atrás
Siendo obediente a la voz, se desplaza por toda la orilla del mar, las olas bañan sus pies
una y otra vez, de pronto comienza a correr largo tramo de la playa, se detiene y se da
cuenta que se encuentra en el mismo lugar donde dormía, de pronto despierta y
comprende que estaba profundamente dormido y todo era un gran sueño.
Chefi se había quedado acostado en un parquecito de la escuela. Camino a su casa, las
flores que se desprenden de los árboles le caen a cada paso que da como si fuera nieve
del cielo, flores hermosas, rosadas y blancas.
Muy contento con el sueño que había tenido exclama:
¡Voy para mi casa que esta en mi pueblo, que esta en mi tiempo!
¡Voy para mi casa que ya he aprendido a mirar el cielo!

Juan HASTY GONZÁLEZ
Cuba

El sombrero blanco
Perla DÍAZ VELASCO



El sonido incesante del tren, ensordecedor y repetitivo me arrullaba. Llega un momento en
que uno deja de escuchar cuando hay tanto ruido, hasta que se nulifica y se convierte en
una música de fondo…
Durante la primera parte de la travesía estuve solo, fueron 6 horas en las que dormí a
pierna suelta; sé que ronco porque yo mismo me he despertado, entonces estar solo me
dio la confianza de dormir sin penas y sin sobresaltos. Estaba cansado. Las dos semanas
anteriores las había pasado en misiones en Veracruz, que se había inundado por un
huracán; como sacerdote, pude haberme quedado con mi labor de confesión únicamente,
pero no soy una persona que se pueda quedar sentado, así que estuve ayudando, dando
un par de brazos, todavía fuertes, y eso, a mi edad, ya cansa.
Pasada la crisis, iba de regreso, y la verdad sea dicha, fue una bendición estar solo en
ese pequeño cuarto que servía de camarote para los viajeros fatigados. Entre sueño y
sueño pensaba si las casualidades pueden nutrir nuestras vidas, y si todo eso era a lo
que, obstinadamente, llamábamos Dios. Y por lo tanto, si mi propia vida tenía el sentido
que yo insistía en darle.
En la llegada a Puebla mi descanso se vio interrumpido. Un anciano se asomó por la
ventana interior del ferrocarril, me miró con recelo y luego entró sin llamar.
-Buen día- dijo con voz ronca.
-Buen día- contesté yo, enderezándome a mi pesar.
EL hombre vestía con un traje que evidenciaba su posición social. El sombrero blanco que
llevaba, calculé, podía costar más que todo lo que yo pudiera traer conmigo.
Se sentó colocando el sombrero a un lado, me miró de frente y noté cierto reto en sus
ojos.
-¿Va a México?
-Sí- dije.

-Yo también. Es sacerdote.- afirmó.
-Sí- contesté sin darle importancia al tono de su voz. Me miró de arriba abajo y desvió su
mirada hacia el paisaje que pasaba veloz atrás de la ventana. Así pasaron dos horas de
incómodo silencio, hasta que el anciano volvió a dirigirme la palabra.
-Yo soy general.
-¡Ah!- exclamé sin inmutarme. Silencio nuevamente, luego clavó sus ojos en los míos.
-Fui general en tiempos de Calles…
Comprendí en ese momento la situación. Era un general que luchó contra los Cristeros;
estaba sentado frente a un asesino de sacerdotes.
Sentí cómo se me crispó la quijada y fui yo el que desvió esta vez la mirada hacia la
ventana.
Otra hora de silencio, cada segundo más incómodo.
-¿Y… duerme tranquilo?- rompí el silencio. El hombre me miró sorprendido.
-No soy un asesino…
-¿No?- le contesté incrédulo y sin ironía en mi voz.
-¡No!- repuso tajante- sólo he cumplido con el papel que me fue impuesto.
-Y que usted aceptó.
-Alguien debía hacerlo; y lo hice lo mejor que pude.
En ese momento noté que el anciano, aunque de manera recia, trataba de justificar sus
propias acciones; me pregunté si influía en algo mi profesión.
-Comencé muy joven- empezó a narrar, no estoy seguro si para mí o para sí mismo, pues
rara vez me miró a lo largo del resto del viaje. Hablaba por pausas, dejando silencios de
minutos, y en ocasiones hasta de horas entre comentario y comentario.
-Nací en un pueblo donde la religión es parte fundamental de la vida, tenía tres tíos
sacerdotes y cuatro religiosas. Ahí se mama la fe en Dios, no es que la gente se pregunte
nada; se nace con ella.
¿Estaba diciéndome que él creía en Dios? Me pregunté en silencio.
-Mis padres me dieron estudios, y cuando hubo que poner orden, no fue difícil conseguir
un buen lugar en el gobierno; luego, las cosas comenzaron a ponerse feas. Calles no se
andaba con tarugadas, había que hacer que las cosas anduvieran derechas, y yo estaba
ahí, no había para dónde hacerse. Además, los hijos de puta que mandaban de la capital,
esos si no tenían madre, hubiera sido peor, mucho peor.
El hombre estaba hundido en sus recuerdos.
-Sí, es cierto, hubieron cosas, encrucijadas, un chingo de muertos, todos esos que cada
noche, al cerrar los ojos, me acompañan.
-Muchas veces me pregunté por qué Dios me puso ahí, soy un hombre fuerte, pero jamás
pensé que tuviera que derramar a mi propia sangre por cumplir…
-“No hay autoridad que no venga de Dios”- pensé en voz alta, él me miró con brillo en los
ojos y dijo con presteza.
-Romanos 13, 1. “No tendrías ningún poder sobre mí si no lo hubieras recibido de lo alto”
Juan 19, 11.
Me pregunté cuántos años habría buscado en la Biblia la manera de justificar sus actos y
sus decisiones.
-Muchas veces arriesgué todo, hasta los huevos- rió- ¿y sabe qué me salvó?
Lo miré interrogante. Él palmeó el sombrero que tenía al lado.
-¿El sombrero?- dije sorprendido.
-Las cosas no son lo que aparentan; este sombrero blanco fue mi salvo conducto en las
balaceras. Al frente de todos los regimientos que venían de la capital fui siempre yo. Pero
me pregunto, ¿no todos somos hijos de Dios?, ¿entonces?, ¿qué es más pecado?,
¿matar a tu sangre o derramar sangre desconocida?

Reconocí el camino de llegada a la capital, como hacía un rato que estaba callado, me
levanté tratando de respetar sus pensamientos, fui a orinar. Al regresar el hombre parecía
dormitar.
Llegamos a la terminal. Entonces me atreví a tocarle el hombro.
-Ya llegamos. ¿No va a bajar?
Él cayó hacia un lado. En silencio, lo recosté, cerré completamente sus ojos y le di la
extremaunción.


Esa noche, en la soledad de mi cuarto comprendí que no había casualidades. Dios unió a
ese general conmigo, para darnos una respuesta a ambos, para abrir nuestro camino
hacia la luz.

Perla DÍAZ VELASCO
México DF, México

La esperanza tiene rostro de caminos abiertos
Oscar José RODRÍGUEZ PÉREZ



De tanto correr, Ramoncito casi ni marcaba las adoloridas plantas de los pies, pues había
dejado la suela de los zapatos sobre el pantano que hacía de suelo del barrio. Pudiera
decirse que flotaba desde su velocidad de niño en la mirada. Todavía tenía la oportunidad
de jadear, de abrocharse en el pecho esas pelotas de aire que se le atraviesan a uno
cuando pretende llegar a un sitio sin haber recorrido el camino; puro llegar con la mente y
sin el cuerpo.
Y pensar que estaban dándose los primeros besos. Le tomaba la mano Julián con la
suavidad de las cayenas cuando reciben la brisa y Dolores le miraba los labios, solo los
labios abiertos le miraba, ansiosa de que se le dibujaran de universo en los suyos. Tanto
era aquel embeleso, casi como todos los embelesos que se conocen en estos lados, que
no tomaban en cuenta el ruido de la lluvia sobre la plancha metálica del techo, muy
parecido al taladro que abre los huecos en el cemento de la ciudad; aguacero que se
colaba como culebras resbaladizas y transparentes entre las maderas y cartones del
rancho donde se escondían.
Una gigantesca gota de agua resbalada entre la tormenta y el pantano era Ramoncito,
quien no sabía si temblaba de frío por el vendaval que caía sobre sus diez años o por la
angustia de llegar adonde solo él sabía. Nunca había visto el agua con forma de cortina
de hierro traslúcido que chocaba contra sus parpados, nunca el agua le había borroneado
el rancho del negro Guillermo de esta manera, hacia donde veía apenas una figura lejana
que le hacía señas de no continuar a contra quebrada por ese camino. «Devuélvase mijo»
trataba de decirle el viejo, «ésa es una quebrada vieja que se está despertando».
Ramoncito a su paso, apenas vio un celaje que levantó señales parecidas a un brazo, al
momento que pasó un leve soplido perdido entre el inmenso rugir de aquel océano caído
del firmamento por sus orejas empapadas.
Les pareció una percusión rítmica infinita aquel metal sonoro, cuando sus cuerpos fueron
más allá del beso y se adentraban en esos secretos difíciles de describir con palabras.
Como ya no eran gotas si no gran caída de agua, aquel sonido les parecía la eternización
del estallido orquestal de un tambor, cuya mano armónica bajaba del cielo en la persona
del propio Dios. Mínimo rocío que traspasaban el zinc, caía sobre sus desnudeces y daba
salpicada travesura a los chorrerones de sudor que les cubría la piel. Sentían dialectos

benditos caer sobre sus oídos, en el bramar de aquel agua desconocida que no había
dado aviso a su llegada y parecía tampoco anunciar cuando partiría. Estertor y amor se
hicieron un mismo campanazo y el placer del agua causó un leve movimiento que se
deslizó más allá de los cuerpos. Miradas tensas se hicieron Julián y Dolores, cuando
tablas, metal y cartón bailaron la peligrosa danza del derrumbe.
Fue espanto la mirada de Ramoncito, cuando la quebrada se vino sobre el rancho con
fuerza propia de piedras y pantano. Logró gritar la conjunción de sus nombres mientras
vio el alud que se le vino encima. Atisbó una sombra, de lo que pudo ser su hermano
Julián, al retar la lluvia, encaramado sobre un peñasco indetenible, mientras miraba su
mano extendida hacia una débil luz amarillenta que puso ser el vestido de Dolores.
Comprendió Ramoncito que no pudo llegar a tiempo, que algunos avisos tardan de
verdad, que la internet todavía está algo lejos del barrio, que toda esta agua debió venir
de un lugar que no es el cielo, que los caminos del barrio son más largos que sus propios
cálculos, que no todas las voces del pueblo se oyen en el gobierno, que todos sus
pensamientos se le devolvían con el vendaval donde el agua le perseguía y no se había
dado cuenta.
Apenas lograron ponerse las ropas. El pantano líquido partió al rancho en dos y un golpe
del azar hizo que sus cuerpos cayeran juntos sobre un planchón en forma de débil balsa
que se formó con la caída del techo. Se aferraron allí boca abajo, buscando juntarse las
manos sobre unos listones de madera atados con alambres. Algo que pareció por
instantes la figura de un niño subiendo la cuesta y que luego desapareció entre la fuerza
de la corriente, les hizo pensar en Ramoncito: ese panita que les había conseguido la
posibilidad de aquel pequeño rancho solitario, para darse la posibilidad de su primer
encuentro. La balsa improvisada se orilló con violencia y los despidió con la fuerza de la
bajada sobre parte de un cerro que ahora desconocían: ¿Lo que fue la entrada de la casa
de Primitivo? ¿El lugar donde había estado la escalera La Colorada? ¿La bajada donde
estaba la cancha de bolas? ¿El recodo donde fue el local del Consejo Comunal? El agua
que abandonaba poco a poco su furor, había unificado los queridos lugares en un solo
manchón de tierra mojada, ahora vacíos de vivienda. Se abrazaron cuando Julián lloró
sobre los hombros de una Dolores que clavó con ojos severos su mirada en el cielo.
No habían pasado en vano esos diez años por la vida de Ramoncito. Con barro y sin
barrio; con pantano y sin lluvia, esa tierra era suya. Pensaba, mientras tomaba uno de los
tantos atajos que bien conocía, entre la prisa por ponerse a resguardo, que el barrio se le
desaparecía de sus sentidos y con la mirada trataba de detenerlo en la memoria. Tal vez
lo puso bien a salvo el hecho de que no se angustió, de que jamás desconoció su sitio, a
pesar del gran susto que el agua le regalaba, de que sintiera que su barrio, por muy
mojado que estuviese, por muy arrasado, empantanado y desaparecido que estuviese, no
le abandonaría, no le dejaría solo. Se aguantó en cuclillas sobre el primer promontorio
que halló, hasta que el agua fue solo pequeños hilos cansados de bajar sobre el cerro.
Cuando llegó al primer sitio concentrado de gente, Ramoncito enmudeció, se reconoció
en compañía de los suyos, se sintió salvado.
Su mamá le abrazó entre besos, le colocó un pocillo de guarapo de café tibio en las
manos, un trapo medio seco sobre el cuello, la cuarta parte de una arepa medio
endurecida sobre el mismo pocillo y luego el anuncio de trabajo, ayuda, solidaridad hacia
quienes se encontraban más afectados. Antes de unirse al socorro, sintió un pequeño
botín envuelto en un rollito de plástico dentro del bolsillo del pantalón. Eran cinco
bolívares que Julián le había regalado por mediar con el chingo Rosendo, para la
utilización del rancho en aquella tarde. Entonces, se dio cuenta de que recuperó la
memoria y además la voz. Y se hubiera quedado en una honda tristeza y el llanto hubiera
escapado de sus ojos como un segundo vendaval, de no ser porque en ese momento, vio
a Dolores abrazada de su hermano, cuando llegaban de alguno de esos no lugares

abiertos por el vendaval, que ya el pollo Teófilo se atrevía a mirar entre sus ansias de
volver a dibujar otro barrio. «No más esperen a que se seque este pantano y le colocamos
caserío a este cerro de nuevo»— decía con su terquedad de albañil.
Antes de incorporarse a la jornada, Ramoncito lavó su pocillo, se secó el cabello y el
pecho, cambió de pantalón y guardó en uno de sus bolsillos la otra mitad de su pedacito
de arepa para más tarde. Colocó su billetico anaranjado, ajado y humedecido en el pote
que la gente creó para próximas emergencias, antes de subirse una caja en el hombro y
volver al esfuerzo del barrio.

Oscar José RODRÍGUEZ PÉREZ
Caracas, Venezuela


El desierto
Yolanda CHÁVEZ



Debía faltar poco para amanecer, hacia mucho frío en aquel desierto que por vergüenza,
no aparecía con su nombre en ningún mapa; Elena, tirada boca arriba en la arena helada,
miraba hacia el infinito, tratando (casi sin lograrlo), de mover sus dedos entumidos para
apartar el cabello que cubría sus ojos…quería poder ver las estrellas que se desvanecían,
el cielo completo, quería ver a Dios completo.
“¿Donde estás?”
Pensaba…
No podía hablar, tenia la garganta hinchada por haber llorado sin gritos.
“¿Me vas a dejar morir aquí? … Quiero ver a mis hijos otra vez…
Esto es un castigo?”...
El grupo de personas con el que salió de la frontera, se había desbaratado con la
persecución de la patrulla. Vio correr a hombres uniformados de rostros similares a los
perseguidos, golpeando e insultando a los que lograban alcanzar, ella y otro, habían caído
en un agujero tratando de ponerse a salvo.
Ahí estaba, inmóvil, casi sin respirar para no ser vista. Ya habían pasado muchas horas y
no escuchaba ni un solo ruido, trató de incorporarse, y al apoyar su mano sobre la arena
tocó otra mano fría, inmóvil, tiesa…era la del muchacho de catorce años que había
viajado desde el Ecuador para ver a su mamá, el quería llegar hasta Canadá.
Lo reconoció cuando los primeros rayos del sol comenzaron a iluminar aquel desierto que
siempre estaba triste…
Elena se arrodilló, y comenzó a hacer una oración por la mamá del muchacho, le arrancó
el rosario del cuello, se lo metió en la boca muerta y le cerró los ojos.
“En los primeros catorce años de vida, la palabra que mas se pronuncia es: “Mamá” debe
ser horrible no estar ahí para escucharla”.
Era parte de aquella oración a Dios que se fue tornando en quejas al cielo abierto....
“¿Cómo se sobrevive con el alma dividida por fronteras?”
Susurraba Elena entre sollozos enojados, cortitos, que le cortaban el pecho como
pequeños cuchillos.
“¿Como se sobrevive sin poder mirar todos los días a tus hijos? … ¿Por qué no se puede
vivir cuando tus hijos lloran de hambre? ¿Cómo se vive en un país donde nunca se puede
encontrar empleo? ¿Cómo demonios se sobrevive en países donde el secuestro, la
corrupción, los asesinatos, las violaciones a los derechos humanos son el pan nuestro de
cada día?” ¡Contéstame! ...

El desierto conmovido, levantó un poco de polvo para acariciar la cara de Elena, quería
consolarla; Cuantas veces había escuchado esas oraciones- reclamos. Cuantos cuerpos
de madres, hijos, padres, hermanos…cuantos cristos guardaba en su vientre de arena,
ahí se habían deshecho, ahí conoció los anhelos de pretender comer todos los días, ahí
enterradas estaban las almas con conciencia que querían no solo sobrevivir ¡ellas querían
vivir!, ahí estaban sepultados muchos últimos pensamientos, de vez en cuando, el
desierto los dejaba asomarse convertidos en diminutas florecillas blancas debajo de los
arbustos enanos.
“Por lo menos dame un poco de agua”
Gritaba Elena a Dios mientras escarbaba en la arena con sus manos para hacerle
sepultura a los anhelos sin cuerpo. El desierto se apresuró a dejar que brotara un
charquito de agua helada, fue lo bastante para beber y lavarse la cara, para retirar la
arena de la nariz y de entre sus dientes, suficiente para ponerse de pie y buscar un punto
que le indicara una dirección a seguir.
Un destello llamó su atención a una distancia que calculó, podía llegar antes de que el sol
quemara más, dio una ultima mirada al dolor de una mamá con hijo muerto, y comenzó a
caminar…acompañada sin notarlo, por el desierto.
“¿Y aquellos cuentos de que abriste el mar rojo, de que libraste de la esclavitud a un
pueblo, de que los alimentaste en el desierto?”
Elena pensaba que Dios era más bueno antes que ahora,
“A Abraham le diste descendencia tanta como las estrellas del cielo, a mi por lo menos
déjame ver a mis hijos otra vez… ya se que dicen que no soy una santa, pero sigo
creyendo en ti, lo sabes, ¿verdad?”
De pronto, el desierto la sacó de su particular oración hundiendo uno de sus pies, al tratar
de no perder el equilibrio, miró hacia el norte: un trailer de compañía cervecera se
acercaba a gran velocidad, Elena impulsivamente sacó la fuerza que da el coraje y la
impotencia, apretó el estómago, y comenzó una loca carrera agitando las manos
levantadas al cielo para que el chofer pudiera mirarla, el hombre del trailer la divisó al pie
de la autopista y comenzó a disminuir la velocidad, hasta parar frente a ella.
Una nube de polvo envolvió a la maltrecha Elena, el desierto quiso despedirse, la abrazó
en medio de un viento arenoso donde flotaban las almas y los anhelos que se habían
quedado a vivir con él.
“¡Gracias, es usted un ángel !”
Pudo decir Elena.
“Y usted es un milagro, pocos sobreviven en este desierto”
Le contestó el ángel blanco, en inglés.

Yolanda CHÁVEZ
Los Ángeles, California

La Noche fue clara como el día
Pedro Emilio RAMÍREZ



La noche se hacía soledad en mi alma. Me percibía llena de angustia, de hastío, de
impotencia… Noches en vela, esperando… esperando… Todos me decían: “mujer, sólo
queda esperar… será lo que Dios quiera”. Lo que Dios quiera… ¡Lo que Dios quiera! ¿Y
lo que yo, lo que yo quiero, entonces no cuenta?
Mi niña jugaba tranquila, corría tranquila, era una niña más… llena de vida, traviesa,
inundada de sonrisas. Aún ajena a ese mañana gris que a todos los pobres y muertos de

hambre nos aguarda. Más, de la noche a la mañana… De la mañana a la noche, mejor,
fue apagando el brillo de sus ojitos color de arena, se fue perdiendo la humedad de sus
labios, la tersura de su piel siempre sonrosada por jugar en las tardes de sol…
Busqué ayuda desde un principio, pues ella es lo único que me queda. Aquí no tengo a
nadie más… soy sólo una mujer, y como si esto no fuera suficiente para padecer el
maltrato y la discriminación, en una tierra donde Dios pareciera que protege sólo a los
hombres… Mi marido murió hace cuatro años en una revuelta callejera, de esas que tanto
abundan en estos días de tanta conflictividad social; y el único hijo varón que me dejó,
marchó hace más de seis meses al norte, lejos, muy lejos, con el sueño de encontrar allá
una mejor vida; no he vuelto a saber de él desde aquella tarde que partió junto a otros
muchachos del barrio.
Por acá no hay quien atienda a los pobres. ¿Quién se acuerda de nosotros? Llevé a mi
hija donde Juana, la anciana, conocedora del mundo de las hierbas y la raíces. Bebidas,
ungüentos, pócimas, nada… nada. “Sólo nos queda esperar, mujer”, me dijo Juana hace
unas semanas en medio de las risas de sus muchos nietos jugando en las calles vecinas,
risas que llegaron a mis oídos como cantos fúnebres, como espadas aguijoneándome la
garganta, traspasándome la esperanza que aún palpita en algún rincón de mi alma.
Cargué con le cuerpecito débil de ni niña, camino a la pieza, mientras caía la noche; tenía
sus manos frías y su frente sudorosa prendida en fiebre. Acosté su frágil figura entre las
sábanas tejidas en tantas noches de tristeza y soledad; y recordé frases sueltas de una
plegaria que una vez escuché a un extranjero pronunciar ante una gran desgracia.
¡Extranjero! Qué absurdo, yo era en ese momento la extranjera… Veinte años viviendo
allí, entre ellos, veinte años con ellos, sufriendo los mismos fríos en las noches de
invierno, padeciendo los mismos calores en los largos y duros días de los veranos
polvorientos… bebiendo la misma agua, pisando la misma tierra… pero extranjera,
huérfana de patria, ajena… Vine llena de juventud y esperanza, a este país de promesas,
con un saco de sueños, al lado del hombre que amaba.
Lo conocí en el puesto del mercado, donde vendía mi padre y donde había vendido el
padre de su padre. Bastó una sonrisa, bastó un roce de manos, para que mi sangre
fluyera como los ríos en primavera, y mis ojos se iluminaran con la luz de mil cometas.
Fue una mañana cuando, oculta entre telas, intentando descubrir entre los cientos, los
ojos de aquel que iluminaban mis ojos, escuché a aquel hombre decir en voz callada: “Tú
lo sabes todo, señor, tú lo sabes todo. Tú me lo diste, tú me lo quitaste, bendito seas,
señor. Nuestro auxilio es el señor, que hizo el cielo y la tierra…” Yo no lo entendía: “¿tú
me lo diste, tú me lo quitaste?”… A qué clase de dios invocaba ante sus desgracias. Supe
que aquél hombre había perdido en un temible naufragio gran parte de sus bienes, y que
dos de sus hijos habían muerto en terrible accidente… y allí estaba, dando gracias a un
dios desconocido para mí. Dando gracias, sólo porque un acreedor había consentido
liberarlo de parte de su deuda.
Joaquín y yo, pronto nos casamos. Vivimos en casa de mis padres un tiempo, mientras él
hacía todos los arreglos para irnos a sus tierras, a sus campos, a su patria. Partí con él,
entre sustos y esperanzas. Y llegué a la casa de sus padres… junto a sus hermanos, y
parientes, para ser su esposa, su amiga, y su hermana. De su amor nació primero José
Joaquín, el mayor, alocado y soñador. Y unos años después, Miriam, la menor, mi niña
hermosa, mi flor de frescura.
Miriam no disfrutó mucho a su padre. La violencia, acabó con él. Esa violencia que tantas
vidas arrebata día a día, noche a noche, en estas ciudades en las que según nuestros
gobernantes nunca pasa nada. Allí empezó nuestro sufrimiento… la tierra fue reclamada
por el mayor de los hermanos; perdimos casa, bienes… y vinimos a parar acá, en este
barrio donde abundan mujeres solas, viudas que se empeñan en no morir de tristeza y
viudas de esposos vivos que se empeñan en no morir de rabia.

Saúl es lo más parecido a un médico que tenemos en toda esta zona. Hombre muy culto,
y sabio. Su mujer, Raquel, sobresale entre muchas por su preparación y su bondad. Pero
ambos tienen más corazón y ganas que los recursos. Son una pareja también del pueblo.
A ellos llevé a mi niña después de haber estado varias veces donde la Juana. Raquel la
cuidó con esmero, Saúl hizo todo lo que podía. Pero la salud de Miriam se deterioraba día
a día. Fue Raquel quien por vez primera me habló de aquél hombre, curandero y profeta,
para algunos un enviado de Dios, para otros un loco, para otros tantos un hechicero que
trataba con las artes del demonio.
Mi niña temblaba entre las sábanas. Mi mano acariciaba sus pálidas mejillas, mientras mis
pensamientos daban vueltas por tantos recuerdos: añorando la patria, recordando al
esposo perdido, maldiciendo los asesinos jamás encontrados, deseando la vuelta del hijo
alocado… Mi niña temblaba de fiebre fría; sus huesos crujían dentro de su pequeña
talla… ¿Por qué? ¿Por qué? Mi garganta muda de impotencia… sintiendo el peso de esta
soledad plomiza, agigantada por la vida que se apagaba entre mis manos. “Sólo hay que
esperar, mujer, sólo hay que esperar”, volvían otra vez a mi cabeza las voces de Saúl, de
Raquel, de Juana, de Ana, de tantos otros… de tantas otras… ¿Esperar qué…? ¿Qué
una vez más la maldita muerte me visitase absurdamente dejándome desnudas las
heridas? “Tú lo sabes todo…” ¿Qué más decía aquella plegaria? “Tú lo sabes todo, tú lo
conoces todo”…
- ¡Mujer, mujer! – entró corriendo Raquel a la pieza. Ni cuenta me había dado que la
mañana estaba empezando a recorrer sus caminos – Mujer, levántate, él está aquí cerca,
él está aquí. Yo me quedo cuidando la niña, ve, ve… debes traerlo, debes decirle que tu
niña está enferma, que sólo él puede devolverle la vida a sus labios… y la sonrisa a los
tuyos.
Raquel me hablaba de Jesús, el profeta, el curandero. Dudé. Tenía miedo. ¿Y si no me
recibía? O… ¿o si no podía curarla? Al fin, resuelta, observando el cuerpecito débil y al
borde de la muerte de mi niña, me puse en pie… si ese hombre era el que todos decían
que era, entonces él podría devolverle la salud a mi pequeña.
Corrí, o tal vez volé las tantas calles que me separaban de la ciudad. Agudicé mis oídos
para saber dónde se alojaba, dónde estaba, con quién o quiénes… En casa de Simón, el
pescador.
Una lágrima, mezcla de esperanza y excitación rodó por mis mejillas. Allí estaba: la gente,
la muchedumbre. “El maestro quiere estar solo”, dijo uno que parecía ser del grupo de los
suyos. “No, no, él debe escucharme, yo necesito que me escuche” – pensaba para mis
adentros. “Señor, tú lo sabes todo…” Entonces, dentro de mí, como un brioso huracán,
emergió una voz que gritó: “¡Señor, necesito verte, necesito hablarte!”. “Dije que el
maestro quiere estar solo” – repitió aquel hombre que parecía más un soldado del
imperio, que un hombre de dios, y enojado agregó: “¿Acaso crees que con todo este
gentío, el maestro va a perder el tiempo con una mujer como tú?”. Haciendo caso omiso
de aquellas duras palabras, me abrí paso como pude entre la gente, entre los cientos de
curiosos, enfermos, ¡entre el sinnúmero de hombres religiosos que tantas veces nos han
dejado a nosotras a un lado! Sin importarme las miradas lascivas, los comentarios
hirientes, las palabras crueles… sin importarme nada más que mi hijita moribunda, llegué
a la puerta, e inmediatamente pude distinguir la imagen límpida y risueña de aquel
hombre profeta. Entre tantos ¡ése debía ser él! Y corriendo rauda a su lado le dije: “Señor,
hijo de David, mira mi miseria porque mi única hijita está enferma de muerte”. Al borde de
las lágrimas, sentía el peso de las miradas de los presentes. Me veían a mí, le miraban a
él. “Eh, ¡apártate, mujer! ¡Que aquí estamos discutiendo cosas de hombres!” – gritó,
mientras me halaba fuerte del brazo un hombre viejo, de barba rala. Pero cuando
intentaban sacarme a la fuerza, me solté y gritando a viva voz dije: “Eres profeta, eres
hombre de Dios, ayuda a mi hija… ¡Ven conmigo, Señor!”. Pero no conseguí respuesta

alguna de su parte. Sentí como una noche de luto dentro de mí… le llamaba, le imploraba
y no me respondía… “tú lo sabes todo… respóndeme… respóndeme” – pensaba. Y él
callaba. Sólo se limitaba a observar, a los que le rodeaban. ¿Su respuesta ante mi
angustia era esa, el silencio? Sentía el peso brutal de las miradas… de todos los hombres
de mi vida, que por ser mujer me denigraron, rechazaron, lanzaron al olvido. Y emergieron
de súbito todas las heridas de mi historia: “este hombre profeta, no es diferente a todos
los de su raza”. Volví a insistir con más fuerza, acercándome, abriéndome paso: “Señor,
socórreme. Mi hija sufre. Está muriendo”. No me miró entonces, pero ya no podría
ignorarme. Aún hacía silencio. Un murmullo de voces se escuchó en toda la pieza: “ya
que ésta entró… al menos que le diga algo”. “¿Y no le llaman a este Jesús, profeta?”.
“Bah, ¡es lógico que nada puede hacer!”. En aquel momento, uno de sus discípulos le dijo:
“Maestro, es contigo, atiéndela o dile que se largue”.
Entonces, respondiéndole, pero como para que yo bien lo escuchara dijo: “¿Acaso no
decían ustedes hace instantes que la salvación era sólo para las ovejas que estaban
dentro del rebaño escogido? ¿No dicen que son ustedes el pueblo santo, los herederos
de la promesa?”. Era preferible escuchar su silencio, a esas terribles y duras palabras. Yo,
la extranjera. Y acudieron a mi mente todo el peso de esos recuerdos amargos, de
rechazo, de exclusión. Por mi mente volaron dolores profundos, llantos encerrados, gritos
convertidos en silencios. Pero también vino a mi mente la imagen de mi niña muriendo, la
carita frágil y traslúcida de mi Miriam casi muerta. Al borde de las lágrimas me arrojé a sus
pies: “Ayúdame, Señor. Ayúdame”. Volvió su mirada hacia mí, y sus ojos se cruzaron por
vez primera con los míos. Y dirigiéndose a todos los presentes dijo: “No está bien quitarle
el pan de los hijos y echárselo a los perros, ¿cierto?”. Su respuesta fue para mí peor que
su silencio. Si no fuera por esa mirada… esa mirada… se me hubiera helado el corazón
allí, se me habrían triturado todos los huesos. Pero su mirada, su mirada… Entonces, con
paz, y con firmeza, con esa paz que es voluntad y gallardía, con esa paz que sólo da la fe
de que todo es posible, le dije: “Sí, sí mi Señor, razón tienes; pero hasta los perritos
comen las migajas que caen de la mano de sus amos cuando se sientan a la mesa”.
Jesús se incorporó. Me tomó de las manos, levantándome hacia él. Y con una mirada
más profunda que el más profundo mar, como si intentara conocer toda la verdad de mi
vida, contestó: “¡Mujer, qué grande es tu fe!”. Y alzando la voz, como si quisiera ser
escuchado hasta el confín del mundo, agregó: “No he visto jamás en ningún lugar de la
tierra, fe tan grande y tan profunda como la de esta mujer. ¡Ya quisiera Salomón haber
tenido fe como la tuya! Ve mujer, corre a casa, que tu niña te espera”.
Su palabra me bastó. Su voz me bastó. Su mirada me bastó. Mi hija estaba bien. Mi
Miriam estaría bien. Y yo también. Porque no sólo sanó a mi hija y la salvó, también me
sanó y me salvó a mí de muchas formas.

Pedro Emilio Ramírez
Carabobo, Venezuela.

El recuerdo o la esperanza
Susana BENAVIDES ALPÍZAR



Despertó asustada buscando, más que con sus manos, con su alma el cuerpo de
Fernandito, le había costado dormirlo por la tos.
La puerta se había abierto con el viento, cómo le pegaba la soledad cuando se
despertaba en la madrugada creyendo que había vuelto…

No pudo volver a conciliar el sueño, prendió una vela a la virgen de los ángeles y se sentó
en la hamaca a meditar con profunda tristeza: la vida, más bien las circunstancias, le
habían arrebatado la paz. Es que apenas habían pasado diez meses y no sabía si
resignarse al recuerdo o mantener la esperanza.
Conoció a Ricardo siendo apenas una chiquilla, pero desde la primera vez que lo miró a
los ojos se sintió mujer, fue en una fiesta patronal donde los presentaron, él era de
aspecto maduro para su edad, moreno, de cejas pronunciadas y sus brazos dejaban notar
el sin fin de laderas que había volcado con la pala, Dulce lo flechó con su sonrisa y con
sus ojos que no necesitaban de palabras.
Maduraron las caricias y la moral se desbarató un día dejando a Dulce embarazada. Unos
meses atrás la noticia hubiera sido una bomba pero, para asombro de ambos, nadie le
prestó mayor importancia.
Por esos días habían llegado unos extranjeros gordinflones a negociar con la gente del
pueblo, ofrecían cambiar fincas por casas y empleos en la ciudad, empleos de mierda,
pero muchos se la creyeron, abandonando cultivos, trabajo digno y monte por un poco de
suerte.
Ricardo le insistió a su padre que se quedaran, se enojaron, su madre tuvo que intervenir
para que aquello no terminara en golpes, pero nada pudo hacer para que el cerrado de su
esposo cayera en cuenta. La pareja de viejos se fue con un montón de familias que se
creían pobres a convertirse en pobres de verdad.
El problema en el pueblo surgió meses después, cuando el monocultivo de los
gordinflones empezó a afectar a los que se quedaron. Los comerciantes prefirieron los
precios bajos de éstos, dejando al resto comiéndose sus papas o trabajando para los
misters por salarios de limosna.
Ricardo empezó un alboroto, tomó primero la opinión del sacerdote, quien le aseguró que
organizarse para defender a su gente no era ningún pecado. Se reunió con los vecinos
dispuestos a reclamar. Poco duró la iniciativa, rapidito llegaron amenazas anónimas de
acabar con quienes buscaran derechos. La mayoría dejó de asistir a los encuentros que
se convirtieron en furtivos.
La mañana de la desaparición Dulce le besó la frente y mientras lo persignaba le dijo con
ternura: “Ricardo, hoy cumple un año Fernandito, llegue temprano pa’ que comamos
juntos”. Qué iba a saber él que no volvería, le asintió mientras le apretaba la sonrisa con
un beso.

Susana Benavides Alpízar
San Vicente, Costa Rica.

Los titanes del tiempo
Aroldo Moisés PESCADO TOMÁS



Se acercaba el tiempo de las luciérnagas en el aire, esas pequeñas luces que con las
primeras lluvias dan la idea de ser chispas de fuego al extinguirse el incendio que
quemaba la tierra en el verano.
La noche que no era noche delineaba figuras chinescas por el camino de tierra, de piedra,
de polvo, de lodo. En el lento vaivén del alarido de un viento quejumbroso flotaba la
frescura de un cielo estrellado, sin nubes, sin sombras. Cuando pasaba por el camino de
pedregales el sonido se hizo grande, que cubría todo, que lo envolvía todo y el
firmamento se movía como si viajara en barco. De pronto se sintió caer en un profundo
abismo, sintió volar hacia atrás, de espaldas por un segundo sin fin.

El ladrido de un perro negro que dormía en el camino lo vino a despertar, era como alma
de diablo que mostraba sus dientes blancos mientras pasaban Lila, una vieja mula
acanelada, y él montado sobre ella casi dormido en el sueño del amanecer eterno.
¡Guau!, ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, guauuuu… ladraba el perro en tanto corría y regresaba
como queriendo jugar a espaldas de la bestia, Lila seguía con su andar tranquilo como si
también durmiera de tanto caminar. Don Encarnación se tocó la cintura para revisar si
seguía ahí el machete que colocó con mucho cuidado al salir de su casa. Y tubo que
sostenerse también el sombrero ancho para no caerse porque la mula despertó asustada,
ya que se sintió caer de espaldas frente a la fuerza del ladrido de un lebrel pinto que se
oponía a su camino.
-¡ShÍÍtT!, ¡chucho! –dijo, para apartar al animal del pasaje-. Silencio. Atrás quedó la granja
de los frailes y sus fieros guardianes caninos.
-¡Mercado central!, ¡mercado central!, ¡vamos madre!, ¡llega, llega! Con las primeras luces
sonaban las bocinas como reses para el matadero, docenas de canastos y sacos con
plumas, frutos, verduras y hortalizas eran cargados al camión donde viajaría Ña
Candelaria. Bajo la luz de las estrellas y luceros pálidos florecía un verdadero mercado
terrestre, casi acuoso por el vapor de las tazas de café que servían unas mujeres prietas
a los camioneros rechonchos y malhumorados. Cestos con gallinas, patos, pavos; limón,
toronja, chile, tomate, cebolla; calabazas, porotos y maíz.
En la alforja fósforos, ocote, pixtones, sal, chile, agua. La oscuridad palidecía como
hombre que se asusta y que dormido enflaquece y despierto muere. La aurora aparecía
tímida y ligera detrás de cerros con dioses seculares. El canto del cenzontle lloraba agua,
y el hombre con su mula llegaba al monte, para trabajar la tierra sagrada y benévola, que
generosa da a su tiempo la espiga que es la madre del pan, y el maíz, padre del hombre
americano. El sol pintaba el horizonte con sus rayos de luz, mula y hombre eran como
sombras en ese paisaje de oro. Los brazos y piernas reumáticos de tanto labrar la tierra
comenzaron su larga faena. Olía a tierra seca.
Doña Candelaria, mujer vieja y paciente como su esposo, llevó a vender miltomates
verdes, gallinas amarillas y conejos blancos a la plaza de la ciudad.
-¡Hoy no hay venta!, ¡aquí nadie vende más! –gritaron unos gendarmes. Y hubo que
correr para salvar la vida, y dejar la venta para no ir al calabozo, y llorar para destruir el
badajo de plomo en la garganta. Los miserables no tienen derecho a ganarse la vida
honradamente porque causan desorden y afean las horribles ciudades. Y causan enojos a
los grandes estadistas idiotas, burgueses que creen ver todo y no ven nada.
Los primeros aguaceros agujerearon las viejas láminas de cinc. Don Encarnación regresó
a casa y se quitó las botas de hule, ahora llenas de agua limpia y llovida. Entró a la cocina
y vio a su esposa con las pupilas llenas de granizos calientes, tan calientes como
lágrimas. Doña Candelaria narró con la voz quebrada cómo perdió todo y quedó ella sola,
sin dinero, sin gallinas, ni conejos, ni nada. Los toscos brazos envolvieron a su esposa,
los dos viejos lloraban. Menos mal que a ella no le había pasado nada. El agua sonaba
como piedras en la lámina roja de tan oxidada, pero eran piedras tan duras como
diamantes, gotas de esperanza. Un colibrí hecho con cabellos de luna volaba entre las
gotas de lluvia y de sus alas se desprendían fracciones de tiempo color del arco iris en el
crisol de la tierra seca y sedienta. Los trabajadores con su trabajo honrado y noble son los
verdaderos héroes de la historia, de la patria, de esta tierra milagrosa y legendaria.

Aroldo Moises Pescado Tomás
Guatemala, Centro América.

Una taza
Marcela VEGA

En otro tiempo, Zoraida hubiera rehecho la cama esperando a que algún día alguno de los
durmientes se apeara. Pero el terror estaba pronto y no había tiempo de tales
delicadezas, delicadezas impropias para un momento tan álgido. Noemí colocó entonces
sus pequeños zapatos de lona al pie de la cama, tan anciana desde niña, nunca pareció
superar su encorvamiento, el persistentemente instruido miedo a mirar de frente, pero
miedo era lo que faltaba por vivir.
Zoraida sintió venir algunos pasos decididos y su vagina se endureció: se aprieta, duele
de seca tan amarga, toda su estructura arde, finalmente se duerme adolorida sin
comprender qué ha sucedido, me inquiere desconcertada recordándome que no hay
placer alguno en el terror, como si fuese la vagina de una niña resguardada debajo de una
mesa… pasan los pasos sin darse cuenta del mutismo con el que hemos tenido que ir
existiendo, luego miro sin moverme y no hay nadie, nadie ha estado aquí, sólo ha sido mi
vulva trastornada y sola.
Pero los pasos eran muchos de los tantos y tan poco singulares pasos que en una calle a
veces ahora pocas veces transitada, se suelen escuchar, alguien se atrevió a moverse,
todos y todas suplican silencio con un invisible lenguaje de gestos, se corrige
rápidamente, la calle queda sola de nuevo . Noemí tomó una cobija motosa y se envolvió
en ella mirando tan niña desde que es anciana, al rostro aterrorizado de Zoraida. Nadie,
no es nadie. Y Noemí se envuelve, se envuelve, se envuelve, da vueltas imaginarias en la
amplitud de su palacio nunca poseído, del patio con Olivos retorcidos, de losas frías y
azuladas, y a Zoraida le acusan unas ganas enormes de cubrir con abrazos a su hermana
Noemí, llevarla en su canto y resguardarla allí para siempre y besar la llana alegría con
que se va quedando quieta, llenarla de palabras. Pero nada debe distraerla del terror que
se avecina, recio, implacable, del miedo que la nombra.
El café se va enfriando huérfanamente en una mesa que también tiembla y se estremece
llamando a “ZoraidaParalizada” al borde de una cama comunitaria, en la que suelen
dormir cuatro, a veces cinco. Ahora siendo una cama tan deshabitada, una inmensa
extensión a merced del porvenir inmediato, tácito, toda esa vastedad es reducido a un
blanco perfecto de la tristeza. Mira hacia los bordes y le cuesta trabajo divisar dónde
termina la ruda cama y donde empieza la oscuridad de una habitación que es aún más
inmensa que el propio universo. Pero si intenta levantarse, entonces el espanto cierra sus
muros musculosos sobre ella, las piernas no responden, la quietud parece ser la única
alternativa decente para esperar el terror. Cae en cuenta que se abalanza sobre ella su
propia respiración.
Cuando acabará todo esto, me duele tanto la vagina de tan apretada que está.
Noemí saca una mano de juguete de su palacio de lana, tratando de alcanzar a Zoraida
pero no lo consigue, desde el borde de la cama no podrá tocar a Zoraida si no intenta por
lo menos, una maniobra que le permita movilizar todo el cuerpo hacia ella. Zoraida la mira
como si estuviera a kilómetros de distancia, ¡necesita tanto esa mano! Pero un solo
movimiento, un solo cambio de postura aceleraría la llegada del terror que es capaz de
escrutarlas, desde la más inmensa extensión de los cielos ahora privados. Consciente de
ello Noemí desiste, con lágrimas en sus ojos, incapaz de salvar su propia pequeña vida,
menos, intentar salvar toda la extensión de la dos veces Zoraida.
Dos instantes antes de cualquier otro instante, repentinamente las mujeres comenzaron a
respirar violentamente, sin compasión de sí hicieron de sus rostros montones de ojos,
para escudriñar una sombra feroz que se avecinaba. Esta era una técnica de
supervivencia aprendida desde la inmensa eternidad que se interponía entre ellas y su
último momento feliz, la historia de su niñez, el entrenamiento clásico de quien en toda su
vida no debe dormir nunca sosegadamente. La cama no aliviaba los recuerdos, ahora era

ese espacio que se ahuecaba para enterrarlas en el insoportable segundo, tras aquel
determinado segundo, tras otro segundo menos soportable que el anterior, en la suma
absoluta de todos los segundos que disipaban cualquier esperanza.
El corazón más pequeño se agigantó y comenzó a golpear las costillas con tal fuerza que
Zoraida tuvo que pedirle mesura al corazón de Noemí, para que no perturbara la tarea de
pasar inadvertidas. Silencio corazón, silencio.
Pero la sombra pasó y con ella, nadie, la calle se incorporó a la espera de otro fantasma.
Y Zoraida se veía a cada segundo más delgada, con su mandíbula cuadrada y sus
dientes gastados de tanto terror antes del terror y sus ojos adelgazados entre gruesos
párpados como depósitos de toneladas insomnes y sus labios vitales estrujaron besos
mortales y endurecidos, acabo de pulverizar otro beso imposible. Las rodillas no se
separaban, las rodillas permanecían tenazmente juntas. Los muslos enmarañaban para
que las células pudiesen abrazase entre ellas y protegerse de los músculos, gruesos
vidrios, brillantes y letales. Zoraida sintió un calambre en sus pies, pero esas eran otras
delicadezas impropias del momento. Juntó los dedos con decoro y los contó. Aún había
diez.
Noemí subió una pierna a la cama y empezó a girar su pie menudo para librarse
seguramente, de algún adormecimiento, luego se encogió como un caracol, babosita,
blanda, en su caparazón de lana humeante. Parecía querer dormirse, pero el terror ya
venía, no había derecho a dormirse.
Quiero tomarme el café, debo poder tomarme el café sin ser notada.
Zoraida se inclinó para intentar levantarse de la cama, en un gesto que duró tal vez un
minuto. Quitó sus manos del esmaltado de su pánico en las rodillas y apoyó una, aferrada
a la manta con desesperación. Verificó mil veces que no tenía zapatos, contaba con el
silencio de una vida vocacionalmente silenciosa, su propia versión monástica de vida.
Ignorando el fuerte dolor del calambre de los pies y el de las piernas y sobre todo, el de su
vagina aún joven, logró ponerse en el término de dos minutos y medio de pie. Zoraida se
resistía mirar a la ventana, pero no podía ignorar a las sombras agigantarse y achicarse
horrorosamente oscuras y simbólicas, algunas aguadas en tinta china y otras densas
como acrílico, olorosas a plumas carbonizadas que se le arrancaron a la espantosa bestia
del cielo.
Todas las guerras son santas, es el sagrado ritual del despojo, es la procesión del ir
acechando todo lo que se mueva, se arrastre o apenas sobreviva. Es un orden que se
respeta con la misma disciplina del asceta, pero con toda la ostentación de los
ornamentados templos imperiales.
Mientras aguardaban el terror (como si toda aquello no fuera terror en sí), la mujer más
grande había decidido rescatar al abandonado café que clamaba, con las pocas fuerzas
que le quedaban, por un poco de amor, algún cobijo. El café también se hallaba
aterrorizado e incapaz de acercarse a ellas, al contrario de lo que sí sucede con ciertos
cafés veleidosos ofrecidos en épocas mejores, siempre tan promiscuos.
Zoraida lloró por el desamparo del café lágrimas silenciosas, sin sorber, dejó que las
lágrimas desfilaran una ruta ininterrumpida hasta el borde de su nudismo imaginario y aún
más allá. No se atrevía a elevar sus manos a la altura de su rostro para detener el
cosquilleo de las lágrimas groseramente inquietas. Sus manos debían permanecer lo más
cerca de sus muslos, fieles a la estructura estoica de su cuerpo, entrenado para resistir
cataclismos en un obediente orden cerrado. Zoraida creía ingenuamente que tal postura
le permitiría sobrevivir a fuerzas descomunales, mal calculadas por efecto de una fe
pasada de moda. La fe en la obediencia.
Llegada a la mesa, estiró las manos en algo así como 10 horas, 10 días, hasta sentir en la
yema de algún primer dedo, el ambiguo calor de la oreja de la taza y de repente la mano,
pese a no tener casi sangre en los dedos, se sobresaltó en el descubrimiento de los

sentimientos connaturales a todos los cafés, y en un súbito acto de independencia se
apresuró a atraparlo. Aquello resultó ser un gesto brutalmente audaz, un momento
delator, asesino y natural de la inconciencia. Rebeldía espontánea ante la condena de la
quietud. Y sin embargo, visto desde aquí o allá, podía parecer algo tan delicado, tan
propio de la sujeción de mujeres como Zoraida. Nadie podría calcular a simple vista las
fuerzas y las tensiones tan tremendas que se batían entre esta taza y la mano, quizás,
digo yo por la languidez del espacio en que solemos adecuarnos a una taza.
El verdadero café se dejó atrapar en la misericordia hasta el final, había llegado su más
alegre final, salvado de morir de frío e insipidez.
Noemí quería café y miraba como una niña antojada a Zoraida, como la niña que era
desde que era niña. Pero se conformó con saber que a Zoraida la acompañaba antes del
terror, un pequeño torrente tibio que navega paralelo a los más ácidos e hirientes jugos
gástricos, convidándolos a una pequeña tregua, a un desarme de tres segundos. Al
menos en su vientre habrá una tregua, cesaba también esa guerra imprecisa que
atormentaba su vagina. Así que Noemí, al comprender la difícil mecánica del cuerpo de
Zoraida, y hallándose a su vez sosegada en el sosiego de las tensiones ajenas liberadas,
de los músculos disueltos, cabeceó un poco y sonrió. Se preguntaba, qué debía sentir en
ese justo momento, qué postura asumir. Zoraida al menos parecía tenerlo un poco más
claro. Pero igual, ante la insignificancia de su propio desconcierto volvió a sonreír.
¡Sonreír! Una delicadeza necesaria antes del terror
Zoraida se invadió de café y de la sonrisa de Noemí, justo cuando pudo acomodar cada
sección de su vagina y creyó poder esperar tranquila el inevitable terror que se avecinaba.
Haría de cuenta que se había criado en una de esas culturas donde desaparecer es otro
acto de la alegría. ¿Cuántos instantes habría pasado desde su primer pensamiento hasta
este último? Minutos, apenas. Inclina la cabeza de nuevo, en un movimiento de tantas
horas para sentir el líquido viajar hacia sus entrañas y humedecer los órganos
resquebrajados por el pánico.
Cuando se disponía a sonreír, darse el lujo de sonreír, entonces descendió una cosa
inmensa, espantosa, ruidosa, como un tumor descomunal expulsado por su fealdad, de la
etérea belleza del cielo y sus ángeles. Su ruido se estrelló contra la tierra y al término
también el objeto. Pero su ruido hizo un primer círculo de devastación, desgarrando los
delicados hilos que sujetaban al mundo en el universo, así les pareció a las mujeres. No
que un punto ínfimo de la tierra estuviese siendo atacado por, no sabemos qué odios
azuzan la demencia. Para ellas era el planeta, el que estaba siendo arrancado del
universo y tenían toda la razón. El ruido estrelló el suelo contra Zoraida y arrojó haica la
pared a Noemí, en el momento de mayor descuido en la espera del terror. Zoraida pensó
la inmediata fragmentación del mundo, sería su culpa por haberse relajado de tal manera.
Si hubiese conservado cada pieza en su lugar…
La anciana, que era solía ser una niña, flotó detenida con el rostro al filo de una pared
imaginaria, patas arriba, giró y finalmente de forma acelerada, chocó contra la verdadera
pared. Se encogió, rodó en un falso suelo vertical, calló al verdadero suelo y la cama la
ocultó.
Zoraida sintió su pecho irse hacia delante, mientras adentro de sí, sus criaturas
empujaban para poder escapar de un cuerpo en proceso de disolvencia. El ruido la dobló,
sus brazos se fueron violentamente hacia atrás y sus pies se levantaron, su cabeza
pendía de su cuello gracias a una debilidad preocupante y su largo cabello campesino, se
abrió haciendo el aura de la Guadalupe, llamarada negra, caótica arquitectura de la
sombra. La onda golpeaba sus muslos y estos se palmoteaban despavoridos, tratando de
agarrarse entre sí, queriendo que nada los separara. Empezando a sentir un gran
extrañamiento, se despedían el uno del otro con lágrimas sanguinolentas, mientras los
cartílagos de sus rodillas se quebraban agotados como viejas cuerdas de algún

instrumento abandonado. Cayó sobre su pecho, en un suelo también herido y la taza de
café, a unos cuantos centímetros de ella, dejó de ser.
Luego vino un naranja intenso que llenaba el espacio con su perversa ostentación. Era
una cosa tan maravillosa e in imaginada, era un color sólo para ese momento arrogante.
Y era un color tan poderoso, que su paso iba despejando el lugar que ocuparían los
mensajeros círculos de luz y astillas, corriendo endemoniados por el allí, por el acá, por
todo lo que no fuera vacío, como una última visión del dios al que hace sacrificios la
perversión humana, el Mammon de nuestros tiempos llenando el aire con cuchillas de la
inquisición moderna. La inmensa montaña naranja aplastaba con su corteza irregular
cada parte que sobre parte pendía, las desunió en tan pequeños segmentos, a todas las
partes sin miramientos, sin reparar acerca de qué objeto componían, si era orgánico o
inorgánico, si alguien esperaba volver a verlo, si alguien le necesitaría mañana para
alguna labor de la casa. La casa no estaría desordenada mañana, simplemente no
estaría, Zoraida intentó tranquilizarse.
Entonces viene esa otra fase de nubes y nubes compuestas con objetos que han dejado
de ser. Todo dejaba de ser esa quietud tan habitual, para convertirse en una nueva
existencia de las cosas, ahora navegando minúsculas, sin particularidad distinguible en
una nube naranja con ribetes negros. Pensar que no podría comprender en el siguiente
instante, después de este brevísimo instante, semejante voluptuoso orden desorbitado, le
causaba aún mayor angustia a Zoraida. Las mujeres flotaron como moléculas iridiscentes,
el largo espacio del terror que inexplicablemente aún podían ver. Y luego de eso, sordera,
silbatina, necedades innecesarias, todos los infiernos preciosos, glotones, ingiriéndose al
mundo, esa pequeña partícula vulnerable en medio de un mar de creatividad maligna, el
mundo borrado de la memoria, el mundo desaparece cuando desaparece lo que causa en
la memoria, el mundo acaba cuando nadie le recuerda. Lo posible se hace cruelmente
aún más posible, dos o tres frases más antes de no poder enunciar nunca más,
eternamente nunca más nada, no poder pensar, no funciona más y después de tanta
obesa fastuosidad, no hay nadie.
A todas las víctimas de los bombardeos en la franja de Gaza, inspirado en los recuerdos
de Franz Hinkelammert.

Marcela Vega
Colombia

Encuentro con mis palabras
Oswaldo Antonio LUGO SEQUERA


Cuando emprendimos el viaje, el paisaje se veía de retroceso, todas las cosas venían de
pronto de reversa, el cielo pintaban nubestas que parecían figuras que nos daban la
despedida. La mañana aún era gris, tenía pegada a un a las horas pedacitos de Rocío
que al contacto con los tímidos rayos del sol morían atravesados por la luz, el viaje
parecían no tener retorno emprendíamos la búsqueda de un nuevo mundo.
El paisaje de olas espumosas que olían a tierra salada, de pronto se empezaba a perder
en la distancia, el mundo comenzaba a tener entonces otro nombre, ya el patio enorme,
con matas que bailaban todas las tardes con la brisa, y le coqueteaban a la orilla del río
sus arrogancias ya sólo quedaban en mis recuerdos. Se hizo de pronto de cemento y
asfalto la polvorienta callecita que se pintaba a cada rato de colores delirantes para que
decidiéramos seguir pasando por ella como de enamoramiento.
- Señora: dijo de pronto una voz grave que parecía salir de un enorme caracol enrollado -
no creo que el niño pueda alguna vez caminar.

La campesinita de ojos color café se le comenzó a derramar a borbotones granos marrón
oscuro que parecían de una cosecha triste.
En el hospital del seguro social de Puerto Cabello, la tarde parecía de horas que no se
terminaba, se pegaba a la piel de los que caminaban por los interminables pasillos. De
repente, el silencio se pierde entre un sonido metálico de una de las puertas sin alma que
se abre como impulsada por el viento, surge un vestido blanco largo como una vela, venía
dentro una figura aún más larga, que parecía llamar las sombras, con una voz de silbido
blanco que acariciara los nombres que pronunciaba.
- Señora Carmen, pase por aquí doñita ya la atiende el pediatra, vamos a tomar los datos
del niño.
La luz de la luna brilló esa noche, redonda, de un azul de vidrio, que como por arte de
magia volvía blanco todo lo que tocaba, como a las ocho de la noche se cerró la puerta
del salón lleno de camas pero seguían los pasos ardiendo en el pasillo, de un extremo a
otro. De vez en cuando se detenían y no sonaba más, morían tras una puerta, así era
para todas las noches.
Una de las últimas noches que tuviste es en ese hospital después de cerrada la puerta
como a las dos horas, el pasillo se hizo largo para unos pasos que no acababan de llegar,
sonaban serenos, a pausa breve, limpios y secos; no servían como los de las anteriores
noches, era capaz de hacer música. No era ahora de ronda del médico pero entró uno de
mediana estatura; no vestía de blanco como todos, un sombrerito negro que la luz
absorbía lo hacía más limpio, de faz sencilla, inspiraba confianza, un traje liso negro, que
hizo juego con la luz nocturna de la luna, era delegado de bella estatura móvil de pureza;
tenía a su alrededor su propia luz que se fragmentaba en pequeños cristales que volaban
hacia la ventana, hacia tu cuerpo, hacia los caballitos de mar que adornaban tu cunita.
Atravesó la distancia de la puerta a la cuna sin preocupación, ni siquiera se percató de
que Má estaba acurrucadita en un rincón de la habitación en el suelo, se detuvo muy
cerca de ti aún con las manos cruzadas en espalda, inclinó su torso para verte mejor; fue
espléndido ver tu cuerpecito desde la luz que manaba el señor; acercó una mano pálida
de dedos delegados casi transparentes, la pasó desde tu cadera hasta la punta del pie, se
detuvo el tiempo, no respiraba ni el aire sólo pudo cantar la luz.
Ya cuando pasaban más de las doce del medida, el sol estaba bien alto, casi al punto de
derretir todo lo que tocaba, hacía ya bastante tiempo que el paisaje conocido había
dejado de existir seguir siendo de retrocesos la visualización de todo pero el paisaje ahora
era totalmente nuevo. La antigua camioneta seguía rodando con su quejido de motor, que
parecía despertar a su paso hasta la brisa.
De pronto se detuvo en una calle larga triste donde habían unos árboles muertos desde,
que se erigían como grandes lanzas queriendo agujerear el cielo, el lugar era pálido, las
casas se despegaban como naciendo de entre el barro que se apostaba a las márgenes
de la calle sin vida. Habíamos llegados a lo que iba hacer nuestro nuevo lugar para vivir.
Comenzaba ahora otra historia.

Oswaldo Lugo Sequera
Guacara, Venezuela

Mientras espero
Gracia AGUILAR BAÑÓN


Aquí sentada mientras espero que llegue el “ayudante” para que le lleve esta comida a mi
hijo, no puedo hacer otra cosa que repasar mi vida y contársela a ustedes, aunque no

tengo muy claro para qué. Quizá para desahogarme, para frenar un poco esta rabia que
no puedo gritar, porque me harían callar.
Llevo ya dos horas y sé que aún me queda un buen rato. Estas cosas van lentas. Cuando
viene Nuri, mi hija, la atienden más rápido, tiene suerte, o lo más seguro es que le haya
gustado a alguno de estos policías. Yo ya soy demasiado vieja (demasiado parecida a
estas otras tantas mujeres que esperan también aquí, a mi lado, enfrente de mí) para
recibir un trato especial. Así que ellas y yo nos limitamos a insistir, una y otra vez, hasta
que deciden hacernos caso, por cansancio o aburrimiento o, en ocasiones, cuando
conseguimos reunirlos, por los “chelitos” que les ponemos disimuladamente en la mano.
Hay veces que nos exigen el dinero sin tapujos y si les decimos que no tenemos nada,
nos hacen esperar a propósito, tan jodones, nos ignoran, para que aprendamos que al día
siguiente no debemos volver con las manos vacías. Como vine yo hoy, sólo con la comida
de Domingo y con una camisa limpia para que se cambie. Ya son diez días los que lleva
ahí dentro, el pobre, que no hizo nada, que me lo cogieron siendo inocente.
Sí, ya se que piensan que soy su madre, que qué voy a decir si es mi hijo, que pesa más
el corazón que la cabeza. Pero no crean que espero que todos ustedes me comprendan,
no, que lo único que quiero es que me escuchen. Ustedes no van a poder hacer nada por
cambiar esto, ni yo tampoco lo pretendo, que quede claro. Bien sabe la vida que ya he
aprendido a conformarme, a aceptar lo que venga con resignación. Soy pobre, pero no
pendeja. Y no rezo cada noche para que mi situación cambie, lo que le pido a Dios es que
me de fuerzas para seguir viniendo cada día, para que Domingo no acabe en el olvido
como le pasa a la mayoría de los que están igual que él. Que eso es lo triste. Así
terminan: en las celdas de esa maldita cárcel, sin posibilidades ya de salir porque nadie
se acuerda de ellos, convirtiéndose en uno más, en uno de esos tantos.
...Míralo, ahí viene el “ayudante”, con esa cara de poder, como si no supiera que en
realidad es tan desgraciado como yo...
Ya sabía que no me iba a hacer caso, pero tenía que intentarlo. Lo malo es que está
anocheciendo y no dejé la cena preparada. Menos mal que Nuri se hará cargo. Que se
está portando muy bien esa hija mía del alma a la que no supe encaminar. Ya me la
puedo imaginar a ella dentro de diez años en este mismo lugar, sentada aquí donde yo
estoy, trayéndole comida a uno de sus ahora pequeños. Porque la vida da vueltas y se
repite. No quiero decir con ello que mi madre, que Dios la tenga en su gloria, se
encontrara algún día en esta situación (no, eran otros tiempos, entonces no te metían en
la cárcel, directamente te hacían desaparecer). Pero que alguien me explique si no cómo
es posible que a ella la abandonara mi padre, que a mí me terminara dejando el que
nunca llegó a ser legalmente mi marido (porque ya estaba casada con otra) y que el
condenado ese que dejó preñada por tres veces a la Nuri desapareciera con la última
barriga.
Mi pobre Nuri... No supe evitar que pasara por lo mismo que yo. Me quedé sola cuando
los muchachos estaban en la edad más difícil, y entre el trabajo y la casa se me escapó.
Por ser la más grande y hembra dejó de estudiar para ayudarme con los pequeños... Sí,
qué bien lo veo ahora, de lejos, cómo se repetía la historia, pero entonces no fui
consciente. Lo normal era que una chica ayudase a su madre en la casa. Y ahora ya no
sabe, no puede hacer otra cosa.
Ni siquiera ha encontrado a un hombre que la trate mejor. En eso yo tuve más suerte. Ya
grandes los muchachos apareció Francisco. A la Nuri no le hizo mucha gracia, al fin y al
cabo era la que más se acordaba de su padre y de lo que me hizo sufrir. Pero Francisco
es bueno. No soy la única, eso lo sé y lo acepto, no estamos ya para poner condiciones,
pero me trata bien, trae dinero a casa y se porta con los muchachos, aunque no sean
hijos suyos. Y las comadres por fin me dejaron en paz. “Que se te va a pasar el tiempo y

la edad no perdona”, “que luego, con arrugas, ya no te va a querer nadie”, “que un macho
es necesario en una casa”, “que no puedes quedarte sola”. Qué pesadas se pusieron.
...Bueno, ahí viene otra vez con su misma cara. A ver si ahora tengo más suerte...
Creo que me vuelvo a casa con la comida. Hoy ese desalmado tiene el día torcido, seguro
que ha quedado con la novia después del trabajo y le querrá brindar unas cervezas, por
eso no da el brazo a torcer. Como que no le hubiera dado yo el dinero si lo tuviera, con tal
de que mi Domingo comiera caliente...
Me cuesta entender a estos desdichados. No paro de preguntarme si no tendrán madre, si
no sentirán un mínimo de respeto, de compasión, por unas mujeres mayores que lo único
que hacen es preocuparse por sus hijos. Qué malo es eso de creerse con autoridad. En
realidad ellos no son más que unos pobres desgraciados, pero tienen fuerza ante
nosotras, pueden jodernos la vida y lo hacen.
Yo me he esforzado por conseguir que mis hijos sean unos buenos muchachos, y lo he
logrado, por eso digo que Domingo no se merece estar ahí dentro. Él nunca ha dado
problemas, consiguió su trabajo en la fábrica, incluso participa en alguna actividad de la
parroquia. Cierto que se toma su cerveza de vez en cuando, pero ni siquiera toca el ron, y
a las dos novias que ha tenido las ha tratado con respeto. Pero tuvo que pasar por el
puente en el peor momento. Mira que se lo advertí tantas veces: “Hijo, da el rodeo,
aunque sea más largo el camino, evita el puente, que todos sabemos lo que se mueve
allí”. Y le pilló la redada. Lo metieron con los demás en la furgoneta y para acá que se lo
trajeron. No le encontraron nada, pero tampoco lo sueltan. No me pidan que les explique
porqué. Aquí no hay motivo, simplemente las cosas pasan. Y digo aquí, porque me han
contado que existen otros lugares en los que no ocurre esto. Yo no hago caso a
habladurías, pero la gente sí se lo cree e incluso se va a buscarlo. Así alimentan a los
tiburones, porque muchos no llegan, se quedan en el camino, se los traga ese mar
traicionero. Como le pasó al hijo de la comadre María. La acompañé a que reconociera el
cuerpo, si es que aquello podía llamarse cuerpo. Dios mío, no fui capaz de ver en esa
masa de carne al Roque, al pequeño Roque que creció junto a Domingo y se dejó llenar la
cabeza de sueños. La comadre sí lo reconoció, o al menos es lo que quiso creer, porque
así pudo darle un entierro. Les parecerá tonto, pero consuela tener una tumba a la que
visitar y llevar flores.
A mí me cuesta pensar que allí, en la otra orilla, hay algo mejor que esto. Quizá si lo viera
con mis propios ojos… Pero no piensen que sería capaz de arriesgar la vida por ello. Mi
sueño no es dejar mi país. Al fin y al cabo no se vive tan mal. Si la gente aprendiera a
conformarse y a vivir en paz: comer, comemos todos los días, y un techo no nos falta.
¿Para qué más?
..Mira qué bien, se va el mamarracho ese, a ver si tengo más suerte con el que entre...
¿Ven porque no me quejo? Dios acaba sonriéndome siempre: el que ha entrado es ése al
que llamamos “pequeño buena persona”.
“No se preocupe mi doña, que yo se lo hago llegar”, me ha dicho al coger la comida y la
camisa. Ojalá y hubiera alguno más como él. Ahora ya puedo irme tranquila, andando, a
pesar de que es un paseo largo, porque ni dos pesos llevo para la guagua, pero así me da
tiempo para ser agradecida. Y a ustedes les dejo en paz. Alégrense por mí y no le den
mente a todas las tonterías que dice una vieja cuando el cansancio le amenaza.
...Es más tarde de lo que me creía. Está oscuro. Espero que la vida me siga favoreciendo
y me proteja en el camino que me queda por delante...

Gracia Aguilar Bañon
Albacete, España

Nacimiento

Olga ALONSO PERALTA


La representación de navidad había empezado, las mamás vestían a los niños y los
papás, cámara en ristre, inmortalizaban a través de la lente la capacidad histriónica de
sus retoños.
En Cancún ya había empezado el frío, con la lluvia y el norte que llevaba mas de dos
días, todos parecíamos refugiados de algún desastre ecológico, como siempre, con suéter
pero con sandalias o bermudas.
Pero dentro del teatro, con aire acondicionado, el viento y la lluvia eran mas bien parte del
decorado de la pastorela. Las inclemencias del tiempo serían nada más un retraso para
subirse a los coches…
En otro lugar de la misma ciudad, una pareja se abrazaba mientras el camión que venía
de Villahermosa entraba a la reluciente Cancún vomitandolos entre risas, carcajadas y
abrazos que no eran para ellos, en una isla de soledad dentro del estruendo y el gentío.
Encarnación volteó a ver a Manuela con ternura.
-Ya mero llegamos, te prometo que hoy estaremos bajo techo… tratando de que su voz
no saliera el cansancio que llevaba acumulado.
Manuela sonrió.
-Estoy bien, de veras vamos otro poco, las mujeres de mi casa somos
reteaguantadoras…
La temporada vacacional era excelente, hasta el presidente municipal lo dijo, y eso que él
siempre ponía las cosas negras para subir los impuestos y jalar más agua a su molino.
La asociación de hoteles estaba de acuerdo con que Cancún se recuperaba de los daños
sufridos por el embate de los todo-incluido y de la competencia de Playa del Carmen.
¡Vaya, si hasta los hotelitos del centro estaban llenos! Parecían los tiempos primeros en
que todo el mundo quería un pedacito de Cancún.
¡Cómo me había costado preparar a los niños para que la obrita escolar saliera lucidora!
De veras que las mamás ayudaron mucho, los trajes vinieron de una casa especializada
en el DF. Trabajar en las escuelas privadas tenía su encanto, este tipo de cosas se daban
bastante más fácil, especialmente si se tenían los medios económicos necesarios.
Mi colaboración es importante; enseñar a los niños el significado verdadero de la navidad.
El nacimiento del Salvador, que se hizo hombre para habitar entre nosotros. Uno más
entre los humildes de la tierra. No ese Santa Claus, tan gringo que es nada más sólo un
pretexto para comprar regalos sin una verdadera razón de ser. A menos de que el
crecimiento económico sea una prioridad cristiana
¡Creo que lo conseguí! Mientras los papás brindaban con los maestros, me escabullí a
fumarme un cigarrito, eso que la maestra de moral le meta duro al cigarro no se ve muy
bien, que ejemplo les daré a mis niños…un poco difícil con la lluvia y el viento pero bajo la
marquesina, a un ladito, se estaba bastante bien. Nadie me vería.
Una voz me sorprendió, saliendo de la lluvia y el viento.
-¿Seño me puede ayudar? ¿Será que podemos quedarnos aquí? Las escuelas luego
tienen habitaciones vacías durante las vacaciones…Mi mujer está embarazada y estamos
muy cansados… Fíjese que mi prima no está y nos íbamos a quedar con ella… nomás
que los hoteles están llenos y dicen que no hay ni un lugar…
-¿Y a que vinieron? … además como se le ocurre, con su señora en tan avanzado
estado… (esta gente no tiene dos dedos de entendimiento)
-Es que nos dijeron que aquí había trabajo y como me cerraron mi taller allá en
Villahermosa, bueno… no en Villa en Teapa… pues dicen que aquí si hay y pues la
familia está creciendo ya ve usted… (ay estos indios clasemedieros, bueno ni a
clasemedieros llegan… se creen todo lo que les dice la tele, si por lo menos llegaran sin

familia o sin preñarse… con la cantidad de servicio que hace falta aquí… pero
embarazada, ni loca! Luego se te quedan con todo y la criatura)
-Si usted quiere le doy mis datos, somos gente honrada. Mire, mis papeles, me llamo
Encarnación Bautista y mi mujer se llama Manuela Flores; somos de buena familia…no
hay problema si nos quedamos hasta le puedo ayudar a cuidar la escuela…
-Pues si son tan conocidos ¿para que se vinieron para acá, no sabe que no es época de
andar viajando? Tengo un velador, gracias (como si fuera yo a meter a un desconocido a
estas alturas…)
-Seño, pero…
-Nada, nada, mire váyanse al parque de las Palapas, ahí esta el DIF, a lo mejor le pueden
ayudar…ellos sabrán que hacer..
-Miss Laura, ¿Donde anda?
Las voces de mis alumnos con algunos de sus papás me hicieron despedirme.
-Ándele, vayan para el centro…aquí tiene para el taxi, no es mucho pero de algo le
servirá.
La lluvia amainó un poco, lo suficiente para permitirles subir
trabajosamente, a un taxi que al ver que había función estaba por ahí, con la esperanza
de una “llevada”
Una imagen se quedó en mi retina, una mujer embarazada, cansada y con todo ello
caminando sonriente, un hombre joven pero encorvado por la responsabilidad de la vida
que llega. Apenas entré y ví la imagen de nuevo, esta vez en el escenario. No pude salir,
ya la lluvia se los había llevado, otros dos mil años quizás, otra noche cualquiera.
La promesa inmemorial del nacimiento…

Olga Alonso Peralta
Cancún, México

Las vírgenes feas
Lidoly CHÁVEZ GUERRA



A la victoria del FMLN, en El Salvador

La Manuela había espachurrado ajo toda la mañana, así que de la cocina salía un olor
envolvente que yo sabía le iba a durar en los dedos por lo menos tres días. La vi llenar un
cuenco de ajos machacados, y luego otro y otro, y no me alarmaba mientras pensaba que
era para la sopa. Pero cuando vi a la Manuela caminar al cantero y amasar el ajo con
tierra húmeda en un cazo, le dije «ah, ahora sí que vos estas soreca, tata ¿vamos a
comer suelo aliñado?». «No juegues», me dijo, «que ahorita cuando se nos acabe la poca
tortilla que queda, voy a pensar en unos tamalitos de barro», y se rió. A mí siempre me
gustaba aquella risa linda de la Manuela, como si no le tuviera miedo a nada en el mundo.
«Ven», me llamó, «¿ves cómo espanta a los zompopos?». Yo no veía nada, pero ella
decía que por tanto zompopero hacía tiempo que no teníamos flores. El ajo es bueno,
dijo.
La miraba, día tras día, velar el cantero. Se acercaba con la puntita del cuchillo a ver si
había brotado algún retoño, pero en vano. La tierra estaba muerta y los zompopos
seguían su pachanga como si nada. Una mañana, antes de que saliera el sol, la Manuela
me tiró de la cama. Andate, dijo, que vamos adonde la virgen, y le vi el rosario entre los
dedos. Se puso una mantilla blanca y el único vestidito decente que usaba para ir a
Coatepeque. Pensé que algo malo había pasado, pero no me atreví a preguntarle una

palabra. Trataba, por mi parte, de descubrirle algún gesto revelador por entre los pliegues
casi azulosos del tul.
De la iglesia siempre me sorprendía el contraste entre el bullicio de los vendedores de
estampas o velas, y aquel silencio de espanto en la nave. Manuela caminaba con paso
firme y de vez en cuando se persignaba frente a las imágenes. Me jalaba por el brazo y mi
impulso la chocaba cuando se detenía en seco. «¡La cruz!», me susurró finalmente.
Entonces empecé a imitarla y hacía como si me agachara frente a las santas. Llegó a un
banquillo y yo me arrodillé junto a ella. La oía murmurando cerca de mí aquellos rezos
que aún hoy me pregunto qué podrían haber dicho. «Cierra los ojos», me dijo primero, y
luego «¡Vamos ya!». La seguí casi a las carreras. Traté de igualar mi paso corto a su
estilo distinguido y su frente en alto, pero estaba aún demasiado expuesta a los
asombros. «Flores, señoritas», insistió un hombre interrumpiendo el paso. «Ya tenemos,
gracias», dijo Manuela, y solo entonces vi el ramo enorme de dalias que llevaba en la
mano contraria.¿De dónde las había sacado? «Ma, seguro que es pecado robarle las
flores a la virgen». Ella no contestó. Yo no sabía si poner cara pícara, como que
habíamos hecho una travesura, o un gesto grave de consternación. Yo no quería que la
virgen me castigara por la complicidad en el delito. Pero descubrí a unos cuilios cerca de
la esquina y temí, porque la virgen estaba demasiado lejos para condenarme, y aquellos
tenían unos cañonotes largos colgados al hombro. Yo miré a la Manuela, y la mirada
pétrea, de una dureza impenetrable, avanzaba de prisa rasgando el aire. Los cuilios le
silbaron y le dijeron groserías. No las entendía, pero había aprendido a distinguirlas por el
tono. Era de las primeras enseñanzas que nos inculcaban a las nenas. Manuela siguió, y
yo me puse muy nerviosa, pensé que nos iban a prender por robarle las flores a una
santa. «Anda, deprisa», dijo Manuela y no paramos hasta la casa.
Entonces la vi desparramar el mazo en pequeños ramilletes. Allí, sobre los anaqueles del
armario viejo, existía un altar que nunca había imaginado. Una veintena de estampas,
amarillas ya, descansaban junto a vasijas con flores secas. Me acerqué, detallé los
rostros del panteón de la Manuela. No eran ángeles nevados los que estaban ahí,
mirando desde el cartón. No, como la Santa Rita, de nariz filosa y ojos azules, o la
inmaculada Santa Liduvina, que yo había visto en una cartilla de Semana Santa, todas
cheles y bellas y limpias, con los mantones brocados hasta el piso. En aquellas postales
las vírgenes reían a veces, o miraban tristes así, a la nada. Una tocaba guitarra, y otra
estaba vestida de militar, con botas de hombre y un fusil contra el piso. Eran indígenas, o
gordas, o rugosas, como la tierra seca que no quería florecer.
La Manuela cambió con ternura el agua de los vasos, acomodó los nuevos ramilletes
junto a sus santas, les conversó y lloró como niña junto a ellas. Tomó algunas estampas
en sus manos y mencionaba nombres, como si hubieran sido sus hermanas, más que yo.
Un día tras otro la vi traer flores. A veces lo hacía sin mí. Su altar se poblaba cada vez
más con nuevas caras. En ocasiones eran casi cipotas. «No podemos sufrir más», la oí
decir, y algo como «lucha» o «guerrita» o «guerrilla». Y era tanta la fuerza, o… no sé… la
fe tan grande que depositaba en esas extrañas oraciones, de las que nunca había oído en
misa, que estuve segura de que alguna vez, alguna de esas muchas santas manchadas,
la iba a oír.

Lidoly Chávez Guerra
La Habana, Cuba

Caen los sueños
Aldo Joel BALCÁZAR TOLEDANO

“Queridos enemigos de siempre dejo este mundo de dolor,
nunca se olviden que el llanto de la gente va hacia el mar”
Fabulosos Cadillas.

Nunca llegó a entender en qué momento semejante ejercicio dejó de tener la importancia
que debería tenerlo; la seriedad de la que había escuchado hablar. —La vida es lo más
importante, pero sin libertad—. En qué país, con qué dictador se transforma en un juego
de papel. Vidas de papel tiradas en el agua.
Unas gotas de sangre salpican. La jícara de sangre para regresar a la realidad, el líquido
más parecido al agua desde hace algunos días. ¿Cuántos días llevo aquí? Cuatro o tres,
no deben ser más. No podría aguantar más de una semana. Más sangre y gritos de su
torturado de cuarto lo obligan a intentar abrir los ojos pero es imposible.
—Nada más mírate cabrón, con esa cara hasta parece que llevas dos días de madriza
continua, peor que boxeador. Ya ni la chingas ¡qué va a decir tu madre? ¿Quieres ver a tu
madrecita de nuevo? Claro, todos queremos a nuestras madres, de una o de otra forma,
pero en estas condiciones ¿Qué va a pensar de ti?
Mírate con los ojos cerrados, los labios abiertos, ya casi no te reconozco, todo
desmadrado. En fin, has visto la película del jorobado, esa de Disney —el cuerpo no
responde— pues él está más carita que tu. — Y suelta un golpe—. Para ser sinceros está
bien cabrón que regreses a casa, no porque no queramos que regreses, sino porque ya
no tienes. Sabes, fue destruida en la balacera que hubo con el cártel…quien sabe qué
pinche cártel enfrentamos, y como la cosa estuvo bien difícil y, estos pinches narcos
tenían bombas… pues se destruyó como cuatro casa. No sabías. Aquí está en los
periódicos. No que muy enterado de la situación del país. Puras pendejadas tú y esta bola
de revoltosos.
Hay algo bueno entre tanto desmadre en todo el país, y es que le estamos ganando al
narco. Y hay gente que piensa que los militares en las calles son sólo para violar,
maltratar, detener a los estudiantes, matar, quemar casas, torturar indígenas, investigar a
grupos guerrilleros y quien sabe que tantas pendejadas más. Puras mamadas. Lee, lee,
en los periódicos, en la tele, en la radio y hasta el presidente nos respaldan, nos protegen.
Pon atención que esto es importante —vuela otra mano y un pie— porque cuando quedes
en libertad y un puñetazo, libertad y una patada, libertad patada, libertad puño, puño y
libertad, libertad, libertad.
Imposible gritar o sentir dolor —pero sin libertad, ¿cuántos días?—no se puede pensar,
recordar la última tarde allá afuera, en libertad repetía el oficial aplicando una buena dosis
de golpes y palabras.
Ir a la escuela por la mañana, encontrarse con los compañeros, hablar de las cosas, de
todas las cosas en general, pero como un instinto innato nos encabronamos en los
hechos políticos. Gritábamos tan fuerte que en ocasiones las personas de afuera de la
casa se quedaban paradas y se iban con rapidez. Ver a mamá de nuevo ¿por qué
aparece mamá des pues de la gente corriendo? Botas negras bien lustradas, pantalón
verde corriendo por la calle gritando ¡qué va a decir tu madre! Cenar con la familia, subir
al cuarto y poner un disco. Los están buscando, mejor cuídense. El ejército viene para acá
a combatir el narco local, se escribe en el diario del municipio. Cuídense… los buscan…
ejército, y la canción del león Santillán encuadran la noche. Te quedas dormido.
Tal vez todo fuese un sueño. Los golpes ya no duelen. En el subconsciente todo es más
suave. Abres los ojos y ves a una persona vestida de verde, los cierras y estás en un
cuarto oscuro, tirado en una cama. Abres los ojos y te encuentras en el cuarto, los cierras
y el de verde golpeando. —No duelen los golpes, ya no duelen—. Cierras los ojos para
despertar en un lugar extraño con verde hablando de periódicos y del narco. A la

izquierda se encuentra Iván inmóvil en una laguna de sangre, Lucía con el sostén roto sin
pantalones, el cuerpo pálido con grandes lunares morados, en frete otras dos personas
que no has visto nunca. Una nube de mosquitos se acerca a ti y comienza a picarte. —No
duele—, piensas, pero cada vez son más fuertes, se convierten en pájaros hasta llegar a
ser puños golpeándote en el cuerpo. Pero ya no duelen. —Pon atención que esto es
importante—. Cierras los ojos y despiertas en un lugar oscuro, el mismo de hace rato. No
puedes ver nada, pero sientes un alivio. —Este es mi cuarto, son las horas de la noche,
las tres o cuatro, los perros no ladran y está oscuro. Empiezas a distinguir dimensiones.
Es mi cuarto—. Tu cuarto, no ha pasado nada. Los vuelves a cerrar para ver otro lugar
extraño. Sólo puedes ver algunas cajas de madera, una pared de metal, huele a perro
muerto y una montaña de maniquíes con ropa pintados de verde, morado y manchas
rojas te impiden ver más allá. Intentas moverte pero hay más muñecos encima de ti y no
puedes. Un ruido de motor llega a tus oídos. Cierras los ojos, prefieres despertar, el olor
es insoportable. La oscuridad te llena de calma, ahora estás seguro de que esta oscuridad
le pertenece a tu cuarto. Nada ha cambiado. Descansas y vuelves a dormir.
El ruido del motor es más fuerte y el olor te sigue hasta tu rincón, tu cuarto, y decides
terminar el sueño que ahora es una pesadilla que te sigue hasta tu recámara, a la
oscuridad y tranquilidad de tu recámara.
Los maniquíes de un principio son en estos momentos cuerpos fétidos con ojos sin
sentido, viendo a todos lados, viéndote y buscando una salida que te exigen encontrar. El
piso se abre y todos caen de aquel lugar que es un avión. De abajo se acerca el agua. —
El llanto de la gente va hacia el mar—, piensas. Las máscaras están con otro rostro, más
contentos, más felices, liberados de torturas, diría yo. Otros no han cambiado mucho,
siguen tristes. —Estoy volando entre máscaras de tristeza, logros a medias, sueños rotos;
si, no hay felicidad entre nosotros, hay una especie de liberación del maltrato al que nos
han sometido. No hay felicidad. Hay sueños inconclusos, utopías cayendo de aquel avión
por encima de nosotros, de nuestro trabajo. Un avión cagando utopías—.
El mar está acercándose, los cuerpos me tocan, se agarran a mí. Cierro los ojos para
despertar, no quiero morir. Los abro pero el mar está más cercano ¡despierta! Cierro los
ojos pero otra vez el agua, el aire se hace presente. No puedo respirar, apenas me doy
cuanta. Todo era tan tranquilo, ahora es demasiado rápido pero no llego al mar. Cierro los
ojos y el mar, abro los ojos y el mar, en las dos partes agua. Sueño o no, no puedo cerrar
los ojos, no puedo abrirlos ni moverme, ni volar, en los sueños se puede volar cuando
quieres, pero calma, calma, sólo tienes que… Pero el mar.

Aldo Joel Balcázar Toledano
México

IK
María Leticia CRUZ POCEROS



Descansaba sobre una mesa de madera apolillada...
Su madre, apurada, salió a recoger unas flores; su hermana preparaba el café...
Su padre afilaba el machete.
Había mucha niebla, la tierra húmeda se olía en el ambiente, las plantas goteaban el
sereno de la noche anterior.
El machete casi estaba listo... y se oxidaba con las lágrimas. Tum, tum, caían sobre él.
El ocaso parecía no llegar jamás... hace mucho que no se mira el sol.

Mientras, afuera de la casa todo era normal, la mayoría se empeñaba en negar lo
evidente.
Las horas fueron pintando el cielo que anunciaba la tarde un tanto gris.
Un grupo de hombres vestidos de verde con café, portaban poderosos rifles; y su cara
reflejaba amargura, su sonrisa burla; sus manos prepotentes afloraban satisfacción
irónica.
Yo salí de la casa; jugaba con una lagartija que tenía herida una pata; me gustan mucho
los animales y quería curarla.
Mi madre, junto con otras mujeres, apuradas en el horno amasaban y preparaban el café
con un toque de canela en las ollas de barro... despertando el hambriento olfato de los
que estábamos cerca.
Aquí, donde yo nací, las mujeres dedican gran tiempo a sus casas, a sus maridos, a sus
hijos, a la cocina, a la siembra, a parir.
Con el paso de los años las manos se curten entre la cosecha y el desgrane del maíz.
Sembrar no es cosa fácil, más cuando estamos entre lo alto de la montaña donde la tierra
no es fértil como para florecer los granos. A veces tenemos que talar árboles para
sembrar, porque aquí la tierra de siembra caduca rápido.
A veces los cenzontles se quedan sin árbol para hacer su nido.
Los hombres también hacen labores de preparar la tierra de siembra, de cosecha, de
recolección de leña y de trueque. Muchas veces bajan al pueblo o a la ciudad e
intercambian nuestra cosecha o nuestros tejidos por otras cosas que necesitamos, a
veces alguno de nosotros necesita medicinas de hospitales y también necesitamos
animales, para comer y para ayudar a transportarnos, aunque estamos acostumbrados a
caminar muchas horas entre lo que lastima de los paisajes de la sierra.
La recolección de la leña acalora tanto como el fuego que la madera enciende.
Para trabajar no hay distinción entre mujeres y hombres. Mi madre nos trae agua a casa
cuando después de una larga caminata logra acarrearla, casi siempre, cuando asienta los
cubos en el piso, alguna que otra gota de su frente cae y se mezcla con el agua que
beberemos o con la que nos limpiaremos.
A veces pasan días sin bañarnos, no porque seamos sucios, como muchos nos dicen,
pero a veces el agua escasea tanto que sólo tenemos dos opciones: o la bebemos o nos
bañamos.
La ropa se lava en el río o en lavaderos comunitarios que están más abajo, hacia el
pueblo. Muchas mujeres aquí tejen, bordan con muchos colores expresando lo orgullosos
que estamos de nuestras raíces, de nuestra tierra, aunque eso de “nuestra” suene a
sueño, a aventura con el sólo hecho de decir que es nuestra.
Algunos ya hasta el orgullo han perdido, otros no el orgullo pero sí la esperanza, otros con
orgullo sueñan una esperanza que para muchos suena a rebeldía.
Entre telares y pieles curtidas de sol, de siembra, de frío, poco a poco las horas
cambiaron los colores de los bordados de aquella tarde. Los telares de cintura fueron
parando conforme la noticia de aquello que ese día estaba ocurriendo se fue esparciendo.
La tarde se fue poniendo más fría y había una especie de inquietud pasmosa.
Llevé la lagartija y la puse sobre una piedra para curarle la pata. A mis espaldas estaba su
casa... a la izquierda la casa en la que las mujeres cocinaban; y frente a mis ojos mi casa
de lámina que a menudo mis padres levantaban.
Fueron acercándose más hombres de los que vestían verde y café; hablaban una lengua
extraña, la misma con la que nos gritan los que no son como nosotros; ellos, a quienes mi
padre llama mestizos.
Se suponía que yo debía estar con las otras niñas ayudando en la cocina o cuidando a los
bebés. Aquí hay niñas que tienen bebés.

Le entablé la pata a la lagartija. Recuerdo que Rosa sonrío mientras amamantaba a su
pequeño hijo de tres días de nacido, y junto a ella estaba la abuela María, quien siempre
contaba historias antiguas y predicciones de libros sagrados de los antiguos mayas.
El padre del hijo de Rosa aprendió la lengua de los mestizos y se fue a San Cristóbal, un
día sólo le dijo a Rosa que se iría en el tren con los que vienen desde más al Sur para
llegar más al norte; Rosa le lloró mucho cuando se fue y de vez en cuando aún se le
mojan los ojos porque el padre ni conoce al chamaquito; Rosa dice que quien sabe si
estará vivo o habrá quedado por ahí entre el Río o desierto que tendría que cruzar.
A veces los cenzontles tienen que volar a otros lados.
La Abuela María es respetada en el pueblo, por sus historias y porque cura, ella sabe de
muchas plantas, dice que cada yerba la sembró dios para algo especial; cuando sale a
recolectarlas se detiene y hasta cierra los ojos, pareciera que descubre el olor de cada
una, tiene tan buen olfato y tan buena mano que muchos de los niños que estamos aquí
hemos nacido por ayuda de ella.
Mientras Rosa se enamoraba más de su pequeño hijo, la abuela María tenía extraviada la
vista en lo que el puro se iba haciendo pequeño entre lo rojo que existe entre la ceniza y
el humo que se fuma.
De pronto mi padre me jaló, me empujó a la casa y me dijo que no saliera de ahí.
Y lo evidente sólo era una vez más...
Mi padre salió de la casa, yo me agaché porque una piedrita se me metió entre el dedo
gordo y el de junto, en mi pie.
Entonces escuché la voz de Bartolomé, el compadre de mi papá; quien hablaba con mi
padre en secreto y agitadamente.
Yo me quedé agachada tras la cortina que servía como puerta en mi casa de lámina, me
quedé quietecita y en silencio para poder escuchar; apenas y podía oír, el alboroto crecía
allá afuera.
- Nos tienen miedo- dijo mi padre asustado.
- Somos nosotros, los otros, a quienes quieren asustar con esto. Ellos no entienden
nuestra lengua- le contestó como ausente el compadre Bartolomé.
La verdad yo no entendía de qué hablaban, pero mi padre le dijo a Bartolomé que no era
la primera ni la última vez que pasaba, que era hora de reclamar.
Hace mucho tiempo, dice la abuela María, que estamos todos divididos. Indios y
mestizos. “Ellos y nosotros” son palabras que separan.
Hablaban de alguien cuyo nombre yo no podía escuchar.
Mi padre le contó a Bartolomé que el “alguien” estaba jugando cerca de los hombres de
los tanques; rondaba por ahí, con su cara cubierta de estambre negro, con el que sólo se
miraban sus ojos del mismo color y se asomaba su piel confundiéndose con la tierra.
Uno de los hombres le gritó que se largara, pero “él” no entendía sus gritos; los observaba
con atención; le seguían gritando, así que con coraje les aventó piedras con la resortera
de madera que se amarraba con una cinta a su tobillo.
Pero una de las piedras rozó la mejilla de un hombre de lengua extraña; así que muy
molesto correteó al “alguien”, hasta que éste tropezó y cayó. Entonces el sujeto lo jaloneó
y como “él” comenzó a gritar con desesperación e ira, lo calló haciendo sonar el tac, tac,
tac, en su cabeza y pecho. Lo cargó y lo arrojó al pie del camino, en el cerro, donde había
gente de la comunidad que vive cerca de su casa. Entonces la noticia corrió.
De pronto el alboroto creció.
Miré por un agujero, uno de los hombres de los tanques se acercó a mi padre, quien habla
algo de la lengua extraña, la de ellos, los mestizos; el hombre le dijo algo a gritos y se
marchó, pero no todos se fueron, nos vigilaban con sus rifles.
Bartolomé apurado le preguntó a mi papá qué le había dicho el hombre.

Mi padre tomó un puño de tierra y lo devolvió a ella violento. Se pasó la mano sobre su
cara y cerró el puño; hablando con los dientes apretados le dijo a Bartolomé que el
hombre le reclamó que “uno de nuestros niños fue a agredirlos y que ellos habían tenido
que aplacarlo, pues a ningún lugar llegaríamos con la tonta rebeldía, nuestros palos y
machetes; que nos apaciguáramos o a todos nos pasaría lo mismo; que el zapatismo no
servía, que no era tierra ni igualdad ni libertad”.
El alboroto creció de tal forma que no oí más.
Yo tenía mucho miedo, sentía tierra en la garganta y agua en los ojos.
La noche había llegado…
De pronto todos caminaron a su casa, la de “él”... era la casa de IK, mi amigo que tenía
los mismos seis años que yo.
Entonces no pude esperar más, salí de mi casa; hacía mucho frío, olían los tamales, el
café, la leña y la tierra húmeda; el humo del horno, y de las fogatas se perdía con la
neblina.
Oí gritos, Rosa estaba en la entrada de la casa de IK, cargaba a su pequeño hijo muy
asustada, y brotaba de sus ojos agua que humedecía más la tierra.
La lagartija estaba entre mis manos. Me colé entre la gente y llegué hasta las flores que
su mamá había recogido.
Descansaba sobre una mesa de madera apolillada...
Y volví a sentir agua en los ojos que cayó con la del cielo enfurecido.
IK estaba dormido, manchado de rojo...
Salí corriendo y me acosté en la tierra, el cielo lloraba y gritaba junto conmigo y los míos.
Miré a los hombres de los rifles, no estaban muy lejos; ellos reían.
No comprendía, tal vez para ellos los mestizos de lengua castellana, IK no importaba, tal
vez para ellos era sólo uno de nosotros, los otros, los que no somos como ellos, nosotros
los indios.
Un hombre me miró a los ojos, yo sentía tierra en la garganta y una sensación de enojo,
de rabia, de harta muina y dolor del pecho, que sin darme cuenta le arranqué la cabeza a
la lagartija mientras se oía el afilar de los machetes.
Era noviembre del 94 en la Sierra de Chiapas.
El frío heló mis lágrimas mientras mi sangre hervía.
Después vino la matanza en Acteal... y para ellos -otra vez- el olvido hacia nosotros. La
sangre de los míos impregnó con su olor al viento... IK se tiñó de rojo, tal vez porque IK en
la lengua de ellos, los mestizos, significa Viento.
Algunos han aprendido a mirarnos, aunque para eso algunos hemos tenido que ponernos
un pasamontañas, o emigrar a las grandes ciudades a narrar nuestras propias historias no
en tzotzil o en nuestra lengua, sino en castellano. Otros han tenido que entintar sus
historias con su propia sangre. Otros siguen luchando el día a día.
Los machetes se siguen afilando...
Aún no hay justicia para IK... el viento está teñido de rojo.

María Leticia Cruz Poceros
México

Almas con olor a cebolla
Cecilia COURTOISIE NIN

Esta mujer tiene algo especial en las manos. Sus dedos gruesos hablan. Sus
uñas negras, los nudillos apenas deformados. La resequedad de la piel.
Aprieta el cuchillo entre los dedos y corta la zanahoria casi sin esfuerzo.
Pedazos chiquitos para la sopa. Calabaza, puerro, cebolla. Bandejitas de verdura
en juliana.
Buen día ¿me da una banana? ¿una sola? Sí. Dos pesos. ¿Dos pesos? Por
unidad es más caro. Bueno. ¿Algo más va a llevar? No, nada más, gracias.
Detrás de la expresión seria, un dolor atrasado. El estómago oprimido se
oculta bajo la redondez del cuerpo. Cuerpo cansado. Lento.
Lejos quedaron los días de críos en la espalda. De palabras crueles de gente
igual, pero con otra vida. Lejos, pero más presente que nunca.
Los anhelos se arrancan de los azotes recibidos, los sueños deformados por
lágrimas imperceptibles. Inaceptables. El pecho que se incendia con la naturalidad
del aire y trasmite en esa fuerza, generación tras generación, el sabio sigilo de la
lucha imperecedera.
La victoria descalza deja huellas en la planta del pie.
La angustia en silencio. El silencio que asume la rabia del otro, la absurda
intolerancia.
Los huesos sufren, pero se callan.
¡Deja las ciruelas quietas! Gabriel, vigila a tu hermano. ¿Qué le doy, señor?
¿un kilo? Los zapallitos dos kilos cinco pesos. Un kilo, tres. ¡Gabriel, vigila a tu
hermano te he dicho! El brócoli se lo dejo dos con cincuenta porque no vino bueno.
¡Quita tu mano de allí te he dicho! ¡Gabriel! El tomate de oferta se ha acabado, tiene
esos a cuatro pesos. ¡Gabriel!
Muchos siglos esperando la esperanza. Con la esperanza a cuestas se sueña
distinto, se lucha distinto, la dignidad es posible.
El día empieza mucho antes si se hacen trámites.
Filas eternas de personas que acampan, en busca de un sueño deseado por
obligación. Dejar de pertenecer para ser de otra parte. Colas inacabables por una
identidad legal. Prueba indeleble del exilio.
Madrugadas enteras desperdiciadas en un papel. Punto de partida de una
aparente vida nueva. Sudamérica, hermanos latinoamericanos. Buenos Aires, la

utopía disfrazada de anhelos tangibles. Sábanas limpias, un trabajo digno. ¿Digno
de quién? ¡Sudamérica! ¿hermanos latinoamericanos?
La Patria Grande.
Falta la partida de nacimiento. Pero yo he traído todo. Todo no, le falta la
partida legalizada en su país de origen. Pero yo he traído todo lo que me han dicho
ustedes. ¿No entiende lo que le digo, señora? Falta la partida legalizada. A ver, ¿de
dónde es usted? ¿y tiene familia allá? Bueno, mándeles la partida para que le hagan
el trámite y vuelva otro día. Ya vine cinco veces. ¡Le falta la partida, señora! Vuelva
otro día, hoy no puedo hacer nada.
Otra vez el silencio.
Las manos de esta mujer tienen algo. Hablan. Cuentan su historia.
Llega a casa cuando la noche está avanzada, con sus hijos de las manos. El
más pequeño quizás en brazos. Abierta al reencuentro que la espera puertas
adentro, donde todo está en calma.
La familia unida, por el exilio, por la historia compartida, por el porvenir que
están creando. La familia toda, completa, los que ya están, los que van llegando.
La esperanza contenida en los sabores que pasan de mano en mano,
hombres y mujeres, núcleo inseparable, inquebrantable. El aroma de los otros que
allá están, que son pero no son. Desconocidos de la misma raza, humanos, seres
que explotan de vida, de angustia, de anécdotas que son distintas y tan iguales.
Rituales que son de todos y que ellos se llevaron a otra parte. Rituales compartidos
a la distancia con aquellos que aún luchan en la tierra que los trajo. Pacha al rojo
vivo que guarda en frasquitos los vientos huracanados.
Puertas adentro el alma se reconstruye, se comprende. Puertas adentro de
casa, y del país que una vez fue nuevo.


Almas com cheiro de cebola
Cecilia COURTOISIE NIN


Esta mulher tem algo especial nas mãos. Seus dedos rudes falam. As unhas negras, as
articulações ligeiramente deformadas, a secura da pele.
Aperta a faca entre os dedos e, quase sem esforço, corta a cenoura. Pedaços
pequeninos, para a sopa. Abóbora, alho-poró, cebola. Bandejinhas de verdura picada.
Bom dia; me dá uma banana? Uma só? Sim. Dois pesos. Dois pesos? Por unidade é mais
caro. Tudo bem. Vai levar mais alguma coisa? Não, nada mais, obrigado.

Por trás da expressão séria, uma dor que se prolonga. O estômago oprimido se esconde
sob a redondez do corpo. Corpo cansado. Lento.
Já vão longe os dias de carregar bebês nas costas. Dias de palavras cruéis de gente
igual, mas com outra vida. Já vão longe, embora estejam mais presentes do que nunca.
Os anseios se apartam dos açoites recebidos, os sonhos deformados por lágrimas
imperceptíveis. Inaceitáveis. O peito que se incendeia com a naturalidade do ar e
transmite, nessa força, de geração em geração, o sábio segredo da luta imperecível.
A vitória descalça deixa marcas na planta dos pés. A angústia em silêncio. O silêncio que
assume a raiva do outro, a absurda intolerância.
Os ossos sofrem, mas se calam.
Largue essas ameixas, Gabriel! Tome conta do seu irmão. O que deseja, senhor? Um
quilo? Dois quilos de abobrinha, cinco pesos. Um quilo, três. Gabriel, tome conta do seu
irmão, eu já disse! O brócolis, deixo dois por cinquenta, porque não está muito bom. Já
disse para tirar a mão daí, Gabriel! O tomate em oferta acabou, tenho esses outros, a
quatro pesos. Gabriel!
Muitos séculos à espera da esperança. Com esperança, sonha-se diferente, luta-se
diferente, a dignidade é possível.
O dia começa muito antes, quando há trâmites a fazer.
Filas eternas de pessoas que acampam, em busca de um sonho desejado por obrigação.
Deixar de ser de um lugar, para ser de outro. Filas intermináveis, por uma identidade
legal. Prova indelével do exílio.
Madrugadas inteiras desperdiçadas num papel. Ponto de partida de uma vida
aparentemente nova. América do Sul, irmãos latino-americanos. Buenos Aires, a utopia
disfarçada de anseios tangíveis. Lençóis limpos, um trabalho digno. Digno de quem?
América do Sul! Irmãos latino-americanos?
A Pátria Grande.
Falta a certidão de nascimento. Mas eu já trouxe tudo. Tudo, não. Falta a certidão,
autenticada em seu país de origem. Mas eu trouxe tudo o que me disseram para trazer!
Não entende o que eu falo, senhora? Falta a certidão autenticada. Vejamos, de onde a
senhora é? E tem familiares, por lá? Bem, mande-lhes a certidão para que a autentiquem,
e volte outro dia. Já vim cinco vezes. Falta a certidão, senhora! Volte outro dia, hoje não
posso fazer nada.
Outra vez o silêncio.
As mãos desta mulher têm algo. Falam. Contam sua história.
Chega à casa, a noite já avançada, puxando os filhos pela mão, o menor provavelmente
no colo. Aberta ao reencontro que a espera, lá dentro, onde tudo é calmaria.
A família unida pelo exílio, pela história compartilhada, pelo futuro que está criando. A
família toda, completa, os que já chegaram, os que vão chegando.
A esperança contida nos sabores que passam de mão em mão, homens e mulheres,
núcleo inseparável, inquebrantável. O aroma dos outros que lá estão, que são mas não
são. Desconhecidos da mesma raça, humanos, seres que explodem de vida, de angústia,
de casos que são diferentes e tão iguais. Rituais que são de todos e que eles levaram
para outro lugar. Rituais compartilhados à distância, com aqueles que ainda lutam na terra
de onde vieram. Pacha incandescente que guarda em pequeninos frascos os ventos que
têm a força de furacões.
Portas adentro, a alma se reconstrói, se acalma. Portas adentro de casa e do país que um
dia foi novo.

Cecilia Courtoisie Nin
Buenos Aires, Argentina

De cara al sol
José ARREOLA



“El amor, madre, a la Patria
No es el amor ridículo a la tierra,
Ni a la yerba que pisan nuestras plantas,
Es el odio invencible a quien la oprime
Es el rencor eterno a quien la ataca.”

José Martí.

Cabalgarás a contra orden en primera línea. Te llamará el peligro, la osadía,
los deseos, la luz eterna. Caerás del caballo, por un golpe extraño, desconocido
hasta ahora. Quedarás boca arriba, de cara al sol. Te sentirás convertido en otros
pero siendo siempre tú. Cuando repares en el sol, cuando sientas sus rayos en el
rostro, intentarás regalarle una sonrisa. Sentirás un breve dolor, un agudo dolor, un
sonoro dolor, penetrando como ráfaga en tu carne. Sabrás que eres tú ese mismo
que asalta el cuartel Moncada; que eres tú ese que reprime el grito cuando le
arrancan los ojos. Te verás viajando a otro país, en casas de seguridad, buscando
armas, haciendo preparativos para la libertad. Sentirás el necesario temor cuando
desembarcando en tu patria los reciban las balas del tirano deshaciendo casi por
completo la expedición, será, apenas, tu sentido de la orientación el que te salve.
El calor y la humead de la sierra no te dejarán en paz, las botas estarán pesadas,
el fango te llegará hasta el pecho. La sed, la maldita sed, te secará la boca pero no
te impedirá saborear la victoria con los tuyos cuando declares que se han ganado
el derecho de empezar. Te llenarás de heroísmo los pulmones en Girón. Aunque la
disnea te impida respirar y sientas esas contracciones en el torso, tus sueños te
llevarán hasta Bolivia. Sentirás lo quemante de una bala en tu pierna, escupirás a
un oficial que querrá humillarte, quedarás, después, inmóvil, como en un sueño, sin
sentir pero sintiendo, con tu rostro angelical. Llorarás cuando la muerte te bese las
barbas y el asma. Te ahogara el calor, ni siquiera las palmas frescas te aliviarán.
Todo es un segundo, todo te parecerá una eternidad. Acostado, mirando el cielo,
descubrirás verdades en él y en las hojas de los árboles. Escucharás, a la distancia,
la entrada de los tanques en Moneda, los disparos, las injurias, el último mensaje
de un buen hombre; te llenarán de escupitajos, serás muerto nuevamente en el
estadio, junto a otros miles. El sudor recorrerá tu frente, querrás gritar y levantarte,
andar en el caballo, cabalgar al infinito, ahogar las penas y la angustia, terminar con
la tortura, querrás matar para poder vivir. Serás desaparecido, te buscarán las
abuelas, las Madres de Plaza de Mayo, reirás de tan feliz cuando te encuentren.
Llorarás inexorablemente. La vista se te irá nublando, poco a poco, sin oportunidad
de nada más. Se extinguirá el aire por más que intentes aspirarlo. Todos los dolores

de tu tierra se posarán en tu pecho, en tu pierna, en tus brazos, en tus ojos, en tu
angustia, en tu ausencia. Sentirás como las fauces de la bestia en que viviste casi
se tragan a ese pedazo del mundo, a esa isla hermosa. Sentirás que vuelves a
nacer, a vivir, a pelear, a ganar, aunque ya casi no respires, aunque la vista se te
nuble.
El calor, la sed, el cansancio, se extinguirán, no tendrás más dolor, ni nada.
Tus músculos quedarán relajados debajo del uniforme guerrillero que con tanto
ahínco y sacrificio te ganaste; quedarán la levita y las antiparras en tu mochila
inseparable junto a tu confidente diario de campaña. La sangre brotará de ese
orificio hecho por la bala, regará la tierra, le dará vida. Todo se oscurecerá. Caerá
el fusil acompañándote, dormirá a tu costado izquierdo. Sabrás que el mundo se te
acaba. Que la oscuridad te irá bebiendo. Que la tierra te reclama para ser semilla.
Mirarás al infinito, en él observarás lo que soñaste, lo que peleaste. Verás a los
tuyos rompiendo las cadenas. Escucharás a Venezuela gritando “yanquis de
mierda”; a la indígena Bolivia levantarse, llenarse de júbilo y verdad; a Ecuador
decidiendo su destino. Tus ojos mirarán a la América mestiza siendo ella, libre,
independiente, soberana.
Nadie, José, nadie entenderá porque ahora que la bala te está matando, se
te dibuja una sonrisa. Nadie, Martí, nadie, entenderá porque te vas alegre, pese a
todo. Nadie, José, nadie, entenderá porque te vas sereno, hermoso. Nadie
entenderá que mueres para empezar a vivir eternamente con los pobres de la tierra.
Nadie entenderá que te vas contento porque desde Dos Ríos, a instantes de la
muerte, tú José, tú Martí, sabías que seríamos para siempre libres. Por eso, tú, José
Martí, exhalas, este 19 de mayo de 1895, el último y contento aliento, de cara al sol
como soñaste.

DE CARA PARA O SOL
José ARREOLA

O amor à Pátria, mãe,
Não é o mero amor à terra,
Nem à erva que pisam nossos pés.
É o ódio invencível a quem a oprime,
O rancor eterno a quem a ataca.
José Martí.

Cavalgarás em contraordem, na primeira linha. O perigo, a ousadia, os desejos, a luz
eterna te chamarão. Cairás do cavalo, por um golpe estranho, desconhecido até então.
Deitado de costas, de cara para o sol, sentirás que te transformas em outros, mas sempre
sendo tu mesmo. Ao perceber o sol, ao sentir seus raios no rosto, tentarás sorrir para ele.
Sentirás uma breve dor, uma dor aguda, uma dor sonora, penetrando como rajada de
vento em tua carne. Saberás que és tu aquele que assalta o quartel Moncada, que és tu
aquele que reprime o grito quando lhe arrancam os olhos. Ver-te-ás viajando a outro país,
em casas de segurança, buscando armas, fazendo preparativos para a liberdade.
Sentirás o necessário temor, ao desembarcar em tua pátria, quando te receberem as
balas do tirano, destruindo quase por completo a expedição. Apenas teu senso de
orientação te salvará. O calor e a umidade da serra não te deixarão em paz, as botas te
pesarão, a lama te chegará até o peito. A sede, a maldita sede, te secará a boca, mas

não te impedirá de saborear a vitória junto aos teus, quando declarares que ganharam o
direito de começar. Encherás de heroísmo teus pulmões, em Girón. Ainda que a dispneia
te impeça de respirar, ainda que sintas essas contrações no peito, teus sonhos te levarão
até a Bolívia. Sentirás o fogo de uma bala na perna, cuspirás num oficial que quer
humilhar-te, depois permanecerás imóvel, como num sonho, sem sentir mas sentindo,
com teu rosto angelical. Chorarás quando a morte te beijar a barba e a asma. O calor te
sufocará, nem sequer as palmas frescas te aliviarão. Tudo é um segundo, tudo te
parecerá uma eternidade. Deitado, contemplando o céu, descobrirás verdades nele e nas
folhas das árvores. Ouvirás, à distância, a entrada dos tanques em La Moneda, os
disparos, os insultos, a última mensagem de um bom homem; te escarnecerão, serás
morto novamente no estádio, junto a milhares de outros. O suor te correrá pela testa.
Desejarás gritar e levantar-te, andar a cavalo, cavalgar o infinito, afogar as penas e a
angústia, acabar com a tortura; desejarás matar para poder viver. Serás um
desaparecido; as Avós, as Mães da Praça de Maio te procurarão. E rirás, de tão feliz,
quando te encontrarem. Chorarás inexoravelmente. Teus olhos se nublarão pouco a
pouco, sem chance de mais nada. O ar se extinguirá, por mais que tentes aspirá-lo.
Todas as dores de tua terra se alojarão em teu peito, em tua perna, em teus braços, em
teus olhos, em tua angústia, em tua ausência. Sentirás como a garganta do ser rude em
que viveste quase engole esse pedaço do mundo, essa bela ilha. Sentirás que tornas a
nascer, a viver, a lutar, a vencer, embora já quase não respires, embora teus olhos se
turvem.
O calor, a sede, o cansaço se extinguirão. Não mais terás dor, nem nada. Teus músculos
relaxarão sob o uniforme de guerrilheiro, que com tanto afinco e sacrifício ganhaste.
Restarão o casaco e os óculos em tua mochila inseparável, junto ao teu confidente diário
de campanha. O sangue brotará desse orifício feito pela bala, regará a terra, dar-lhe-á
vida. Tudo escurecerá. O fuzil cairá, te acompanhando, repousará junto a teu flanco
esquerdo. Saberás que o mundo acaba para ti. Que a escuridão te engolirá. Que a terra
te quer para semente. Contemplarás o infinito; nele verás o que sonhaste e pelo que
lutaste. Verás os teus rompendo os grilhões. Ouvirás a Venezuela gritando “ianques de
merda!”; e a Bolívia indígena levantar-se, encher-se de júbilo e verdade; e o Equador
decidindo seu destino. Teus olhos verão a América mestiça sendo ela própria, livre,
independente, soberana. Ninguém, José, ninguém entenderá por que, agora que a bala
está te matando, desenha-se em ti um sorriso. Ninguém, Martí, ninguém entenderá por
que vais alegre, apesar de tudo.
Ninguém, José, ninguém entenderá por que vais sereno, belo. Ninguém entenderá que
morres para começar a viver, eternamente, com os pobres da terra. Ninguém entenderá
que vais feliz, porque desde Dos Ríos, momentos antes da morte, tu, José, tu, Martí,
sabias que seríamos livres para sempre. Por isso, tu, José Martí, exalas neste 19 de maio
de 1895 o último e feliz suspiro, de cara para o sol, tal como sonhaste.
(Tradução literária de Yara Camillo).

José Arreola
México}




El sueño limpio de Yoya y los depredadores de La Chureca
María Isabel MONTOYA

El ruido de las aves de rapiña y el olor particular del lugar despertaron a Yoya. Un nuevo
día estaba comenzando para esta joven de 21 años, madre de dos vástagos y con
embarazo de tres meses. Su madre, unos dieciséis años mayor que ella, ya se había
levantado y se disponía a salir sin avisarle, pues el sol estaba calentando, eran casi las
seis, y no podía perder mucho tiempo.
Yoya fingió seguir durmiendo mientras con sus ojos cerrados imaginaba un atajo para
salir adelante y llegar primero a la descarga. Dejó pasar unos minutos y después sacudió
la vieja franela cafesuzca y raída, despertó al pequeño Monchito, quien tenía unos cuatro
años, pero por su estatura y peso parecía de dos. Le envolvió los pies con unos trozos de
camiseta, acomodándole una plantilla de poroplast, para prevenir heridas o llagas durante
el recorrido. Se incorporó y con la misma franela se sujetó en la espalda a su bebé de 18
meses, ésta todavía dormía. Con señas le dijo a Monchito que guardara los cartones, que
hacían veces de cama, sillas o escudos contra el Sol. El pequeño ya sabía dónde
ponerlos para que nadie los tomara y así tener en qué descansar cuando el Sol se
ocultara. Finalmente comenzaron a caminar.
El ambiente grisáceo formado por montañas de basura humeante confundía figuras
humanas (envueltas en trapos y apoyadas en ramas retorcidas que hacían de bastones)
con perros flacos y bestias de carga halando carretas destartaladas. A esa hora todos
buscaban lo mismo: El desayuno para tener fuerzas durante la jornada que les esperaba.
Yoya apresuró el paso y trató de orientarse siguiendo la punta de una vieja estructura
metálica que parecía haber sido un molino de viento y que apenas sobresalía en aquella
inmundicia. Posiblemente ese molino era parte de una de las tantas mansiones que
estaban muy bien ubicadas a orillas del Lago Xolotlán antes del terremoto en 1972,
cuando Managua era boyante y hasta era referencia para empresas norteamericanas y
europeas que querían invertir en un nuevo canal interoceánico. Según dicen, después de
ese terremoto la ciudad no volvió a ser la misma y el espectro del terror y la muerte se
arraigó en las costas como una mancha maldita que en su vaivén contamina las aguas y
destruye la tierra… Tres años después de esa desgracia los barrios costeros tenían un
basurero en común que comenzó a crecer y crecer y de repente obtuvo nombre propio y
Náhuatl! sí, porque la identidad no se podía perder: Chureca o La Chureca, como mejor
es conocido, significa en Náhuatl traste viejo.
El recorrido era un poco extraviado y Yoya se esforzaba por recordar la ruta que había
conocido con su padre para llegar primeros a la descarga. En ese tiempo Yoya tenía ocho
años y para ella era una aventura excitante avanzar a pasos gigantes enganchada en los
hombros de su padre. Desde esa altura ella lograba ver mejor todo lo que podía ser útil
para ellos y le avisaba a su padre: “Allá, por aquel lado hay algo brillante”. Así su padre,
guiado por el comentario de su hija, caminaba estratégicamente, sin llamar la atención de
los otros, para llegar hasta el punto donde habían descargado recortes de aluminio, latas
o vidrios y lo que hacía inmediatamente era cubrirlo con más basura, especialmente con
restos de comida podrida, para que ni los perro se acercaran al botín y cuando alguien se
acercaba, fingía frustración por no haber encontrado comida digerible.
En varias ocasiones lograron obtener buen dinero con la venta del material recolectado y
hasta se dieron el lujo de comprar aceite, arroz y frijoles, para que su madre los preparara
en unas ollas que el mismo vertedero les había ofrecido. Otras, fue descubierto y tuvo que
luchar con los que intentaban adueñarse de lo que había encontrado, pero algunas veces
se vio obligado a ceder a cambio de su vida y la de su hija…
Yoya seguía caminando sin percatarse que Monchito se había quedado atrás y había sido
encontrado por su abuela, quien ahora caminaba tras Yoya cargando al pequeño. Los
pasos fueron desacelerando al ver que tanto afán había sido inútil. Yoya no era la
primera, como cuando iba con su padre, y muchos estaban esperando con sus sacos

mugrientos, otros con sus carretones y unos más sofisticados con unas carretillas que
seguramente habían salido descartadas de algún supermercado. Eran casi doscientas
personas y muchas más que seguían llegando. Hasta entonces Yoya volvió la mirada
atrás y se dio cuenta que su pequeño estaba agotado y con hambre en los brazos de la
joven abuela: Benita, quien decía tener 37 años, pero su piel y su rostro denunciaban más
de 40.
-“Hasta ahorita te acordastes del chavalo”, le reclamó Benita a Yoya.
-“Y usted nos dejó volados”, le replicó Yoya.
-“Yo porque te vi cansada y oí a la tierna llorando toda la noche, no los quise despertar”,
justificó, “pero te pusistes las pilas y viniste igual que yo”.
-“Para nada”, respondió molesta Yoya. “Los chigüines ya están con hambre y no hallé
nada en todo el camino y ahora este montón de gente no nos va a dejar nada cuando
llegue el camión. Si es que viene”.
El malestar de Yoya era el de todo el grupo. Eran casi las diez de la mañana y el camión
no llegaba. Una semana antes habían empezado a llegar de forma irregular. Algunos
habían comentado que no sabían si seguirían llegando... Dependería de lo que
resolvieran en la Alcaldía, pero ahora llevaban dos días sin aparecerse y esto tenía
preocupados, molestos y hambrientos a los residentes de La Chureca y también a los
visitantes.
-“A mí no me preocupa si traen chunches, porque ahora no vale la pena lo que pagan, lo
que me interesa es la comida de estos cipotes. Ya llevan dos días mal comidos”, se
lamentó una señora.
-“¿Será que se están desquitando (vengando) por lo que pasó el otro día con los
uniformados?”, preguntó uno de los colectores.
Llamaban uniformados a los trabajadores de la alcaldía, que también eran colectores
como ellos, pero usaban uniformes.
-“No, no creo. Eso es algo entre políticos gruesos y a nosotros sólo nos utilizan”, aseveró
otro.
-“Pero cómo se van a meter los políticos con la basura, si esto es lo que ya nadie quiere”,
dijo en voz baja Yoya, quien ya se había acomodado en una piedra y amamantaba a la
pequeña.
Uno de los colectores visitantes, que estaba en cuclillas muy cerca de ella, la escuchó; se
metió la mano entre su camisa y sacó una sección de periódico reciente: “Aquí dice eso”,
le dijo, apuntando un artículo en específico. “…y falta lo peor”, sentenció.
La señora que había expresado su preocupación por la comida de los cipotes, se acercó
intrigada y le preguntó al hombre si sabía leer. A lo que éste respondió afirmativamente,
moviendo la cabeza, parecía que no quería que se enteraran que sabía leer…
No era la primera vez que llegaba alguien asegurando que sabía leer y prometiendo
beneficios a los colectores residentes, a los churequeros, como les decían desde afuera.
Muchos churequeros habían pagado a estas personas sin escrúpulos parte del dinero que
se habían ganado después de vender libreado (pesado) el aluminio, hierro, plástico, hule,
cartón o papel que habían colectado durante días, bajo el sol inclemente, muchas veces
sin comer y otras tantas librando batallas bárbaras, armados con trozos de vidrios o
espejos. Así muchos quedaron esperando láminas de zinc, paquetes de comida, letrinas,
pozos para agua potable, comedor infantil…hubo un charlatán que hasta cine prometió…
Aunque analizando bien, sí hubo cine. No un local, sino un cortometraje de quince
minutos que retrataba esa cruda y hedionda realidad. “La Chureca: El vertedero más
grande de Latinoamérica” iniciaba diciendo un locutor y la comparaba con otros similares
en Haití, Bolivia y Paraguay.
Una vez más la señora le pidió que leyera lo que decía el periódico, pero la solicitud no
fue acatada de inmediato, sin embargo, la mujer insistió y convenció al hombre, quien

bajo la marida desconfiada de algunos, se rascó la cabeza y a regañadientes comenzó a
leer un poco cancaneado: “De después de va varios días de pro-testa, la al-cal-día y el
go-bier-no central siguen dis discutiendo para encon-contrar una po posible so-lu-ción al
pro pro-ble-ma de la basura…”
La lectura seguía: …mientras miles de “churequeros” siguen obstaculizando el ingreso de
los camiones recolectores, alegando que ellos también merecen tener un ingreso para
vivir y que no permitirán que los trabajadores de comuna los dejen sin su único medio de
subsistencia…
La lectura fue interrumpida por uno de los colectores, quien alzó la voz pidiendo que
dejaran escuchar lo que el otro estaba leyendo: “Que no ven que esto nos interesa a
todos. Cállense!!! Para que entendamos hombre. En esta noticia están hablando de
nosotros y hasta nos están dejando mal parados, porque sólo dicen que no estamos
dejando entrar a los camiones para que boten la basura, pero no cuentan todo el cuento.
Estos jodidos no dicen que nosotros estamos reclamando porque los uniformados sólo
nos vienen a tirar lo que ya no sirve y ellos se están quedando con todo lo que antes
vendíamos. Ellos no ven injusticia en eso. Ellos no dicen que los uniformados tienen un
gran salario y que además usan los mismos camiones para irse directamente donde los
que compran chatarra. Ellos no dicen que maman la teta por todos lados y que nos están
dejando sin comida a nosotros y a nuestros chigüines. Qué se creen? Si nosotros también
somos hijos de Dios!!!”
-“Eso es cierto. A nosotros nos dejan siempre como los malos, como la lacra. Cuando
mencionan La Chureka es como que mencionan una peste”, expresó otro de los
presentes, que estaba acompañado por su mujer y cuatro hijos.
-“Pero eso ha sido así y no va a cambiar. De qué se extrañan?”, dijo uno más joven. “Aquí
vienen, nos toman fotos, nos hacen preguntas de lo que haríamos si salimos de aquí,
pero no nos dicen que van a hacer por nosotros”, agregó.
“Un maje me contó que oyó en la radio que van a cerrar La Chureca y que la van a
trasladar por Tipitapa”, dijo otro jóven.
“!Qué!, ¿Cómo?”, dijeron al unísono todos los presentes, provocando que hasta los
zopilotes que merodeaban en sus pies alzaran vuelo.
-“Eso es lo que dice aquí también”, dijo el hombre que había comenzado a leer el trozo de
periódico.
-“¿Y qué más dice?”, preguntaron esta vez más interesados.
-“Pues que van a conseguir ayuda de otros países para cerrar aquí y van a hacer un
nuevo basurero por Tipitapa”
-“Ah!, pero eso lo han dicho muchas veces y nunca lo hacen”, intervino Benita, la madre
de Yoya. “Ramón hasta les ayudó a levantar una lista de la gente que ha vivido aquí por
más de 20 años, porque nosotros fuimos de los primeros. Aquí nació la Yoyita. Ellos
decían que iban a ayudar a las familias que vivían aquí, porque los que vienen de fuera no
tienen tanta necesidad. Los que vivimos aquí tenemos más derecho, porque nosotros
comenzamos espulgando entre la basura cuando nadie le ponía mente. Una vez vinieron
unos cheles y nos dijeron que nos iban a explicar cómo hacían en México y en otro país
que no me acuerdo, pero después se perdieron y no volvieron…”
Los llantos de un niño interrumpieron el relato de Benita. El chavalo estaba hambriento y
su madre no sabía qué hacer. Eran casi las doce del medio día y no había probado
bocado desde el día anterior. Una mujer sacó un mango magullado, que seguramente
había tenido la suerte de encontrar el último día que llegaron los camiones, se lo acercó al
llorón y éste comenzó a engullirlo sin perder tiempo en pelarlo o limpiarlo.
Benita buscó con la mirada a Yoya, para saber si sus nietos estaban con ella, porque más
de una vez ella se había quedado dormida y los niños quedaban expuestos a cualquier
tipo de peligro imaginable. En una ocasión la abuela llegó justo cuando Monchito había

sido mordido por un perro rabioso y logró evitar lo peor succionándole lo que el animal
había dejado en la mordida. Después le aplicó limón y ella también chupo limón, que por
suerte tenía a mano.
Yoya empezó a retirarse del grupo y siguió caminando orientándose por la misma
estructura que parecía haber sido un molino. Todos habían quedado atrás, preocupados
por lo que decía un trozo de papel o hilando esperanzas… Las palabras de Benita habían
hecho recordar a Yoya un secreto que guardaba con su padre y dispuso aprovechar el
momento para ir a ese lugar especial.
El sol estaba incandescente y el hedor era insoportable, a esa hora parecía que había
brasas en el suelo y los desperdicios orgánicos, inorgánicos y tóxicos se mezclaban con
vísceras y se cocinaban al vapor emanando una auténtica arma biológica, con alcance
incalculable, pero Yoya no lo sentía. Su ceño estaba fruncido y su mirada fija en la
estructura que aumentaba de tamaño cada vez que daba un paso. El recorrido no era tan
corto. Eran más de 60 hectáreas con una topografía propia para certificar la resistencia de
cualquier guerrilla sudamericana, pero Yoya no se detenía. Resbaló varias veces y se
volvió a levantar. Sus manos estaban llenas de la mugre más inmunda y alaste (jugosa).
A veces sentía las manos tirantes, como que se estaban adormeciendo, aparentemente
porque se estaban secando, pero nuevamente caía y volvían a estar húmedas y
asquerosas.
Yoya caminaba absorta, ensimismada y aceleraba el paso cada vez más y más… Bajó el
ritmo hasta que empezó a sentir que tocaba tierra firme, entonces supo que las montañas
de basura habían quedado atrás y estaba frente a esa torre inmensa, que en realidad no
era de molino alguno, sino una vieja torre de cableado eléctrico, que milagrosamente
había sobrevivido a los depredadores del metal. Su valor en peso habría garantizado el
sustento de una familia de cinco miembros por un año, pero se requería un equipo
especial para derribarla, por eso aún estaba en pie.
Yoya corrió, como cuando un niño ve llegar a su padre con un dulce en la mano, bordeo
una a una las patas de la torre, como buscando algo. Cuando llegó a la tercera pata saltó
de alegría, besó la corroída pata, se tiró al suelo y se quedó un rato viendo el firmamento,
que extrañamente no estaba lleno de buitres. Respiró profundo, sonrió y se tiró unas
cuantas carcajadas y a la vez recordó las carcajadas de su padre mientras ella se
columpiaba en un trozo de madera colgado de esa misma estructura. Su padre mismo le
había construido ese columpio y acostumbraba llevarla allí para celebrar una buena venta
de materiales reciclables que juntos habían colectado.
Poco a poco vinieron a la mente de Yoya algunas palabras. Era la voz de su padre: “Mire
Yoyita, aquí vamos a guardar esto. Sólo usted y yo sabemos. Cuando tengamos
suficiente le vamos a decir a su mamá y nos vamos a ir lejos de aquí…” Yoya
repentinamente comenzó a buscar la cuchara que sujetaba en su pierna izquierda con un
trozo de elástico. Esta cuchara tenía doble función: para lo que la utiliza el 60% de la
población del mundo y para defenderse de cualquier atacante. En el caso particular de
Yoya, este utensilio de cocina le servía más para defenderse.
La voz del padre de Yoya seguía diciendo: “Yo quiero que usted no pase las penurias que
nosotros hemos pasado. Yo quiero que usted aprende a leer y que un día trabaje en lo
que sea, pero que le paguen para que usted no tenga que estar peleando por un trozo de
plástico…” Yoya estaba cavando con la cuchara, justo al pie de la pata de la torre, pero la
cuchara era muy pequeña para penetrar la espesura del zacate, entonces ella comenzó a
tirar con sus manos. Lo hizo con tanta desesperación que sus manos comenzaron a
sangrar, pero a ella eso no le importaba.
Su padre seguía hablando: “Vea este osito. Lo encontré ayer. Está muy bueno. No le falta
ni una pata, ni un ojo. Yo se lo voy a lavar bien y lo vamos a guardar para que juegue con
él cuando salgamos de aquí…Lo vamos a poner donde tenemos la ropita…”

Un sonido a metal hueco detuvo a Yoya. Parece que había encontrado algo. Ella volvió a
buscar la cuchara y entonces sí le fue útil para empezar a definir un círculo que estaba
medio soterrado… Era la tapa de un barrir metálico, de esos que le servían para
almacenar el agua que acarreaban del lago y que su padre había convertido en el baúl
más atesorado en aquel valle de humanos despreciados. Él siempre quiso heredar algo,
pero sólo había logrado juntar unas cuantas cosas antes que lo mataran los mismos
churequeros por “andar prometiendo cosas que no podía cumplir”.
Yoya comenzó a quitarse todo los harapos que la cubrían. Parecía fuera de sí. Se
rasgaba la ropa y la tiraba como queriendo dejar en ella toda la maldición que la cubría…
Caminó un poco más al centro del rectángulo que formaban las patas de la torre y con
absoluta seguridad movió una enorme roca, que habría requerido de la fuerza de un
hombre bien alimentado, pero Yoya la movió sin dificultad y liberó un chorro de agua que
parecía un hidrante para bomberos… ¡AGUA, AGUA, AAAAAGUA, AAAAAAAAGUA!
Gritaba Yoya, mientras giraba con sus manos extendidas y su cuerpo muy
perpendicular… Aquello parecía una fuente adornada con una musa animada de forma
hidráulica, eléctrica o digital, eso era lo de menos…
Pero, de repente, Yoya comenzó a tambalearse y dos ruidos acabaron con el encanto del
momento: La bocina del camión colector de basuras que nuevamente llegaba a descargar
y su madre que le gritaba: “Despertate, despertate”, mientras la sacudía, “Apurate hija,
que no nos podemos quedar atrás”.

María Isabel Montoya
Nicaragua


Con la ayuda de Dios
Gabriel JULIÁ PI



Como cada día, antes de que el sol saliera a calentar la tierra, Doña Rosa, una mujer
indígena miskita de 56 años, agarró su machete, y cruzó su comunidad a oscuras,
guiándose por la tenue luz de la luna y los arboles frutales que desde pequeña había
trepado y que conocía tan bien. A su paso la saludaban los gallos con su cantar
madrugador y las luciérnagas. Se dirigía al Rio, aquel que años atrás fue el escenario de
una guerra cruel y fratricida. Al llegar a la orilla lodosa, preparó su viejo cayuco para
cruzar al otro lado. Por un momento con el canalete en la mano, recordó cuando el rio era
de aguas transparentes hasta que de repente un día se tinto de rojo. Su madre contaba
que era por la sangre derramada en la guerra, la de los noventa, la de los Pobres al
Poder, otros decían que era por el despale atroz e indiscriminado y el expolio de la
madera preciosa que afectaba los bosques de Rio arriba.
Cuando llegó al otro lado del Rio, ya habían llegado otros tantos cayucos. Los reconoció
todos, algunos tenían pintura pero ninguno motor, eran de personas de su misma
comunidad que se adentraron monte adentro para preparar las tierras y sembrar el frijol.
Doña Rosa, empuño el machete y dijo en voz alta: “Este año, sembraré un quintal de frijol,
y con la ganancia que le saque, comprare una ropita para mis nietos y repararé mi tejado
de zinc oxidado”.
Una paloma que reposaba en las hojas de un banano, escucho a Doña Rosa y fue a
contárselo al Dueño del terreno: -“Señor, Señor, una mujer vino y dijo que iba a sembrar
en su terreno”, “-¿Y dijo mi nombre?” Le pregunto el amo y Señor de las tierras a la
paloma. -“No, no dijo nada de Usted”, –“Entonces no te preocupes…”

Al rato unos hombres blancos, los colonos, armados y con aire amenazante, expulsaron a
Doña Rosa, de las tierras de siembra que hay al otro lado del Rio, las mismas tierras que
habían sembrado sus ancestros de generación en generación, las que sirvieron para
cosechar el café, con el que prepararon e invitaron a una taza, al mismísimo y hambriento
marino español llamado Cristóbal Colón que apareció hace años en la desembocadura de
ese Rio, y que el mismo llamó Cabo Gracias a Dios.
Doña Rosa regreso asustada a la comunidad, y encontró a todos discutiendo y hablando
de los mismos colonos blancos. A unos les habían pedido que entregaran un quintal de
frijol por cada tres quintales de cosecha, a otros sencillamente los expulsaron de sus
tierras de siembra, otros no habían entendido nada por no hablar español, unos querían
guerra, otros paz. Después de horas de debate, el consejo de ancianos de la comunidad
escuchó, reflexionó y anunció la decisión de la comunidad. Negociarían con los colonos.
Doña Rosa fue a la casa, calentó un gallo pinto, y lo sirvió a sus siete nietos con un poco
de yuca. En la noche antes de acostarse, dijo en voz alta: Mañana cruzaré el Rio y
sembraré un quintal de frijol, y con la ganancia que le saque, comprare una ropita para
mis nietos y repararé mi tejado de zinc oxidado”.
La misma paloma escucho a Doña Rosa y fue a contárselo al Dueño del terreno: -“Señor,
Señor, una mujer vino y dijo que iba a sembrar en su terreno”, -“¿Y dijo mi nombre?” Le
pregunto el amo y Señor de las tierras a la paloma. “-No, no dijo nada de Usted” “-
Entonces no te preocupes…”
Doña Rosa, no durmió nada esa noche, por el llanto del más pequeño de sus nietos que
vomitaba y tenía gran calentura, parecía que le estaba saliendo una infección en la piel.
Tal vez sarampión, varicela, o alguna otra cosa, pero no había medico a quien consultar
en toda la comunidad. Por la mañana busco como ir a la pequeña ciudad llamada
Waspam pero no encontró como desplazarse pues el bus solo pasaba cada dos días por
la comunidad. Intento llamar a su hija desde el teléfono celular del pastor. Su hija mayor
estaba en la capital, Managua, trabajando en la Zona Franca, y tal vez le podía mandar
algún dinero con el que pagar el transporte y medicinas, pero Doña Rosa no sabía que en
la Zona Franca los trabajadores no pueden recibir llamadas, tampoco hablar.
Por la tarde halló una camioneta que se dirigía a la ciudad, tardaron 4 horas en llegar
pues los caminos estaban muy malos por las lluvias pasadas. Viajaron en la bandeja
trasera de la camioneta, la tina, y Doña Rosa se sintió mareada y adolorida por los
vaivenes y golpes del vehículo pero respondía con una sonrisa a las miradas de las otras
mujeres que también viajaban con ella, una de ellas con las contracciones pre parto y que
ahora se mojaba por la lluvia intensa que de repente caía.
En el Hospital, le costó trabajo que atendieran a su nieto, pues Doña Rosa no tenía
cédula de identidad, y apenas hablaba español. No pudo comprar las medicinas y cremas
que le recetaron, pero otro paciente con una enfermedad parecida le prestó sus
medicinas.
Una vez en el Hospital y su nieto ya en cama, se alistó un rincón donde dormir en el frio y
sucio piso de la habitación y dijo: Mañana cuando regresemos a casa, cruzaré el Rio y
sembraré un quintal de frijol, y con la ganancia que le saque, comprare una ropita para
mis nietos y repararé el tejado de zinc oxidado”.
La paloma que estaba en la ventana resguardándose de la lluvia intensa, escucho a Doña
Rosa y fue a contárselo al Dueño del terreno: -“Señor, Señor, escuche a una mujer decir
que iba a sembrar en su terreno”, -“¿Y dijo mi nombre?” Le pregunto el amo y Señor de
las tierras a la paloma. “-No, no dijo nada de Usted” “-Entonces no te preocupes…”
Por la mañana, una vez diagnosticada la varicela, Doña Rosa buscó como regresar a la
comunidad, pero descubrió que no había gasolina en todo Waspam, porque la carretera al
sur que une con Managua llevaba varios días cortada por los trabajadores del mar, los
Buzos miskitos que protestaban por los mas de 10.000 afectados por el síndrome de la

descompresión, por los desaparecidos, los ahogados y por las condiciones infrahumanas
y de neo esclavitud con que los tiene trabajando los empresarios de la región, con el visto
bueno del gobierno nacional y extranjeros.
Doña Rosa se encontró a una amiga por el viejo mercado municipal. Se alegraron mucho
y ella le contó que había venido a la pequeña ciudad a matricular a su hijo en la
Universidad y estaba esperando vender un saco de naranjas que traía de la comunidad
para pagarse el boleto de regreso. Decidieron bajar al embarcadero del rio para esperar
algún cayuco que viajara rio abajo, mientras se contaban las anécdotas del viaje se
terminaron las naranjas que les parecieron muy dulces.
Doña Rosa llegó a la comunidad cuando el sol se estaba retirando, en el preciso momento
en que los zancudos se despiertan llorando, Doña Rosa dijo: “Mañana si Dios quiere,
cruzaré el Rio y sembraré un quintal de frijol, y con la ayuda de Dios, de la ganancia que
le saque, comprare una ropita para mis nietos y repararé el tejado de zinc oxidado”.
La paloma que casi dormía en la rama de un mango, escucho a Doña Rosa y fue a
contárselo al Dueño del terreno: -“Señor, Señor, escuche a una mujer decir que iba a
sembrar en su terreno”, -“¿Y dijo mi nombre?” Le pregunto el Amo y Señor de las tierras a
la paloma. -“Sí Señor, dos veces dijo, con la ayuda de Dios lo haré“. –“…Entonces,- dijo el
Dueño y Dios de este mundo- ve con la mujer, y no la abandones, dale fuerzas cada día
para levantarse sembrar, y remar, dale Sabiduría para soportar las amenazas de sus
enemigos y los que le quieren mal, enséñale a resignarse a soportar el dolor y sufrimiento
de este mundo y dale la esperanza y la fe de que pronto heredará las tierras que tanto
quiere sembrar, y las cosechas serán abundantes y enjugaré toda lágrima de los ojos. No
habrá más muerte, ni llanto ni dolor, yo estaré con ella para siempre. Yo seré su Dios y
ella mi hija, porque yo hago nuevas todas las cosas”.

Gabriel Juliá Pi
Puerto Cabezas, Nicaragua

Las mujeres de mi pueblo
Ingrid MARTÍNEZ



Ahí van una vez más, la Juana, la Tencha, la Chabela, La Cata, la Josefa, la Beatriz, la
Tere, la Martha y nunca falta la María. ¿Qué tendrán de común, a parte de ser mujeres?
Caminando va Pedro, apresura el paso, ya es muy tarde, ha tenido mala suerte, el
restaurante de Hamburguesas donde trabaja fue invadido de niños y niñas celebrando el
cumpleaños del hijo de un diplomático. De pronto, alguien lo detiene con un puñal que
coloca atrás, en su espalda, Pedro no se defiende, el otro, joven como él, no quiere
matarlo, pero por descuido se ha dejado ver el rostro, es la primera vez que roba,
desesperado aprieta el puñal, inmediatamente cae Pedro dejando su huella de sangre en
el suelo.
¡Ay! ¡Ay! ¡Mi hijo me lo mataron! Así grita enloquecida la Juana, mi Pedrito, y ayer cumplió
21 años, ¡Ay! ¡Ay! Recoger su cadáver. Fue mi culpa –dice esto mientras se golpea el
pecho- ¡No! Fue esta mano tullida que ya no me dejó trabajar, de tanto planchar y lavar
¡jodida quedé! No tardes hijo le decía siempre, ya no trabajes tan lejos, y él tiernamente
respondía: Y si no trabajo… ¿Qué comemos?
Y suspirando sin resignarse termina la Juana: ¡Qué me importa hoy la comida si ya no te
tengo Hijito mío!
Y el viento seca la sangre derramada de Pedro, ¿quién te mató? No fue La Juana, no fue
la artritis, no fue el puñal, entonces… ¿Quién será?

¡Ay! ¡Ay! ¡Mi hijo lo capturaron! Ya no estará conmigo, a la cárcel lo metieron. Así llora la
Tencha, ¡Mi Chepe! ¡Chepito mío, tan sólo de 18 años! Yo soy la culpable, tan vieja que
estoy, sin leer ni escribir, sin trabajar. Te me fuiste de las manos, y tus amigos eran esos
muchachos tatuados. No querías robar, naciste bueno, ¿Quién te hizo malo? Fui yo, no te
di lo suficiente, ¿cómo dártelo si viniste al mundo sin nada para ofrecerte? Me quedé sola,
¡ay! ¡ay! Mi único hijo.
¡Ay! ¡Ay! Mi hijo Juan-se lamenta Chabela- ¿Cuándo te volveré a ver?, recuerdo tus
palabras cada mañana y saber que ya no estás ahí en el campo sembrando, cuando me
decías: “Mamá ya deje de llorar, cuando llegue al norte le enviaré muchos dólares para
cambiar “esta casa de cartón por una de cemento” y se pondrá muy contenta.
Pero no sólo llora la Chabela, sino la Cata la esposa de Juan: ¡ay! ¡ay! Mi Juan, se me fue
para el norte -y diciendo esto acaricia su barriguita de 5 meses de embarazo- y dice para
el viento: (porque la Chabela no la escucha, está contemplando la foto de su hijo)
Y cuando nazcas tus ojos buscarán a los de un hombre al que querrás llamar papá y por
más que busques no los encontrarás; al pasar los años me reclamarás, ¿por qué se fue
mi papá? Y responderé: que tengo llagados los píes tratando de vender en el mercado,
que tu papá es un gran campesino, que se cansó de cultivar la tierra, bueno la verdad no
se cansó, le arrebataron la tierra que es diferente, y ¿para qué trabajaba? Para recibir una
miseria, al pobre Juan lo explotaban y aun así ni para los fríjoles nos alcanzaba.
Entonces lloraremos los dos, tú llorarás por ser huérfano y yo por estar como si fuera una
viuda, con un esposo que ha marchado, soñando engañadamente con ¡El norte! pero que
a la vez en el norte se vuelve luchador y valiente, sufre, pero se levanta, para que
nosotros tengamos una vida mejor.
¿Por qué te marchas Juan?
¡Ay! ¡Ay! Mi hijo se me muere. Éstos son los lamentos diarios de Josefa, y continúa: ¿No
quiere qué lave, qué planche, qué barra? cualquier cosa patroncita, pero es que mi hijo se
muere, necesito comprar las pastillas, bueno, con lo que usted me paga sólo para
medicinas me alcanza, ¿para comer? Eso es de vez en cuando, a veces comemos y a
veces no, Pero mire patrona… la Josefa sigue arreglando la ropa mientras habla, y la
patrona sin atención a la conversación, sigue de espaldas viendo el televisor.
Porque patrona -insiste la Josefa- si usted quiere puedo hasta arreglar el jardín , digo
pues y así me da un dólar más, porque el doctor del cantón “que por cierto sólo llega una
vez cada 15 días”, dice que este mi cipotio (niño), necesita leche y carne, que está
desnutridito que no come bien, o mejor dicho porque no come y ahora enfermó de
leuce…leucequia no, no leucemia -se corrige Josefa- bueno lo que sea, pero está
enfermo, y usted…
La patrona, una mujer alta, fina, elegante, apaga la televisión, se levanta con desprecio de
su asiento, ignora que en el rostro morenito de Josefa, quemado por el sol, lleno de
arrugas adelantadas a su edad, hay una lágrima que limpia con sus manos callosas, pero
que a la vez son cariñosas como sólo una madre acaricia, cómo sólo una madre entrega
todo en la lucha diaria, cómo sólo una madre limpia con ternura, el sudor de la calentura,
en la carita inocente del hijo enfermo en cama.
Cómo Josefa hay muchas mujeres en el cantón, que hacen de madre y padre,
abandonadas, solas, sufrientes, descalzas. Con su esfuerzo y trabajo, tratan de sobrevivir
aunque sea de las migajas, para darles a sus hijos el pan.
¿Por qué lloras Josefa? ¿Por qué tu niño no salta, grita, juega? Tienes Josefa el rostro
marcado, y el corazón cansado ¿Soñaste alguna vez? tus ojos negros vacilantes no
responden. Entonces ¿Quién te impidió soñar?
¡Mamá! ¡Mamá! Despierta, tenemos que caminar mucho para llegar a la escuela, ¡Mamá
despierta!

Beatriz, aun con su cara maquillada, hace el mayor de los esfuerzos por levantarse, abre
un ojo y tímidamente abre el otro, de un impulso ayudada por Marcos su hijo, se levanta
de la cama, se viste con lo primero que encuentra y rápidamente los dos cruzan la puerta
de la casita de láminas.
Durante el camino pregunta a su hijo:
-¿Qué tal ayer en la escuela?
Marcos (que asiste a primer grado) responde: ¡Muy bien! Me pusieron un 10.
-¿Y por qué? Pregunta la madre muy alegre
-Pues la maestra dijo que habláramos de nuestra mamá. Yo fui el primero en levantar la
mano. Empecé a contar orgullosamente que mi mamá es muy bonita, que sale de noche a
trabajar, que se viste con ropa de muchos colores, y faldas cortas porque dice que no
alcanza la tela para más, se pinta la cara, siempre está alegre porque trabaja en fiestas, y
por eso no puede llorar, ni enfermarse, que tiene muchos amigos y que trabajando
conoció a mi papá, que gracias al trabajo que hace yo puedo comer, estudiar, vestirme y
jugar.
-pálidamente Beatriz dice: ¿Y te preguntaron en qué trabajaba?
-¡Pues claro mamá!
-¿Y qué les dijiste?
- dije: ¡Está claro en qué trabaja mi mamá! Se viste de colores, se pinta la cara, trabaja en
fiestas, solo ríe, no se enferma, tiene muchos amigos, entonces mi mamá es ¡Una
Payasita!
-Beatriz, sorprendida, abraza a su hijo de 7 años, dejando correr dos lágrimas que Marcos
limpia con cariño.
¿En qué trabajas Beatriz? No importa, Marcos se siente orgulloso de ti. ¿Quién te
condenó a trabajar así? ¡Esto si importa!
Caminando cabizbaja va Tere. Ya son las 6:00 de la mañana, y contempla el panorama
de su comunidad marginal, llora al ver las líneas del tren que antes servían para
transportar y que ahora al paso del tiempo, están viejas y oxidadas y sirven nada más,
para dividir unas champas de otras. Mira la basura tirada por todos lados, al fondo los
viejos borrachos que descansan junto a los perros en el suelo de polvo maloliente; los
jóvenes huele pega aun duermen, y ya están en la esquina los primeros pidiendo limosna.
Sigue observando y se detiene en dos niñas: una lleva en su cabeza un huacal
(recipiente) con el maíz molido y la otra leña para encender el fuego, recuerda entonces,
cuando ella hacía lo mismo, cuando caminaba por los rieles del tren y jugaba a modelo
“una mano en el huacal y la otra en la cintura” o jugaba que iba a la escuela, que aprendía
a leer, a contar, a colorear, soñaba con ser una maestra y enseñar en su pobre
comunidad. ¡Qué sueños aquellos contados a la línea del tren! Y ahora…no hay ahora, se
lamenta mientras limpia su carita pintada de 19 años. Llega al final de la línea del tren,
cree estar también al final de su vida, se detiene, mira hacia el cielo, pide un milagro,
quiere volver a soñar, volver a reír, está harta que el maquillaje le oculte la sonrisa, quiere
ser libre y no esclava de la noche, de las pasiones pagadas por hombres. Se sienta entre
las piedras, quiere sentir un abrazo verdadero y dice para ella misma: ¡Qué tonta fui!
Fácilmente engañada, claro, ¿De qué más podría trabajar? Crecida en la calle, entre los
nidos de la droga, el alcohol, la violencia y el desamor. ¿Qué oportunidades podría tener
una muchacha como yo? Y solo le pedí a la vida ¡vivir! ¡Vivir dignamente! ¿Qué me
impidió serlo? ¿Cuál es la diferencia entre las mujeres que usan perfume con chaqueta y
de aquellas que obligadas usan perfume sin chaqueta, para comer, para comprar
medicinas, para ayudar a la familia, para sobrevivir día a día?
Detienen sus pensamientos, las dos niñas aquellas, las dos van sujetadas de las manos,
van jugando saltando las piedras, contando también sus sueños a la vía del tren. Tere
cierra los ojos, los oprime fuertemente para dejar escapar las lágrimas, se olvida de pedir

para ella y reza una plegaria para aquellas dos niñas, para que nunca estén sentadas
como ella en la orilla, cansadas por la noche, maltratadas y pintada la cara.
Hoy no se levantó, Martha temprano a cocinar el desayuno para su esposo y sus hijos.
Está muy cansada, pues la noche anterior le tocó terminar unos planos para el proyecto
de mega comercio en donde trabaja, pero no está cansada solo por los planos, está
cansada de los hombres que tiene como jefes, de su salario. Y en la soledad de su cuarto,
escucha cerrar la puerta, ya todos se fueron, y mirando hacia la ventana, comienza su
monólogo: Cansada estoy de trabajar tanto, de hacer bien mi trabajo, pero… como soy
mujer, mi sueldo es inferior en comparación a los demás arquitectos, ¿Por qué ganan
mejor si hacemos el mismo trabajo? ¿Por qué no me llaman arquitecta, y yo si tengo que
llamarles “Señor Arquitecto”? ¿Por qué nunca me ascienden después de tanto tiempo
trabajando con ellos?
Sus reflexiones hacen que desvíe su rostro de la ventana y detiene su mirada al cuadro
de al lado, es la foto de su familia, su esposo y sus dos hijos y ella en medio. Calla por un
momento…
Interrumpe su silencio el llanto, y continúa hablando queriendo que el mundo la escuche:
¿Y yo quién soy? ¡Una mujer! susurra su conciencia… guarda silencio, y encuentra la foto
de su madre. ¡Ay madre querida! perdóname, hasta hoy comprendo tu tristeza, tú mi
madre, una campesina condenada al analfabetismo por el hecho de ser mujer. Y que
años más tarde, los mismos hijos que alguna vez cuidaste y amaste, te encierran en un
asilo, según ellos para que te cuidaran mejor. Y así cada quien escogió su caminó, y se
olvidó de tus mejillas, de tus manos amorosas, de tus blancos cabellos. Tanto fue el
olvido, que recordamos que tuvimos una madre hasta verte en el ataúd, ¿Para qué
sirvieron las flores que compré? Nunca en vida te las di. Dejaste todo y te entregaste
olvidándote de ti misma, soportando las borracheras y golpes de mi padre, y sin contar las
infidelidades, soportando todo para no destruir el matrimonio y dejar a hijos sin papá. ¿Y
cuál fue tu recompensa? olvidada en un asilo, un esposo difunto, y unos hijos dedicados a
sus asuntos.




Siempre me decías, vuelve al pueblo que alguna vez te vio nacer, cambia las cosas hija,
que tu profesión no sea para ti misma ¡Qué sea para el mundo!
Me amaste sin rencores hasta el final madre querida, hoy no te defraudaré, volveré al
pueblo y realizaré tu sueño, tu locura, tu aventura, lo que siempre quisiste y nunca te
dejamos hacer. Hoy regreso, y espero madre mía me acompañes y no me abandones.

Fue difícil para Martha. Empezó con los planos para construir el sueño de su madre: “una
escuelita en el pueblito”, una escuelita cerca para todos y todas.
Por fin terminaron la escuelita, pero faltaban, pupitres, pizarras y lo más importante
estudiantes, maestras y maestros. Así que reunió Martha a todos los habitantes y empezó
diciendo: Mi mamá María, que muchos de ustedes la recordarán, tenía un sueño, éste
consistía en tener una escuela, en donde se enseñara a vivir mejor, a no dejarse engañar,
a defender sus derechos, a organizarse, a convivir, a cuidar la naturaleza y juntos salir de
la pobreza. María murió, pero aquí estamos para resucitar ese sueño, les pido, que
seamos fuertes, que nos unamos; así que empezaré pidiendo su ayuda, no tenemos aun
maestros ni maestras, yo les propongo que para iniciar seamos nosotros mismos los que
inauguremos la escuela “Yo me ofrezco a enseñar a leer y escribir” y… ¿Ustedes en qué
se apuntan? Hubo un silencio muy prolongado…La Juana fue la primera en hablar:

-Yo... yo... yo puedo leer aunque sea un poquito y con los números nadie me engaña.
Puedo....puedo…enseñar a contar, a sumar y a restar.
-¡Bienvenida!-grita Martha- no termina de hablar, cuando dice la Tencha:
-Bueno, yo puedo enseñar a cortar la tela y a la fuerza me sale una que otra camisa, si le
parece Martha, empezamos
-¡Muy bien! dijo ilusionada Martha, cuando de pronto habló la Chabela:
- yo puedo enseñar a hacer pan, mi santo padre que en paz descanse, me enseñó y
nunca se me olvidó, y así trabajando juntos hasta ponemos una panadería, ya me imagino
el pancito calientito, se venderá ya verán.
-¡Excelente! Tendremos que hacer rifas, ventas para reunir dinero y comprar los
materiales-comentó Martha-
-pues yo no sé ni leer ni escribir-gritó la Josefa-pero la patrona siempre bota un sin fin de
cuadernos y papeles, me los traeré para la escuelita.

-¡Buena idea! Con una gran sonrisa - dijo Martha-
-digo…digo…yo…yo el poco tiempo que fui a la escuela aprendí a dibujar, y a pintar la
ropa con añil, bueno pues… esto…esto fue antes que me expulsaran… pero eso es
olvido…puedo enseñar a los niños y niñas, y además recuerdo unas clases para cuidar el
medio ambiente, puedo… bueno si ustedes quieren…digo pues… ¡Hay ya me enredé!
-No te preocupes Beatriz-añadió Martha- entendemos ¡Bienvenida a la escuela!
-Este… este…me permiten… ustedes saben lo que yo soy-dijo apenada la Tere- pero he
querido reeducarme, y es así, como unas mujeres me han estado hablando de un tal
Jesús, yo pudiera enseñar a los niños y niñas lo que ese Jesús hizo en vida. Sólo les pido
que me den una oportunidad.
-Martha rápidamente la abrazó y le dijo: La oportunidad te espera, necesitamos también
espiritualidad.

Tere con una sonrisa volvió su mirada hacia los rieles del tren, sospechando que le
habían ayudado a realizar su sueño de enseñar, de ser maestra.
Y así cada quien iba ofreciendo su ayuda.
Y ahí van una vez más, la Juana, la tencha,
la Chabela, La Cata, la Josefa, la Beatriz, la Tere, la Martha y nunca falta el recuerdo de
la María, la madre de Martha. ¿Qué tendrán de común, a parte de ser mujeres? ¡No! no
es el sufrimiento recogiendo los cadáveres de sus hijos, ¡no! no son las lágrimas viendo
emigrar a sus muchachos, ¡no! No es la angustia de ver a sus hijas enfermas, ni la
discriminación, ni el dolor, ni el hambre, son las ganas de vivir dignamente y en paz, de
luchar contra la injusticia, de crecer como mujeres valoradas, de soñar con la igualdad, de
la esperanza de ser madres, esposas, hijas, hermanas, abuelas construyendo otra
sociedad rompiendo las estructuras de opresión, en donde sus hijos e hijas vivan con un
cielo más azul que los vea ser felices, amando, creyendo, confiando, y por qué no decirlo
¡sonriendo a cada hermana y hermano!

Ingrid Martínez
El Salvador

El pueblo sin nombre
Jeackson Antonio VARGAS BENÍTEZ

El resplandor del sol iluminaba el día. En el cielo se observaban pocas nubes. Una brisa
cálida y suave atravesaba las hojas de aquel pequeño árbol de jocote que media poco
menos de dos metros.
La mano de don Víctor lanzaba puñadas de maicillo, que recogía de un pequeño guacal
de morro que tenía sujeto con sus piernas. Las palomas armaban un alboroto para poder
agarrar un poco.
Ya acabado el grano, en un pequeño guacal de plástico color rojo, don Víctor colocaba
agua fresca para las pequeñas avecilla, para que introdujeran sus diminutos y delicados
picos, con los cuales absorbían casi gota a gota aquel limpio líquido, obedeciendo a su
instinto natural acudían en pequeños grupos.
Don Víctor acostumbraba luego de esta rutina, a tomar una taza de café. Le pedía a su
esposa aquel pequeño antojo. Ella le observaba el rostro fijamente, con una inmensa
ternura, con aquellos ojos grisáceos, que parecían brotes de agua zarca. Con una sonrisa
en su boca, aquella bella mujer de tez morena se dirigía a la cocina por la taza de café.
Sabia que a su esposo le gustaba el café hecho en hornilla de barro, para beberlo recién
sacado del fuego. El rico aroma se expandía por cada rincón de la casa.
Cayó la tarde, las aves anunciaban la noche. Don Víctor y su esposa sentados en la
mesa, uno frente al otro. Ella dijo: “Gracias señor por este alimento, bendícelo y te
pedimos que se convierta en alimento para nuestros cuerpos”. Amén – terminaron los
dos-, comenzaron a comer. Don Víctor le sonrió a su esposa y le dijo con vos tierna y
suave “Te amo, muchas gracias por la cena”. Ella sonrió y lo miro lleno de ternura.
Terminaron la cena. Ambos se levantaron. Don Víctor se dirigió a la sala, y observaba
fijamente la foto que estaba colocada en la pared blanca. Era de uno de sus hijos,
fallecido en la guerra. Una pequeña lágrima atravesó su mejilla. Pensó en ese instante,
“Señor estoy seguro que lo tenés gozando de tu gloria, vos sabes que el dio la vida por
que sus hermanos tuvieran un lugar mejor donde vivir y también los Quería proteger”.
Luego de eso se fueron a acostar. Antes de dormir don Víctor comentaba lo bueno que
había sido su hijo, los sueños que tenia, las grandes ilusiones. No quería que sus
hermanos vivieran en un lugar lleno de odio, soñaba con un lugar más justo. Ahora está
en un lugar mejor- dijo su esposa-. Aquí fue su primer paso, allá es el segundo, en el cielo
le esta pidiendo a Dios por ese lugar más justo y mejor para nosotros. Luego de esta
conversación se durmieron.
Don Víctor comenzó a soñar. Iba caminando por unas montañas. Se oían ruidos de
helicópteros, de un lado hacia otro. Él se asustó pues también se escuchaban disparos,
muy cerca de él. Comenzó a sudar, a desesperarse. El corazón le latía cada vez más
fuerte. Un escalofrío le recorría todo el cuerpo, y corrió muy rápido. De repente a lo lejos
vio sentado a un grupo de niños muy tranquilamente. En el centro estaba un joven de tez
morena, cara pequeña, cabello negro y brilloso, muy liso. Su nariz era muy escasa, pero
muy fina. Don Víctor lo reconoció de inmediato, era su hijo, sentado al centro.
Junto a él, estaba otra persona que lo miraba atentamente y se sonreía. Como se notaba
el cariño que aquel hombre le tenía a su hijo. Un hombre barbado, moreno – igual que su
hijo-, de mediana estatura, que denotaba paz y serenidad.
Don Víctor se acercó más, para escuchar mejor lo que su hijo decía. Cuando se acercó
pudo escucharle contando una pequeña historia:
Crecí en un pueblo que lleva un nombre muy peculiar, y contradictorio a su realidad. Hace
alusión a un bosque que no existe, a un río, hoy contaminado, su nombre es río boscoso.
Alejada de la modernidad, la gente de mi pueblo se levanta muy temprano. A veces salen
antes que el sol. Nos gusta ver las estrellas, y soñar cosas bonitas cuando las vemos. No
podemos pasar por alto tan bella creación. Imaginen un mundo donde nadie las vea, que
extraño sería, pero eso no pasa en mi pueblo. Nos bañamos con agua muy helada de
nuestras pilas, a guacaladas como comúnmente decimos por aquí.

Después del baño, ponemos un poco de café al fuego, para tomarlo luego bien calientito y
así opacar el frío y pegamos la corrida al cuarto, por que en la madrugada uno si que se
caga del frío. El humo del café se mezcla con la neblina de la madrugada, es rico beberlo
en un pequeño guacalito de morro y acompañarlo de un pedacito de pan dulce. Entre
soplo y trago se va acabando. Llega la hora de irse a trabajar, para nosotros esto no es
molestia, el trabajo es bien remunerado y con lo que se gana alcanza para cubrir los
gastos necesarios. A mi gente no le da miedo salir de sus casas, pues no hay peligro
alguno – aun siendo de madrugada y bien oscuro-. Antes de salir nos despedimos de los
que quedan en el hogar y le damos las gracias a Dios por un nuevo día regalado.
Caminamos un poco para tomar los autobuses que nos llevan hasta la capital, donde está
el medio de trabajo más grande de la región. Se puede observar mucha gente en la calle
que van también a sus trabajos. La brisa helada de la madrugada nos cubre todo el rostro.
Salta el primer rayo del sol por encima de las copas de los árboles, esta suave luz ilumina
volcanes, sueños, ilusiones, esperanzas, nubes, las cuales se ponen amarillitas como
yemas de huevos. Esto solo dura unos instantes por que luego se pone bien clarito. Los
pájaros salen cantando de entre las hojas verdes y frescas de los árboles, empapadas del
rocío de la madrugada. Gota a gota cae el rocío en el verde pasto, donde solo se ven filas
de hormigas trabajando.
Al llegar al trabajo, todos somos bien recibidos por sus compañeros y hasta por el jefe del
lugar, mi gente no conoce de injusticias, las personas con cargos importantes no se
aprovechan de sus cargos pues ellos saben que es por nosotros que ellos están ahí,
trabajan muy bien, no se aumentan los salarios injustificadamente, pues ellos siente que
esto es incorrecto, y un grave irrespeto para mi pueblo y ellos respetan eso, aunque
aumentarse el salario no es malo cuando uno se lo merece, mi pueblo así los premia
pagándoles y aumentándoles cuando es necesario, hay un equilibrio en mi sociedad. Aquí
se nos respeta nuestra dignidad, no se burlan de nosotros, no nos engañan. Si una de
estas personas comete algo malo o no esta haciendo bien su trabajo, no se siente digno
de estar mas ahí, delega su puesto a otro que lo desempeñará mejor, están concientes de
eso.
Volvemos a nuestros hogares, satisfechos de un día de labor más. Llegamos a descansar
para el día siguiente.
El joven pone punto y final a la historia. Una sonrisa aparece en su rostro. Don Víctor se
pregunta, ¿De que lugar estará hablando mi hijo?. El joven dice a los niños. “voy a
confesarles. Que en esta historia solo hay dos verdades. La primera, el lugar si lleva el
nombre de un bosque que no existe y de un río que esta contaminado. La segunda, mi
gente aun en su mala situación, en sus miserias, injusticias, inseguridades da gracias a
Dios por la vida, guardan la esperanza de un futuro mejor. Un niño se pone de pie
rápidamente. Don Víctor se impresiona al ver al muchachito preguntarle a su hijo, si en la
historia hay solo dos verdades y las demás no, ¿qué nos querías decir? Don Víctor ve
como su hijo se sonroja, lo que quería enseñar es que tratar de ocultar las verdades no es
bueno, dejar pasar de largo o esconder las injusticias, la realidad y no luchar por un lugar
mejor, también quería enseñarles lo bueno que es soñar con lugares tan bellos como
este, es un regalo de Dios. Para que nosotros trabajemos por este lugar. Don Víctor salto
de inmediato muy asustado y se dio cuenta que estaba soñado, rápidamente se dirigió
hacia la sala. Se sentó en un sofá azul muy cómodo, a ver la foto de marco ocre que
colgaba en aquella pared blanca. Absorto en la cara de su hijo.

Jeackson Antonio Vargas Benítez
El Salvador

Esperanza subversiva

Marco Antonio CORTÉS FERNÁNDEZ



“Hacía ya más de cien mil lunas, de la madre tierra le nacieron las primeras mujeres
mayas, semillas libres que les nacieron las mujeres y hombres que trabajaron nuestra
tierra y ella los alimentó. Ellas nunca poseyeron ni explotaron esta tierra, sino que por el
contrario la compartieron entre sus comunidades y cuidaron de ella. Fue hasta hace
cincuenta mil lunas que los otros mataron y robaron nuestra tierra, se apropiaron de ella y
la explotaron. Desde entonces, nosotras hemos resistido y defendido nuestro derecho a
vivir a nuestro modo, nuestra cultura, y hemos retomado nuestra tierra, ya desgastada,
maltrecha, para cuidarla nuevamente y pedirle que vuelva a alimentarnos y a nacernos.
Hemos vuelto a acostar a nuestras hijas, al cumplir sus cincuenta lunas, sobre un petate,
para que aprendan a mirar las estrellas y escuchen la voz de nuestras raíces, y su carne
de maíz se nutra de esperanza”. Así hablaba la comandanta Ramona a las mujeres de
Acteal, antes del levantamiento.
Cuarenta lunas les habían pasado, cuando los árboles crujieron, los ríos crepitaron, la
tierra bramó, y las estrellas, al llegar la noche cayeron en llanto, inconsolables. Las
mujeres madres, las no nacidas y los hombres de Acteal, habían sido masacrados por las
guardias blancas de paramilitares, al servicio del corazón egoísta de los otros, siervos del
capitalismo.
Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad del llamado “Caracol
V”: “Se alza la palabra de las mujeres y hombres indígenas que han logrado con su sudor
la proclamación de la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos
Indígenas”.
Eran las seis de la tarde, el sol se estaba ocultando detrás de las montañas de la región
de San Cristóbal de las Casas, Chiapaz.
La niña Quetzalli, con su cotona de lana, estaba acostada sobre un petate, panza arriba y
rascándose el ombligo, su mirada de mujer llegaba hasta la última estrella del cosmos, en
sus ojos, como hermosos espejos, se reflejaba la luna, mensajera de esperanza de un
nuevo amanecer. Esa noche escuchó en el rumor de las hojas de los frondosos árboles
de mango, una voz milenaria.
Le habían enseñado las ancianas de su pueblo, que la vida de cada una de las personas
que han sido enterradas está depositada en la sabia de los árboles, quienes por medio de
sus raíces, dan la mano a cada una para abrirles las puertas de los caminos que las
llevarán hasta sus hojas, que tocan las estrellas. Cuando caen las hojas nocturnas es que
han tocado el haz de una estrella, y ambas, hoja y estrella, se confabulan para que
renazca una nueva indígena forjadora de mujeres y hombres libres.
Esa noche las hojas hablaban con el conejo de la luna: “Han pasado ya ciento cuarenta
lunas y tu has sido testigo de que nuestros pueblos indígenas de Chiapaz han alzado sus
voces para resistir al sistema injusto y defender con sus vidas los derechos de los pueblos
indios”.
El conejo, se hospedó esa noche en la frente de la niña y susurró a sus oídos: “He visto
como caminaban tu madre, tu padre y tus hermanas con la Junta de Buen Gobierno, esa
que llaman “nueva semilla que va a producir”. Los vi caminar junto con los otros pueblos,
construyendo autonomía en su territorio”.
Un pequeño temblor sacudió el petate y el ligero cuerpo de la niña. “Ejem, ejem”. Nuestra
madre tierra intervino, comenzó a hablar al corazón de Quetzalli: “Yo te he nacido, te he
alimentado, te he dado la vida, he guardado tu historia, soy la misma tierra de tus abuelas.
De mis entrañas, aires y aguas, salen todas las riquezas para tu pueblo”. La pequeña
escuchaba atenta y sentía como la cálida tierra la acariciaba. Seguía observando a la

luna, y el conejo continuaba su diálogo: “Por eso tu madre, tu padre, tus hermanas y todas
las que en ella trabajan, se han ganado el derecho de vivir en ella”.
“Santita, recibe paz”. Dijo la tortuga. Había llegado con su andar paciente a la mano
izquierda de la niña y posó la base de su verde caparazón sobre la palma de su mano. Su
madre le había dicho sobre la tortuga, que era un animal muy sabio, que la había
escogido a ella de entre muchas niñas, para hacerse su compañera y ayudarla con su
tenacidad a que se reconocieran sus derechos, a ser tomada en cuenta y ser
verdaderamente respetada en nuestro modo, para con su paciencia no desfallecer en tu
rebeldía y resistencia”.
La tortuga como fiel nahual, con su voz grabe y ronca habló con ternura a los sentimientos
de la pequeña: “Sigue caminando en la esperanza subversiva, de tu sangre indígena, de
tus mártires, que viven en los árboles de raíces tan profundas jamás cortadas. Tu madre,
tu padre y tus hermanas, están aquí, en las hojas de estos mangos”.
“¡Quetzalli, linda, despierta!” Dijo su abuela. La tomó de la mano con el amor intenso de la
trascendencia, la llevó consigo hasta la carreta donde había un balde con agua, la ayudó
a enjuagarse, mojó su cara, para encontrarse con esos hermosos ojos negros, brillantes,
como las obsidianas. Quetzalli la miró hasta la raíz de su sentido de vida, buscando en
sus ojos, los de su madre. La abuela hablaba casi como el susurro de los árboles:
“Tenemos que seguir caminando, vamos a denunciar la incursión de la organización
paramilitar “Paz y Justicia”, que armados mataron a tu familia y a otras hermanas más de
nuestro pueblo, invadiendo y despojándonos de nuestras tierras. Porque ellos obedecen
al corazón egoísta del capitalismo”.
La pequeña, era ya una mujer indígena, a su corta edad, alzaba su palabra para
denunciar los ataques del mal gobierno. La tortuga durante el camino le contó, que su tía,
apenas alcanzada la edad de procrear, había decidido tener una hija para contribuir a la
multiplicación de las mujeres y hombres de maíz, para seguir cuidando de nuestra madre
tierra. “Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad informaba hacía
ya setenta lunas antes: “Fueron encontradas 4 mujeres embarazadas, en la masacre de
las 21 mujeres, 15 niñas y niños y 9 hombres, indígenas simpatizantes del Ejercito
Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en la empobrecida comunidad de Acteal, en el
norteño municipio de Chenalhó”.
La tortuga, que seguía el camino de la esperanza subversiva en un nuevo amanecer, se
mantenía al lado de Quetzalli, esa pequeña que el corazón egoísta del capitalismo le negó
nacer. Pero que gracias a nuestra madre tierra, los árboles y las estrellas, la habían
renacido.
Extendió su petate, entre la petatera de los marchistas, se acomodó su cotona y se tendió
boca arriba, para alimentar su mirada con esperanza de hojas y estrellas.
Han pasado cien lunas, en una pequeña casa de palma y estuco hecho de barro, la
pequeña, hecha mujer, estaba por opción siendo madre al parir una hermosa niña,
morena, cabello negro. La arropó con sus brazos y la amamantó con su amor y deseo de
justicia.
Ya pasadas 50 lunas, como es la costumbre, le vistió su cotona de lana y la acostó panza
arriba, ha aprender a mirar con esperanza subversiva.

Marco Antonio Cortés
El Tejar, México

Del otro lado
Marianela VALVERDE

“Tomó sus cosas y miró el reloj, se dirigió al lugar donde se sentía seguro, probablemente
porque siempre había estado ahí para él: su cuarto.
Se despidió de sus paredes que tantos recuerdos habían guardado: sus sueños, sus
ideas, sus sentimientos y ahora sus nostalgias, éstas estaban plasmadas con grafitis
multicolores, con figuras y formas que solo él podía ver, que solo él podía leer, que solo él
podría comprender.
También se despidió de las ventanas, que por las soleadas tardes tapizaban su solitario
rostro con las más variadas armonías y que por las mañanas le anunciaban la hora de
levantarse; de su cama y de su almohada, amigas íntimas, quienes conocían sus secretos
y fantasías de amores encontrados y olvidados en la memoria.
Y antes de marcharse, le dirigió una oración al crucifijo, luego lo besó, recordó que él era
quien lo había acompañado toda su vida y que la soledad era necesaria algunas veces
(no siempre) para encontrarse con su propio corazón, lo volvió a mirar y entonces lo tomó
y lo echó en su bolsa.
Salió, cerro la puerta y tiró el fósforo. No miró hacia atrás, siguió caminando mientras
sentía arder su espalda… brotaron algunas lágrimas que fueron arrancadas por el viento
que soplaba como todos los diciembres.
La plateada luna iba alumbrando las callejuelas llenas de sombras que cobraban vida y
hacían revivir las aventuras de recuerdos infantiles y de las juventudes mutiladas…De un
momento a otro se detuvo, su mirada se había nublado y de nuevo una estampida de
viento volvió a secar el rostro apesadumbrado de tristeza por su partida necesaria…
necesaria para trabajar, necesaria para vivir, necesaria para ser feliz, necesaria para
transformarse, necesaria para experimentar la libertad, necesaria para vivir en paz,
necesaria para encontrar compañía, necesaria para el pan y el techo digno…

Al final de la calle se encontró con quien le ayudaría a transformar su vida del otro lado.
Como pudo se subió al camión y se encontró con otros ojos iguales a los suyos, con otros
rostros iguales al suyo: forzados, afligidos y asustados por dejar aquel lugar que tanto
querían, que tanto esperaban que cambiara para no marcharse.

Era demasiado tarde ¡eso lo habían esperado desde hace mucho!
Entre más se alejaba, más se aferraba el corazón a su tierra, quiso por un momento
arrojarse al suelo pero miró hacia la colina y vio como su choza se desvanecía lentamente
por el fuego, así también su esperanza…

Mientras del otro lado las noticias anunciaban: “los jefes de estado se reunirán para
plantear medidas ante el tema migratorio”…. “han construido un muro en la frontera…”, “la
nueva ley migratoria vigente traerá…”, “la mayoría de inmigrantes se desplazan por…hay
que tomar medidas fuertes ante el tema migratorio…”
Él solamente pensaba al escuchar los voceros… “¿qué saben ellos?... esos los del otro
lado.”

Marianela Valverde
Costa Rica

La memoria y la espera
María BAFFUNDO

La cama primorosamente tendida, la ventana abierta deja entrar el fresco de la mañana.
Sobre la cómoda lugar de recuerdos; fotos, estampas, objetos que como al descuido
hablan de presencias.En la mesa de luz, un despertador que monotonamente y sin fallar
anuncia el paso de las horas.
Las paredes y sus pósters, las sillas con ropa, los rincones del cuarto dejan entreveer una
juventud recién estrenada, dónde la adolescencia marca aún sus preferencias.
El pequeño escritorio repleto de libros, con las hojas rotas, algunos tan deteriorados, sin
poder reconocerlos... solo esta nota rompe la armonía.
¿Cuantos años han pasado? ¿15? ¿20?, no, ¡26 años!, el 13 de junio de 1978 parece tan
cercano y tan lejano a la vez. Aquella noche, en las que las mal llamadas “fuerzas del
orden” irrumpieron en esa habitación para llevarlo a declarar.
La historia en el país, ha continuado, pero en esta familia se ha detenido. En la mesa su
lugar es respetado, el plato, los cubiertos, la servilleta, descansan en ella cada día y al
terminar el almuerzo o la cena, como en un ritual, ocupan su espacio en el armario.
¿Cómo explicar a su madre que ya ha pasado mucho tiempo y es inútil esperarlo por las
noches? ¿Cómo decirle a su padre que alguien puede usar la Vespa del garaje porque su
hijo no volverá para pasear en ella?.
¿Cómo decirle a sus hermanos que no guarden rencor al hermano ausente, cuyo
recuerdo les quitó la niñez, la adolescencia, la juventud y cambió para siempre los afectos
familiares?
Han pasado tanto en estos años!!!... Al principio las idas y vueltas a la comisaría, a la
jefatura, al Ministerio... los recorridos interminables por los hospitales... las experiencias
traumáticas en la morgue frente a decenas de cuerpos mutilados...
Los vecinos... algunos preocupados, solícitos al dolor ajeno; otros que cerraban su su
casa a cal y canto para no mezclarse con los subersivos. Las llamadas anónimas que se
sucedían sin encontrar al responsable, la sensación de que continuamente estaban tras
de ellos con ojos invisibles buscando la oportunidad de darles caza.
Las visitas inesperadas de la policía buscando indicios, huellas incriminatorias; la presión
en la escuela a los más pequeños que los obligaba a deambular año a año por diferentes
centros educativos.
Desde aquella noche fue inútil todo esfuerzo propio o ajeno por recuperar la alegría...la
familia se encerró en un mutismo tal que la fue alejando de su vida social.
No más salidas el fin de semana, no más cumpleaños de familiares o amigos, no más
fiestas en el barrio, NO, NO, esa palabra comenzó a ser cotidiana para Gabriela y Andrés,
los más pequeños, y han visto derrumbarse por arte de magia su vida.
Lucía y Juan han envejecido mucho y luego de estos 26 años no quedan más lágrimas,
más fuerzas, más motivos para la lucha. En este tiempo se han hecho autómatas que
repiten gestos aprendidos y sin sentido... tener el mate pronto en las tardecitas de
invierno, respetar el sillón favorito de mimbre junto a la tele, limpiar fotos, trofeos,
recuerdos del ausente.
Fernando no está físicamente, es un desaparecido; pero su presencia-ausencia aún duele
y sangra en el dolor de los que quedaron. Hasta ahora no han podido llorar su muerte,
porque no es reconocida oficialmente como tal; no han podido visitar su tumba para
alivianar frente a ella el sufrimiento por no tenerlo cerca; sus restos si es que existen no
les pertenecen.
Y hoy a tantos años de ese 13 de junio del 78, el gobierno de turno anuncia a viva voz por
todos los medios de prensa la apertura de nuevas investigaciones sobre los restos de los
detenidos-desaparecidos durante la dictadura.
Historiadores, antropólogos, forenses, expertos en genética, médicos, políticos y tantos
más se han sumado en esta tarea; se quiere buscar la verdad, saber, indagar, acusar,
hacer justicia, llegar a las últimas consecuencias...

Y frente a este nuevo proceso iniciado en el país, en la casa de Lucía y Juan, todo sigue
igual, las noticias se oyen en la vieja radio sin ser “escuchadas” en su verdadera
dimensión, ¿qué de nuevo podrán aportar a esta familia?.
Gabriela vagabundea desde hace tiempo sin rumbo por diferentes trabajos, sin hallar “el
lugar”, el ambiente y las personas que la ayuden a encontrarse con lo mejor de sí misma y
vivir feliz.
Andrés, con su adicción a las drogas y al alcohol, ha pasado ya por varios centros de
rehabilitación, que no han logrado sacar fuera, la rabia y represión contenida de este
hombre.
Juan y Lucía, aún se encuentran frente al televisor compartiendo el mate de cada tarde, y
sin cruzar palabras que los delate, alimentan en el silencio la espera; mientras de vez en
cuando, movido por las corrientes de aire que a veces se cuelan en la casa, el sillón
hamaca de mimbre que está en el rincón tiene pequeños movimientos y crujen las
maderas...
Y en un rincón olvidado del batallón militar, cubierto por pasto, tierra y una capa de
cemento que lo hacen irreconocibles y ha carcomido los huesos, descansan los restos de
Fernando, también esperando, esperando dar a luz parte de una historia que nunca se
debe olvidar.

María Baffundo
Uruguay

Monólogo
Ender RODRÍGUEZ MOLINA



Y aquí ando de nuevo muy, pero muy jodido entre ramales. Veo angustias acostumbradas
en el polvo de esta calle mía, terca y torpe, golpeando las puntas del pasto verde
torturado. No he nacido en las costillas blandas de la montaña que piso. Yo más bien,
solía recordar a mi madre, como dulce prodigio, como tierra sepia. En el ocaso, siempre
caminábamos juntos hacia el mar, ella y yo hacia el cielo azul. Las gigantes olas de las
aguas del origen iban y venían en el vaivén de este mi planeta, mi pequeño y turbio
mundo. Ahora, sólo cordilleras tengo a los lados, caminos y riachuelos cortados, casitas
como miles de cajas, ladronzuelos y matones, negociantes hijoeputas, entre otras
alimañas. Así es la vida, como buen acertijo de dioses imprudentes del trópico. ¡Ah,
bueno claro! También he vivido al lado del oasis. Ofelia, ha sido mi mujer. Unas hermosas
lunas bajo su cuello, la selva de almíbar cerca del ombligo, y atrás un gran sol doble,
protegiendo su figura toda. En su centro, el lugar del inicio, donde viven los seres, su
vientre de agua pura. De allí salieron niños, mis propios hijos. Unos ya en el cementerio,
bajo crisantemos y cruces. Otros, labrando la aurora, sin pasta, ni ropa, tan jodidos, locos
y sin modales como su padre. ¡Vaya herencia coño! De todos modos, no me quejo así no
más, sé que exista el sitio a donde voy. Sobre el fogón del hogar del patrón, escupí. Pasé
noches en el mismo infierno, peleando contra molinos y rapiñas. Las balas iban y venían
también con la vida, la cárcel, y un desierto sin migas de pan caliente. Las golondrinas a
veces huyen, yo no. La mujer de mi vida apretaba el gatillo en su mente, sola y ausente,
quería morir. Triste sufría por la enfermedad de nuestro pequeño. Luego murieron ambos.
Signos de interrogación había en el cuerpo de mi niño, un tumor maligno reía tras el
costado de un ángel. Debo ahora recordar, las buenas cosas de esta flor de la vida. Con
la muerte del pequeño, encontré una vida más, renací pues. Dejé la extraña manía de
maldecir a los muy cabrones, que también maldecían sus vidas. Habían siempre muchos

infelices y pobres, intentando joderse unos a otros como siempre. Ahora los bendigo. El
asesino a veces sabe más de amor perdido, que otra cosa. Un tipo abandonado se vuelve
quizás un absurdo corazón, sin tiernos deseos. ¿Será huérfano de la belleza? Alejado del
afecto y lanzado contra la nada. En mi calle parece haber enemigos pero saben, si pienso
bien, no es del todo así. En un huerto, juntos hacíamos algo común, glorioso encuentro de
manos. Se juntaban las dudas, los cuentos y todo florecía, la mujer del vecino traía un
trozo de algo para comer. Y hasta los pedacitos, se compartían en el edén donde nada
había. Parecían familiares hermanos de alguna placenta quienes siempre conspiraban y
peleaban. Esos días, no hubo guerras, mezquinos impulsos, ni rabia. A veces, no
sabemos enterrar la ira y buscar la aurora entre todos. Para varios de nosotros, podría ser
más fácil iluminarnos, la aurora se asoma apenas, ¡Coño, pero casi no la vemos!
Debemos aprenderlo ahora. Hay ritos donde somos hermandad, se muestra la
hermosura, el amor, pero a veces se esfuma. En mi historia, tengo unos hijos vivos, igual
jodidos, igual hermosos. Tengo una casita de latas y pedazos de piedra, cartón, madera.
Llueve y entra un río. Nosotros ponemos el calor, la alegría. Nada nos distrae de vivir la
vida rodante. Ella no se detiene, sólo avanza a pasos medianos. Vienen tormentas,
pleitos, coñazos con el poder, vainas con la injusta bregadera del absurdo, pero ahí
vamos, lentos y alegres en la aurora. A pesar de todo, nada nos distrae, nada nos tumba
el porvenir de levantarnos recios. Acá a mi lado, sigue Ofelia, el mar de mi madre vive
ahora en mí. Su agua me acobija, y mis hijos son miles y miles. Mi clan es mayor, ya no
es de sangre, es de espíritu. Cada noche el rancho suena como el mar de mi madre. El
oleaje va y viene como destino simple, como belleza y elixir de vida. Ofelia ya no vuela,
duerme en la sombra de las alegres casas malhechas, el río casi seco que resiste, y las
gentes. No pido más.

Ender Rodríguez Molina
San Cristóbal, Venezuela













La Chinita
Alba María BARREIRO



Ahora quien sabe cuanto tiempo me tendrán encerrada en el cuarto. Tendré que esperar
que la señorita Isabel deje de llorar y se les pase el susto.¿Para qué se me habrá ocurrido
robarle el frasco de tinta roja y las tijeras y desparramar la tinta y hacerme la muerta?.
Cuando sentí los pasos y que me andaban buscando me reía, un poco nerviosa es cierto,
pero nunca creí que la señorita Isabel se quedara así. Abrió la puerta y cuando gritó, la
miré y estaba blanca como un papel. Después se desmayó ¿Qué aspaviento! Y bueno,

que se joroben. La que me da lástima es la señora mayor. Es muy vieja y no es tan mala
como la señorita Isabel. La señorita Isabel es mala, mala. Ella fue la que me mandó
buscar y fue la que me rapó la cabeza por los piojos cuando me trajeron. Me acuerdo muy
bien. Pero buen susto se dio al otro día cuando me corté los pelos de las cejas.¡Qué risa!
Igual no me dejan andar por la calle. Dicen que tienen miedo de que me pase algo, pero
yo creo que es para que les limpie la cocina y todo lo demás. No me mandaron a la
escuela y eso que la promesa era criarme y mandarme a la escuela. La señorita Isabel no
me enseña porque no quiere. Cuando me mandaron prestada a lo de doña Fermiana, por
lo menos estaban los gurises y me divertía con ellos. Me parece que siento
pasos...no...no vienen para acá. Deben andar buscando algún remedio para la señorita
Isabel. Bueno, aunque doña Fermiana tampoco me mandara a la escuela, me gustaba
más allá Me gustaba cuando Albita se disfrazaba con la colcha y bailaba. ¡Qué lindo que
baila Albita!. Pero también es diabla esa chiquilina. Me acuerdo la vez que se me
encocoró y anduvimos a los manotones y la encerré en el sótano y gritaba y yo me reía de
ella y disparó para la puerta que daba al patio del fondo y como nadie la podía oír y yo le
hacía burla por detrás del vidrio, ella empezó a mirarme fijo hasta que le salieron brasas
de los ojos y rompió el vidrio con la mano y se cortó toda. Un lío y un susto…¡ay! La
madre vino corriendo, le envolvió el brazo con lo primero que encontró y salió para la
calle. Horas esperando que volvieran. Por suerte la mano no le quedó torcida, pero estuvo
como un mes sin ir a la escuela. Y doña Fermiana....dale, todos los días...”china
desagradecida, te sacaron de entre las chircas para hacerte gente y mirá cómo
pagás”....pero yo la quiero a Albita porque me hace acordar a mi hermana más chica y
disfruto cuando doña Fermiana y la señorita Isabel rezongan con ella porque anda
saltando por las azoteas en vez de estar jugando a las muñecas como todas las niñas,
aunque yo con mis nueve años que dicen que tengo nunca jugué. Ahora cuando me
saquen del cuarto quien sabe lo que va a pasar. Para Paso del Barro no me van a
mandar, porque mi madre ya se debe haber muerto, digo yo... Si supiera donde está mi
hermana, la que vino primero.¡Pobre María! Esta desgraciada de la señora Isabel me dice
que anda por Buenos Aires, con un vestido negro, bailando con cualquiera. Estoy segura
que es mentira porque ella es gorda y las que salen en las revistas son flacas. Ella me
dice eso para que me de vergüenza y queda malísima cuando le contesto que no me
importa y que yo la quiero igual. Lo mejor sería que me mandaran otra vez para lo de
doña Fermiana. A lo mejor aprendo a leer con los chiquilines. Albertito y Carlos no quieren
saber de nada con enseñarme, pero Albita estoy segura que me enseña, porque a ella le
gusta que yo le haga cuentos de lobizones y de todo lo de allá. Cuando viene a visitar a la
abuela yo me quedo contenta porque se escapa para mi cuarto y saca de los bolsillos
algún regalito como la pulserita con un corazoncito colorado... ¡Otra vez andan a las
corridas en el piso de arriba!...¿no terminarán más? Le mostré a Albita como aprendí a
remendarme las bombachas y nos reímos mucho de la tía Isabel y de que nunca se va a
casar aunque sea maestra porque la señora mayor le corre los novios. Si la vuelvo a
ver...ay si, Dios quiera, le voy a contar lo que me pasa con el cuadro. No se si me voy a
animar. Tengo miedo de que le cuente a alguien, pero le voy a hacer prometer que no lo
va a contar. Es horrible, me da miedo pensarlo y miro el marco dorado y los colores y el
Jesús tan lindo y ...pobre...con un corazón que le sale fuego y con espinas alrededor! Y le
vuelvo a mirar la cara tan linda y ya estoy pensando cómo será el culo de Jesús. Esto
Dios no me lo va a perdonar, estoy segura.¡Cómo tardan en venir a sacarme de la
penitencia.! ¿Habrán llamado a un médico?.....Ya estoy aburrida de pensar y ...además
voy a tener que lavar toda esta ropa y la sábana y la funda.....¿saldrá fácil la tinta? Y
bueno...si no me mandan otra vez con doña Fermiana, capaz que me mandan para afuera
y me quedo en lo de doña Hilda, pero doña Hilda ya tiene otra para criar. Aunque sería
más lindo volver al rancho de mi madre y levantarme tarde y andar buscando leña cerca

del monte o ir con mi madre a lavar al río...Debe hacer más de una hora que me
encerraron...Ya ni me acuerdo cuántos hermanos éramos... a ver...Margarita, Amelia, el
Tito... me parece que tengo ganas de llorar. Ahora si creo que viene alguien para
acá...¡Qué Dios no me castigue por lo del cuadro!

Alba María Barreiro
Uruguay

Color miel
Adrián CAMPOS



Las pulgas pululaban en su cobija. Acostado, miraba la costra negra en que se habían
convertido los residuos de sangre en su puñal. “Debí limpiarlo mejor”, pensó. Luego, se
percató: Eran las tres de la tarde. Se incorporó de un salto. “Rosa”, dijo. “¡Maldición, ya es
tarde!”.
Como todos los días, se detuvo ante su trozo de espejo. Lo habría encontrado en algún
basurero de la ciudad y le ató una cuerda para guindarlo de un clavo que amenazaba con
caer al suelo. Colgaba de una de las tablas que hacían las veces de pared y por cuyas
anchas rendijas se filtraba la luz, delatando las partículas de polvo suspendidas en el aire.
Miraba sus ojos, se acercaba, se alejaba, y cavilaba. Luego, se dispuso a comer el
desayuno que era, al mismo tiempo, el almuerzo del día anterior.
Mientras salía, apresurado, tropezó con los gritos de su padre –embriagado, profería
insultos contra cualquiera de los ocho hermanos– y con la cabeza de alguno que dormía
cerca de un conato de puerta que había en la casa, choza, o rancho… Da lo mismo, al
menos allí podía dormir.
Hacía tres meses que la conocía. La vio por primera vez en el colegio nocturno donde
había decidido estudiar, no sabía si por la insistencia de Joao –un joven que conoció poco
antes que a ella– o porque allí la hierba era más fácil de conseguir y a un mejor precio.
“Rosa”, pensó otra vez, mientras apresuraba el paso. Sentía por ella algo nunca
experimentado. “¿Amor?”, se preguntó. Posiblemente.
Era la única que lo había visto, desde la primera vez, como un joven normal. Sus ojos no
lo miraban con sospecha y de soslayo, como desconfiando, ni sus gestos eran de
desprecio. La única que había escuchado con atención y sin miedo la historia de su vida.
“¿Vida? ¿Es esta una vida?”, se interrogó. Y desaceleró el paso. Y en un instante el
tugurio, la ciudad, el mundo entero se tornó gris, como siempre lo había sido para él. Y se
percató de los hoyos en sus zapatos, y de las gotas de sudor que lograron flanquear la
barrera de sus cejas y ahora invadían sus ojos, irritándolos. De la sed, nuevamente de su
vida.
“¿De quién es la culpa, Joao? ¿De mi viejo, que tiene guaro en lugar de sangre, que,
como todos, no sabe que toy vivo? ¿De mi vieja, por habérsele ocurrido morir antes que
yo juera hombre? ¿De la gente, que me confunde con la basura, que sólo me ve como
un maliante? ¿Soy yo el culpable de todo? Pero si nadie me enseñó, Joao. Yo crecí solito.
Nadie me habló de las flores y su color, del viento, del corazón ¿lo has escuchado, Joao?
¿Has escuchado tu corazón como late tan rapidito?, o del amor, de las cosas buenas, de
Dios” Joao no quiso intervenir en este minuto de silencio que ahora los incomodaba.
Quería que su amigo continuara. “¿Será la culpa de Dios, Joao? Dicen que todo pasa
porque Él deja que pase, que sabe lo que hace. Eso me parece raro, porque Dios es
bueno. Yo soy malo y me iré al infierno. No me importa. No me importa morir como
tampoco vivir. ¿Pa qué nacemos, Joao? ¿Pa ser felices?... Entonces, yo no he nacido”

La algarabía, acompañada de gritos, risotadas y correrías de unos niños, hizo que el
recuerdo de aquellas preguntas a Joao se truncara. Verlos colgarse del último vagón del
tren que atravesaba el tugurio provocó que se le escapara una sonrisa, de esas que tan
difícil era descubrir en él. Se detuvo a curiosearlos. Los niños se tiraban de los harapos
unos de otros para tomar impulso y lograr alcanzar el tren. Algunos quedaban rezagados,
los que no, se colgaban del último vagón y a los pocos metros se soltaban y dejaban caer
en un matorral. Ya exhaustos, reían mientras miraban perderse la mole de acero entre las
miles de figurillas que simulaban casuchas o ranchos, ocultándose “en el fin del mundo”,
recordó. De niño, había creído que el mundo abarcaba solo aquello que alcanzaban a ver
sus ojos.
Reanudó la marcha. Asomaron a su memoria los hermosos ojos de Rosa cuando él le
contó sobre las necesidades de su familia, la forma como llegó a enviciarse de las drogas,
cuántos había herido y cuántos asesinado. Sí, asesinado; pero la expresión de Rosa
permaneció inmutable. Le contó sobre los meses en el correccional para adolescentes,
sobre las noches de hambre, frío y decepción en las calles de la ciudad.
En una ocasión, tomándolo como un juego, ocultó a Rosa el moño con el que ataba su
cabello. Ante la pregunta de Rosa sobre quién lo había tomado, él contestó: “Si respondés
bien, te diré la verdá. ¿De qué color son mis ojos?” “Color miel”, dijo ella sin vacilar. El
rostro de él se iluminó, tanto que la fisura de su frente, marca de un perenne ceño
fruncido, desapareció por un instante. “Sabés Rosa,” –dijo, ahora pensativo y
melancólico– “en la ciudá, cuando me acercaba a la gente pa pedir una moneda, le
preguntaba de qué color eran mis ojos. “Negros” decían unos; “cafés”, otros, y, los que
más loco me creían, no respondían y levantaban los hombros”. Calló por unos segundos,
sonrió levemente y continúo. “Al principio, creí que la gente no sabía de colores de ojos.
La verdá es que nunca me miraron, por miedo, por asco… yo que sé. Estaba seguro que
mis ojos eran color miel. Tomá, Rosa, fui yo”.
Y al recordar aquel primer beso, los labios de ella rozando suavemente los suyos, las
manos limpias que eran, al tiempo, espejo de su alma, apresuró el paso. “No, no es cierto.
No es la única persona. Joao, Joao también me ha mirado de forma diferente”. No como
los demás, que lo veían como augurando el desperdicio que sería poner esperanza en él,
o peor aún, como los que ni siquiera lo han mirado, porque lo han matado, prefieren creer
que no existe. “Joao podría ser mi primer mejor amigo. ¡Ojalá!!!!”, pensó.
Al apresurar el paso, desajustó el puñal que, antes de salir, lo había limpiado y lo había
ocultado entre uno de sus calcetines. Se detuvo, se acuclilló, tomó el puñal y lo miró por
unos segundos, como despidiéndose de algo que lo había acompañado desde que
tenía… “¿ocho, nueve, diez años?”, escudriñó entre sus recuerdos sin encontrar
respuesta. La noche anterior, el arma fue cómplice de su último asesinato. Matar antes,
cuando alguien oponía resistencia ante un robo, parecía normal. Pero esta vez no. “Será
la última”, se advirtió. “Tal vez Joao me pueda conseguir ese trabajo”, se esperanzó.
Estaba llegando a un puente maltrecho suspendido sobre un río enfermo. El mismo que
recogía los desechos de la ciudad y atravesaba el suburbio donde vivía. Tomó aire,
hediondo y malsano, y, con ímpetu, lanzó el arma entre los despojos que arrastraba el río.
Sintió alegría en el corazón. Suspiró. Y tranquilizó su conciencia: “Tenía que comer, y
tenía que pagar, si no me los mataban”.
“La culpa no es de Dios, amigo”. Los ojos se le humedecieron al evocar a Joao cuando
dijo esta última palabra. Se contuvo y continuó con sus recuerdos: “Uno de los muchos
problemas es que nadie habla de vos. Ni de tu padre, ni de tu madre, ni de las vidas de
ustedes que son las de miles. La gente de plata solo cuenta las historias en las que son
protagonistas. Y hacen más plata con ellas. Los pobres no existen, tampoco existís vos.
Para ellos es mejor así. Solo te usan para justificar sus leyes cuando cometés algún
crimen. Para acusarte. No, amigo. No es culpa de tu padre, ni de tu madre, ni de Dios”.

Mientras caminaban, sintió que la mano de Joao se posaba sobre sus hombros. “Vos, yo,
la gente de tu caserío, si es que hay casas allí, los de las calles, los indígenas, los pobres,
en fin; somos el pecado de los millonarios. Este mundo, que ahora ves más bello gracias
al amor de Rosa, gracias, según vos, a nosotros que te queremos, es de todos; no de
unos pocos”. Joao subió el tono de voz, su entusiasmo le sudaba por los poros y lo
descubría sus ojos, que ahora saltaban de un punto a otro, como mirando escenas de lo
que vendría en aquella hora: “Pero llegará un día, sí querido amigo, llegará ese día en
que la leche puedan tomarla tanto los niños del norte como los del sur, la buena salud sea
tanto para los de la ciudad como para los de la montaña, en que se llame “buenos” tanto a
cristianos como a musulmanes, en que sean fuertes tanto hombres como mujeres; sin
excluidos, sin olvidados, sin ignorados … Un día en que vos también podrás contar tu
historia de amor… ¿Querés ayudarnos?”. Sí quería. Sabe que había nacido. Ahora tiene
algo que, le han dicho, se llama esperanza.
Entusiasmado con estos recuerdos, ya no caminando sino corriendo, terminó de cruzar
los múltiples y estrechos caminillos que se abrían paso entre incontables chozas, un
tugurio que colindaba con la gigantesca muralla del residencial más lujoso en el
departamento, y el segundo en el país. En el fin del mundo, el sol ya tenía sueño y la luna
había madrugado, brillando antes del anochecer.
Ya en la ciudad, cerca de su casa, estaba Rosa. Joao la abrazaba compungido. Cuando
los vio, los ojos de ella no eran los de siempre, pero le parecían familiares: “Como los mi
vieja, horas después de enterarse que Andrés, el mayor de mis hermanos, había sido
asesinado en una bronca entre pandillas”
“Mataron a Toño, mi hermano”. La profunda y evidente tristeza hizo que a Rosa se le
dificultara terminar la frase. “Anoche, en el parque”, completó Joao. A pesar de la noticia,
esta vez el mundo no se tornó gris. Las comisuras de sus labios temblaban. Otra vez una
gota de sudor. Meditabundo, mirándolos como si no lo hiciera, y después de un siglo de
silencio, musitó: “¿De qué color son mis ojos, Rosa?”. Al instante, involuntario como un
tic, sintió un levísimo movimiento en el pie que, por años, había disimulado
cuidadosamente su puñal.

Adrián Campos
Cartago, Costa Rica

Te traje la mañana
Marcela VEGA



Ayer ví las estatuas de los próceres, héroes de piel intacta y rictus serio, siempre
enderezados, con amplias espaldas, brazos firmes y mirada trashumante. Yo no soy un
héroe, mi espalda se encorva, me cuesta tanto trabajo levantarme, quedarme estático y
valiente. Yo no soy un héroe, ¿conoces acaso algún héroe que abra los ojos incrédulo,
cada día, con menos certezas sobre la mesa de noche? ¿Conoces acaso algún héroe que
abra los ojos? Los héroes no tienen que abocarse al espanto de abrir los ojos cada
mañana, los tienen siempre abiertos y sin pupilas, de manera que si ven, ven tanto que ya
ni ven.
Pero yo, que no soy héroe, tardíamente abro los ojos encendidos de emociones tan
variables, abro los ojos por ese deber biológico de ver las cosas.
Es común que en esa primera irrupción de luz, me resulte poco claro si estoy sólo o no,
hasta el momento en que mi mirada es atravesada por la respiración de la más fiel de mis
amigas, la testigo de mi envejecimiento, tal vez, la única certeza cierta, pues no se aloja

disparatadamente en una mesita de noche sino en mi cama desde hace más de cuarenta
años. Ella coloca una mano rugosa y gruesa, afable y amplia sobre mi huesudo hombro,
prometiendo con su gesto sostener algunos años que siento, ya no me quedan.
Dicen los autores épicos, que cuando una persona se entrega a una causa, casi
enceguecido o enceguecida por el ardor de humanidad, camina por su senda
heroicamente, salvando al mundo, denunciando injusticias, ayudando al débil. Nunca
vuelven a cerrar los ojos de manera que aunque vean, de tanto ver, ya no ven. Yo no soy
un héroe, ni mi vocación me ha enceguecido. Enceguecerce sería una suerte. No hay
mañana en que no sienta ardor en los ojos, por la obligación de ver. Hoy en particular me
arden como quemaduras, los negativos de una pesadilla impresa en mi retina, la misma
de la eterna diáspora a la que nos arrojó esta opción de vida, ahora pues, sumamente
gravosa.
Ayer ví las estatuas de los héroes tan iguales unas a las otras, que parecían factura del
mismo fanático adulador. Me quedé esperando un parpadeo, una gota de sudor, una
mueca de agotamiento debido a la eterna enderezada posición de la columna. Las
estatuas están al pie de la estación de policía, augustas y despreocupadas del
nomadismo, que sí tenemos que vivir ella y yo, ella, mi mano rugosa y tibia. En esa visita
a la estación, ella, la mano que revitaliza mi hombro en las mañanas, contenía mi ira e
inteligente interrogaba al arrogante señor emulador de héroes, acerca del paradero de
Luisa, Ernestito y Brian… y Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena,
Santiago, Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra
Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de
Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que
miraba el futuro con enmarañado acento. Una lista con piernas, torsos, ojos de pánico,
entraban y salían de los camiones una y otra vez recogidos, recogidas, apaleados,
apaleadas, insultados, insultadas, puestos y puestas en falaces libertades, asesinados,
asesinadas, recogidos, recogidas, apaleados, apaleadas…
No se trata de los acontecimientos que enmarcan un golpe de estado, el advenimiento de
una dictadura, un momento coyuntural. Había sido nuestra rutina, la de ella, mi mano-
memoria y la mía durante más de tres decenas, buscar jóvenes en las estaciones, en
aquel barrio siempre en guerra, de un país que vivía todos los días un antiguo y
permanente golpe de estado.
Aunque ella, la mano que abriga mis articulaciones inflamadas por la humedad de aquel
barrio improvisadamente ubicado en la montaña, mencionó únicamente a Luisa, Ernestito
y sus pantalones caídos y Brian y su colección de cacharros descompuestos, de alguna
manera jamás dejaba de mencionarlos a todos y todas. Ella es mi memoria, la
imposibilidad del descuido. Tendríamos que levantarnos, mi mano-memoria y yo a cumplir
con el ritual de ver a los inmóviles héroes de la estación, que no podían dar cuenta de lo
que allí pasaba, preguntar de nuevo a esos mapas de bronce y mármol lo que la carne y
el hueso uniformado, no se le antojaba responder.
“Yo no soy un héroe” le dije al policía con mi rabia recién desmayada. “Yo simplemente,
esta mañana no quería levantarme más”. Le había pedido a Dios en un acto paranoico de
fe, que agotara mi vida rápidamente aquella misma noche, para no tener que ver a la
mañana siguiente, los impávidos rostros forjados en bronce, fundidos, cuarteados que no
sabían en qué pantano, al pie de cuál potrero, en qué zanja estaban Luisa, Ernestito,
Brian, (Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena, Santiago, Pitufo, el
negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra Milena, Oscar mi
pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de Concepción, ¡ah!
Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que miraba el futuro con
enmarañado acento) pero que sí les habían visto entrar vivas y vivos a aquel edificio,
como vigilantes sin lágrimas.

La gente me pide acudir a la estación, porque piensa que soy una especie de héroe
inagotable, protegido por un Dios al que lanzo las angustias con más fe que razón. Vieron
una cruz en mi pecho y pensaron que mi pecho era inagotable y bondadoso siempre.
Pero cuanta mezquindad me abriga esta mañana en que hubiera preferido morir retirando
el doloroso cáliz de continuar vivo. La gente cree que esta cruz tan frágil como la cadenita
de la que pende me blinda del puñal, del golpe o de las preguntas sediciosas de los
interrogatorios, de la vista de los inamovibles espantos in-memorian de la estación. Vieron
la cruz y pensaron en una forja de bronce y mármol con una placa de pequeño y
autóctono prócer barrial. ¡Qué cruel es la gente, qué cruel es la gente!
Ella ha notado mi fastidio y no ha dicho nada, con un gesto sencillo ha pasado su mano-
memoria por mi amargada y rezongona frente y ha leído en sus pliegues mis
pensamientos. Su vigor me sigue amando aunque mi cuerpo no responda más que a esta
mecánica de buscar muchachos y muchachas en lugares imposibles. A quién se habrán
llevado anoche… no fue a nosostros, a mi mano-memoria, ni a ella ni a mí, ahí estamos
los dos aún ilesos, al menos aparentemente ilesos. Hace años que no me ofrece un café,
pues sabe que lo necesito para seguir vivo, para obligar a mis ojos a ver, para darle
sentido a la luz de la mañana, así que sin preguntarme, se levanta y pone a calentar el
agua y luego procede a tinturarla con el color de su armónica rebeldía, con la generosidad
de sus arrugas irreverentes.
Ahora que abro por fin los ojos, veo claramente el día en que ella llegó. En una escena
aún áspera que el tiempo no ha logrado pulir, se hallaba entre la gente corriendo con un
montaña de papeles, pinturas, gritando esperanza por doquier. Un día de caos capaz de
inducir mi juvenil fe al suicidio, la gente se dividía rápidamente en facciones, afanes y
acusaciones. La gente buscaba culpables y los encontraban entre ellos y ellas mismas.
Pero ella, mi mano con pinturas y papeles, no hacía caso a los dedos acusatorios, ni a la
conspiración de los desanimados y desanimadas, ni a la invitación encubierta de la
retirada. Parecía correr por encima de todo ello, muy atenta, pero sin detenerse,
improvisando una insurrección de la nada. No existía lo que pudiese escaparse de sus
pequeñas y poderosas manos de india, siempre presentes, siempre batallantes.
Yo no veía Dios alguno que pudiera salvarnos, pero la gente se fijaba en mi pequeña cruz
y pensaba que ese ser aún no encarnado moviéndose al ritmo de mi corazón asustado,
podría responderle la avalancha de preguntas generadas en medio de tal desastre. Yo no
era un héroe, aunque apostaba a que conseguiría serlo. Era un joven atortolado, a punto
de llorar, desilusionado porque creía que unos cuantos meses de trabajo debieron bastar
para prevenir aquello.
Justo cuando sentí tener el poder de desaparecer, descubrí que ella me miraba
compasiva, me pedía paciencia con sus ojos rasgados y ágiles. No pude desaparecer,
ella me miraba, ella vigilaba mi huída. Se acercó a cumplir su misión de sacarme del
espanto y se hizo las manos mías, aquellas distintas a las que yo había condenado a los
bolsillos. Ella me salvó, me trajo el amor el día más desamado de mi historia. Ella me trajo
a Dios cuando este se extraviaba entre mi desaliento y mi temblor, cuando El se
desalentaba y temblaba también. Lo que ella hizo ese día, siguió aconteciendo, vez tras
vez durante los últimos cuarenta años de mi vida, como el milagro que se fabrica en la
tierra, con manos de hombres y mujeres de verdad.
Luego, tan poco cautelosa como han sucedido estos años, viene ella lacia, con sus
manos-memoria, provista de una taza de café oscuro y llano como sus ojos, aromático
como el cabello negro que se conserva desde su juventud y entonces entiendo que no ha
sido el café el que me permite abrir los ojos. Ha sido ella quien me ha susurrado cada
noche, este, mi vital deber de volver a verla, esta necesidad de despertarme a su lado,
este alivio de encontrar su cuerpo protegiéndome de las noticias, colocándose entre todo
aquello que quebranta mis certezas y las certeza misma que asecha.

Le escribí con mis ojos cansados, sorprendidos de reparar en la inconmensurable historia
grabada en su cuerpo, la nuestra: “Creyendo que el amor es un derecho de héroes, me di
a la tarea de dejarte sola, con toda tu inmensidad de humana y aún así, tuve la osadía de
convencerme que sobreviviría. Recuerdo con dolor cuanto tiempo dejé de saberte. Sí que
era un héroe imbécil salvando al mundo, invencible y sin tu mano, aquella rugosa y tibia,
grande, imprescindible. Pensado que se trataba de mí, creí ser libre para levantarme
tantas mañanas al lado de manos extrañas, hipnotizadas por este desalojo de bronce y
mármol que edifiqué para encantar las almas más inocentes. Pero ahora que abro los
ojos, con tan poca fuerza, con tantas dudas, desgano, fastidio, sólo tú me salvas, mano-
memoria, de caer en la tentación de perder el mundo. Toda la vida has sido tú y maldigo
que nadie, incluyéndome, lo haya visto”.
Ayer ví a los héroes, próceres inmóviles, instantáneas de un pasado que no ocurrió, un
pasado falseado por los escritores mercenarios del sistema y decidí no volver a abrir los
ojos dolorosos de mi carne, creí torpemente que lo mejor sería hacer de anoche, mi última
noche.
Pero me alertó tu corporeidad asesinando mi cobardía, me sacudió tu existencia como un
golpe en la entraña de mi conciencia. Me dí cuenta de que toda la vida has sido tú y
maldigo que nadie, incluyéndome, lo haya visto. Hoy decidí ver lo que estaba oculto por
una desesperación, por una fatiga sobrehumana, hoy decidí verte, Sildana, mi preciosa
epifanía de cada mañana. Levántate cuerpo casi inerte, abre esos ojos de párpados
avejentados, vamos a la estación a seguir averiguando por ellos y ellas en este improviso
barrio de la montaña, que mientras Sildana siga viviendo, compañera, mano-memoria,
destructora de héroes, carne, sangre que habla y recuerda, habrán todas las mañanas del
mundo más allá de que yo pueda presenciarlas. El Cristo que cargo en mi pecho, eres tu.

Marcela Vega
Colombia

A Ceia Eucarística em São Pedro
Sávio CORINALDESI



Irmã Olinda tinha chegado fazia poucos dias do Brasil para completar seus estudos em
Roma e preparar-se para uma das missões da Congregação. Na tarde da Quinta Feira
Santa, a superiora perguntou à Irmã Teresa se poderia acompanhar a jovem brasileira em
São Pedro, onde tinham conseguido dois ingressos para a Missa do Lava-pés.
A basílica resplandecia de luzes e a irmãzinha estava deslumbrada com tantas
maravilhas. O lugar reservado a elas permitia uma magnífica visão do conjunto. O papa
presidia, rodeado de cardeais, arcebispos, bispos e uma multidão de sacerdotes, tudo
num oceano de cores e de sons que a deixavam assombrada. Lembrou o carnaval do Rio
que a televisão levava fielmente, todos os anos, até o coração da mata amazônica onde
tinha nascido. Envergonhou-se logo desse pensamento desrespeitoso e procurou
concentrar-se no solene rito que se desenvolvia debaixo de seus olhos. Nos primeiros
bancos e nos lugares a eles reservados, os membros do Corpo Diplomático e da nobreza
romana ostentavam seus trajes de cerimônia, austeros os dos homens, elegantíssimos os
das mulheres.
Em suas cabines, discretos, mas em plena atividade, os operadores de TV captavam e
enviavam para o mundo as imagens que ela observava com seus próprios olhos.
Procurou acompanhar a homilia do papa, mas não conseguiu por muito tempo: conhecia
já bastante a língua italiana, mas a pregação lhe resultava difícil.

Lembrou a última Semana Santa passada em sua comunidade, antes de entrar no
noviciado. Tinha apenas vinte anos, mas era a líder incontestada do Cabresto, uma
comunidade rural distante uns 30 km da sede do município. Não tinha nascido ali, mas ali
tinha crescido desde menina. Tinha freqüentado a pobre escola do lugar, com uma única
professora que ensinava o pouco que sabia a todos os garotos e garotas dos 6 aos 12
anos. Tinha-se distinguido tanto que, quando a velha professora se mudou para a cidade,
com a família, os pais do Cabresto tinham pedido ao prefeito que colocasse ela no lugar.
Seu nome de batismo era Olinda, mas todos a tinham sempre chamado Lindinha e
também quando se tornou professora, pais e crianças continuaram tratando-a de
Lindinha.
Nesse tempo o vigário veio celebrar a Missa no Cabresto. O fazia todos os meses,
quando podia. Quis saber se alguém poderia cuidar do catecismo. Todos concordaram
que ninguém poderia fazê-lo melhor que ela. Muito jovem, franzina, com um sorriso tímido
e a voz doce, era respeitada naturalmente por todos. Participava na paróquia dos cursos
de catequese e de formação das lideranças, gostava de ler e procurava manter-se
informada o tanto que o isolamento da floresta lhe permitia.
O único que não a suportava era o Dr. Vitalino, dono de uma grande fazenda no
Cabresto. Algum tempo atrás uma longa estiagem tinha prejudicado a colheita dos
lavradores: o café andou perdido, o cacau sucumbiu pelas pragas e a mandioca saiu
raquítica. O Dr. Vitalino quis aproveitar o momento favorável para adquirir a preço de
banana as terras dos pequenos proprietários, para aumentar a sua propriedade. Mas
Lindinha não tinha freqüentado à toa os cursos de lideranças na paróquia. Visitou uma a
uma as famílias da redondeza, reuniu noites seguidas a comunidade. Conseguiu
convencer o pessoal a resistir... Quem ia para a cidade fazia as compras para os vizinhos,
aprenderam a comprar no atacado, foram vender seus produtos na capital, para conseguir
preços melhores... Em suma, Lindinha tinha feito descobrir a seu povo as vantagens da
união e da organização. Ninguém cedeu diante das ofertas do Dr. Vitalino que jogou a
culpa na jovem professora. Nunca mais a perdoou.
Mas essas eram coisas do passado. Agora precisava preparar a Semana Santa. E o fez
com sua costumeira competência, ajudada pelos alunos e as moças da comunidade.
Tinham esperado que o pároco fosse celebrar a Missa da Quinta Feira Santa, mas a
chuva tinha interrompido a estrada.
Ao entardecer, tudo estava pronto na branca capelinha no meio do mato. Os jovens e os
garotos, vindos no começo da tarde, já andavam por ali, após terem tomado banho e
vestido suas roupas de festa no riacho próximo. Foram chegando os adultos com as
crianças pequenas. Apareceu também a família Sarges. Pertencia à Assembléia de Deus,
mas quando seu pastor não vinha, participava com gosto nas celebrações da “professora
Lindinha”.
O filho da viúva Raquel trouxe uma bandeja com os doces preparados pela mãe, que,
porém, não viria porque sua muleta tinha quebrado. Mas Lindinha não se conformou.
Chamou um dos jovens:
- Tavico, junta três ou quatro colegas e tragam aqui a senhora Raquel que não pode
caminhar.
Pouco tempo depois o grupo fazia a sua solene entrada na capela: quatro jovens
seguravam uma robusta vara na qual estava amarrada a rede que trazia a senhora
Raquel, radiante.
Agora estavam todos. Isto é, quase todos. O Dr. Vitalino e sua família tinham viajado no
sábado para ir passar a Semana Santa em Salinas, a praia da gente fina da capital.
A celebração saiu bonita mesmo. A Lindinha (quero dizer, Irmã Olinda) sente a saudade
apertar sua garganta lembrando aquela noite.

Nonato tinha sido particularmente bem sucedido comentando o Evangelho da instituição
da Eucaristia, recordando a luta de dois anos antes e tinha-se emocionado relembrando
gestos de solidariedade que, a partir de então, transformara o Cabresto numa verdadeira
comunidade.
No lava-pés as crianças tinham lavado os pés dos pais, que receberam a homenagem
com a maior seriedade. Durante o ofertório foi fita a coleta, cuja arrecadação seria
destinada ao Sr. Feitosa, que estava em Belém, ao lado da mulher recém operada.
Terminado o culto, os objetos litúrgicos e as toalhas foram guardados no armário e o altar
voltou a ser a mesa sobre a qual as mães foram colocando – não sem uma pontinha de
orgulho – sua respectiva “janta”.
- “Comeremos todos juntos o que cada uma tiver trazido” era o lema de suas refeições
comunitárias.
A novidade daquela noite foi o conteúdo da bandeja da senhora Anália, matriarca da
família Neves, recém chegada no Cabresto, de Minas Gerais. Poucos dos presentes
conheciam o pão de queijo mineiro, mas a novidade teve sucesso total.
Aí o velho Neves contou como a Semana Santa é celebrada na sua terra. Mais tarde as
gêmeas da família Sívori, descendentes de italianos e procedentes do Rio Grande do Sul,
cantaram uma canção que os jovens de lá usam enquanto passam, em grupos, de casa
em casa para recolher ovos que, devidamente pintados e cozidos, serão comidos após a
celebração da noite de Sábado Santo.
A única nota triste foi provocada por ela, Lindinha.
- Como vocês sabem, esta é a última Semana Santa que passo com vocês. No próximo
mês deixarei o Cabresto para entrar na casa de formação das Missionárias de Maria.
- Porque vás embora? Es tão preciosa aqui! Ou nós não somos filhos de Deus?
- São, sim, senhor Sívori. Veja, acabamos de celebrar a Última Ceia. Nos dissemos que
não podemos pensar só em nós. Eu gostaria que também outras pessoas pudessem
conhecer as coisas bonitas que o Senhor fez e faz para seus filhos e filhas. Vocês já o
sabem.
- E a senhora, Dona Dora, vai deixar sua filha ir embora?
- Senhor Sívori, suas crianças são ainda pequenas. Mas logo vão crescer e o senhor
entenderá que os filhos nós os fazemos, com a graça de Deus, mas não são nossos...
Irmã Olinda sente uma forte saudade daqueles momentos tão intensos. Mas a Irmã
Teresa a sacode. Chegou o momento da comunhão.
Enquanto avança lentamente na fila, sente-se culpada pela longa distração. Quando
chega a sua vez, estende a mão para receber a hóstia, mas o padre, com gesto
mecânico, enfia a partícula em sua boca.
De volta ao seu lugar, a emoção das lembranças se transforma num choro suave e
melancólico, que procura esconder cobrindo o rosto com as mãos.
Chegam em casa já tarde. As Irmãs que participaram da Missa na paróquia já estão
dormindo. Também a Irmã Olinda se retira no seu quarto. Antes de adormecer, ouve a
superiora que pergunta à Ir. Teresa:
- E então, nossa brasileirinha gostou da cerimônia?
- Acho que sim. Quando saímos de São Pedro tinha os olhos vermelhos...
- Pode apostar! Lá, no meio do mato uma cerimônia come esta, ela não ia poder nem
sonhar.

Sávio Corinaldesi
Brasil

Desenterrar el pasado
Guido DE SCHRIJVER



El sargento Martínez estaba de guardia a la orilla del pozo, el fusil atravesando
horizontalmente el vientre, los brazos apoyados en la culata y el cañón. Se escudó debajo
de un árbol, pues el sol pegaba fuerte. Posaba su mirada en la espalda corvada de un
joven agachado en el fondo. Alrededor del pozo estaban sentados y en cuclillas hombres
mayores, mujeres y niños. Sombreros de mimbre, huipiles de algodón con figuras mayas
multicolores apagadas de tanto lavar y restregar en el río. Las mujeres desenterraron
lágrimas que habían comenzado a llorar veinte años hace. El sargento Martínez había
recibido la orden de su jefe: «En San José Poaquil hay una exhumación, con la
autorización del tribunal, debe haber vigilancia día y noche, no vaya a ser que algún
pinche quisiera borrar huellas». ¿Se trataba de una mera coincidencia? Pues justamente
en Poaquil un tío del sargento había sido secuestrado y posteriormente desaparecido. Al
otro lado del pozo se encontraba la viuda, su tía. Ella dijo: «Deben haber al menos quince,
entre ellos mi marido y mi vecina encinta».
Una noche de silencio absoluto los perros rompieron furiosamente en coro la paz que
envolvía la aldeíta. Pocos minutos después las botas desquiciaron las puertas de las
chozas y sacaron a los habitantes de sus camas, matando a los perros a tiros en el acto.
Llevaron a culatazos fuera del caserío a la gente, los ojos desorbitados del terror, y en
descampado los abatieron a balazos y machetazos, gritando: «¡Por comunistas,
desgraciados!» Ahí mismo los enterraron en un pozo común al amparo de una luna débil y
cómplice. Con el tiempo los bejucos cubrieron piadosamente la pesadilla, pero un chico,
escondido bajo el camastro durante el desalojo de su familia, se empujó a fuera, mareado
por el suceso insólito, para seguir a distancia, lo que le había parecido un cortejo fúnebre
de cadáveres vivos. Empinado dentro de la maleza se dio cuenta del sitio de la masacre y
avisó más tarde a la gente de la vecindad, que se guardaba el secreto como una llaga
mortífera.
El día que Claudio se lanzó para sus estudios universitarios, su papá lo advirtió
insistentemente.
«Hay que comer. Aquí en Guatemala no se puede poner manos a la obra como
antropólogo».
«Dentro de pocos años no darán abasto los forenses para sacar a luz las osamentas de
miles de víctimas de los militares», profetizó el hijo, no haciendo caso del consejo paterno.
«Qué linda perspectiva, mantenerse atascado en un pasado que ya no existe», ironizó el
hombre amargado.
«Todo en el mundo pasa, sólo el pasado queda», peroró el hijo, dejando estupefacto a su
progenitor.
Una vez finalizados los estudios en la universidad estatal esperaba dar pronto con un
empleo interesante. Quiso llevar a la práctica en los sitios arqueológicos mayas tanta
teoría rumiada en las aulas. Piedras había de sobra, los fondos faltaban.
Hubo un regocijo planetario a la hora que se firmó la paz poniendo fin a un conflicto
armado interno de varias décadas. Se declaró el fin de las dictaduras en el país y en el
continente entero soplaron vientos nuevos sobre las repúblicas. Se acabó el terror del
estado. ¡La democracia al poder, los militares al cuartel!, gritaron las masas en las calles.
No tardó mucho el momento en que Claudio vio cumplirse las palabras con que apaciguó
la preocupación de su padre por su futuro académico incierto. Los familiares de las

víctimas del terror militar exigieron al gobierno democráticamente elegido el permiso para
excavar los cementerios clandestinos.
«Son más de mil fosas, esparcidas sobre el territorio nacional, trabajo para años, pero no
te hará rico, es un servicio a la población, ellos tienen que encontrar a los suyos, estar
seguros que en realidad están muertos para darles sepultura digna», le invitó el
encargado de la antropología forense.
El presidente del gobierno democrático trataba de empujar a los militares a los cuarteles
sin airarlos. Temiendo la justicia, la condena y el castigo los oficiales querían de una vez
por todas mantener bajo tierra junto a los cadáveres la pesadilla del genocidio. Pero la
población salió a la calle. Los familiares exigían el regreso de los que habían
desaparecido. Vivos o muertos. Todos estaban muertos.
Con el cuidado de una mujer que se arregla la piel de polvos y cremas delante del espejo
de tocador Claudio cepillaba los huesos hasta hacerles surgir ante las miradas atentas y
temerosas de los deudos. El sargento Martínez lo observaba fascinado. El joven
académico destapó un cráneo, color café y rojo, color de la misma tierra. «¡Mirá, una
calabaza!», señaló con el dedo un patojo, recriminado suavemente por la madre. En la
medida que se liberaban los dientes el esqueleto comenzó a reírse socarronamente. Los
vecinos se conmovieron en su apuro por reconocer al difunto al tiempo que guardaban un
recogimiento respetuoso ante lo que les parecía un sacrilegio. Tiras podridas de camisas
y pantalones habían suelto sus colores. Claudio hurgó en un embrollo de telas medio
comidas sacando un objeto, que destelló un instante a la luz del sol. Lo limpió entre los
dedos hasta que de repente un alarido desgarró el silencio sagrado, ahuyentando a los
pájaros chirriando. El sargento Martínez miró aturdido, los ojos húmedos, a su tía, que
desmayó en brazos de una vecina. La mujer había reconocido a su marido. Claudio dejó
descansar la mano encima de lo que había sido la bolsa del pantalón, cargando una
medallita metálica de San José. Ella misma la había cocido en el pantalón para que su
hombre no la perdiese nunca. La exhumación duró varias semanas. Claudio procedió
como un escultor delicado para poner al descubierto dos esqueletos entrelazados, él de la
madre y envuelto por la caja torácica y los brazos como entre los barrotes de una jaula él
del feto creciente. Algunas víctimas fueron tan descuartizadas por la furia de los soldados
que no fue posible la reconstrucción de los esqueletos. Los campesinos mayas ayudaban
a Claudio, izando paladas de tierra en cubos, echándola en un cedazo. Los niños tenían
permiso para ayudar identificando pedacitos de huesos entre los terrones. Un mes más
tarde Claudio terminó la faena y se despidió de los deudos y del sargento Martínez. El
policía agradeció al profesional por su tarea y dedicación.
Con sus cuatro hijos le costaba al sargento Martínez sacar adelante el hogar con el
salario que ganaba. Sin embargo no fue por el dinero extra que aceptó el encargo que le
propuso un jefe mayor unas semanas después. Pues simplemente él no estaba hecho
para aquella clase de operaciones que no aguantaban la luz del día. Tenía que hacerlo.
Determinadas órdenes estaban fuera de discusión. Había que aceptarlas nomás. Sobre
todo si venían de exgenerales, jubilados por servicios prestados. Servicios que por lo
demás tampoco aguantaban la claridad, según le alcanzaban los rumores susurrantes de
los colegas. Fue a las tres semanas después del entierro del tío con cantos litúrgicos,
flores, incienso y llantos en San José Poaquil que recibió el encargo. Hacia el centro de la
ciudad capital, a las tres de la mañana, cuatro hombres, gorras pasamontañas negras,
uniformes negros, andar armados ostentosamente, furgoneta sin matrícula, irrumpir y
revisar hasta el último rincón del local, sacar las computadoras, documentos y toda la
papelería habida y por haber, hacer pedazos el resto sin dejar huellas de su identidad.
Durante el trayecto hacia el lugar indicado el sargento Martínez expresó su preocupación
a los colegas. Estos se burlaban de él. Al parecer ya manejaban cierta rutina en destruir
locales de organizaciones de derechos humanos, pegándoles a los miembros presentes

casualmente un susto mayúsculo y merecido, ya que se negaban a quitar sus patas
insolentes del pasado enterrado. Sigilosamente bajaron de la furgoneta en la calle
desértica frente al local. Al sargento Martínez le tocó destrozar a hachazo limpio la puerta
de entrada, siendo el primero a atravesar el umbral y penetrar al inmueble. Los hombres
enmascarados trabajaron veloz y minuciosamente. Mientras que ellos saquearon la planta
baja, destruyendo lo que no les interesaba llevar, el sargento Martínez subió a
trompicones en la oscuridad al primer piso. Abrió de golpe una puerta, asaltándole el olor
a dormitorio. En el haz de luz de su linterna vio a un sujeto que se incorporó en la cama,
aterrado. El sargento Martínez se asustó sin emitir sonido alguno, por poco dejando caer
la linterna. Su mirada cayó en plena cara de Claudio. Sintiendo latir salvajemente el
corazón cerró la puerta detrás de si como quien acababa de hacer un descubrimiento
prohibido y peligroso. Mantuvo agarrado la puerta, evitando que saliese el joven, como
para protegerlo contra los demás asaltantes. Pues en la confusión y el pánico fácilmente
podría escaparse un balazo. Tan solo al cerciorarse que abajo habían terminado la faena,
soltó la manija de la puerta y corrió escalera abajo. Al atravesar la calle, brincando a la
furgoneta se sintió un ladrón de primera.
El sargento Martínez nunca se había excedido en dar crédito a supersticiones ni creencias
de viejas. Sin embargo a la noche siguiente recibió la visita de su tío. Este se puso
enfrente, abrió la boca de par en par llena de tierra, desnudando los dientes blancos de la
quijada color café y rojo, aullando como un cerdo y respirando con estertor.

Guido De Schrijver
Bélgica

La estrella de David
Gustavo QUICENO



David era un buen hombre, era un quijote sin mancha, era el abogado de los pobres… Un
Hombre de utopías, de fe y un crédulo en unicornios…

Recuerdo la primera vez que le vi de frente. Era una mañana de no se qué mes de
comienzos de 1994, en el hospital del pueblo, en la sala de espera. Fue él quien me
dirigió primero la palabra al verme sentado a su lado:
- ¡Vaya si hay harta gente hoy! Normalmente no es así, pues los martes sólo es para las
consultas de la gente de la zona urbana...
- ¿Sí? -le respondí yo con diligencia al cerciorarme de que era a mi a quien hablaba. Yo
tenía entre mis manos un libro que había comenzado a leer aquella mañana, se trataba
de un libro sobre Ernesto Guevara, el “Che”...
- ¿De qué se trata? - me preguntó sonriéndome esta vez, a la vez que señalaba con su
dedo.
- Es del “Che Guevara”, usted lo conoce ¿no?
- Claro, es de mis ídolos , mi “tocayo” es de nuestra generación, la mía, lo admiro
mucho... A quien no conozco es a usted -me dijo-, es la primera vez que lo veo.
- Lo mismo digo yo de usted... Pero lo que pasa es que yo vengo de viaje, estuve tres
años fuera de Villa Luna, yo estaba estudiando filosofía en España, y hace ya casi un mes
que llegué.
- ¡Ah! ¡Con razón! Permítame presentarme, mi nombre es David Ernesto Durán, yo no soy
de aquí, pero mi esposa sí... yo vengo del departamento vecino y estamos viviendo acá
hace casi un año... Exactamente ocho meses largos.

- Mucho gusto, yo soy Augusto Quintero -le dije, a la vez que juntaba mi diestra a la suya,
una mano grande, blanca y fuerte.
- Y que lo trae por acá -me siguió preguntando.
- Lo que pasa es que necesito conseguir trabajo y me han exigido un certificado médico
para entregar mi carpeta y concursar con varios candidatos para un empleo de maestro.
- ¿Trabajo? ¿Dónde?
- Con la alcaldía. Busco una vacante de profesor, posiblemente en la Normal.
- Mi esposa trabaja allí. Si usted es de acá como dice, de Villa Luna, debe conocerla...
- ¿Cómo se llama? –le respondí
- Edith... Edilsa Benavidez.
- Claro que sí. ¿De la familia de los Benavides de la Aldea?
- Si, aquí pasó su niñez y parte de la juventud. Yo la conocí en la capital de mi
departamento, para más señas en la universidad, allá nos hicimos novios, nos graduamos
y después nos casamos.
- La familia Benavidez fueron mis vecinos, habitaron la misma calle que nosotros durante
varios años.
En ese momento, vi una mujer encinta que se acercaba.
- ¡Hola! -nos dijo sonriendo.
De un sólo impulso David se puso de pie y mirándome fijamente a los ojos y con cierto
orgullo me dijo: - Esta es mi esposa, Edith... Edith, te presento a este joven , un amigo
que acabo de conocer.
El rostro de aquella mujer de mediana edad me resultaba familiar. Yo la había visto
alguna ocasión. No le había mentido a mi nuevo amigo; de verdad yo la conocía.
- Mucho gusto -le dije también a la vez que ambos sonreíamos y nuestras manos se
estrechaban.
- ¿Qué te dijo la doctora? -imprecó ahora David a su esposa.
Por su respuesta pude comprobar que había venido para el control prenatal. Esperaban
un hijo, el segundo.
- Sin ningún problema, todo va bien -le explicaba su simpática esposa.
- ¿Se conocen o no? -nos preguntó David.
- ¿De dónde viene usted ? Viene de afuera, me imagino.
- ¡No! -le dije categóricamente- Yo al igual que usted soy villaluno. Lo que pasa es que
cuando su familia se fue de aquí, quizás yo estaba muy pequeño... y hace poco regresé
después de una temporada en España. En efecto, mi papá es Tiberio Sanclemente, y
usted debe conocerlo..
- ¡Cómo no! Su papá es muy conocido, comerciante cafetero y abarrotero como mi papá.
- Don Enrique Benavidez... ¿cierto? ¿sigue trabajando?
- ¡Si! Vive en la capital, trabaja no tanto como antes, ya la enfermedad y la vejez lo han
hecho disminuir, pero ahí va.
- Yo debo conservar la imagen de su familia, y la imagen suya en mi memoria infantil. Por
eso es que me pareció conocerla...
En ese momento fui llamado desde la casilla de consultas, y mi pregunta sobre la fecha
en que esperaba el parto quedó entre mis labios.
- Me llaman... ¡disculpen!
- Nosotros también ya nos vamos -me dice David.
- Sí, yo debo ir al colegio, tengo curso dentro de una hora –afirma la bella dama, a la vez
que miraba su reloj.
- Bueno, nos veremos de nuevo -acota David- Con todo este pueblo es pequeño... ¡Hasta
pronto!
En todo caso yo conseguí el certificado médico y con ello un empleo como profesor en la
Normal de Villa Luna. Acababa de llegar de regreso a mi pueblo. Era el comienzo de una

nueva etapa de mi vida. Una nueva experiencia se abría ante mi. Gracias a una beca
había partido tres años atrás para España y en la Universidad Complutense de Madrid
había obtenido el título en Filosofía y Letras. Pero en el fondo yo tenía inquietud
vocacional. De alguna manera el sacerdocio me atraía, mas no la idea de tener que entrar
a un seminario. Reglamento, ritos, rezos, etc... Todo lo que se pasaba al interior de un
claustro de ese tipo me daba cierta fobia. Así pues, decidí hacer la filosofía como un
universitario en el mundo, de laico y luego mirar como hacer para la formación teológica,
complemento y exigencia necesarios para llegar a ser sacerdote...
Lo cierto es que había logrado finalizar la primera etapa del camino y ahora estaba en mi
pueblo, a donde había vuelto con la esperanza de retornar a España más adelante y ver
el modo de continuar con los estudios teológicos y hacerme “clérigo extra seminario”.
Cosa difícil, pues, al final, las circunstancias económicas familiares me obligaron a
quedarme y esperar que el panorama se aclarara.
El domingo siguiente, esa misma semana del encuentro con David y su esposa, fui a la
misa de mediodía y escuché como el párroco invitaba a una reunión al día siguiente a las
personas que estuvieran interesadas en ser catequistas o colaborar de un modo cercano
con la labor de evangelización. Aquello “me sonó” y decidí sin titubeos asistir. Lunes 7:30
de la noche después de la eucaristía yo llegué y me sorprendí al ver entre los presentes a
la simpática pareja del encuentro, días atrás en el Hospital.
Supe entonces, que David y Edith desde varios meses atrás estaban comprometidos con
la labor evangelizadora de la parroquia y eran asesores valiosos de los curas. Él era
catequista de confirmación y su esposa ofrecía asesorías psicológicas. Y, todavía más
interesante, daban juntos cursillos prematrimoniales así como terapias de pareja. Lo suyo
era lo que se llamaba una verdadera “pastoral de familia”.
No recuerdo cómo, ni en qué momento, David y yo nos encontramos trabajando juntos en
un proyecto de programa radial. Claro, con objetivos parroquiales... El Padre José Darío
quería revivir un programa para anunciar la palabra de Dios y que fuera un vínculo
eclesial con la comunidad. Lo simpático era que los dos no teníamos experiencia en ese
campo de la didáctica y técnica de las hondas hertzianas, sin embargo “nos le medimos” a
la empresa. Así fue como comenzó una amistad que se afianzaría con el paso del tiempo.
Sacábamos nuestros ratos libres, de nuestros empleos o trabajos oficiales y cada semana
elegíamos un día y unas horas para sentarnos frente a su computador, en compañía de
un tinto y un te, donde él dejaba por un rato de lado sus cuentas, números y planillas,
pues supe que su especialidad era la contabilidad y con la ayuda de su ordenador fue
posible digitar los libretos semanales de “comunidad en pie” como el había sugerido que
se llamara el programa. Yo estuve de acuerdo no sin sospechar que aquel título respiraba
un ideal o un sueño “comunista” que albergaba muy dentro mi amigo... Pero si David era
un comunista, era un “comunista” que amalgamaba esta doctrina y sus postulados con la
Palabra de Dios y con todo lo de la fe cristiana. Solía decir que Jesucristo era a su
manera un comunista incomprendido. En los momentos de pausa de aquel trabajo en
concreto hablábamos de lo sagrado y lo profano, bastante sobre Jesús y Carlos Marx,
pasando por “El Che”... De literatura y filosofia, de política y de religión, de la actualidad
mundial y nacional...
Era alguien muy cultivado. A sus 45 años se le veía el esfuerzo por conformar con su
esposa y su primer hijo un hogar ejemplar, donde el amor y el respeto se imponían como
reglas de oro... Nuestra diferencia de edad no era ningún obstáculo (pues yo tenía en la
época 25) para entendernos, discutir y estar de acuerdo en lo fundamental, en lo que
realmente importaba, en los valores de la justicia, de la verdad, de la honestidad...
Hacía poco menos de dos años había aparecido en el país un instrumento de defensa de
los derechos mínimos del ciudadano llamado “acción de tutela”, consistente en una
expresión escrita de una persona o comunidad ante un juez público donde se denunciaba

un atropello o una injusticia que se sentía y reclamar de esa manera un derecho de
reivindicación o de justicia. Pronto, en medio de nuestro trabajo y después de varios días
de amistad , pude darme cuenta que mucha gente venía a buscarlo para pedir su ayuda,
su consejo y finalizar en la redacción de una “tutela”. Se trataba de campesinos y gente
tenida por “marginada”.
David, decía su esposa, era un “abogado frustrado”, había soñado con estudiar derecho
pero por diversas circunstancias de la vida sólo pudo estudiar contabilidad. En Villa Luna
ganaba su vida como contador público, desempeñándose como asesor de las cuentas y
balances de propietarios de comercio (abacerías, panaderías, etc). Para mí era un “duro
de los números” y un “afiebrado por la ley y la justicia”. Su música preferida era la clásica
de Tchaikovski, o la nueva trova cubana, de manera especial las canciones de Pablo
Milanés y Silvio Rodríguez...”el unicornio azul” de este último era su canción preferida.
En fin, David era un buen hombre, era un quijote sin mancha, era el abogado de los
pobres… Un Hombre de utopías, de fe, un crédulo en unicornios…
Muy pronto en Villa Luna mi amigo se volvió bandera de contradicción. Algunos le
amaban, otros pronto vieron en él una amenaza, un estorbo para lograr sus intereses
nefastos de riqueza, politiquería y opresión de la gente... Y es que lo mas “mínimo”, la
menor trasgresión de los valores morales le ofuscaba y no dudaba en manifestar con
valentía su desacuerdo. Muy pronto fue tachado de “retrógrado”, de “beato mísero”, de
“leguleyo” y “aguafiestas”. En las postrimerías del siglo XX, David veía que quienes más
estaban amenazados por los antivalores eran los jóvenes y los niños... Veía con recelo la
politiquería pero soñaba con la política limpia y preocupada con lealtad por los intereses
del pueblo. Era por ello, que en los días de campaña se adhería al candidato que según él
mejor interpretaba los intereses populares. Pero, como en todo lugar, la “maquinaria
política” de los viejos caciques le impidió llegar lejos con sus candidatos y sus “partidos
verdes y de arco iris” que pregonaban la esperanza, la justicia, el respeto a la vida y la
ecología... Aun así, la primera vez del intento, recuerdo que logró ganar un escaño en el
grupo del concejo municipal, conformado por las diversas corrientes. Así, David fue
nombrado en un puesto que no esperaba y que no llenaba sus expectativas: un puesto de
planeador municipal, cuando hubiera preferido la personería o la secretaría de educación,
y poder hacer algo concreto por la justicia, el derecho y la promoción de los valores entre
la niñez y la juventud. Muy pronto y con sabiduría mi amigo se dio cuenta de lo inútil de
aquel “puesto” donde quien mandaba en realidad era el propio alcalde, agregándole
además el grave impedimento que implicaba para los objetivos de esta oficina, la grande
deuda en que había dejado sumido al municipio el anterior burgomaestre. Así, con
limitaciones de presupuesto y desvíos de fondos, como lo constató después, era
imposible hacer algo, y con “gallardía” decidió renunciar para no prestarse a ser un “títere”
manipulado por cualquiera...
Al lado de David estuve cuatro años. David era mi amigo, otro padre para mi, una luz, una
estrella... Le admiraba su arrojo, sus convicciones, su espíritu de justicia. Y de su espíritu
de colaboración, su gratuidad, el encontrar tiempo para todo, aprendí mucho.
Pero su destino estaba marcado. Antes de dejarle a causa de mi viaje, justo el domingo
después de la misa de mediodía lo vi por última vez salir del templo con su hijo pequeño
Isaías a quien llevaba de la mano. Le vi el aire melancólico en su rostro, existía cualquier
cosa que le preocupaba, pensaba que era por mi partida, pues el padre José al final de la
eucaristía confirmó a toda la comunidad parroquial mi partida esa misma semana para
Europa donde había sido aceptado por una comunidad misionera belga y así finalizar y
realizarme como sacerdote. El proyecto mío ante todo era estudiar el francés y luego
hacer la teología en Lovaina, después iría a lo que llamaban un convento o alguna
comunidad para tener una experiencia y ya veríamos... Pero David ya sabía de mis
intenciones y se había mostrado contento y es más, junto a mi madre, era él quien más

me había motivado y animado a decidirme a continuar en mi proyecto, a entrar a un
claustro oficial de formación sacerdotal... “Esa es su vocación Augusto... reconózcalo, no
tenga miedo” -me dijo- “es más, créame lo que le digo: si yo no me hubiera casado me
habría metido de cura...” - y reenforzaba- : “Pa’ delante hombre... ¡Animo!”
Les diré, no sé por qué no pude despedirme de David y su familia. Dos noches antes de
mi partida del pueblo, quedamos en que yo iría su casa. Y cualquier cosa me hizo olvidar
de esa cita, de igual modo, al día siguiente, ahora fue él quien había venido con Edith y
sus dos hijos para decirme adiós y tampoco me encontró... Al final yo me fui y nuestra
despedida no fue posible...
Mientras iba en el bus, durante los primeros kilómetros y al mismo tiempo que
contemplaba las colinas y el verde paisaje cafetero de mi terruño, a los que no sabia con
certeza cuando volvería a ver, no dejaba de pensar también en mi familia, en todos mis
amigos, partía con hermosos recuerdos vividos al lado de los alumnos, de tanta gente que
amaba. De pronto, recordé la frase de David Ernesto con la cual me sugería fuera a
visitarlo por ultima vez: “Venga, necesito contarle algo...”
Llevaría un mes en Europa, cuando recibí de mi familia la llamada una noche de plena
estación de invierno para contarme una triste noticia. Mi amigo el apóstol había
sucumbido por las balas de sus enemigos. Su ángel guardián no pudo hacer nada por
salvarle... me contaron que fue un domingo por la tarde, justo después de la misa cuando
había decidido partir con ciertos papeles importantes hacia la capital para denunciar los
atropellos de ciertos grupos y personas contra la población sobretodo campesina.
Cuentan que mi amigo fue obligado a descender de la furgoneta antes de llegar al primer
poblado vecino por dos hombres encapuchados que salieron de entre los matorrales con
sendas armas de fuego. Solo a él se lo llevaron. Y la gente inerme no pudo hacer nada
presa del miedo... Como ya era la costumbre aquellos hombres “oscuros” y “anónimos”
que uno no sabía a cuál bando pertenecían o no se quería saber por “cobarde seguridad”
y que conducían a los defensores del honor y de la vida hacia el sacrificio...
El cuerpo sin vida fue hallado dos días después por campesinos cerca del lugar del
secuestro. Un tiro de “gracia” como le llamaban los infames fue encontrado en su cabeza,
disco duro de proceso de datos por la defensa de la justicia y la vida.
Todavía hoy está en el aire la pregunta sobre la autoría del asesinato de “nuestro
abogado de los pobres”, como ha ocurrido con tantos otros hombres de nuestro
continente, que siempre entendieron que creer en Jesús es estar dispuesto a dar la vida,
y fueron consecuentes, valientes... Después de recibir la noticia, tardé en reponerme y
tomar conciencia de lo sucedido, luego lloré amargamente, recé una oración en la lejanía
por mi amigo de la viña, quien me enseñó con su testimonio y su vida de todos los días a
beber el vino de la esperanza y de la alegría y del amor que no conoce el miedo. Esa
noche me dormí mientras en ensoñación recordaba las entretenidas y fructíferas
conversaciones que tuvimos en ambiente de fraternidad y camaradería por la justicia,
sobre lo vano y lo profundo. No me fue posible visitarlo en su tumba, pero la fe en la que
él mismo me aseguraba ahora con su entrega, me decía que estaba mejor ahora, y que
su sacrificio no sería en vano...

Gustavo Quiceno
Camerún


Muchas cosas por hacer
Manuel PACHÓN

El Juchas llegó temprano hasta la puerta de su víctima y con los nudillos de la mano
derecha dio tres golpes. Las señas de la casa eran precisas y si lograba matarlo
temprano, hoy mismo podría tener en sus bolsillos el dinero. Le habían visto la mala cara,
le conocieron el hambre inocultable, las andanzas en los barrios de abajo, y fácilmente lo
volvieron asesino. Eso era él, un sicario a sueldo que por unos cuantos pesos mataba a
quien ellos le señalaran. Tocó la pistola en la cintura, la encontró tibia por el calor de su
propio cuerpo y se sintió seguro.
- Buenos días joven- dijo una anciana en un tono que lo estremeció por lo amable.
- Bue...nos... dí...as- respondió casi tartamudeando- ¿Está... el profesor?
- Se nota que no lo conoce... él salió hace raaato – El alargue de la a le indicó que el rato
era bastante largo.
Cualquier día en que hubiera llegado una hora antes lo habría visto subir a la bicicleta y
alejarse silbando o cantando siempre alguna tonada del cancionero latinoamericano. Esa
mañana quienes estaban por ahí le oyeron tararear “gracias a la vida que me ha dado
tanto”, se extrañaron de verlo partir sin bicicleta y le gritaron – ¡Adiós, profe!
Se había despertado temprano como siempre, con la ayuda de su relojito barato, antes de
salir de la cama repasó mentalmente los deberes del día y ya en el baño tarareó la
primera canción de la mañana; de verdad es imposible imaginarlo sin música. Ya vestido,
con su ropa descomplicada, entró a la cocina a dar una manito a la mamá que a esa hora
estaba redondeando las últimas arepas, mientras el café terminaba de asentarse. La
saludó con naturalidad, como cada quien en su casa, sin esa falsedad con que se saludan
los que se dejan maleducar por las telenovelas. Luego, sosteniendo la arepa y la taza con
una sola mano, recorrió su cuarto, recogiendo un libro aquí, un papel allá, una camisa
para echar a lavar... y atendió en la puerta y contestó una llamada telefónica de algún
vecino que le pedía un favor: que si sabe llenar el formulario del sistema de salud, que si
de casualidad no va a pasar hoy por el centro para que le haga el favor de conseguirle un
tornillo para la maquina de moler o que si sabe la fecha de nacimiento de Don Pablo
Neruda que se lo dejaron de tarea a la niña. Nada raro que le haya llenado el formulario a
uno, prometido el tornillo a la otra y buscado, deprisa, en un libro para informar que el 24
de julio de 1904 fue el nacimiento del poeta. - Con mucho gusto - debe haber respondido
con sinceridad a cada palabra de agradecimiento. Al pensar en fechas y nacimientos se
acordó del cumpleaños de Manolo, lo llamó y sin decirle nada le puso a sonar por el
teléfono “Si yo no hubiera nacido” y “Este es un nuevo día”; todos saben que en su
presencia jamás se canta el “japi vertí tuyú”. Enseguida le mandó a Manolo un abrazo por
teléfono prometiéndole visitarlo más tarde, cuando saque un tiempito. Salió de afán, casi
sin despedirse de su vieja, porque tenia que pasar por el sindicato para recoger
información para los compañeros; al parecer, según se había enterado en la reunión de
hace tres días, la lucha contra la privatización de los colegios públicos iba a ser tenaz...
hacía falta leer, documentarse bien, llenarse de argumentos para participar, con razón en
la huelga... él no iba a permitir que los niños del barrio perdieran su acceso a la educación
y la cultura. Pero ¿Los compañeros y las compañeras que tanto estarían dispuestos a
arriesgar? Bueno esa era su función, llevar los documentos y explicarlos, ponerlos en
discusión.
- Va para el sindicato – dijo la anciana- si se baja derechito por esta calle allá lo alcanza....
y tome, cómase esta arepa, la hizo mi hijo...perdone, pero se nota que usted no ha
desayunado... si quiere entre y le sirvo un cafecito...
- No, gracias. De verdad es urgente que lo alcance –dijo él y se marchó en la dirección
que le había indicado la anciana, saboreando la arepa más deliciosa que había probado
en su vida.

Por la misma calle bajaban unas cuantas personas y él hizo lo posible por escuchar su
conversación.
- ...es muy buena gente, esta mañana le resolvió por teléfono la tarea a mi niña. - dijo una
mujer joven.
- Y a mí me llenó este formulario para inscribirme en el sistema de salud- dijo un viejito
levantando una bolsa plástica donde llevaba un papel arrugado.
- A nosotros nos prometió traernos esta noche un tornillo para el molino que se nos dañó -
dijo una señora que iba tomada del brazo de su esposo. Y añadió: - Si ...es muy buena
gente el profe.
El Juchas no pudo contener el impulso que lo llevó a preguntar: - ¿Cuál profe?
- Pues José, el que vive allí arriba... Donde usted estaba ahoritica. – dijo la mujer joven.
- ¿Saben dónde queda el sindicato? – les preguntó.
- Si. Después de este paradero, donde nosotros nos quedamos a esperar la ruta, usted
sigue derechito 10 cuadras y ahí llega a un edificio gris que tiene una estrella amarilla
pintada en la fachada...
- Bueno, gracias. – Respondió el Juchas y se alejó más callado que antes.
Cuando llegó a la sede del sindicato, se sorprendió porque no sólo una estrella amarilla
habían pintado en su fachada, era todo un mural: en el suelo un libro gigantesco con
renglones de palabras que también eran surcos de una cosecha y sendero de una marcha
de profesores, estudiantes y campesinos que enarbolaban unas pancartas donde se leía
claramente: No a la guerra. Viva el Foro Social Mundial. Otro mundo es posible. La pintura
fresca del mural tenía un brillo especial bajo el sol, y como aun no estaba terminado, un
grupo de muchachas y muchachos daba retoques a distintas figuras y elementos del
paisaje con brochas y pinceles finos. ¿Se atrevería a dispararle allí, delante de esos
muchachos? No. Mejor esperar a que saliera y matarlo unas cuadras más abajo.
De todos modos se acercó y les preguntó. – ¿Han visto al profesor José?
- Hace un momentico estuvo aquí, nos miró como íbamos en esto del mural, nos ayudó a
pintar la carita de esta niña y el púrpura del arco iris ¿Verdad que le quedó bonito?...pero
después recogió unas fotocopias en la oficina y se fue rapidísimo.
- ¿Si?... ¿y para dónde se habrá ido?
- Pues para el colegio- respondió otra muchacha- Hoy tienen una reunión antes de iniciar
las clases.
- ¿ Al colegio… Bolívar?
- Si, allá donde él trabaja.
Y hacia allá se fue. Algunas veces había pasado al frente de aquel enorme colegio, así
que no le fue difícil encontrarlo. Se acercó a la portería y le preguntó al vigilante: - ¿Dónde
es la reunión de profesores?
- Acaba de terminar. La hicieron allí en el salón múltiple, pero puede seguir, ahora los
profesores están informando a los padres de familia y a la comunidad sobre la situación.
Parece que la cuestión está muy difícil…
El Juchas dudó un instante. Pero para no parecer sospechoso, fingió calma y dando las
gracias secamente se dirigió hacia aquel salón que el vigilante le había señalado. Tal vez
no era aun el momento de ejecutar su trabajo, pero le serviría identificar bien a su víctima.
Saber qué ropa llevaba puesta ese día. Atraparlo primero en la pupila… para luego, al
momento de dispararle, no dejarlo escapar.
-Buenos días, señor. - le dijo una profesora sin poder ocultar un gesto de desagrado por
su mala apariencia- acérquese a aquel grupo y escuche la explicación del conflicto…
mire, aquí hay una fotocopia de los documentos que anuncian la privatización. El Juchas
estuvo a punto de confesar que no sabía leer prácticamente nada, pero se contuvo,
recibió los papeles y preguntó: - ¿Y dónde está el profesor José?

- Ya se fue para el salón de clases. Vino, nos explicó todo, repartió las fotocopias, atizó el
debate… pero cuando sacamos las conclusiones más importantes y decidimos las
acciones de esta tarde, se fue rapidito porque no quería perder la clase con los de grado
décimo.
-¿Y a dónde van a ir esta tarde?
- Nos uniremos a la movilización general contra las privatizaciones… es que no sólo
quieren privatizar los colegios, también los hospitales y hasta el agua…
- No puede ser… ¡Cómo van a privatizar el agua! – exclamó El Juchas distraído
momentáneamente de su objetivo.
- Si usted quiere nos puede acompañar a la protesta. Ya que va a hablar con el profesor
José él también le puede explicar como participar...
- ¿Y en que salón lo encuentro?
- Por aquel pasillo a la derecha en el salón marcado con el numero 10-03… aunque no se
si le guste que le interrumpan la clase…
- Gracias- dijo el Juchas y se dirigió hacia aquel salón, obsesionado por alcanzar a ese
profesor tan activo y tan evasivo, que en esa mañana no se había detenido ni siquiera a
descansar. Este pensamiento lo hizo sentirse un poco fatigado.
Atisbando por una ventanilla sin vidrio intentó verlo por primera vez. Y a simple vista le
pareció alguien normal, igual a cualquier vecino de su barrio, confundido entre el grupo
numeroso de jóvenes estudiantes. Como nadie percibió su presencia se quedo allí un
buen rato. Si hubiera entendido algo, el Juchas habría sabido que en esa clase se usaba
una canción de Silvio Rodríguez para realizar un taller y un micro foro sobre un tema de
filosofía antigua: la relación platónica entre ética y estética. Pero lo único que entendió es
que una clase con música y con plena participación parecía una clase feliz. Se apartó de
la ventanilla y se fue hacia la calle decidido a esperar la salida de los profesores hacia la
manifestación de esa tarde.
Mientras caminaba rumbo a una cafetería cercana no dejaba de pensar en todo lo que
había vivido esa mañana y sus ideas eran un remolino de contradicciones desordenadas.
Se tomaría un cafecito bien oscuro, se fumaría un cigarrillo y mataría el tiempo haciendo
nada mientras llegaba el momento oportuno, ya decidiría como actuar cuando llegara la
precisa ocasión, el instinto nunca le había fallado y ya muchas veces las cosas le habían
salido bien. Aquel hombre si que hacía cosas, en realidad le servía mucho a la
comunidad, en cambio él no servía para nada… ¿Por qué querrían matar a alguien tan
bueno? Era difícil comprenderlo, pero algo de malo debería tener si había quienes se
gastaban dinero en su asesinato…Nunca le explicaban los motivos, ni admitían dudas o
preguntas simplemente mátelo y tome su plata. Un problema era que el profesor parecía
estar siempre en movimiento y siempre acompañado… pero ya se las arreglaría, podría
dispararle escondido como un francotirador de los de las películas o esperarlo en la noche
en las cercanías de su casa… Desechó esta idea porque necesitaba dinero para ese
mismo día, y entre más pronto haga uno las cosas pues mejor.
Con otro café y una galleta el Juchas remplazó el almuerzo. Se sintió un poco débil y con
sueño, pero reaccionó al ver salir a los profesores con estudiantes, madres y padres de
familia. Pronto identificó al profesor José desenrollando una pancarta verde con la ayuda
de unos estudiantes. Reconoció a uno que había visto hablando en la clase. Luego los
oyó ensayar una consigna y los vio reírse pues el coro les salió destemplado e
incomprensible, él no pudo evitar una sonrisa; sonrisa que se endureció en una mueca al
sentir el peso de sus frustraciones, él nunca fue buen estudiante, desertó prematuramente
de la escuela, y nunca tuvo un maestro amigo…Su infancia, dolorosa y llena de
privaciones le paso por la mente como una vívida película distrayéndolo de la realidad
momentánea. Cuando retornó de su abstracción, casi a punto de llorar, abrió bien los ojos
para comprobar que todos se habían ido en dirección al centro de la ciudad y que su

objetivo se encontraba lejos. Algo doloroso se removió en sus adentros, tal vez el peso de
la tarea en que se había comprometido, quizás no debió seguir tan de cerca a aquel
maestro, pero sino lo seguía de cerca ¿cómo lo iba a matar? Cada vez estaba más
confundido… Impulsivamente partió con rapidez hacia el centro de la ciudad, aunque por
una calle diferente a la de la manifestación, así llegaría al centro antes que ellos.
Mientras caminaba fue repasando su vida sin sentido, los rostros ya sin nombre de otros
muertos por los que le pagaron, la maldición de esos dineros que se le iban en vicio, el
dolor de una indolencia mal fingida, el arrepentimiento que se le ocultaba debajo de la piel
como una desesperación, a la que ya se había acostumbrado pero que nunca terminaba
de irse. Hasta su nombre propio había desaparecido aplastado por su personalidad de
pandillero y sicario, ahora era El Juchas, sobrenombre que odiaba, le parecía inmundo,
pero nadie sabía su verdadero nombre.
Al llegar al centro, escuchó desde las otras calles los ecos de varias manifestaciones que
se acercaban desde distintas áreas de la ciudad. Una voz aguda, de timbre metálico
aunque frágil, elevaba una arenga por encima de la plaza que él no podía ver e imaginaba
llena de gentes indignadas… pero de algún modo felices, unidas y solidarias en su lucha.
Intempestivamente entró a un edificio sucio y destartalado, subió por una escalera de
maderas que crujieron a punto de romperse por el peso de sus pisadas. El centinela lo
reconoció y sonriendo lo miró pasar. Empujó una puerta asustando a unos hombres
elegantes que rodeados del humo de sus cigarrillos suspendieron la conversación y lo
miraron con alegre sorpresa.
- ¿Ya lo liquidó? - pregunto uno de ellos, levantando la voz para hacerse oír por encima
del fragor de las marchas de protesta que en ese momento confluían hacia la plaza
central.
- No. – dijo El Juchas.
Y poniendo la pistola con brusquedad sobre la mesa les dijo casi gritando: - Búsquense a
otro, Yo no puedo.- Giró y se precipitó corriendo por las escaleras mirando hacia la
multitud de abanderados que en ese momento pasaban frente a aquel edificio.
-¡No se puede! – Gritó con todas sus fuerzas antes de fundirse en aquel río de personas
donde reconoció la pancarta verde del profesor José - ¡Este maestro tiene muchas cosas
por hacer!

Manuel Pachón
Bogotá, Colombia

Testamento de una mendiga
Domingo VALDEZ QUIROZ



Como era ya una costumbre, la anciana EUSTAQUIA se recostó sobre sus mugrosos
harapos y sucios cartones; su cuerpo despedía un olor a sobaco de puerco, sus uñas
lucían largas y llenas de suciedad, sus cabellos parece que nunca habían conocido peine
alguno en tanto, sus pies descansaban sobre un par de rotosas sandalias.
La vieja Eustaquia, se había apoderado del portón de la capilla de CATILLUC allí; solía
estirar la mano pidiendo limosna a los gentes que entraban y salían de la casa de Dios.
Muchas veces, hasta se había perdido la cuenta, el padre NICASIO ARESTEGUI, solía
compartir sus alimentos con la pobre mendiga … además, nunca faltaba alguien que se le
ablandaba el corazón y le depositaba en su aceitoso posillo alguna migaja o porción de
comida.

La anciana, no podía mantenerse de pie ni siquiera un segundo; pues, una terrible
enfermedad le había atacado a sus debiluchos huesos, por lo que solo vivía arrastrándose
por el suelo como culebra… algunos lugareños, recuerdan que cuando EUSTAQUIA
recién pisó este pueblo, todavía podía caminar aunque con mucha dificultad.
Las noches para la pobre anciana, eran inclementes y hasta peligrosas, porque aparte de
soportar la intemperie y la terrible friolera, tenía que defender a punta de bastonazos su
escasa ración de comida, para que no lo devoren los perros callejeros que solían
deambular agrupados en cuadrillas.
Nadie tenía o daba referencias de la vida de la mugrosa anciana y cuando algunas gentes
pasaban por su lado, se referían de ella a voz baja.
Del viento será su hija esta pobre vieja o quizás será hija del sol o quizás de la luna… el
curita, había insistido tantas veces en preguntarle.
¿De qué lugar has venido hija del Señor?
¿Tienes algún familiar hermana mía?
¿Quiénes te han traído a este pueblo? ¿Por qué no contestas nada?
Ante estas preguntas, solamente se descolgaban algunas lágrimas de los ojos de la
anciana… por eso, al franciscano no le quedó otra cosa que renunciar a su persistente
interrogatorio.
Una helada mañana del mes de marzo, un gran alboroto se cernió en todo el poblado de
CATILLUC, era “Domingo de Ramos” y cuando los creyentes fueron llegando a la capilla
para escuchar el sermón de semana santa, se dieron con la sorpresa de que el cuerpo
haraposo de la mendiga EUSTAQUIA estaba gélido e inmóvil, su cara lucía pálida, abierta
estaba su boca y su piojosa cabellera descansaba sobre el codo de su brazo derecho y el
tic – tac de su corazón, se había paralizado para siempre.
Sus pies estaban tiesos y helados, como los chungos del río LANCHI en eso…. el sonido
de las centenarias bisagras del portón, anunciaron la presencia del curita del pueblo.
¡Buenos días hermanos! ¿Por qué tanto alboroto… Eh?
Diosito lindo lo ha recogido padrecito a esta pobre anciana respondieron en coro…. el
religioso, apuró sus pasos y tocó el cuerpo mugriento de la anciana… luego de un breve
silencio, elevó sus plegarias al cielo a fin que esta alma bendita sea recibida con agrado
por el TAYTA CRISTO… seguidamente el religioso despojándose de su Rosario y se la
colocó al cuello de la fallecida.
CONSTANZA QUISPE, era una ricachona muy caritativa del lugar… ella, se encargó de
amortajar el cadáver de la pobre difunta, con algunos vestidos que ya no las utilizaba… en
esas circunstancias, sus manos se toparon con unos papeles sucios y amarillentos en los
harapos de la fallecida y la medida que sus ojos iban desnudando el secreto de sus
escritos, sus incredulidad y su perplejidad iban aumentando como la espuma de leche.
Se trataba de un testamento de herencia que la mendiga EUSTAQUIA, dejaba a favor de
la capilla de CATILLUC y su deseo era que el padre NICASIO construya una casa asilo
para albergar a los niños, discapacitados y ancianos desprotegidos de todos estos
lugares.
Al enterarse de todos estos acontecimientos, el religioso convocó a todas las gentes
importantes de las comarcas aledañas, para ponerles al tanto de toditos los deseos de la
mendiga.
A la hora del entierro, una gran multitud de lugareños acompaño al féretro de la anciana;
asistieron chicos y grandes pobres y ricachones… hasta el mismito cielo lloró ese día por
EUSTAQUIA, las faldas del apu “COSHPOY” se cubrieron de neblina en señal de duelo,
la quebrada de LIRCAY enmudeció sus bramidos y los larguirucho eucaliptos y los
frondosos capulies se mostraron reverentes ante el ataud de la difunta a su paso rumbo al
cementerio.

Una de esas nubladas mañanas, las mano tosca de un desconocido toco la puerta del
sacerdote.
Tun Tun Tun Tun… ¿Usted es el padre Nicasio?
- ¡Si hermano!... ¿Qué cosas te traen por aquí?
- Hace unos días, me enterado que la mendiga que diariamente estaba en la puerta de la
capilla ya es fallecida.
- ¡Así es hermano de Dios!... dime, ¿Tú lo has conocido a esa pobre anciana?
- ¡Si padrecito! Ella es la que me crió desde que yo era muy wambra; sucede que cuando
me comprometí con mi esposa, esta empezó a humillarla y despreciarla en todo momento
… cierto día tomé la decisión de traerlo a este pueblo en donde lo abandoné a su
desdichada suerte.
- ¿Me estás diciendo que esa anciana abandonada, es que te ha criao desde muy niño?
- ¡Si señor curita!... mi desalmada esposa ha sido la culpable de que yo la abandonará…
pero el cielo ya me ha castigao lo suficiente padrecito; pues sus latigazos han sido muy
fuertes y justicieros señor curita. Hace ya un año, mi mujer se ha marchao dicen que un
ricachón de una comarca vecina; pero antes de viajar ha vendido todos nuestros terrenos
y pertenencias… incluso, hasta nuestros guishas (ovejas) ahora ya tienen nuevo dueño,
felizmente, todavía mis fuerzas no son ingratas conmigo; pero, que será de mí, cuando
estas me abandonen y yo no tenga a nadies a quien acudir.
Tendrás que hacer mucha penitencia hombre desalmado, si quieres que el cielo te
perdone, de lo contrario; serás achicharrado en el infierno por el patriarca del pecado
junto a las demás almas condenadas.
Ante estas advertencias, el forastero dio media vuelta y con la mirada fijada al suelo,
lentamente se fue perdiendo por la callecita angosta y empedrada del poblado, acusado
por la voz del religioso y por la reprimenda constante de su conciencia.
De la muerte de EUSTAQUIA, han pasado ya varios años, hasta el curita NICASIO
también ya es difunto… los deseos humanitarios de la mendiga, se han cumplido al pie de
la letra… hoy en día, los ancianos y las personas desprotegidas ya tienen una vieja
casona donde podrán pasar sin apuros, sus últimos años de vida, protegidos por la
bendición omnipresente de la anciana EUSTAQUIA.
En esta casona, la solidaridad y el amor al prójimo es permanente y todos los que habitan
en este lugar, siempre tienen algo que llevar a la boca y en los terrenos de este asilo las
cosechas son una bendición… el desgrane de maíz, el secado de chuño (papa secada a
baja temperatura) y los montones de mashuas y ollucos cada año, van en aumento.
A unas cuantas cuadras de la capilla, está ubicado el pequeño campo santo… allí existe,
una sepultura en donde el prendido de velas, los ramos de flores y las oraciones y
responsos son constantes … se acercan a nosotros un grupo de lugareños y nos dicen
que esta es la tumba de la mendiga EUSTAQUIA y cuando preguntamos el porqué las
gentes acuden diariamente a esta tumba, las respuestas surgen de inmediato.
La EUSTAQUITA, es muy milagrosa afirma una mujer de apariencia humilde… yo le
rogué para que mis animalitos no sigan muriendo con la peste roja (carbunco), desde
entonces; dejaron de morirse. Y en la actualidad mis corrales están abarrotaditos de
guishas (ovejas) y hasta melliceras me han salió algunas de ellas.
A su turno, un hombre cincuentón, poniéndose de pie nos manifiesta:
Mis tierras casi ya no producían nada; a veces, la cosecha no alcanzaba, ni para comer,
hasta que un día he hice una misa a nuestra mamacha EUSTAQUIA desde entonces, mis
graneros y payancas (tinajas) están llenitas de maíz y cebada y las moras y plenachos de
mis linderos lucen tapaditos de chiuches y por-poros (fruta agridulce de las punas).
Seguidamente, una mujer que dice llamarse Rosalía nos confiesa:
Mi Wambrita Shulca (último hijo) siempre paraba enfermándose, parecía que taitita San
Pedro ya me lo iba a quitar; pero, lo pasé una vela por todo su cuerpecito luego, vine a

prenderlo a esta tumba de la EUSTAQUITA y los dolores de mi wambrita desaparecieron
por completo.
Y así, casi todos los lugareños de CATILLUC, le deben algún milagrito a la mendiga
EUSTAQUIA, por eso, es que ya le han pedio mediante un memorial al señor obispo, para
que autorice que la fotografía de esta mendiga sea venerada en los altares de la capilla.
A paso lento, me voy alejando del camposanto y cada vez que dirijo la mirada hacia atrás,
diviso que continúan llegando los lugareños con sus velas y cirios en las manos, esta
veneración popular, se ha ido incrementando paulatinamente dado que su fama de
milagrosa se va extendiendo por todas las comarcas y poblados de la zona.
Mientras los chalacos tiene a su Sarita Colonia, los huarasinos a su María Josepha y los
Chinchanos a su beata Melchorita, los habitantes de CATILLUC tienen a su mendiga
EUSTAQUIA como su santa protectora; incluso, están dispuestos a tocar las puertas si es
posible hasta del mismo Papa, con el fin que esta anciana milagrosa sea velada en todas
capillas de todos los poblados.
De Osias Lingán, (hijastro de EUSTAQUIA) sabemos que tuvo un triste y macabro final…
quienes la conocieron de cerca nos han contado, que cuando las fuerzas lo abandonaron
y la vejez le cayó encima terminó compartiendo los desperdicios con los cerdos en unos
basurales de la zona… cierto día, unos lugareños que pasaban por allí fueron alertados
por los olores malolientes que provenían de estos basurales; sigilosamente fueron
acercándose y sus ojos se toparon con una bandada de buitres y shingos (gallinazos),
justo en el momento en que se disputaban las últimas carroñas del pestilente cuerpo de
OSIAS, con una jauría de perros vagabundos y salvajes.
Así, terminó la vida de este desalmado hombre, que cometió una acción tremendamente
inhumana y malévola en contra de la pobre anciana EUSTAQUIA, al abandonarla a su
suerte en un poblado desconocido.
Por eso, los tribunales divinos sentenciaron a OSIAS LINGAN, de una manera cruel,
frutal, implacable, horrorosa e inarrenable… es que, los magistrados celestiales, jamás
otorgan amnistía o impunidad alguna a las gentes perversas y malvadas, que suelen
desafiar y desatacar intrusamente al decálogo salvítico de Taita Cristito.

Domingo Valdez Quiroz
Chepén, Perú

Una semana sin mujeres
Silvia CANTO



Lunes
Lo advertimos con tiempo. Va en serio lo de la igualdad y equidad de las mujeres. Cuando
en la madrugada tomamos los templos y catedrales del país nadie imaginó la
organización que teníamos. Ni aún nosotras mismas.
Hasta las legionarias quisieron participar. Están hartas de sostener con sus oraciones y
con su trabajo de limpieza una Iglesia que no las toma en cuenta, ni siquiera para las
homilías.
Si hacemos cuentas, ¿quién es la Iglesia? Los obispos hablan siempre en nombre de “la
Iglesia” pero en realidad hablan en nombre suyo, de sus propios intereses, desde la visión
de su género, ¿o a quienes consultan para hacer declaraciones en los periódicos?, ¿a
quiénes consultan para prohibir tal o cual cosa?
Como dijo Cristina “en el momento que dejemos de limpiar y construir los templos con
nuestro sudor y esfuerzo, en el momento que dejemos de participar en las misas, nomás

una semanita, en ese momento se darán cuenta que tratan con mujeres no con niñas”. La
gente de los grupos que fuimos visitando, primero nos veía con asombro. Preguntaban: -
¿Acaso enloquecieron? ¿Quieren cambiar algo imposible de cambiar? – pero ya les
habíamos sembrado el entusiasmo de por lo menos ver una vez la cara desencajada de
los curas. Un disgustito por tantos que les han causado a ellas.
Por eso estamos aquí, a las puertas de la catedral, invitando a la gente a que no entre
durante esta semana a las misas, ni que de limosna en esta semana del diezmo.

Martes
Ayer por la tarde llegaron los jóvenes de la pastoral juvenil de la comisión episcopal.
Muchachas y muchachos que pretendían disuadirnos.
Decían: - ¿Qué va a pensar la gente de las otras religiones? Van a aprovechar este
problema para llevarse a muchos católicos a sus iglesias.
- Que piensen que esto que inició en la iglesia católica va a pasar en todas las iglesias
cristianas y en la judía y en la musulmana, si siguen manteniendo a la mujer en el rango
de subordinación – exclamó con firmeza Cristina. Los periodistas anotaron todo. Y hoy
vemos la fotografía en las primeras planas. “¡Dios, qué buena foto les tomaron!” comentó
Augusto uno de los sacerdotes de la red de apoyo.
La juventud católica no fue la única que nos visitó, casi a media noche llegaron los
jóvenes en resistencia alternativa, juventud posmo que creen en Jesucristo pero “nos da
hueva la Iglesia”. Sabemos que en muchas diócesis están apoyándonos. Han organizado
brigadas de defensa porque temen que la mayoría de los obispos pidan a los gobiernos
estatales la fuerza pública para desalojarnos de los atrios.
Acaban de llegar dos camionetas, escoltadas por patrullas, ¿quiénes son?

Miércoles
Una delegación de monjitas, enviadas del arzobispo primado, llegó a “dialogar” con
nosotras. Los amigos sacerdotes que estaban por aquí participaron en la paraliturgia de la
tarde, la que hemos organizado en todas las iglesias y capillas del país. Aunque algunos
de ellos son parte de la organización nuclear les pedimos estar fuera de los diálogos.
Así que al diálogo con las “enviadas” estuvimos las religiosas y las laicas mitoteras.
- Lo que ustedes piden, que los consejos parroquiales sean presididos por laicas y laicos
es difícil de modificar, eso sólo Roma lo puede hacer – expresó con cara hipócritamente
compungida la monja naranjita.
Edel tomó la palabra: – Mire, hermana, usted y yo sabemos que cuando se quieren
modificar las cosas se modifican, no hay tradición eterna.
Con el rostro molesto la monja verdecita dijo: – La propuesta que las congregaciones
religiosas femeninas tengan a su cargo parroquias es inadmisible dado que no son
sacerdotes – volvió la mirada hacia mí y amenazó – recuerden que las mujeres no
podemos ser sacerdotes porque Jesús fue hombre y sólo los hombres pueden ser
sacerdotes.
“¿Esto lo dices por cuenta tuya o alguien te lo ha dictado?” terció Isabel.
La monja rojita dio un puñetazo en la mesa y gritando le dijo a sus once compañeras:
- ¡Se acabó el diálogo, estamos hablando con el mismísimo demonio, ya lo decía el
arzobispo primado, están enfermas de poder!
- Todas tenemos poder. Sólo que oficialmente sólo los varones pueden ejercerlo – dijo
Cristina serenamente cuando salían precipitadamente de la casa de campaña
improvisada para la ocasión.
La monja rojita volvió sobre sus pasos con los puños cerrados e inquirió con ojos morados
de la rabia – ¡Tu, y todas ustedes, y todos los que les apoyen con sólo el pensamiento,
van a ser excomulgados!

Los policías corrieron tras las monjas, que cerraban las puertas de las camionetas con un
estruendo que animó a los que estaban por ahí a despedirlas con aplausos.
Hoy todavía seguimos reflexionando sobre la amenaza de la excomunión. En realidad es
una amenaza psicológica fuerte, que atenta contra una necesidad básica como lo es la
pertenencia. A mí me preocupa poco, pero mujeres de le edad de mi abuela ya están
pensando volver al redil.
Está por concluir el tercer día y siento que son siglos. Nos llegan correos electrónicos de
todo el mundo, en apoyo al movimiento, y tratamos de distribuirlos lo mejor que podemos
hasta la última capilla de la última ranchería del país. Así mantenemos el ánimo de las
que ya van teniendo miedo.
Curiosamente las comunidades indígenas son las más entusiastas de esta nueva manera
de construir la iglesia, tal vez porque la evangelización les fue impuesta.
Por la noche llegarán algunos obispos amigos.
Edel sigue en la computadora y yo quisiera darme un baño.

Jueves
Algunos empresarios católicos han acordado no pagar el diezmo este año pues lo que
hemos compartido con su delegación les ha parecido sensato. Hay otros que han pagado
desplegados y anuncios para difamarnos, por ahí se ha ido el diezmo.
Lo cierto es que a los obispos y arzobispos ya les estamos “tocando la conciencia”. Y los
laicos que están asesorándolos les dicen que es necesario mantener la mano firme.
Las mujeres se acercan a contar sus penas ocurridas en el servicio a la Iglesia. Algunas
de las jóvenes mujeres que llegaron el lunes, para persuadirnos de desistir en esta
aventura, son las que están documentando casos.
Por la tarde llegarán, en peregrinación, grupos parroquiales que piden que también las
congregaciones religiosas femeninas dirijan parroquias. De los pueblos más remotos
salieron desde el lunes para llegar a la catedral y a la basílica. Las comunidades más
pobres son las que piden esta locura. Claro, hay pocos sacerdotes ya, pero la curia
vaticana sigue con la terquedad de que los hombres sean los únicos ordenados y sean la
piedra fundamental en la que está organizada todo el conjunto de la iglesia.
Cristina me ha dicho que lo que más le agrada de todo esto es la fiesta que se suscita
cada noche. A cada parroquia o capilla llega gente a cantar, a bailar, se comparte la
comida y la bebida. Vecinos que no se hablaban entre sí se han encontrado por primera
vez.
Dios Madre, Ruah, Jesús, María, son personas que van adquiriendo otra consistencia, se
van volviendo más cercanos para la gente que es parte del movimiento. A los individuos
que pasan y se solidarizan con nosotras les da curiosidad saber en lo que creemos.

Viernes
El consejo de ancianas nos ha llamado a una junta urgente. Ellas se reunieron con
políticos y algunos gobernadores esta semana, incluso con miembros del ejército.
De cada diócesis se tuvo que desplazar gente para venir aquí. Hoy habrá una gran
asamblea.
El equipo de liturgia ha preparado esa asamblea como una gran eucaristía presidida por
mujeres. Hemos acordado con los varones que esta es nuestra semana. Y para la
siguiente es necesario hacer más visible la equidad, que es el objetivo que queremos.
Sacerdotes casados también se han unido, ellos también desean plantear sus sueños.
Isabel está preocupada. Me he acercado para platicar con ella y prefiere no hablar sino
hasta la asamblea.
Los obispos amigos también están inquietos, sólo uno ha permanecido con nosotras
desde hace varios días. Después de esto, tal vez lo “reduzcan” a algo peor que a laica.

Sábado
Fue una asamblea eucarística larga. Llena de flores y cantos. Se gritaron consignas de
alegría y esperanza. El ambiente se sentía como si las comunidades eclesiales de base
estuvieran revitalizándose. Aunque hubo siete obispos, por primera vez ellos no
presidieron sino que fuimos nosotras las mujeres. Ejercimos el sacerdocio real y
consagramos realmente de manera comunitaria: laicas, laicos, religiosas, religiosos,
sacerdotes casados, sacerdotes y obispos.
La homilía fue iniciada por Isabel con palabras de esperanza. Después vino el reporte del
consejo de ancianas sobre la amenaza que se cernía sobre el movimiento: no sólo
seríamos excomulgadas, si no abandonamos los atrios de las iglesias y las capillas y
dejamos la libre circulación de la gente, hoy sábado seríamos desalojadas por la policía y
el ejército a garrotazos y balas.
Cierto que no en todos los estados sería igual, pero corríamos el riesgo que en la mayoría
el movimiento sería tratado brutalmente.
Hubo consulta por pequeños grupos. Y se concluyó la homilía con las resoluciones de los
mismos.
Este día ha habido una tensa calma. Las liderezas de algunos partidos políticos se han
dedicado a circular por las parroquias para amedrentarnos.
Hoy es día de oración permanente y estamos en espera de la llegada del nuncio con
información del vaticano. Él accedió a ser un interlocutor entre la jerarquía romana y esta
feligresía rebelde.
El nuncio y los obispos quieren que todo esté restablecido el domingo, “Día del Señor”,
como recordó el Papa, así que tienen la consigna de que todo esté purificado para la
fiesta del diezmo.
En los periódicos sólo han aparecido notas pequeñas de esto que vivimos, sólo los
periódicos más críticos anuncian la amenaza de desalojo por invasión de “edificios
públicos”. Radio y televisión nada han reportado hoy.
Cristina me dice: - Tensa calma, el huracán se avecina.

Domingo
A todas las iglesias pudieron entrar los curas y obispos y arzobispos y arzobispo primado.
Oficiaron la misa solemne del día del diezmo con sus sacristanes y acólitos. La feligresía
estuvo completada por los políticos varones, miembros del ejército y alguno que otro
borrachito despistado.
Nosotras y nosotros estamos aquí en los estadios, curándonos las heridas y esperando la
cárcel a la que cada quien será asignada.
El ejército llegó anoche a los campamentos improvisados, lanzaron gas lacrimógeno a
través de helicópteros. Luego la policía estatal nos rematada a garrotazos, para que no
opusiéramos resistencia. Nos fueron lanzando como bultos a los camiones militares para
depositarnos desmayadas y desmayados en los estadios deportivos.
Un tercio de la población del país está detenida.
A Cristina, a Augusto y a mí nos enviaron al mismo estadio, el de baseball; el resto de las
compañeras del núcleo organizador están en otros lugares. No sabemos dónde quedaron
ni Edel ni Isabel.
Estamos organizando junto con todas las personas de este estadio la celebración
dominical. La juventud prepara cantos para animarnos. Es lo que hemos hecho esta
semana en los atrios de cada capilla, de cada parroquia, de cada catedral, de cada
basílica.

El día después

El Papa está consternado por lo que sucedió en nuestro país, ya que nuestro ejemplo se
va multiplicando en otras naciones. Han decretado una semana sin mujeres en otras
latitudes católicas. El Papa ha desechado su idea de la excomunión: “¿Cómo excomulgar
a las tres cuartas partes de la feligresía de Cristo?”, se lamentaba.
“En realidad, los miembros de la jerarquía son los excomulgados”, comentó Cristina sobre
el lamento papal, mientras vamos organizando los nuevos ministerios en nuestro
cautiverio.

Silvia Canto
México

Predicando un sueño
Varmis TERRERO CUEVAS



Él tenía hermosas barbas coloradas y un cuerpo montaraz. Había nacido en el vientre del
bosque y criado entre la soledad de la naturaleza y los animales salvajes, sin fe, sin
religión, aunque en su vida se registró una noche clara el curioso hecho de haber
derrotado con suma dicción teológica los argumentos de cinco predicadores de la
civilización. Por la primavera se echaba a andar bajo la luna, y frente al río su voz trinaba
junta a las de los insectos cantores y los blancuzcos peces. Se alimentaba de culebras
prehistóricas que atrapaba bajo las estupendas piedras. Era bastante alto y muy fuerte.
En su cuerpo robusto ardía una infinidad de razas: los blancos de la Península Ibérica, los
negros del África, los indios de la Madre América, etc. Sus cuerdas bucales sonaban
como las piedras al caer, su cara era una enorme roca. Sus dos brazos eran largos y
gordos y tenían una enorme fuerza. Su nombre simbolizaba la vastedad de la naturaleza y
sus disímiles formas. A ese tal --a Augusto Sanz Villamercedes-- vine a conocerlo aquella
fresca noche de junio del 2004, bajo la luna rosada.
La búsqueda de una nueva ruta en nuestro firme itinerario de Misioneros de la Luz nos
había llevado un día hasta el mundo de los seres imaginarios y felices. Estimábamos que
los hombres de nuestras tierras tenían claro el mensaje de Jesús y por eso un día nos
fuimos a predicar sobre la vasta selva: sobre la extensa arboleda, los extraordinarios ríos,
los monstruosos animales, los valerosos hombres. Éramos cinco: yo y mis cuatro mejores
camaradas de toda la vida: Yimi, Eri, José Luís y el hombre de las cinco vocales: Aurelino.
Una noche nos recluimos a leer La Palabra alrededor de la llamarada ardiente, y, entre el
susurro de los infinitos insectos y el ras de las hojas de los árboles al recibir el contacto de
la brisa, sentimos las pisadas de unos pasos gigantescos. Cerramos rápidamente las
Biblias y volamos ágilmente los arbustos cercanos y caímos dentro de una vivienda
desarrapada que habíamos descubierto aquella misma tarde. Desde allí volvimos a sentir
las pisadas del monstruo que se avecinaba y el desbarajuste demoníaco de los árboles
ante su llegada triunfal. Un golpe duro deshizo la puerta de la pequeña y desde el infierno
de la obscuridad rugió la estridente voz de lo que había allá afuera. Nos dijo:
--Abandonen, amigos, el escondite innecesario. Les prometo que les cuidaré de los
demonios que por aquí rondan. También les prometo paz. Vamos, salgan.
Aurelino, el jefe indiscutible de la misión, imploró con voz nerviosa desde la esquinita en
donde estábamos por la vida de todos. Una sombra muy negra nos invitaba a salir y nos
garantizaba el pellejo. Salimos y nos colocamos bajo las numerosas estrellas y nos
recibía una sombra cuya cabeza se perdía en lo alto. Nos dijo:
--Buenas noches, amigos, soy Augusto Sanz Villamercedes, el Hombre de la Selva, el
Hombre de esta América. Veo que son bastante jóvenes y que están inmersos en un

inmenso peligro. (Las fieras los asechan para comerlos vivos.) Sólo los valerosos y
bienaventurados salen con el precioso don de la vida al salir de esta hermosa parte del
Universo. Pueda que ustedes mueran esta noche. ¿Qué buscan sino la muerte? ¿Algún
secreto? Pueda que ustedes mueran esta noche. ¿Buscan algún secreto? Quisiera saber.
--Anunciamos el Amor –cantó la todavía nerviosa voz de Aurelino.
--Buscamos a quien dar el anuncio del Evangelio –agregó Yimi.
--Aquí se necesita a Dios y se lo traemos –dijo José Luís.
Eri y yo, los más tímidos y débiles de todos, optamos por la caridad del silencio. Ya
comenzábamos a tener algo de confianza en el extraño, quizás por la arrogancia de sus
enormes brazos robustos. El Hombre de la Selva continuó:
--¿Quiéren romper con nuestro presente? ¿Están arriesgando sus vidas a favor de la
Utopía que les sonríe bajo los brazos? Aquí está también la muerte. Han encontrado lo
primero porque quien les apareció fue un hombre que tal vez sueña como ustedes, y no
una serpiente o un tigre feroz o un león. Pero hablemos. Mis padres vinieron alguna vez
aquí desde la civilización, y decidieron no regresar jamás. Aquí nací, aquí he de morir. Me
respetan las fieras salvajes y los árboles, no me pican las sierpes venenosas, la
naturaleza me ha estado grande con migo. ¿En qué puedo servirles?
--Queremos que soñemos juntos –dijo, por fin, Eri.
El hombre le tendió su mano de acero. Luego se volteó hacia mí y me dirigió su cara
repleta de misterios. Yo comencé a morir de miedo, los muchachos a reír. Acicateado por
mi timidez y nerviosismo, el Hombre de la Selva emitió un sonido brusco al través de sus
bembas. Me preguntó:
--¿Tu nombre?
--Gerson –le contesté, tal vez con la ayuda de los demás. Y, todavía nervioso, agregué--:
Queremos que a esta parte de la Patria Grande llegue Jesús. Él tiene la respuesta.
Tomó mis manitas, más pequeña que cualquiera de sus rugosos dedos, y apretándolas
no demasiado duro, dijo:
--Has descubierto el Universo. Eso me obliga ahora a intercambiar en esta fresca noche
con ustedes algunas palabras.
--Escuchemos –dijo Aurelino, con su dedo índice acostado sobre todo el largo de la nariz.
--Soy –inició mirando las estrellas el Hombre de la Selva-- un ser humano que nació y crió
en medio de los animales salvajes y feroces, las aves silvestres y cantoras y los árboles
milenarios y verdes. De ellos aprendí el valor de la armonía y la convivencia y aprendí que
la brisa es música. Desde niño observaba vivir a los animales que respetaban más su
condición de animales que el hombre su condición de hombre. Los seres vivos
relacionados formaban sobre la tierra el ecosistema; los organismos animales y vegetales,
el bosque; mis padres y mis hermanos, la humanidad. Desconocían quizás el Dios que
ustedes esta noche anuncian, pero le obedecían cuando convivían y proclamaban el
amor. Conocer al Señor es hacer lo que él mando, aunque varíen las formas y las
culturas. No les he dado muerte porque he aprendido en medio de este vasto mundo que
la convivencia entre los seres humanos sólo la sostiene eternamente la caridad del amor
al prójimo.
--Seamos uno, y proclamemos la civilización del amor –le interrumpe Aurelino--. La selva
la necesita.
--¡Es que ya lo tenemos! –rugió Augusto Sanz--. El Evangelio es compartir, nosotros
compartimos. El Evangelio es comunión, nosotros partimos en comunidad el pan. Nuestro
principal mandamiento es: Amar al Prójimo Más que a Sí Mismo.
--Pues no necesitan más nada –me adelanté a decir, superados ya mi timidez y
nerviosismo.
--Es todo lo contrario –continuó Augusto Sanz Villamercedes--. La selva necesita pelear
para que todo aquello perdure. Los pueblos de esta América quieren darnos lo que

todavía ellos no han experimentado y que nosotros tenemos de sobra. En sus tierras aún
no ha sonreído la Justicia de Dios. Sus hombres, sus políticos han negado lo que ustedes
hoy predican. ¿Es posible que se predique sin el ejemplo? En esta Patria Inmensa, el
Evangelio no sólo debe proclamarse en los altares de las Iglesias. Debe caminar las
calles, hacerse sentir sobre la gente, cantar entre las multitudes, reinar desde los Palacios
de Gobierno. Hagan que sus hombres vivan ese mensaje y luego tráiganlo a la selva para
que evaluemos los puntos de coincidencia. Con serenidad y sencillez, llévenlo a todos los
barrios de sus pueblos y háganlo una sóla voz: la voz de los que quieren vivir. Dios llama
a todos a hacer realidad su reino en medio del hambre y las continuas violaciones a los
derechos humanos. ¡Hagan la revolución e instauren el Gobierno del Señor!
--Los hombres se resisten a recibir a Cristo –me adelanté a decir--, por eso elegimos la
selva.
--Eso no es excusa –Augusto Sanz lanza otra vez sobre mí su cara enorme--. En sus
tierras trabajen hasta el final y díganles a los hombres que dirigen, que Jesús ha llegado
para ocupar sus lugares en los Palacios de Gobierno, que los humildes necesitan vivir,
que es hora de la utopía de la liberación, que soplan nuevos vientos y que la fe ha
terminado por asumir su verdadero rol. Eso es predicar el Evangelio. Punto.
El sueño nos atrapó en medio de su brillantísima exposición que parecía haber venido
desde la nada para indicarnos el verdadero camino de la felicidad. Al otro día, cuando
despertamos, nos dijo no haber dormido durante toda la noche. Lanzó luego su potente
brazo sobre la Biblia de José Luís, la ojeó con decidida paciencia y comentó:
--Me parece bien esta utopía.
Decidió acompañarnos hasta la línea perdida que divide a la barbarie de la civilización.
Allí nos confió que estábamos ya fuera del peligro. Le soltamos desde el otro lado un
adiós y él una sonrisa. Nos restaba un camino largo.