robada a la cita! Se quedaría apenas cuarenta minutos, y se habría acabado una vez más.
¡Cielos! ¡Cómo le aburría acudir allá! Al igual que un paciente que sube al dentista,
llevaba en su corazón el recuerdo intolerable de todas las citas pasadas, una a la semana
por término medio desde hacía dos años, y el pensamiento de que iba a producirse otra,
dentro de nada, la crispaba de angustia de pies a cabeza. No es que fuera dolorosa,
dolorosa como una visita al dentista, pero era tan aburrida, tan aburrida, tan complicada,
tan larga, tan penosa, que todo, todo, hasta una operación, le habría parecido preferible.
Y sin embargo acudía a ella, muy lentamente, a pasitos cortos, deteniéndose,
sentándose, callejeando por todas partes, pero acudía. ¡Oh! Le habría gustado mucho
faltar a ésta, pero había dejado plantado al pobre vizconde dos veces seguidas, el mes
pasado, y no se atrevía a recomenzar tan pronto. ¿Por qué regresaba allí? ¡Ah! ¿Por
qué? ¿Porque había cogido la costumbre, y no tenía ninguna razón que esgrimir con
aquel infeliz de Martelet cuando quisiera conocer ese por qué? ¿Por qué había
empezado? ¿Por qué? ¡No lo sabía! ¿Lo había amado? ¡Era posible! No con mucha
intensidad, pero sí un poco, ¡hacía tanto tiempo! El estaba bien, refinado, elegante,
galante, y representaba estrictamente, al primer vistazo, el amante perfecto de una mujer
de mundo. El cortejo había durado tres meses —tiempo normal, lucha razonable,
resistencia suficiente—, después ella había consentido, y con qué emoción, qué
crispación, qué miedo horrible y encantador, en aquella primera cita, seguida de otras
muchas, en aquel pequeño entresuelo de soltero, en la calle Miromesnil. ¿Su corazón?
¿Qué experimentaba entonces su corazoncito de mujer seducida, vencida, conquistada,
al cruzar por vez primera la puerta de aquella casa de pesadilla? ¡No lo sabía ya, de
veras! ¡Lo había olvidado! Una se acuerda de un hecho, de una fecha, de una cosa, pero
no se acuerda para nada, dos años después, de una emoción que se ha esfumado muy
pronto, porque era muy ligera. ¡Oh!, por ejemplo, no había olvidado las otras, ese
rosario de citas, ese vía crucis del amor, con sus estaciones tan fatigosas, tan monótonas,
tan similares, que la náusea ascendía a sus labios en previsión de lo que pasaría dentro
de un rato.
¡Cielos! Esos simones que había que llamar para acudir allá no se parecían a los
otros simones que una utiliza para las compras corrientes. Los cocheros adivinaban
algo, con certeza. Por la simple forma en que la miraban lo notaba, ¡y esos ojos de los
cocheros de París son terribles! Cuando una piensa que a cada momento, ante los
tribunales, reconocen, al cabo de varios años, a criminales a los que han llevado una
sola vez, en plena noche, de una calle cualquiera a una estación, y que tienen que
vérselas con casi tantos viajeros como horas hay en el día, y que su memoria es lo
bastante segura para que afirmen: "¡Se trata del hombre que cogí en la calle de los
Mártires, y dejé en la estación de Lyon, a la una menos veinte de la noche, el 10 de julio
del año pasado!", ¿no hay motivos de sobra para temblar, cuando una arriesga lo que
arriesga, una joven casada yendo a una cita, al confiar su reputación al primer cochero
que aparece? Desde hacía dos años ella habría empleado, para esa carrera a la calle
Miromesnil, por lo menos cien o ciento veinte, contando uno a la semana. Eran otros
tantos testigos que podrían declarar contra ella en un momento crítico.
Una vez en el simón, sacaba del bolsillo el otro velo tupido y negro como un lobo, y
se lo aplicaba sobre los ojos. Eso le tapaba el rostro, sí, pero el resto, el vestido, el
sombrero, la sombrilla, ¿no podían fijarse en ellos, haberlos visto ya? ¡Oh! ¡Qué
suplicio en aquella calle de Miromesnil! Creía reconocer a todos los transeúntes, a todos
los criados, a todo el mundo. Apenas se detenía el carruaje, saltaba de él y pasaba
corriendo delante del portero, siempre de pie en el umbral de su portería. Ese era otro
que debía de saberlo todo, todo —su dirección, su nombre, la profesión de su marido—,
todo, ¡pues esos porteros son los más sutiles de los policías! Desde hacía dos años