La aparición de tres cadáveres casi decapitados en diversos puntos de Santiago moviliza a los detectives Guzmán y Jiménez para dar lo antes posible con el psicópata responsable de dichas atrocidades. La única pista con que cuentan es el testimonio de un ebrio que asegura que el primer homicidi...
La aparición de tres cadáveres casi decapitados en diversos puntos de Santiago moviliza a los detectives Guzmán y Jiménez para dar lo antes posible con el psicópata responsable de dichas atrocidades. La única pista con que cuentan es el testimonio de un ebrio que asegura que el primer homicidio fue cometido por un ser alado enorme que usó una de sus garras como arma. Luego de revisar la grabación de una cámara de seguridad y enfrentarse cara a cara con el denominado “ángel negro”, los policías deben recurrir a todos los recursos normales y paranormales disponibles, incluyendo la vara que heredó Guzmán en una serie de homicidios acaecidos ocho meses antes, junto con una suerte de misión sagrada que aún no era capaz de comprender, y que le seguía costando aceptar.
Este libro de bolsillo es la secuela de “La Vara”, siendo imprescindible dicha lectura para seguir el hilo de esta historia. Que la disfruten.
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Language: es
Added: Jul 07, 2016
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Slide Content
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Jorge Araya Poblete
El Ángel
Negro
2016
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La aparición de tres cadáveres casi decapitados en diversos
puntos de Santiago moviliza a los detectives Guzmán y
Jiménez para dar lo antes posible con el psicópata
responsable de dichas atrocidades. La única pista con que
cuentan es el testimonio de un ebrio que asegura que el
primer homicidio fue cometido por un ser alado enorme
que usó una de sus garras como arma. Luego de revisar la
grabación de una cámara de seguridad y enfrentarse cara a
cara con el denominado “ángel negro”, los policías deben
recurrir a todos los recursos normales y paranormales
disponibles, incluyendo la vara que heredó Guzmán en
una serie de homicidios acaecidos ocho meses antes, junto
con una suerte de misión sagrada que aún no era capaz de
comprender, y que le seguía costando aceptar.
Este libro de bolsillo es la secuela de “La Vara”, siendo
imprescindible dicha lectura para seguir el hilo de esta
historia. Que la disfruten.
Jorge Araya Poblete
Julio de 2016
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6
I
El borracho caminaba con dificultad por la angosta
vereda. Luego de dos botellas de vino, su equilibrio y sus
reflejos estaban notoriamente disminuidos, lo que sumado
a una calle antigua con una estrecha vereda, y grandes
árboles cuyas raíces levantaban de tanto en tanto el
pavimento hasta llegar a romperlo, aumentaban
ostensiblemente su riesgo de terminar botado en el suelo
en cualquier instante. Por ello el borracho caminaba
afirmado por las paredes de las casas, cuidando de no
pasar a llevar las puertas y ventanas para no importunar a
sus moradores ni correr el riesgo de provocar la ira de
algún dueño de casa que pudiera provocarle tanto o más
daño que el solevantado pavimento.
Pese a su estado, el borracho aún tenía sus sentidos
indemnes, por lo que era capaz de ver y oír sin dificultad
lo que sucedía en su entorno; ello no significaba nada para
él salvo algo de seguridad para evitar accidentes, pues sabía
que a la mañana siguiente poco recordaría de lo visto u
oído. Las casas viejas sin antejardín tenían ese problema:
sus moradores estaban expuestos a ser fisgoneados al estar
en contacto casi directo con la calle, por lo que muchos
optaban por aislar por medio de cortinas gruesas sus
ventanas por la noche, para mantener un mínimo de
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privacidad. Sin embargo, no toda la gente hacía lo mismo,
y a veces algunos despistados olvidaban cerrar del todo sus
cortinas, quedando a vista y paciencia de quien pasara por
la calle frente a sus domicilios. A sabiendas de ello, el
borracho prefería caminar mirando el suelo, para no ver
nada comprometedor, y además para poder evitar los
obstáculos de la vereda. Cuando estaba a cuatro casas de
llegar a la esquina donde debía doblar para llegar al
paradero donde pasaba el bus que le servía, un grito lo
obligó a levantar la mirada y cambiar su suerte de esa
noche.
En la esquina de la vieja calle, un hombre retrocedía
sentado en el suelo, ayudándose con manos y piernas,
mientras gritaba aterrado sin ser capaz de ponerse de pie
para huir del lugar. El borracho de inmediato pensó en
que el hombre también estaba ebrio, y estaba viviendo un
episodio de delirio, de los cuales él ya llevaba varios en el
cuerpo. La experiencia le decía que no era buena idea
intervenir de buenas a primeras, pues en un par de
ocasiones quienes quisieron ayudarlo se transformaron en
parte de su delirio, lo que terminó en agresiones y en la
intervención de carabineros. El borracho siguió mirando al
hombre que gateaba de espaldas, en espera del mejor
momento para intervenir; cinco segundos después ya era
demasiado tarde.
El sargento Alberto González estaba furioso. La suerte se
había ensañado con él desde que consiguió el ascenso,
pues casi en cada turno le tocaba algún caso extraño, lo
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que lo había llevado a ser considerado una yeta dentro de
su comisaría. Esa noche había sido bastante tranquila, y
cuando faltaban no más de cincuenta minutos para hacer
la entrega, los llamaron para asistir a un homicidio en la
vía pública. Cuando llegaron en el radiopatrullas, se
encontraron con un taxista, quien había llamado a
carabineros, un hombre sentado en el suelo afirmado en la
muralla, y un cuerpo botado en el pavimento, con un
extenso corte en el cuello que había cercenado todo hasta
dejar visible la columna cervical y un enorme charco de
sangre que inundaba todo. De inmediato solicitó la
presencia del fiscal de turno, del laboratorio de
criminalística y del servicio médico legal, y se dedicó a
aislar la escena del crimen con ayuda del cabo que lo
acompañaba.
Una hora después el sitio estaba lleno de gente tratando
de esclarecer la situación. El cabo y el sargento tenían al
borracho sentado en el asiento de atrás de la patrulla, en
espera de la llegada de quienes se harían cargo de la
investigación. De pronto un vehículo blanco y azul con
balizas azules se detuvo en el lugar, desde donde
descendieron dos policías ataviados con chaquetas azules y
logos amarillos característicos de la Policía de
Investigaciones, quienes después de preguntar se dirigieron
a la patrulla. En ese instante el sargento adquirió una
expresión de sorpresa en su rostro.
—Sargento González, buenas noches.
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—Buenas noches sargento, inspector Guzmán, detective
Jiménez—dijo el policía de mayor edad.
—Disculpe inspector, ¿no era usted uno de los policías a
cargo del caso del asesino serial que mataba a la gente de
un palo en la cabeza?
—Sí… con razón su cara me es familiar, usted asistió al
homicidio del abogado—dijo Guzmán, sonriendo.
—Qué bueno verlo inspector, parece que no soy el único
yeta de este lugar—dijo el sargento.
—No entiendo, ¿a qué se refieren?—preguntó el detective
Carlos Jiménez.
—A que el caso que les asignaron es demasiado extraño—
comentó el sargento.
—Dudo que sea algo peor que lo que nos tocó vivir con
el asesino serial—dijo Guzmán, poniéndose serio.
—Inspector, el único testigo del homicidio es el ebrio que
está en mi patrulla—dijo el sargento—, y él refiere que la
herida mortal que le abrió el cuello a la víctima, la hizo un
ángel negro con una de sus garras.
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II
Héctor Guzmán llevaba apenas ocho meses de ascendido a
inspector, y seis trabajando con Carlos Jiménez, el novel
detective que había sido asignado para trabajar con ellos
de encubierto en el caso del asesino serial de la vara, que
terminó con la reestructuración de la brigada de
homicidios tras la muerte del prefecto Oyanedel (cuyo
caso quedó caratulado como “desaparición” al no
encontrarse cadáver) y del inspector Saldías, y con
Guzmán con un nuevo cargo, y más encima con una
responsabilidad que la vida le había asignado y que aún no
era capaz de asimilar y por ende, de asumir. La vara de
olivo descansaba en su hogar, y todas las noches se daba el
tiempo de sacarla para manipularla y familiarizarse con
ella, rogando para que el momento de usarla llegara lo más
tarde posible, y así sentirse con algo de confianza y
seguridad a la hora de cumplir la misión que le había
encargado su maestro, quien había desparecido de un día
para otro de su realidad. Ahora Guzmán se veía en una
nueva investigación alejada de los cánones normales, y que
esperaba que sólo se tratara de algún malentendido
producto de la oscuridad o del alcohol.
El detective y el inspector se acercaron a la patrulla, donde
se encontraba el testigo, un hombre de mediana edad
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según su identificación, pero muy acabado para tan pocos
años vividos. El hombre se encontraba sujeto del asiento
del conductor, con la cabeza colgando, como si estuviera
tratando de dormitar. El inspector abrió la puerta de la
patrulla y se agachó al lado de donde se encontraba
sentado el ebrio, quien ni siquiera hizo el ademán de
mirarlo.
—Buenas noches don… Arturo—dijo Guzmán, mirando
el carnet de identidad—. Carabineros me dice que usted
es el único testigo del homicidio. Más rato lo interrogará
el fiscal de turno, pero me gustaría saber qué fue lo que
vio.
—No vi nada… y lo que creí ver fue culpa del trago—
respondió el aludido.
—Usted le contó lo que vio al carabinero y al taxista,
necesito que me cuente eso que les contó a ellos. Necesito
oír su versión de lo que vio o creyó ver—dijo Guzmán.
—¿Para qué, si no me va a creer, o va a pensar que estoy
loco?
—Da lo mismo lo que yo piense o crea, aquí lo que
importan son los hechos, es lo único que me interesa, y
que le interesa al fiscal—dijo Guzmán.
—Me van a meter al psiquiátrico por esto… pero en una
de esas me sirve para dejar el copete—dijo Arturo,
enderezándose—. Cuando me faltaban un par de cuadras
para llegar al paradero, justo en la esquina aparece un tipo
arrastrándose de espaldas. Yo creí que venía más curado
que yo, y no me acerqué al tiro; de repente y sin hacer
ruido apareció un tipo enorme completamente de negro,
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con unas alas enormes como de murciélago pero con
plumas. No pasó ni medio segundo, y el ángel negro
levantó una de sus manos, que tenían unas garras enormes,
y con una de las garras le rebanó el cuello al pobre tipo, y
luego se fue.
—Ya, a ver, vamos por partes—dijo Guzmán sin
inmutarse—. El tipo apareció de repente y al final se fue
tan rápido como apareció, ¿lo vio volar?
—Claro… o sea… no, la verdad es que no me fijé… no
me fijé si movía o no las alas—respondió confundido
Arturo.
—Bien, ya avanzamos un paso—dijo el inspector—. ¿Qué
es para usted un tipo enorme, alto como basquetbolista,
macizo como luchador, gordo como pesista?
—Eh… era alto… como basquetbolista… pero se veía
enorme… o sea… bueno, tal vez por las alas—dijo
Arturo.
—Bien, otro paso más. ¿Cómo es eso de alas de
murciélago pero con plumas?—preguntó Guzmán.
—Eh… eso poh, alas de murciélago pero con plumas…
pucha, cómo se lo explico… es como si anduviera con una
capa de plumas lisas, pero con hombreras—respondió
Arturo, sorprendiéndose de su respuesta.
—Ajá… ¿con qué mano lo atacó? Piénselo bien, fíjese de
dónde estaba mirando usted, y si la mano levantó o no la
capa de plumas de su lado, o no la vio moverse—dijo el
inspector.
—Eh… deje pensar… la derecha, porque yo miraba su
hombro izquierdo y no lo movió… eso, la derecha.
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—Mmm… hace un rato me dijo que levantó la mano
llena de garras, y con una le cortó el cuello, ¿qué hizo con
las otras cuatro garras, las dobló, las retrajo como un gato,
las escondió?—preguntó Guzmán.
—¿Las otras garras? Eh… estaba muy oscuro… ahora que
lo pienso bien… vi sólo una garra… tiene que haber sido
un cuchillo curvo, no sé, un corvo, una hoz…
—Entonces tenemos a un tipo vestido de negro, alto
como basquetbolista, con una capa con hombreras, que
atacó a la víctima con un cuchillo de hoja curva, con la
mano derecha, probablemente con la curva hacia adentro
para hacerlo pensar en una garra—dijo Guzmán, para
luego agregar—. No pienso que esté loco don Arturo,
simplemente su mente mezclada con alcohol le jugó una
mala pasada. Ahora ya sabe qué contarle al señor fiscal
cuando llegue. Buenas noches.
El inspector Guzmán dejó al testigo en la patrulla bastante
más tranquilo, mientras se dirigía al vehículo institucional,
donde se encontraba afirmado el detective Jiménez.
—¿Cómo te fue con el taxista, Carlos?
—No muy bien jefe, el tipo llegó cuando ya había pasado
todo. Él vio el cuerpo botado en el charco de sangre, y al
testigo sentado contra la muralla tomándose las piernas,
temblando de miedo. Él cree que el testigo no tuvo que
ver con el homicidio, según él lo encontró en shock. ¿Y a
usted cómo le fue?
—Definitivamente mal, el testimonio del tipo no se
sustenta en nada, necesité un par de minutos para
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transformar su ángel negro en un basquetbolista vestido
de negro con capa y una hoz. El fiscal lo mandará a
evaluación psiquiátrica, y quedaremos en nada. Más
encima en esta esquina de mierda no hay una maldita
cámara de vigilancia, para conseguir el video. Trata
mañana de entrevistar a los dueños de los locales aledaños,
a ver si alguno tiene cámara y logramos algo que sea.
—Bueno jefe—respondió Jiménez—. Al menos queda
casi descartado el que estemos lidiando con un ángel
negro, como dijo el tipo al principio.
—Yo no estaría tan contento Carlos, no sé si prefiero
lidiar con un ángel negro, o con un basquetbolista de
negro con capa que degüella gente con una hoz—
respondió el inspector.
—La prensa haría flor y nata con cualquiera de las dos
opciones—dijo Jiménez.
—Aprende esta lección de inmediato: que carabineros
atienda la prensa, tú y yo vinimos a investigar, no a hacer
show—dijo serio Guzmán, recordando a su mentor—.
Ya, quédate tranquilito en el móvil mientras hablo con el
fiscal.
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III
A las nueve de la mañana Héctor Guzmán aún luchaba
contra el cansancio, y con el ardor que le provocaba en el
estómago el tercer café en una hora. El tiempo no pasaba
en vano, y cada vez le costaba más soportar los turnos de
noche y reponerse para trabajar el post turno. El fiscal
había sido muy claro, la carga de causas que tenía era
enorme, así que necesitaba encontrar rápido al asesino,
para no verse entrampado y meterse en problemas con el
fiscal de la zona; por ello el inspector había decidido
seguir trabajando, para avanzar lo más posible, y dejar el
trabajo listo para cuando pudiera hacer las diligencias
pendientes. Sin embargo, y pese a las tres tazas de café y al
ardor estomacal, el sueño terminó por ganar esa batalla,
dejando a Guzmán dormitando sobre el teclado de su
computador. De pronto un suave toque en su hombro lo
volvió a la conciencia.
—Jefe, despierte—dijo el detective Jiménez—. El
prefecto no se ha dado cuenta, así que mejor despabílese
para que no se meta en problemas.
—No aguanto el sueño Carlos—dijo Guzmán—. ¿Qué
hora es?
—Son casi las diez.
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—Chucha, dormí casi una hora… ¿y por qué vienes
llegando tan tarde, hombre?
—Anoche me pidió que entrevistara a los dueños de los
locales alrededor de la esquina del homicidio, y en eso
andaba, ya estoy de vuelta—respondió Jiménez.
—Entonces es super temprano, para estar de vuelta de una
diligencia claro—dijo Guzmán.
—A todo esto me fue bien, el mini market que está justo
en la esquina está lleno de cámaras de seguridad, y el
dueño me dio copia de todas las grabaciones de anoche—
dijo Jiménez, sonriendo.
—Excelente, veamos si hay algo útil en todas esas
grabaciones.
Guzmán y Jiménez se acomodaron frente al computador
donde el detective conectó la unidad de memoria, para
poder ver si alguna de las cámaras había captado algo.
Luego de mirar el lugar hacia donde apuntaba cada
cámara, eligieron el archivo en que se veía la esquina de la
calle a través de la reja del negocio, y gracias al registro
horario, adelantaron la grabación hasta unos diez minutos
antes que el taxista diera aviso a carabineros. Tal como
había relatado el testigo, que no aparecía en la grabación,
apareció un hombre arrastrándose de espaldas en el suelo,
sin ser capaz de salir de esa posición.
—Debe haber estado paralizado del miedo para no poder
pararse y huir—dijo Jiménez.
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—Ahora veremos quién fue quien lo mató—comentó el
inspector, sin despegar la vista de la pantalla. Diez
segundos después, ambos policías quedaron en silencio.
—Eso no era un basquetbolista, jefe—dijo Jiménez—.
Esas alas… porque esa cosa no es una capa, se están
moviendo solas… y lo que le sale de la mano no es una
hoz, ni cinco hoces…
—Y no he visto ningún basquetbolista que salga
volando—agregó Guzmán—. Ahora hay que mostrarle
esta grabación al fiscal.
—¿Está seguro, jefe?
—¿Y qué quieres hacer, ocultar evidencia de un crimen?
Al menos con esto sabemos que el ebrio no estuvo
involucrado—dijo Guzmán.
—¿Y qué cree que hará el fiscal con lo que aparece en la
grabación luego de periciarla?—preguntó Jiménez.
—No lo sé, nunca se sabe lo que te pueden ordenar—
respondió Guzmán, mientras recordaba a la fiscal Pérez y
a la vidente que había solicitado y que los había
ayudado—. Ya, al mal paso darle apuro, ubiquemos al
fiscal y mostrémosle la evidencia a ver qué ordena.
Esa misma tarde el inspector y el detective se reunieron en
la fiscalía con Patricio Ortega, quien había sido designado
para el caso. Luego de explicarle la relación de los hechos
y cotejarlo con la información que el mismo profesional
había recabado en la escena del crimen, pusieron en su
notebook el disco externo con la grabación de la cámara
de seguridad del mini market. En cuanto terminó, el fiscal
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guardó silencio, luego de hacer una copia de seguridad en
su propio disco duro.
—¿A quién se le ocurrió esta broma de mal gusto,
inspector? Porque dudo que haya nacido de alguno de
ustedes dos; ahora, si fue así, este es el final de sus carreras
en la PDI.
—Señor fiscal, esto es una copia de la grabación de la
cámara de seguridad, si usted duda de nosotros basta con
que ordene requisar el disco duro original y lo pericie—
respondió Guzmán, sin inmutarse.
—¿Acaso quieren hacerme creer que anda un monstruo
con alas degollando gente en Santiago?—preguntó
enrabiado Ortega.
—No queremos hacerle creer nada, señor fiscal. Nuestro
trabajo es investigar y entregarle herramientas para que
usted ordene diligencias. Dentro de la investigación el
detective Jiménez consiguió copia de las cámaras de
seguridad del local de la esquina del sitio del suceso, y
nuestra obligación es entregarle todas las pruebas posibles
y que estén en nuestro poder—dijo Guzmán.
—Señor fiscal, en el disco vienen además las grabaciones
de todas las cámaras de seguridad de los negocios de dos
cuadras a la redonda del sitio del suceso, están separadas
por carpetas nombradas con la dirección de cada lugar—
agregó algo tímido Jiménez—. Le mostramos esa porque
es la que muestra la imagen más clara del lugar, y porque
quisimos entregarle información lo antes posible, como
nos lo pidió. Si usted quiere puedo mandar a periciar
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todas las grabaciones para editar sólo las partes relevantes
al caso.
—Yo me encargaré de ordenar esas diligencias,
detectives—dijo algo incómodo Ortega—. Traten de
averiguar algo con la familia del occiso, a ver si logramos
salir luego de este cacho. Buenas tardes, señores.
Media hora después ambos policías llegaban a las afueras
del Instituto Médico Legal. Tal como Guzmán suponía, la
autopsia estaba en proceso, y aún no les entregaban los
restos a sus deudos para poder darles sepultura. Luego de
conversar con uno de los funcionarios del servicio,
ubicaron a la única persona que había preguntado por el
cuerpo. En cuanto se acercaron a ella, una mujer de unos
cuarenta años, notaron su nerviosismo, que para los
policías se acercaba peligrosamente a la paranoia.
—Yo no he hecho nada, no quiero problemas—dijo la
mujer, antes que los policías alcanzaran siquiera a
presentarse.
—Quien nada hace, nada teme—dijo Guzmán, serio—.
¿Usted es familiar del difunto?
—Esa ralea de pechoños no se va a aparecer por acá, hace
años que no le hablaban a Alberto por sus creencias—
respondió la mujer—. El Alberto dejó de ser católico, y la
familia lo rechazó.
—¿Usted es su pareja?—preguntó Guzmán.
—No, soy la única amiga que le quedaba, este huevón se
mandaba un condoro tras otro, y gracias a eso todos lo
abandonaron—dijo la mujer—. Menos mal que era
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precavido y dejó dinero suficiente para cremarlo y botar
sus cenizas por donde sea.
—¿Tenía alguien en su entorno que quisiera hacerle
daño?—preguntó el inspector.
—Con la vida que eligió fue mucho lo que sobrevivió,
tarde o temprano lo iban a matar, de cualquiera de los dos
bandos—dijo la mujer.
—Perdone, no me queda claro que la familia lo haya
rechazado por dejar de ir a la iglesia—dijo Jiménez.
—No me entendió, él no dejó de ir a la iglesia, él dejó de
ser católico—corrigió la mujer—. Él hizo la apostasía, un
documento en que rechaza los sacramentos tomados,
bautizo, comuniones, y deja la religión de lado.
—¿A qué se refiere con cualquiera de los dos bandos?—
preguntó Guzmán.
—Parece que no están muy enterados de nada—dijo la
mujer, sonriendo—. Alberto era sacerdote satanista.
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IV
Patricia Abarca revolvía nerviosa el café en el vaso
plástico, que no impedía que se quemara las yemas de los
dedos. Las gestiones hechas por el inspector Guzmán sólo
habían servido para confirmar lo que temía: los peritajes
ordenados al cadáver de su amigo Alberto demorarían al
menos una jornada de trabajo más, por lo que el cuerpo se
lo entregarían con suerte a última hora del día siguiente. A
cambio de las averiguaciones, la mujer se comprometió a
conversar con los policías en un carro instalado a las
afueras del Instituto Médico Legal, para tratar de
explicarles el medio en que se desenvolvía Alberto; la
mujer sabía que nada de lo que conversarían serviría para
esclarecer la muerte de su amigo, cosa por lo demás
intrascendente para ella en esos momentos; sólo sentía una
extraña incomodidad al hablar con el inspector Guzmán,
que no lograba entender ni interpretar.
—Gracias por su tiempo Patricia, y disculpe por no haber
logrado apurar el trámite de los restos de su amigo—dijo
Guzmán—. Me gustaría que nos contara algo más acerca
de don Alberto, y qué significa ser sacerdote satanista.
—Mi amigo era un tipo tímido, retraído, bastante callado,
no se metía en nada ni molestaba a nadie—dijo Abarca—.
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Él simplemente se dedicaba a su trabajo y a su culto, nada
más.
—Perdone pero no logro asociar la imagen de un
sacerdote satanista con el hombre que usted describe—
dijo Jiménez.
—Déjeme adivinar: pelo largo, barba larga, polera negra,
cara de maldad, una cruz invertida colgando de una
cadena al cuello, tatuajes de diablos, rock pesado… ¿qué
olvidé? Ah claro, un hilo de sangre saliendo de su boca, y
una cabeza de murciélago dentro de ella, cortada con los
dientes, por supuesto—dijo Patricia, sonrojando al
instante a Jiménez.
—Patricia, somos ignorantes en el tema, explíquenos para
tratar de entender cómo funciona este asunto—dijo
Guzmán.
—Se lo explicaré del modo más simple: Alberto tenía por
dios a Satanás, era un representante de su dios en la
Tierra, él presidía las ceremonias de adoración y
comunión en los lugares destinados a ello, para quienes
también sienten a Satanás como su dios—dijo Abarca—.
Aparte de su fe, Alberto era un chileno normal, con un
trabajo normal, mal pagado, sobre explotado, con poco
tiempo libre y estresado.
—Y discriminado por sus creencias—comentó Guzmán.
—Inspector, estamos en Chile, acá discriminamos a todo
y todos—dijo Abarca—. Decir que eres satanista es peor
que decir que eres nazi, violador, pedófilo… este es un
país que tiene la religiosidad casi pegada en el ADN. Si
hasta reconocerse ateo es mal mirado. Alberto jamás
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hablaba del tema en público, y sólo unos pocos amigos
sabíamos de su fe.
—Sí, tiene razón… a ver, hace un rato nos dijo que
cualquiera de los dos bandos podría ser responsable de su
homicidio, ¿eso quiere decir que además de los católicos,
sus mismos pares lo odiaban?
—Por supuesto, las envidias son terribles en las religiones,
y entre los satanistas las luchas de poder suelen ser a
muerte—respondió Abarca.
—¿Y usted sabe si hay algún grupo dentro del catolicismo
o del cristianismo dispuesto a matar a los adoradores de
Satanás?—preguntó Jiménez, haciendo que Guzmán
mirara al pavimento en silencio.
—Ser satanista no es fácil en este mundo, detective—dijo
Abarca, suspirando—. Como le decía, un nazi, un
violador o un pedófilo son mejor vistos que alguien que
confiesa rezarle a Satanás. Fuera de las religiones formales
hay muchos grupos, de esos que se llaman esotéricos, que
también son anti satanistas, y algunos de ellos no tienen
reparos en matar por sus creencias. Ahora, si usted me
pregunta específicamente por católicos o grupos
cristianos, le aseguro que los hay, y son bastante más
violentos que lo que se pudiera pensar.
—Recuerdo que hace un rato me dijo que su amigo había
cometido demasiados errores, y que eso facilitó o apuró su
muerte, ¿se puede saber qué tipo de errores fueron esos?—
preguntó Guzmán.
—Uf… de partida le contó a su familia lo de la apostasía,
eso era innecesario, bastaba simplemente con dejar de ir a
la iglesia y listo; pero él quiso que esa manga de pechoños
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supiera, y esa conversación terminó con Alberto
hospitalizado por la golpiza que le dieron dos de sus
primos, luego de insultar a medio mundo—dijo Abarca,
acomodándose en su otra pierna—. Luego salió a discutir
con los canutos a la calle cada fin de semana, hasta que
trajeron a un grupo más radical y de nuevo le pegaron.
Empezó a hacer vandalismo contra iglesias de diversos
credos, tirándoles pinturas y esas bombas fétidas que
llaman. Tiempo después las emprendió contra miembros
de su mismo culto, acusándolos de infiltrados… ello le
permitió escalar en la jerarquía, pues efectivamente logró
desenmascarar a un detective privado que había sido
contratado por el padre de una joven recién conversa. En
cuanto logró hacerse sacerdote satanista sus ataques contra
miembros de su feligresía se hicieron más y más
recurrentes… luego de un tiempo se calmó, cuando uno
de los superiores lo encaró y le enrostró que estaban
perdiendo fieles, pero ya era demasiado tarde… había
sembrado odio por todos lados, y bueno, parece que le
tocó cosechar.
—¿Y usted sospecha de alguien en particular, alguna
corazonada, o algo que le haga pensar más en una persona
o grupo de personas?—preguntó Jiménez.
—No sé, de toda la gente con que se había peleado
Alberto los más violentos fueron sus familiares, pero de
ahí a matarlo… no lo sé—respondió Abarca—. Los
católicos y los evangélicos… no lo creo tan probable,
aunque parezca raro muchos de ellos no creen de corazón
en la existencia de Satanás, otros lo subestiman, los grupos
radicales de ortodoxos atacan a facciones más extremistas
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y desconocidas de satanistas, y las esferas de poder hacen
la vista gorda la mayoría de las veces… creo que me
quedaría con algún grupo esotérico nuevo, algún mesías
psicopático en busca de renombre, y lo que más me hace
ruido son otros grupos de satanistas. La muerte casi
siempre viene de cerca…
—Hasta que por fin te encontré, yegua de mierda—dijo
de pronto una mujer añosa, con voz en cuello, parándose
al lado de Abarca—. ¿Qué hiciste con el cadáver de mi
hijo, degenerada?
—Está en autopsia todavía, mañana lo entregan… dele las
gracias a los…
—Si llego a descubrir que tuviste algo que ver en esto, te
juro que te voy a matar con mis propias manos, perra—
interrumpió la mujer, llorando—. No tengas cara de
aparecerte mañana, yo enterraré el cuerpo de mi hijo en el
Cementerio Católico para tratar de salvar su alma para el
juicio final.
La mujer añosa caminó algunos pasos, y se abrazó con dos
hombres que aparentaban tener la misma edad de Alberto.
En cuanto Abarca los vio, suspiró ruidosamente.
—Bueno, creo que el fondo que dejó Alberto para ser
cremado no será necesario… en el fondo da lo mismo,
ellos se quedarán con su cuerpo, pero no con su alma—
dijo la mujer, para luego ordenarse el pelo, y sacar una
tarjeta de su cartera, la que extendió a Guzmán—.
Supongo que debo dejarles algo donde ubicarme para
seguir interrogándome, en esa tarjeta está mi dirección y
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mi celular. Gracias por el café, como Alberto ya no me
necesita, me iré a casa a descansar.
—Sólo por curiosidad Patricia, ¿hace cuántos años que
usted es satanista?—preguntó el inspector, dejando
perplejo a Jiménez.
—Mucho más tiempo que Alberto, inspector—dijo la
mujer, para luego desaparecer por Avenida La Paz hacia
Santos Dumont.
—¿Cómo supo que ella es satanista, jefe?—preguntó
Jiménez.
—Era obvio, ¿o no?—respondió Guzmán, mientras las
náuseas disminuían con cada paso que se alejaba de ellos
Patricia Abarca.
27
V
Guzmán y Jiménez llegaron temprano a la fiscalía. A esa
hora ya los esperaba Patricio Ortega en su oficina y con la
puerta abierta, para compartir novedades y decidir los
pasos a seguir en la investigación.
—Creo que no me va a gustar trabajar con usted,
Guzmán—dijo Ortega, sin saludar—. Estuve averiguando
de dónde me sonaba su nombre, y no fue grato saber que
estuvo metido en eso del asesino serial y del fiscal
Gutiérrez.
—Parece que ya le llegó el resultado del peritaje de las
grabaciones de las cámaras de los locales, señor fiscal—
dijo Guzmán, sonriendo levemente.
—Ni se le ocurra pensar que voy a llamar a alguna
vidente, mago o brujo, detective—dijo Ortega—, esto lo
vamos a investigar por los canales normales, sin
intervenciones externas ni nada parecido.
—Disculpe señor fiscal, ¿cuál fue el resultado del peritaje
de las cámaras?—preguntó Jiménez.
—El informe del laboratorio confirma que son
grabaciones reales, que no fueron manipuladas ni
intervenidas, que no hay procesos de edición ni análogo ni
digital de lo que en ellas se ve—dijo Ortega, para luego
suspirar ruidosamente—. El informe confirma la presencia
28
en todas las grabaciones de un ser que describen como
antropomorfo, de aproximadamente tres metros de altura,
de cerca de doscientos kilos de peso, con dos apéndices en
su espalda a la altura de los hombros, que podrían
corresponder a alas, por su morfología y la funcionalidad
vista en dos de las grabaciones. No se lograron captar
rasgos faciales por la oscuridad de la superficie del ser,
pero sí se lograron ver apéndices en el extremo de todos
los dedos, que podrían corresponder con garras curvas de
aproximadamente ocho centímetros de largo. Ese es el
resumen de las características del ser y la interpretación
que el laboratorio sacó de lo peritado, el resto es la
descripción del homicidio, cosa que por lo demás fueron
ustedes los primeros en ver.
—¿Qué diligencias dictará, señor fiscal?—preguntó
Guzmán, mirando seriamente a Ortega.
—No me presione inspector… necesito pensar qué
diablos hacer…
—No lo estoy presionando señor fiscal, simplemente
necesito que nos diga cuáles son los pasos a seguir, nada
más—respondió Guzmán.
—Empecemos por lo más básico, vayan a ver qué
encuentran en la casa de la víctima—dijo el fiscal con
desidia, mientras involuntariamente empezaba a jugar con
el expediente del caso.
Guzmán buscó en su bolsillo la tarjeta que le había pasado
Patricia Abarca, quien le dio de inmediato por teléfono la
dirección del domicilio de Alberto. Una hora más tarde,
ambos policías junto a un equipo del laboratorio de
29
criminalística estaba llegando a una pequeña casa sin
antejardín, aparentemente de adobe, de paredes deslavadas
y sin nada en su fachada que hiciera pensar en las creencias
de Alberto. Luego de hacer algo de palanca, la vieja chapa
de la casa cedió, permitiendo que el equipo entrara a
revisar el lugar y a tomar las muestras que consideraran
necesarias para esclarecer el homicidio del dueño de casa.
A primera vista el living comedor no se diferenciaba en
nada de lo esperable para el hogar de un hombre solo.
Una mesa, dos sillones viejos, un mueble sin llave pero
con un cáncamo para asegurar la puerta era todo el
mobiliario con que contaba el lugar; del mismo modo la
cocina contaba con los muebles estándar de cualquier
cocina, incluidos un microondas sucio y un refrigerador.
La revisión superficial del mobiliario no mostró más que
cosas que estaban donde debían estar.
Mientras Jiménez empezaba a revisar en profundidad los
muebles de comedor y cocina, en espera de encontrar
alguna puerta secreta o doble fondo, Guzmán entró al
dormitorio. El lugar era bastante estrecho, pues al lado de
la cama había un escritorio con un computador y una gran
silla que usaba casi todo el espacio destinado a
desplazarse. Mientras disponía que gente del laboratorio
lo incautara para hacerle peritajes en el cuartel, el
inspector abrió el closet: lo primero que llamó su atención
fueron tres ganchos de ropa en el colgador, donde
descansaban sendas túnicas de mangas anchas, una roja,
una morada y otra negra, todas de un material similar a la
30
seda, y con una especie de capucha terminada en punta
incorporada a la parte de atrás de cada pieza de ropa; más
allá, el resto del colgador sólo contaba con ropa de vestir
formal e informal.
Después de dejar las túnicas sobre la cama para que el
personal de laboratorio las fotografiara y revisara, Guzmán
empezó a inspeccionar los cajones. En los de más arriba
sólo había ropa interior y algunas camisas planchadas, un
viejo álbum fotográfico familiar y una libreta de ahorros
con algunos billetes plegados en su interior. El último
cajón contenía cuatro cajas de madera negra, las que
Guzmán sacó con cuidado y colocó encina del escritorio,
con sus manos cubiertas por guantes de látex desechables.
Una de ellas contenía paños negros y morados sin adornos
ni costuras de seda, doblados y acomodados
ordenadamente, otra tenía cálices y recipientes de bronce
de diversos tamaños, además de un pequeño paño negro
de una tela porosa; la tercera tenía medallones con diseños
extraños y un par de dagas, aparentemente sin filo, y la
cuarta guardaba un libro de tapas de cuero escrito en latín.
—Parece que aquí está lo entretenido—dijo a sus espaldas
Jiménez—. Revisé todos los muebles del comedor, la
cocina y hasta el baño, y había solamente cosas de
comedor, cocina y baño.
—Hay que enviar todo esto a que les tomen muestras al
laboratorio, a ver si hay restos biológicos—dijo Guzmán
algo incómodo—. No sé de estas cosas, y capaz que
31
tengan restos animales, o hasta humanos… pero como el
fiscal no quiere asesores externos, estamos sonados.
—Tal vez se convenza cuando nadie logre traducir el
libraco ese, jefe—comentó Jiménez, mientras hojeaba el
volumen escrito en latín.
—Ojalá que dé su brazo a torcer, no quiero sólo
apoyarme en google u otro buscador para una
investigación oficial—dijo el inspector.
Durante el resto de la tarde, Jiménez, Guzmán y el equipo
del laboratorio se encargaron de ordenar las diversas
evidencias del domicilio de la víctima y dejar todo
registrado en sus cámaras fotográficas, para luego llevarlas
al laboratorio y empezar el trabajo científico para
identificar cualquier pista que los ayudara a dar con el
asesino. Sólo faltaba tener acceso al informe de la
autopsia, y con toda la información a la mano, empezar a
armar el puzle al que se estaban enfrentando.
Esa noche Patricia Abarca estaba algo nerviosa. Luego de
la muerte de Alberto, y del enfrentamiento con su madre,
necesitaba relajarse para recuperar algo de paz en su vida,
y seguir a cargo del culto que había dejado su amigo. En
esos instantes sólo quería dormir medianamente tranquila
para volver a la mañana siguiente a su trabajo, y tratar de
evitar problemas con su empleador. Cuando estaba por
llegar a su casa, un fuerte y profundo gruñido la hizo
detenerse y girar bruscamente: frente a ella un gran perro
callejero le mostraba sus dientes, amenazador, como para
mantenerla alejada de su territorio. Patricia sonrió
32
aliviada: ya estaba acostumbrada a que los animales
rehuyeran de ella y sus correligionarios, así que sin darle
más vueltas al asunto, siguió caminando hasta llegar a su
hogar, y dar rienda suelta a su necesidad de reposo y
silencio.
33
VI
A la mañana siguiente, Guzmán y Jiménez estaban a
primera hora en las dependencias de la Brigada de
Homicidios, en espera de los resultados de las pericias a
todo lo recolectado en la casa de la víctima. Mientras
esperaban las novedades, empezaron a buscar por internet
fotografías de indumentaria utilizada en ritos satánicos,
para compararlos con las fotografías que habían tomado la
jornada anterior. La cantidad de imágenes era irrisoria, por
ende las posibilidades de encontrar la misma indumentaria
era casi imposible, pues parecía que cada cual le ponía los
adornos que se le antojaban; por otro lado, no había
modo de saber si las imágenes eran reales o simples
inventos subidos por ociosos para entretenerse un rato o
lucir sus habilidades en manipulación digital de
fotografías. Pese a los reparos del fiscal, el paso más
evidente a dar era contactar a algún experto en sectas para
que los asesorara.
Cerca de las diez de la mañana, el fiscal los citó a su
despacho para que vieran el informe de la autopsia y los
resultados preliminares de las muestras tomadas en el
cadáver. Al entrar a la oficina, su cara lucía peor que
cuando llegó el informe de las grabaciones de las cámaras
de seguridad.
34
—Asiento señores. Recibí el informe de autopsia un poco
antes de llamarlos, y quiero que revisemos las partes
principales para decidir qué diablos vamos a hacer—dijo
Ortega, mientras les entregaba una carpeta con una copia
del documento.
—¿Es demasiado terrible, señor fiscal?—preguntó
Jiménez.
—A ver…—dijo Ortega, suspirando—, de partida la
causa de muerte no es tan obvia, la herida cortó todo por
delante de la columna cervical, arterias, venas, tráquea… el
informe no se define entre la anemia aguda, la asfixia por
aspiración de sangre, o el corte de nervios del cuello. El
texto describe perfectamente la lesión, inclusive refiere que
el arma dejó una muesca en la quinta vértebra cervical,
pero sin alcanzar a quebrarla. Además, el patólogo refiere
que la lesión en la piel es de bordes netos, casi quirúrgicos,
que no arrancó tejidos blandos, sólo cortó todo a su paso.
—¿Y el informe sugiere el tipo de arma, algún cuchillo
oriental de esos de samurái, algún arma de comando, un
cuchillo de estos de porcelana que usan los chefs?—
preguntó Guzmán, recibiendo una mirada de odio de
parte de Ortega.
—Queratina—dijo sin más el fiscal.
—¿Queratina, eso que usan las mujeres para el pelo o las
uñas?—preguntó sorprendido Jiménez.
—Eso dice el informe—respondió el fiscal, para agregar
de inmediato—. Y antes que me pregunten, la queratina
no estaba en la piel como un rasguño, el patólogo
35
encontró láminas de queratina incrustadas en la quinta
vértebra cervical.
—¿Láminas de queratina?—preguntó Guzmán.
—Si… el informe describe placas microscópicas alargadas
de queratina en los bordes de la muesca de la vértebra
cervical, sin indicios en piel o tejidos blandos—respondió
Ortega—. El arma homicida es lo suficientemente dura
como para no dejar rastros sino en materiales de
resistencia mayor, como un hueso.
—¿El patólogo sugirió alguna posible arma, un cuchillo
de queratina, algo de porcelana cubierto por queratina?—
preguntó Jiménez.
—El patólogo sólo debe describir lo que ve, Carlos—
intervino Guzmán—. Es trabajo nuestro barajar
alternativas en base al informe científico.
—¿Se le ocurre algo lógico, inspector?—preguntó Ortega.
—Creo que la única opción compatible con la descripción
de los restos, es lo que todos vimos en las grabaciones de
las cámaras—respondió Guzmán—. Lo único relacionado
con esa descripción, es una garra enorme y
extremadamente poderosa.
—Maldición…—dijo el fiscal—. Bueno, supongo que
ahora contactará alguna amiga bruja que sepa algo de estos
monstruos con alas y garras que degüellan gente.
—No tengo amigas brujas, ni videntes, ni nada parecido
señor fiscal; por si no le informaron, fue la fiscal Pérez
quien contactó a la vidente en el caso del asesino serial, ni
mi colega ni yo—dijo Guzmán—. De todos modos, creo
que Patricia Abarca nos podría ayudar, ella era amiga de la
36
víctima, compartían religión, ella puede saber algo más de
este asesino.
—Estoy de acuerdo Guzmán. Vayan a interrogar a esta
persona, y veamos qué les dice respecto del monstruo.
Guzmán llamó a Abarca, y concertó una cita con ella en su
domicilio esa misma tarde. Luego de volver al cuartel de la
PDI para avanzar con la burocracia necesaria para mover
la investigación, él y Jiménez se dirigieron en el vehículo
institucional al domicilio que aparecía registrado en la
tarjeta. El trayecto no tomó más de treinta minutos, pese a
la congestión vehicular propia del horario de salida
laboral; de todos modos, Guzmán fijó la cita media hora
después de lo sugerido por Abarca, para que estuviera
tranquila, descansada, y dispuesta a conversar con ellos sin
tapujos.
El barrio Matta es un sector tranquilo y tradicional de la
capital, mayormente compuesto por casas de un piso sin
antejardín, y bastante bien cuidado por sus habitantes,
identificados con el hogar familiar por décadas. Las casas
se suceden una tras otra en filas diferenciadas sólo por los
colores de sus fachadas, lo que le da un carácter uniforme
pero con diversidad al lugar. Jiménez manejaba con
lentitud por una de las estrechas calles, mientras Guzmán
buscaba el número del domicilio, los que habitualmente se
encuentran en pequeños óvalos negros con números
blancos, que resaltan sobre los colores de las fachadas pero
que son difíciles de ver por su tamaño. En cuanto
Guzmán localizó el número, Jiménez detuvo el vehículo y
37
ambos hombres bajaron de él, con la esperanza de obtener
la información necesaria para avanzar en el caso y evitar
más roces con el fiscal Ortega.
Guzmán se acercó a la puerta de calle, y al no ver algún
interruptor de timbre, golpeó la puerta, la que se abrió
ruidosamente al primer golpe. Instintivamente ambos
detectives sacaron sus armas de servicio apuntándolas
hacia el suelo, mientras Guzmán empujaba con suavidad la
puerta.
—Patricia Abarca, soy el inspector Guzmán… Patricia,
¿está en casa?
Guzmán seguía empujando la puerta con suavidad,
haciéndola crujir cada vez más ruidosamente; de pronto
Jiménez levantó el arma y pasó la bala a la recámara,
apuntando hacia el suelo, donde se veían dos pies calzados
con zapatos de mujer. De inmediato Guzmán hizo lo
mismo con su arma y apuró la apertura de la puerta: en el
suelo yacía el cadáver de la dueña de casa sobre un enorme
charco de sangre, y con un gran corte que casi alcanzaba
para separar su cabeza de su cuello. Ambos policías se
agazaparon y empezaron a avanzar por el largo pasillo con
sus espaldas pegadas a los muros, tratando de hacer el
menor ruido posible. Al llegar a la primera puerta el
inspector y el detective se parapetaron uno a cada lado
para abrirla de modo seguro si es que el asesino se
encontraba escondido en la habitación. En el instante en
que Guzmán tomaba la manilla para empezar la apertura,
38
un fuerte ruido al fondo del pasillo hizo a ambos hombres
girar en dicha dirección; medio segundo después el
detective Jiménez caía derribado de cara al suelo, seguido
al instante por Guzmán quien cayó de espaldas, quedando
debajo de un descomunal ser cuya piel no reflejaba la luz
sino más bien parecía absorberla, quien puso una enorme
mano sobre su pecho y abrió por sobre su cabeza su otra
mano, desplegando lo que parecía ser la garra de su dedo
índice, pero que tenía el mismo tamaño que un corvo de
guerra. El ser tomó aire para descargar el golpe sobre el
cuello del inspector, deteniéndose en el acto, para acercar
cuidadosamente su cara a la de Guzmán. Luego de olerlo
un par de veces, el ser bajó su mano, y sin emitir sonido
salió volando por la puerta de entrada, generando gritos
de espanto en los vecinos que se habían acercado al
domicilio al ver el vehículo de la PDI estacionado en el
lugar. Cuando Guzmán estaba incorporándose, vio a
Jiménez arrodillado apuntando a la puerta de salida, casi
paralizado; luego que el detective logró bajar el arma, miró
fijamente a Guzmán.
—¿Viste eso?—preguntó con voz temblorosa Jiménez.
—Sí, pero preferiría no haberlo hecho.
39
VII
El sedán gris se estacionó a dos casas del domicilio de
Patricia Abarca. La casa de la mujer estaba cercada por
cintas plásticas de Carabineros y de la PDI, para que el
personal de sus respectivos laboratorios pudiera tomar
todas las muestras necesarias para ayudar a esclarecer el
nuevo homicidio. Afuera, miembros de ambas policías
interrogaban a los testigos circunstanciales, sorprendidos
por lo fantástico del relato pero más aún, por lo
coincidente de todas las versiones recogidas. Justo frente a
la puerta del domicilio seguía estacionado el móvil de
Guzmán y Jiménez, quienes se encontraban a bordo del
mismo, con las puertas abiertas. El conductor del sedán
gris se bajó raudo para abrir la puerta del pasajero, quien
luego de darle las gracias se dirigió de inmediato donde
los detectives.
—Díganme que esto es una broma—bramó furibundo
Ortega—. Díganme que todas las huevadas que me
dijeron por teléfono los carabineros que llegaron a
apoyarlos no son más que histeria colectiva.
—Ahí está el cuerpo, ahí están los testigos, la gente del
laboratorio está recogiendo evidencias, todo se está
haciendo de modo científico—dijo Guzmán, mirando
fijamente a Ortega—. Si usted cree que esto es histeria
40
colectiva, basta con que ordene un peritaje por un
psicólogo forense y aclarará sus dudas, señor fiscal.
—No me gusta su actitud, Guzmán.
—Y a mí no me gusta su actitud ni su predisposición,
señor fiscal—respondió Guzmán—. Si no quiere trabajar
conmigo, hable con el prefecto para que asigne a otro
inspector, y asunto arreglado, lo único que sabrá de mi
respecto del caso, será mi declaración de los hechos
acaecidos hoy.
—No se trata de eso… no me gustan estos casos raros,
siempre terminan mal, y al final el que pone la cara ante el
tribunal soy yo—dijo Ortega, moderando su voz—. Ya
estoy trabajando con ustedes, hasta ahora han hecho todo
bastante ordenado, y no creo que el caso modifique su
curso al cambiar a los investigadores. ¿Están bien?
—Sí señor, sólo con la espalda adolorida por la caída—
respondió Guzmán.
—¿Jiménez, qué hay de usted?
—No sé… no sé…—balbuceó el detective.
—Estará bien, no se preocupe señor fiscal—dijo Guzmán,
mirando al detective—. Gracias por la confianza.
—Por nada inspector. Sigan trabajando el sitio del suceso,
hablaremos mañana mejor con más calma y algo de
evidencia—dijo Ortega, volviendo a su vehículo a revisar
sus notas.
Guzmán miró a Jiménez, quien parecía estar temblando en
su asiento. Además del caso, el inspector tenía al menos
dos problemas nuevos: uno, ayudar a Jiménez a
tranquilizarse para poder hacer adecuadamente su trabajo;
41
el otro, ver el modo de llevar la vara de olivo consigo, por
si ocurría un nuevo ataque de aquel extraño ser. En ese
instante el ruido de una discusión a la entrada de la casa lo
sacó de su concentración; en el lugar se encontraba un
hombre añoso con atuendo de sacerdote discutiendo con
el carabinero a cargo de la seguridad del lugar, tratando de
obtener permiso para entrar al domicilio. Guzmán dejó a
Jiménez en el vehículo, y se acercó al hombre que no
dejaba de presionar al carabinero.
—Buenas tardes señor—dijo con voz fuerte Guzmán.
—Buenas tardes, necesito saber qué pasó con la Patricia—
dijo el hombre, con voz temblorosa.
—¿Es pariente de la persona por la que consulta?—
preguntó el inspector.
—No… soy algo así como un viejo conocido… mi
nombre es Antonio Valdivia, soy sacerdote—dijo el
hombre, extendiendo su mano.
—Inspector Guzmán, de la PDI—dijo el policía—.
Lamentablemente no estamos autorizados a dar ninguna
información a nadie que no sea familiar de la dueña de
casa.
—Es lo mismo que me dijo el carabinero, y entiendo que
están haciendo su trabajo, pero necesito saber qué le
pasó—dijo Valdivia, casi angustiado—. Patricia
pertenecía a mi parroquia desde niña, hasta que hace
algunos años empezó a juntarse con gente extraña que la
alejó de la religión. Yo he estado luchando contra sus
creencias, para tratar de devolverla al seno de la iglesia,
pese a que en muchas oportunidades me ha insultado
42
hasta más no poder, más que nada por el cariño que le
tenía a su familia. Hace un par de días supe que el tal
Alberto, un mal hombre que apareció en su vida hace un
par de años, y que mancillaba el nombre del sacerdocio
haciéndose llamar sacerdote de satanás, fue asesinado.
Desde ese día no he sabido nada de Patricia, y temo que le
haya sucedido algo malo por las malas influencias con las
que se rodeaba. Además, que yo sepa no quedan familiares
cercanos vivos de Patricia.
—La señora Abarca falleció—dijo Guzmán, provocando
una expresión de sorpresa en su interlocutor—. Su muerte
aún es materia de investigación judicial, por lo que le
rogaré su máxima discreción.
—Dios la perdone y la acepte en su santo reino—dijo
Valdivia, persignándose—. ¿Con quién debo hablar para
disponer de sus restos cuando acaben la autopsia?
—Lo mejor es que hable con el fiscal Ortega, si
efectivamente no hay ningún familiar cercano que se
pueda hacer cargo de su sepultación, él podría facilitar el
trámite para entregarle sus restos—dijo Guzmán.
—Muchas gracias inspector, dios lo bendiga—dijo el
sacerdote, bendiciendo a la distancia al carabinero de
guardia antes de ir a sentarse a esperar y pensar en una
banqueta instalada en la calle.
Guzmán volvió al vehículo. Jiménez seguía en el asiento
del conductor, aún cabizbajo y en silencio. El inspector
entendió que la situación había golpeado demasiado fuerte
a su compañero, y que debería utilizar todos sus recursos
para lograr sacarlo luego de su estado.
43
—¿Cómo sigues, Carlos?—preguntó Guzmán.
—Voy a pedir el traslado, inspector—dijo Jiménez—.
No importa si me mandan a Putre o a Punta Arenas…
—Carlos, trata de tranquilizarte…
—Estoy recién empezando… no quiero huevadas raras en
mi hoja de vida—interrumpió Jiménez—. Quiero hacer
mi carrera normal, sin contratiempos, con delincuentes
normales. No sé tú, pero yo estudié para detective, no
para cazador de monstruos, demonios, o lo que sea esa
cosa que nos atacó.
—Te entiendo Carlos. Hasta el caso del asesino serial yo
tenía tu misma postura, pero cuando me tocó vivir todo
eso, aprendí que hay cosas más allá de nuestro
entendimiento, que no necesitamos creer si hay evidencias
que las avalen. Hay grabaciones de ese monstruo negro y
alado que nos atacó, no es nuestra imaginación ni es
histeria colectiva como intentó sugerir el fiscal: está
grabado en más de una cámara de seguridad. Tú y yo
trabajamos en una institución creada para investigar, y si
pides tu traslado, te estás negando a cumplir tu misión
como profesional—dijo Guzmán.
—No creo poder hacer esto inspector, o sea… nos atacó
un murciélago de tres metros de estatura que ya ha
degollado… qué degollado, casi decapitado a dos
personas como si nada—dijo Jiménez, angustiado—.
¿Qué pasa si nos ataca de nuevo, con qué le damos, servirá
de algo dispararle? Aún no entiendo por qué no lo
decapitó a usted.
44
—No lo sé, tal vez fue sólo suerte—dijo Guzmán,
recordando la actitud de la bestia—. Pero ello no me va a
amilanar Carlos, yo voy a seguir hasta dar con este
monstruo, sea lo que sea que pase en el intertanto.
Piénsalo, si eres capaz de ayudarme a solucionar este caso,
tu carrera no tendrá límite alguno.
—Está bien inspector, lo pensaré—dijo Jiménez,
volviendo a su mutismo de antes.
Guzmán salió del vehículo a tomar un poco de aire. El
barrio se veía partido en dos con la zona de seguridad
delimitada por las policías, y la carpa que cubría la entrada
de la casa de la mujer asesinada: más allá de las cintas
puestas por Carabineros y PDI, la vida parecía seguir
fluyendo a la misma velocidad de siempre, en sintonía con
sus habitantes y su identidad geográfica; dentro del límite
artificial, todo bullía a gran velocidad para tratar de
terminar luego el trabajo de recolección de pistas, y sacar
las cintas para que el entorno volviera a absorber ese
pequeño trozo sustraído por la violencia y la ciencia
forense. Guzmán se cuestionaba haber retrasado el
encuentro con Patricia en media hora, pensando en que
podría haber estado en el lugar cuando la mujer aún estaba
con vida; sin embargo, la facilidad con que el monstruo
los derribó lo llevaba a pensar que nada hubiera sacado
con estar ahí, sin tener los medios para enfrentar a dicha
bestia. El inspector quería pensar que la vara de olivo era
el arma necesaria para dar caza al asesino, pero no sabía si
sería suficiente, o si requeriría más ayuda.
45
—¿Qué haremos ahora inspector?—preguntó de pronto a
su lado Jiménez—. ¿A quién le preguntaremos acerca de
ese monstruo negro, que nos pueda dar alguna respuesta
útil, y que no crea que estamos locos?
—Me gustó eso de “haremos” Carlos, supongo que
significa que al menos te darás una oportunidad en el
caso—dijo Guzmán, complacido.
—Por lo menos lo intentaré, inspector—respondió
Jiménez.
—Qué bueno escuchar eso—dijo Guzmán, mientras
miraba conversar al fiscal Ortega y al padre Valdivia en el
vehículo de la fiscalía—. Creo que se me ocurre quién nos
podría dar una o dos ideas respecto de este… ¿cómo le
dijo el primer testigo, “ángel negro”?
46
VIII
Una semana más tarde, Héctor Guzmán estaba sentado en
la terraza de una cafetería del centro de Santiago, tomando
un expreso doble con más azúcar que la acostumbrada,
mientras revisaba en su teléfono su correo electrónico. El
estar en un paseo peatonal, alejado al menos unas dos
cuadras del tránsito vehicular, le permitía algo de
tranquilidad para escuchar sus pensamientos, y tratar de
imaginar lo que el futuro le tenía deparado. Sin entender
todavía por qué el monstruo desistió de degollarlo luego
de olerlo, esperaba que ello no tuviera que ver con la
misión de proteger a la gente de bien de los poderes del
mal, heredada por él junto con su vara de olivo, pues aún
no era capaz de dimensionar dicha misión ni el alcance de
su responsabilidad. Por ello necesitaba obtener
información respecto del monstruo lo antes posible, y así
saber qué tenía que hacer en ese caso. Cuando estaba por
ordenar la segunda taza, llegó a su mesa Carlos Jiménez.
—Qué bueno que llegaste Carlos, justo a tiempo para que
pidas algo—dijo Guzmán.
—Hola inspector—dijo Jiménez, mientras se sentaba a la
mesa—. ¿Por qué me pidió que nos viéramos aquí a esta
hora?
47
—Invité a alguien a conversar informalmente, a ver si nos
puede ayudar con el caso… mira, llegó justo a tiempo,
como tú—respondió Guzmán, mientras se ponía de pie y
saludaba de mano a un sacerdote.
—Padre Valdivia, él es el detective Jiménez, trabaja
conmigo en la investigación del caso del homicidio de su
amiga Patricia Abarca—dijo el inspector, mientras el
detective le daba la mano al sacerdote—. Carlos, él es el
padre Antonio Valdivia, el sacerdote amigo de la víctima
del segundo homicidio. Padre, ¿pudo darle sepultura a los
restos de su amiga?
—Sí inspector, el fiscal fue muy gentil y diligente
conmigo, luego de terminar la autopsia y los exámenes
dispuso que yo me hiciera cargo de su funeral—respondió
Valdivia—. Fue algo triste que no fuera nadie a sus
exequias, pero a la vez le dio un aire de intimidad entre
dios, ella y yo.
—Ayudándolo a sentir, padre—dijo Jiménez, mirando de
reojo a Guzmán para ver cómo le pedía ayuda al sacerdote
con la identificación del monstruo.
—Bueno, a lo que vinimos—dijo Guzmán, pasándole al
sacerdote su teléfono celular—. Padre, antes que todo
necesito que vea este video. Es una grabación del
homicidio del amigo de Patricia, tomado de una cámara
de seguridad de un mini market que queda justo en el
lugar de los hechos. Para evitarle una escena de mal gusto,
le pedí al laboratorio que difuminara el homicidio como
tal, pues no me interesa que vea eso, sino lo que sucede
antes y después.
48
Valdivia tomó el celular y reprodujo el video. Mientras lo
miraba sus ojos se abrieron con sorpresa, y se mantuvieron
así hasta el final de la reproducción. En cuanto terminó le
devolvió el teléfono a Guzmán sin pronunciar palabra,
sacó de su bolsillo un celular más moderno que el del
inspector, y luego de unos segundos digitando algunas
palabras en la pantalla táctil, les mostró a los policías una
imagen en la pantalla, donde se veía el dibujo de un ser
similar al que los había derribado, de un tono algo
deslavado, con sangre representada en manos y boca, y con
proporciones algo desmedidas de sus extremidades.
Ambos policías miraron sorprendidos el dibujo, por la
precisión de la búsqueda hecha por el sacerdote.
—¿Algo así es lo que vieron, detectives?—preguntó
Valdivia.
—Es muy parecido, es como si un dibujante inexperto lo
hubiera retratado—dijo Guzmán.
—Es porque ese dibujo es del siglo XIV, y en esa época
era habitual que los monjes dibujaran y pintaran de ese
modo en los textos de enseñanza y difusión religiosa—
dijo Valdivia.
—¿Cómo se llama nuestro sospechoso, y qué se supone
que es?—preguntó Guzmán.
—Se llama Arioch, que significa “demonio de la
venganza”.
—¿Y tiene alguna importancia que el dibujo sea del siglo
XIV?—preguntó Jiménez.
—Sí, porque este dibujo está hecho en la época de la peste
negra en Europa—dijo el sacerdote—. En esa época no se
49
sabía lo del microbio y los ratones, por lo tanto había que
buscar culpables en la eterna lucha del bien contra el mal:
dentro de esos culpables estaban los demonios, por lo que
las representaciones de estos seres del mal se hicieron muy
frecuentes, para tratar de definir el origen de la peste y
cómo atacarla, desde la cosmovisión de dicha época, claro
está.
—¿Y qué tiene que ver la peste del siglo XIV con la gente
asesinada en Santiago en el siglo XXI?—preguntó
Guzmán.
—No lo sé, supongo que nada—respondió el sacerdote—
. Yo sólo busqué la imagen que me pareció más similar al
video que me mostraron, y que pudiera tener alguna
relación con Patricia.
—¿Cómo así?—preguntó Jiménez.
—Como le comenté al inspector la semana pasada,
Patricia perteneció a mi parroquia desde niña, hasta que
empezó a juntarse con gente que la alejó de la iglesia. Sus
padres estaban muy preocupados con la situación, y por
ellos empecé a hacer averiguaciones, que me llevaron a
enterarme que Patricia había hecho la apostasía, y se había
incorporado a un culto satánico. Desde esa fecha empecé a
dedicarle tiempo a estudiar, por una parte a estos grupos
en Chile, y por otra las definiciones y jerarquías
espirituales de estos grupos… es complejo el tema, cada
cual sigue la definición que mejor se adapta a sus
necesidades, las cortes de demonios son mucho más
variopintas que las de ángeles, pues a diferencia del
cristianismo en general y del catolicismo en particular,
donde los ángeles tienen una sola definición, clasificación
50
y jerarquía, los demonios se clasifican según la cultura que
los define, y muchas de ellas son tanto o más antiguas que
la tradición judeo cristiana, por tanto son politeístas, y en
general en dichas culturas cada deidad tenía su antagonista
en las esferas del mal, por lo que la cantidad de nombres
de demonios es casi interminable. Todo ello dificulta su
estudio, complica el seguimiento, y genera conflictos en su
propio seno.
—Déjeme ver si entiendo—dijo Guzmán—, usted está
diciendo que cada culto satánico tiene su propia corte de
demonios, y que no necesariamente son amigos entre ellos.
Según lo que creo que dijo, este demonio “Arioch”, mató
a Alberto y a Patricia porque, si bien eran adoradores de
satanás, no lo adoraban por la vía adecuada.
—Es exactamente lo que quise decir, inspector—dijo
Valdivia.
—Si eso es así, sería como la guerra entre judíos y
musulmanes—agregó Jiménez.
—Con la salvedad que entre judíos y musulmanes la
guerra es entre humanos y no entre ángeles o dioses—dijo
Guzmán.
—Disculpen detectives, ¿de verdad les parece posible que
un demonio ascienda del infierno a matar humanos?—
preguntó de pronto Valdivia, sorprendiendo a Guzmán y
Jiménez—. Porque yo sólo les mostré un dibujo hecho en
el siglo XIV que se puede parecer a lo que se ve en ese
video, y les expliqué someramente cómo parece funcionar
lo de las luchas de poder dentro de las distintas facciones
del culto a satanás, pero al parecer para ustedes esto es
completamente creíble.
51
—Padre, el proceso investigativo es científico, no
religioso—respondió Guzmán—. Nosotros nos basamos
en evidencias que nos permiten plantear alguna hipótesis,
y luego de un análisis exhaustivo de dicha hipótesis
podemos descartarla o confirmarla. Si partimos de la
premisa que tal o cual o cual idea es más o menos creíble,
haremos un análisis cubierto por la sombra de la
predisposición, lo que nos puede llevar a cometer errores;
así que, hasta que descartemos la existencia de este tal
Arioch, para nosotros es un sospechoso posible.
—Y en el peor de los casos, al menos ya sabemos que hay
conflictos entre diversas facciones, y ello pudiera haber
gatillado estos homicidios—agregó Jiménez—. En ese
caso el abocarnos a la explicación del modus operandi
sería secundario, en la medida que accedamos a cómplices
o nuevos sospechosos.
—Ya entiendo—dijo Valdivia—. De verdad agradezco su
reacción, antes de mostrarles esta imagen creí que me
tildarían de loco, o fanático religioso.
—Sólo cuando terminemos la investigación, veremos
cómo lo tildamos, padre—dijo Guzmán.
Luego de terminar su café, el padre Valdivia se retiró,
dejando a Guzmán y Jiménez en la mesa, pensativos.
—Menos mal que se fue el curita, ya me tenía medio
mareado—dijo de pronto Jiménez.
—¿Por lo que nos contó?—preguntó Guzmán, algo
descolocado con el comentario.
52
—No, por el olor a incienso—respondió Jiménez—.
Parece de esos viejos que llevan cuarenta años fumando,
que hasta la piel huele a pucho. Este cura tenía hasta
aliento de incienso.
—Tienes razón, la verdad es que no le di mayor
importancia—dijo Guzmán—. Estoy tratando de
encontrar lo lógico en este caso, Carlos.
—Cuando lo hagas me avisas, porque yo no logro ver
nada más allá de las evidencias, y eso me tiene complicado,
jefe—dijo Jiménez—. Me voy al cuartel, todavía estoy
tratando de redactar el informe de lo que nos pasó el otro
día, ¿lo llevo?
—No Carlos, me quedaré un rato acá. Mañana en la
mañana te ayudo con lo que falte del informe, y lo
revisamos para que no haya inconsistencias. Nos vemos.
El inspector siguió bebiendo café, mientras pensaba en la
conversación con el sacerdote. El relato sonaba lógico
desde el punto de vista religioso, pero no podía quedarse
sólo con la visión dogmática del crimen; además, ningún
tribunal aceptaría la posibilidad que una creatura
mitológica fuera sindicada como autora de varios
homicidios. Guzmán sabía que debía buscar algún modo
de racionalizar el caso para poder seguir en él, y así
empezar a cumplir la misión que el guerrero Gabriel le
había heredado meses atrás. Lo único racional que se le
pudo ocurrir fue pedir la cuenta e irse a casa, pues si se
quedaba ahí probablemente saldría sin ninguna idea útil, y
con una desagradable gastritis por exceso de café.
53
IX
En una apacible calle sin salida, mal iluminada y con
pocas casas habitadas, el ángel negro esperaba su siguiente
misión. Su alma había sido creada con un solo fin, que era
obedecer órdenes, y no había nada en su esencia que lo
llevara o le permitiera no cumplir su cometido. Su cuerpo
era un arma perfecta, y los siglos de victorias eran la
prueba fehaciente de ello. Aún le costaba entender por qué
había sido destinado a un plano de seres tan débiles para
ejecutar una tarea que cualquier raso hubiera podido
ejecutar a la perfección; sin embargo, no estaba en él
cuestionar sino obedecer, por lo que seguiría en el lugar
esperando ser notificado de su siguiente objetivo, para
cumplir su tarea hasta que sus servicios fueran nuevamente
necesitados en un plano de batalla que significara para él
algún tipo de desafío. De pronto, y como siempre de la
nada, su olfato le dio la señal.
Héctor Guzmán iba atrasado esa mañana rumbo al
cuartel. Luego de mover algunos contactos dentro y fuera
de Chile, logró dar con el paradero de su maestro Gabriel,
quien por ahora no tenía identidad, pues estaba recién
integrándose a una nueva comunidad; producto del breve
diálogo que le permitió su maestro, pudo entender que la
integridad de la vara de olivo no era imprescindible para
54
que conservara su poder, pues era él como guerrero quien
proyectaba su poder en el arma. Gracias a ello, ideó el
mecanismo que necesitaba para poder llevar con facilidad
su vara a todos lados. Esa noche la cortó a la mitad, hizo
algunos cortes que permitieran que ambas piezas se
ensamblaran y desensamblaran con facilidad, para luego
con un barreno especial perforar ambas piezas a lo largo, y
pasar por dentro un elástico grueso, que le permitiera
plegar la vara en dos, y al armarla que recuperara su
integridad y le permitiera descargar algún golpe útil
cuando se requiriera. Ahora podría llevar consigo la vara
en su chaqueta, en alguna mochila, o inclusive en algún
bolsillo especial en su pantalón sin que ello pudiera alterar
su marcha.
Guzmán llegó al cuartel con una hora de retraso. Esa
mañana llevaba por primera vez su vara plegada bajo la
chaqueta, pues quería ver qué tan incómoda se sentía y
qué tan visible era. Justo cuando se disponía a sacarse la
chaqueta, una mano lo sujetó por el hombro.
—¿Qué pasó, jefe? Nunca llega tan tarde—dijo Jiménez a
sus espaldas, con un semblante pálido.
—¿Y a ti qué te pasó, viste un fantasma acaso?—preguntó
Guzmán.
—Cuando llegué al turno había una llamada del fiscal;
como usted no había llegado, partí solo—respondió
Jiménez, sirviéndose un café—. Hubo otro homicidio
igual, está vez era una niña jovencita, según su
identificación tenía veinte años.
55
—¿Mismo modus operandi?
—Idéntico… lo malo es que era tan delgada, que el corte
casi la decapitó—dijo Jiménez, tragando saliva—. Apenas
un trozo de piel de la nuca impidió la separación total de
la cabeza.
—Cresta, esta huevada se nos está escapando de las
manos.
—Eso no es nada inspector… parece que esta niña estaba
más metida que los otros dos en este cuento del
satanismo… de verdad no puedo contarle, saqué una serie
de fotos, ahí está todo—dijo Jiménez, pasándole su
teléfono a Guzmán, mientras iba al baño preso de las
náuseas.
El inspector ubicó la galería de fotos en el teléfono del
detective. En ella aparecía una serie de imágenes de la
víctima en el suelo, sobre el característico charco de
sangre, y con la cabeza volteada y apenas unida al cuello;
de inmediato el inspector vio algo que no cuadraba con el
resto de los casos, pues la joven vestía una mini falda que
estaba subida hasta las caderas, no llevaba ropa interior, y
en su entrepierna se veía un hilo de sangre que también
estaba aposado en el suelo. En las siguientes fotos aparecía
otra habitación de la casa, donde se veía el cuerpo de un
bebé aparentemente recién nacido, con la piel de la cara
violácea, con el cordón umbilical y la placenta atados
fuertemente al cuello, y con una cruz invertida en su frente
y una estrella de cinco puntas invertida en su pecho,
ambos dibujados con un objeto cortante. Justo en ese
56
instante el fiscal Ortega había llegado a la oficina, y se fijó
en las fotos que revisaba el inspector.
—Según las primeras pericias en el lugar, esa bestia parió
su hijo, lo estranguló con el cordón y la placenta, y con un
cuchillo le hizo esos dibujos. Aparentemente la otra bestia,
esa que ustedes persiguen, llegó justo después y le cercenó
el cuello hasta la nuca a esa desgraciada de mierda—dijo
Ortega, con cara de asco.
—¿Están seguros que las heridas en el cadáver del bebé no
fueron hechas por el sospechoso?—preguntó Guzmán.
—En esa foto, arriba a la derecha, está la daga
ensangrentada con que le hicieron los dibujos a la
guagua—respondió Ortega—. Parece que el monstruo en
esta oportunidad actuó de justiciero más que de asesino.
—Así parece señor fiscal, aunque hay que esperar todas
las pericias antes de sacar conclusiones—dijo Guzmán—.
Supongo que en la casa había otras cosas que relacionaban
a la víctima con el culto satánico.
—Sí, imágenes de carneros, estrellas de cinco puntas de
bronce… en realidad dejé a la gente del laboratorio en esa
pega, el entorno del bebé era demasiado asqueroso. Creo
que descubrimos algo más que un simple degollador de
satanistas, al parecer este culto es más numeroso y
decidido que lo que creímos al principio.
Guzmán siguió mirando las imágenes en el teléfono de
Jiménez. Por lo que podía notar, se veían las paredes
ornamentadas con iconografía clásica de cultos satánicos,
una alfombra oscura aparentemente limpia, y en una de las
57
fotografías se apreciaba una especie de arrimo o mesa con
patas de piedra blanca, que llamó la atención del
inspector.
—Carlos, ¿qué hay de esa mesa con patas de piedra?—
preguntó Guzmán, cuando Jiménez volvió a la oficina.
—Es eso exactamente, una mesa de piedra blanca con
patas del mismo material. Te aseguro que en lo que menos
me fijé fue en lo que había alrededor de los cadáveres—
respondió el detective.
—Dame la dirección, necesito ver el lugar—dijo Guzmán.
—No es necesario inspector, el laboratorio está a cargo
del levantamiento de pruebas en el lugar—intervino
Ortega, algo sorprendido por la petición de Guzmán.
—No quiero levantar pruebas, quiero ver el lugar, es parte
de mi trabajo.
—Dale la dirección Jiménez… o mejor aún, vayan los
dos, a ver con qué sorpresa van a volver—ordenó Ortega.
Jiménez manejó en silencio y casi a regañadientes al
domicilio del nuevo homicidio, era la primera vez en los
meses que llevaban trabajando juntos, que se sentía
incómodo con alguna petición o decisión del inspector.
Lo único que seguía pasando por su mente era la imagen
del cadáver de la muchacha degollado, y del recién nacido
estrangulado y tatuado a punta de daga; en ese trayecto,
llegó a pensar que Guzmán era un sádico que gozaba con
el sufrimiento humano. Cuando llegaron al lugar, Jiménez
intentó quedarse en el móvil, lo que fue rechazado de
plano por Guzmán, quien lo obligó a acompañarlo para
58
cumplir la labor investigativa, que era al fin y al cabo
aquello para lo que se habían formado.
En cuanto entraron a la zona restringida, Jiménez respiró
con tranquilidad: ambos cadáveres ya habían sido
retirados, por lo que la visita sería algo menos incómoda
para él.
—¿No te llama nada la atención, Carlos?—preguntó de
improviso Guzmán, antes siquiera de empezar a revisar la
escena del crimen, dejando a Jiménez sin palabra—.
Devuélvete a la entrada, mira alrededor de la puerta, y ven
a contarme qué viste.
Jiménez hizo lo que el inspector le indicó, volviendo a los
pocos segundos sorprendido a su lado.
—¿Lo viste?
—Si jefe—respondió Jiménez—, le aseguro que no me
fijé la primera vez...
—Y la segunda tampoco—interrumpió el inspector—,
¿cómo es posible que a un detective se le pase un marco de
mármol alrededor de una puerta de casa?
—Me preocupé sólo del llamado, jefe—dijo Jiménez, casi
avergonzado.
—No pues hombre, si tu trabajo es fijarte en los
detalles—dijo Guzmán, llevando a Jiménez a una sala que
podría corresponder con el comedor, en donde estaba la
mesa de patas de piedra blanca que el inspector vio en la
59
fotografía—. Esa es la mesa por la que te pregunté hace
un rato; ahora que la ves con calma, ¿qué te parece que es?
Jiménez se fijó en el mueble, que parecía estar fijo a la
pared: estaba construido por completo de una piedra que
asemejaba al mármol, con varias cajas de bronce en su
superficie, y con incrustaciones metálicas en todas las
junturas. Sobre la mesa, y bajo los contenedores de
bronce, un mantel negro sin vivos cubría parcialmente la
estructura.
—Si lo miro con la mente abierta… diría que imita el
altar de alguna iglesia—dijo Jiménez.
—Y si miras la ornamentación de las paredes y los techos,
¿te hace pensar que estamos en alguna casa habitación?
Jiménez miró con detención el lugar. Los pasillos, la sala,
los muebles, todo era demasiado elaborado y parecía estar
exquisitamente cuidado y presentado, como si
correspondiera más a un sitio de reunión que a una
vivienda habitada común y corriente.
—¿Sabes qué pienso Carlos?—dijo Guzmán, mientras
Jiménez seguía mirando todo aquello que no había visto
en su momento—. Que esto es una especie de templo
satánico, que la parturienta no vivía aquí, que se embarazó
para parir acá y usar a su hijo como sacrificio con algún
fin desconocido.
60
—Sí, por la cantidad de detalles que tiene esta cosa, es lo
más probable… ¿y cómo encaja acá nuestro
sospechoso?—preguntó Jiménez.
—Si el padre Valdivia tiene razón al menos en lo del
conflicto entre facciones del culto, esto fue premeditado,
para debilitar esta facción o cortar el efecto buscado con
el sacrificio humano—elucubró Guzmán.
—¿O sea que estamos metiéndonos en medio de una
especie de guerra religiosa?
—Eso parece—respondió Guzmán—. El problema es
que nuevamente no encaja de modo lógico nuestro amigo
el murciélago Arioch.
En esos momentos y en su escondite de antes, el ángel
negro reposaba luego del raudo vuelo y la breve misión
que había ejecutado. La sacerdotisa lo había enfrentado
con la misma daga con la que estaba haciendo el sacrificio,
pero el débil metal y la escasa fuerza de la humana no
habían alcanzado ni para irritar su piel. Ahora debía seguir
recitando mentalmente el mantra que regeneraba sus
fuerzas y alimentaba su cuerpo y su alma, en espera de la
señal que le indicara que sus servicios eran nuevamente
requeridos.
61
X
El fiscal Ortega revisaba el informe redactado por
Guzmán. Además de parecer lógica la conjetura acerca de
una verdadera guerra dentro del culto satánico, sus
apreciaciones encajaban perfectamente con el trabajo
científico de los laboratorios a cargo de los análisis del
crimen. Efectivamente la joven no vivía en el lugar, se
había apersonado ahí sólo para parir y hacer el sacrificio, y
las pericias determinaron que efectivamente existía una
personalidad jurídica detrás de la propiedad, y que estaba
registrada bajo un giro de agrupación para culto religioso.
Lo único que seguía sin encajar era el monstruo
sospechoso de cometer los tres homicidios: si no estuviera
registrado en varias cámaras de seguridad, Ortega estaría
trabajando en algo similar a una guerra entre carteles de
drogas, pero con connotaciones paganas. Esas grabaciones
se habían convertido en un verdadero dolor de cabeza para
el fiscal, y en una piedra de tope que le impedía avanzar
por una senda de lógica y sentido común, pese a la
crueldad de los homicidios. En ese momento seguía
esperando por el quinto informe de un laboratorio
independiente, que fuera capaz de sugerir que toda la
parafernalia no eran más que efectos especiales de última
generación, o un traje tipo exoesqueleto experimental que
estaba siendo utilizado por algún científico u organización
62
paramilitar para exterminar a un grupo rival.
Lamentablemente para él, ni los laboratorios oficiales de
carabineros ni de la PDI, ni los cuatro laboratorios
anteriores habían sido capaces ni siquiera de llegar a una
duda mínimamente razonable como para permitirle abrir
una línea de investigación paralela a la calle sin salida en
que estaban metidos desde que accedieron a dichas
grabaciones. Lo mejor era ir al cuartel de la PDI a hablar
con los detectives, a ver si habían conseguido algún dato
no consignado en el informe.
Cuando el fiscal llegó a la brigada de homicidios, se
encontró con Guzmán en el pasillo, quien se mostró
sorprendido al verlo en el lugar.
—Señor fiscal, ¿Carlos le dijo que viniera?
—No inspector, vine por mi cuenta a ver si hay más
novedades—respondió Ortega.
—Vaya, si creyera en cosas raras diría que nos leyó la
mente—dijo Guzmán, sonriendo—. Acaba de llegar la ex
pareja de la última víctima, quiere colaborar con la
investigación. Yo había pensado en llamarlo para que
estuviera presente en el procedimiento.
—Es mera casualidad inspector, yo no tengo nada que ver
con cosas raras de poderes extrasensoriales y esas cosas—
dijo Ortega, algo incómodo—. Bueno, los acompañaré en
la declaración de esta persona.
Guzmán y Ortega se dirigieron a la oficina en que se
encontraban Jiménez y la ex pareja de la víctima, un joven
63
que no aparentaba más de veinte años, algo desgarbado,
con los ojos enrojecidos e hinchados. Luego de las
presentaciones de rigor, el fiscal abrió los fuegos.
—Veamos don Álvaro, ¿por qué quiso acercarse a
colaborar con la investigación?—preguntó el fiscal.
—Venganza—dijo fríamente el joven—. Quiero que
pesquen a los hijos de puta que me robaron a mi niña y la
convirtieron en… en lo que terminó.
—¿Sabe quiénes son esas personas?
—Son unos adoradores del diablo… con la Maca
llevábamos un año y medio pololeando, todo iba bien
hasta que una amiga le presentó a esta gente de mierda…
la engatusaron de una, le dijeron que estaba destinada a ser
una sacerdotisa poderosa… a la semana terminó la
relación conmigo, me fui a la mierda…
—¿El hijo de la víctima era suyo?—preguntó Guzmán.
—No, estos huevones le dijeron que ella necesitaba hacer
un sacrificio de carne y sangre salida de ella para ser
sacerdotisa… la Maca se acostó con uno de los líderes de
esos locos, él la embarazó… loco conchesumadre, nos
cagó la vida para siempre…
—¿Y usted podría identificar a ese individuo?—preguntó
el fiscal.
—No, no conozco a ninguno de esos huevones, salvo a la
amiga de la Maca—dijo Álvaro—. Parece que después
que se engrupieron a la Maca dejaron a esta loca de lado,
ella se picó y me empezó a contar las cosas que ella hacía,
a ver si yo la sacaba del medio para ella retomar su
posición… pero la Maca se metió de lleno en esa huevada,
64
dejó a sus papás botados… son una pareja de viejitos
setentones, enfermizos pero cariñosos… a la Maca no le
importó nada, se volvió loca por eso de ser sacerdotisa…
—¿Y su amiga nos podría decir quién es ese individuo,
para interrogarlo?—preguntó Ortega.
—Esa loca no es mi amiga, ella me buscaba para contarme
cosas de la Maca no más—respondió Álvaro—. Después
que la Maca quedó embarazada, esta loca se picó más
todavía, me empapeló a chuchadas porque no detuve a la
Maca a tiempo, y de ahí no la vi más.
—Bueno don Álvaro, le agradezco su cooperación—dijo
Ortega, poniéndose de pie—. El detective Jiménez le
tomará algunos datos más; si necesitamos algo lo
contactaremos, y en cuanto tengamos alguna información,
se la haremos saber. Guzmán, acompáñeme.
Ortega y Guzmán se dirigieron a la oficina del inspector.
Luego de servir un par de tazas de café, Guzmán se sentó
frente al fiscal.
—¿Qué cree inspector?—preguntó Ortega.
—El cabro parece sincero, creo que de verdad quiere
venganza—dijo Guzmán—. También creo que no sabe
nada más, que nos vino a contar para que nosotros demos
con este líder, y él poder matarlo cuando sepa dónde está
y quién es.
—Sí, me dio la misma sensación—dijo Ortega—.
Estamos casi donde mismo.
—Creo que sería útil conversar de modo más formal con
el padre Valdivia, el amigo de Patricia Abarca. Con sus
65
conocimientos podemos ayudarnos a interpretar la
información que podamos obtener—dijo Guzmán.
—¿Confía en él como para que nos asesore en la
investigación?—preguntó el fiscal.
—No sé si tenerlo como asesor formal, pero sí como
alguien de consulta, que nos ayude con la simbología, con
los diversos grupos, con los conflictos existentes entre
ellos…
—Está bien, mientras no se entere de nada de lo
registrado en el expediente—dijo Ortega—. Lo que no se
me ocurre es cómo interpretar lo del monstruo que
aparece en las grabaciones, y que lo atacó la otra vez… si
siquiera supiera qué es…
—El cura ya le puso nombre, pero de nada nos sirve si no
sabemos qué es—dijo Guzmán—. ¿Usted cree que pueda
ser un demonio, como dijo el padre?
—La pregunta no es esa inspector, la pregunta es si el juez
creerá que el sospechoso de estos homicidios es un
demonio—dijo Ortega.
66
XI
El padre Antonio Valdivia caminaba con paso cansino
rumbo a la brigada de homicidios de la PDI. El inspector
Guzmán le había pedido su colaboración, y ya había
aparecido en los noticiarios el homicidio de una joven y su
bebé, según dijeron en una especie de ritual satánico
frustrado. Era hora de utilizar sus conocimientos y
ponerlos a la orden de los organismos oficiales, para
intentar detener esa vorágine de homicidios, y permitir
que la paz volviera a la capital del país.
Héctor Guzmán miraba a la nada, mientras bebía café casi
automáticamente, sólo cuidando de no quemarse con los
primeros sorbos. El inspector sentía que no estaba
haciendo nada para detener esa serie de homicidios que
habían empezado de la nada, y que había terminado
destapando una sórdida historia de rivalidades dentro de
los cultos satánicos; sin embargo, más que los tres
homicidios, lo que más lo perturbaba era la historia de
Macarena, la muchacha que dejó su vida por unirse al
culto, y que fue capaz de embarazarse para poder parir un
sacrificio humano. Era ese hecho el que lo tenía alterado,
pues sentía que la misión encargada en él por su maestro
Gabriel estaba al debe: pese a que todos los muertos
adultos eran del culto satánico, la criatura sin nombre de
67
Macarena era una víctima inocente de esa guerra, y ello no
debería haber ocurrido si él hubiera tenido toda la
información a tiempo y los conocimientos a la mano.
Ahora debería ser mucho más acucioso en su trabajo y
apurar los tiempos, para que al menos no murieran más
inocentes.
—Hola jefe, ¿cómo está?—dijo de pronto Jiménez, quien
pareció materializarse en el lugar al no hacer ningún ruido
al llegar.
—Hola Carlos… aquí, pensando en la Macarena y su
guagua sin nombre—respondió el inspector—. ¿Lograste
algún dato útil ayer en la tarde?
—Nada jefe, están todos como asustados parece. Ayer
revisé el informe del empadronamiento de los vecinos del
templo satánico, y parece que nadie sabía que eso no era
una casa habitación—respondió el detective—. Sólo tres
personas sabían que no era una casa como tal, pero
ninguno sabía lo del culto; de hecho dos creían que era
una sede del rotary club, y uno que era de los masones.
—Y este muchacho, Álvaro, ¿dijo algo nuevo después que
salimos con el fiscal?
—Nada, el lolo enmudeció cuando el fiscal se fue, con
suerte pude corroborar sus datos personales.
En ese instante tres golpes suaves en la puerta, y una ola
de aroma a incienso, anunciaron la llegada del padre
Valdivia a la oficina. Antes que Guzmán siquiera llegara a
tomar la manilla de la puerta, Jiménez ya había abierto la
ventana.
68
—Hola detectives, ¿cómo están?—dijo Valdivia,
saludando a ambos hombres de mano, para luego sentarse
y aceptar un café—. Supongo que necesitan hacerme más
preguntas acerca de estos homicidios y de Arioch.
—Más bien necesitamos información acerca de los
sacrificios humanos en estas sectas, padre—dijo
Guzmán—. Supongo que vio en las noticias el hallazgo
del cuerpo de una madre y su hijo recién nacido. Las
pericias demostraron que ella, luego de dar a luz,
estranguló al recién nacido con el cordón umbilical, y con
un cuchillo dibujó en su cuerpo una cruz y una estrella de
cinco puntas, ambas invertidas, para luego ser asesinada
con el mismo modus operandi de los dos homicidios
previos.
—Dios santo, esto se está saliendo de control—dijo el
sacerdote, con una mueca mezcla de asco y consternación.
—Alguien cercano a la mujer nos comentó que ella había
sido definida como futura sacerdotisa de ese culto, y que
dentro de los requisitos debía hacer un sacrificio… deje
recordar cómo lo dijo…
—Un sacrificio de carne y sangre salida de ella—
interrumpió Valdivia, para sorpresa de los policías,
mirando al suelo—. Detectives, este caso pinta para mal,
hasta prescindiendo de la figura de Arioch.
—¿Nos puede explicar un poco acerca de estos sacrificios,
padre?—preguntó Jiménez.
—Los sacrificios humanos no son frecuentes hoy en
día—dijo Valdivia, enderezándose en su silla—. Si bien es
cierto en las culturas antiguas era bastante recurrente,
69
llegando a verdaderas carnicerías rituales en algunas partes
del mundo, hoy por hoy estas prácticas se han
reemplazado por alegorías mucho menos brutales.
—¿Algo así como la eucaristía en la misa católica?—
preguntó Jiménez.
—Podría decirse que sí, aunque para nosotros en la hostia
está el cuerpo y en el vino está la sangre de nuestro señor
Jesucristo—se apuró en aclarar el sacerdote.
—Pero bueno, no nos desviemos del foco del problema—
dijo Guzmán, tratando de no ahondar en el tema religioso
para no predisponer a Valdivia—, ¿qué cree usted que
llevó a esta secta a pedirle a esta joven un sacrificio
humano, y más encima de esta índole?
—Hay varios factores probables, inspector—dijo
Valdivia—. Es posible que para esta secta los líderes
dogmáticos requieran dar una prueba de fe irrestricta hacia
la organización; desde ese punto de vista, la entrega sexual
y el homicidio son dos de las mayores pruebas posibles,
junto con la automutilación y el suicidio. Por otro lado,
para estas sectas paganas el acto sexual y ciertas
aberraciones sexuales están dentro de sus dogmas y
rituales desde tiempos inmemoriales. Además, acá hay un
asunto de pragmatismo desde la perspectiva del
homicidio: si no se inscribe el nacimiento no realizado en
un centro hospitalario, ese bebé legalmente no existe, por
ende la identificación se hace muy difícil; y lo otro, es que
es más fácil deshacerse del cadáver de un bebé que del de
un adulto.
—Suena bastante frío, viniendo de un sacerdote—dijo
Jiménez casi sin pensar.
70
—En la lucha del bien contra el mal no hay medias tintas
ni matices, detective—retrucó Valdivia—. Esas sectas y
quienes las conforman son enemigos acérrimos de la
iglesia católica, si yo fuera frío como usted dice, me haría
a un lado y los dejaría matarse entre ellos, pues así
disminuiría la masa crítica de los rivales de mi iglesia, y
que están llamados a batallar a favor de las huestes de
satanás el día del juicio final.
—¿Y por qué no lo hace?—preguntó Jiménez.
—Porque siento que tal como Patricia, hay mucha gente
triste y necesitada de ayuda, que al no encontrar alguna
salida adecuada opta por la primera luz que vea en su
camino, aunque dicha luz venga desde la oscuridad—
respondió Valdivia—. No pretendo ser un héroe ni un
mártir, pero si algún esfuerzo mío sirve para salvar algún
alma confundida de las garras del mal y devolverla a la
senda que nunca debió haber dejado, vale la pena
intentarlo una y mil veces.
—Señores, por favor, no perdamos el foco, si después de
terminado todo quieren juntarse a conversar de filosofía
por mí está bien, pero ahora tenemos que ver qué hacer
para terminar con los homicidios—dijo Guzmán—.
Padre, tenemos una secta cuyos directivos piden sacrificios
sexuales y humanos para adquirir mayor poder, y otro
grupo, o algo, dispuesto a matar por impedir que dicha
secta logre sus objetivos. Hasta ahora, y salvo casos
aislados, no se veía esto en Chile, ¿por qué cree usted que
está pasando justo ahora?
71
—Inspector, si yo le dijera que la pedofilia en la curia
católica existe sólo desde hace veinte o cuarenta años, ¿qué
me diría usted?—dijo Valdivia.
—Que en los últimos años sólo se destapó la olla gracias
a un asunto mediático, pero que probablemente siempre
ha pasado—dijo Guzmán, para luego agregar—. Ya veo,
esto siempre ha sucedido, sólo que ahora se ha hecho
visible gracias a los medios de comunicación masivos,
principalmente por la internet.
—¿Eso quiere decir que antes se ocultaba lo
suficientemente bien, o que la falta de difusión dejaba
estos casos como aislados y sin culpables?—preguntó
Jiménez.
—Ambas, detective—respondió Valdivia—. Además,
antes no existían los métodos científicos con los que
trabajan ustedes hoy en día, y que les permiten relacionar
los casos aislados.
—Antes tampoco teníamos grabado un monstruo alado
que degüella personas con una garra afilada como
cuchillo—agregó Guzmán.
—El problema principal con la presencia de Arioch es un
asunto de fe, detectives—dijo Valdivia, suspirando
ruidosamente—. Para mí no reviste conflicto alguno
porque los textos canónicos en que se basa mi dogma se
refieren a este demonio en repetidas ocasiones, tal vez no
tan recurrentemente como otros que aparecen en la biblia,
pero sí se describe su interacción con los seres humanos,
tomando partido por algunas legiones de demonios en
detrimento de otras; es por ello que entiendo su presencia
en este conflicto de bandos del satanismo, y no me
72
complica asumir que él es el culpable de estos homicidios.
Pero obviamente el trabajo de ustedes es ayudar al fiscal a
encontrar un homicida humano, y en estos instantes le
están entregando un demonio al que no pueden controlar
ni menos arrestar.
—Padre, digamos por un momento que agotamos todas
las aristas racionales de este caso, y que las evidencias
apuntan a que efectivamente este demonio Arioch es el
culpable de todos los homicidios acaecidos hasta ahora,
¿existe algo en alguno de sus cánones que nos permita
luchar contra él, alguna herramienta para matarlo,
controlarlo, o al menos devolverlo al infierno?—preguntó
Guzmán, para sorpresa de Jiménez.
—Ehh… debe haberla… la verdad inspector es que
nunca llegué a investigar a ese nivel, pero creo que con un
poco de tiempo puedo encontrar algo—respondió
Valdivia, descolocado.
—¿Algo así como agua bendita?—preguntó Jiménez.
—Dudo que algo tan simple como el agua bendita sirva
para estos casos—retrucó Guzmán.
—No desestime el poder del agua bendita, inspector—
dijo Valdivia—. Pero claro, estamos hablando de un
demonio bastante poderoso, es probable que el agua
bendita no baste… de lo poco que sé de enfrentar este
tipo de bestias, recuerdo que es frecuente el uso de
reliquias santas… son difíciles de conseguir pero no
imposibles… deme un tiempo para revisar algunos textos
y conversar con algún doctor en teología que me pueda
ayudar a entender a este demonio y las herramientas
73
posibles para luchar contra él, y en cuanto tenga algo
concreto, me contactaré con ustedes.
—Se lo agradezco padre, estamos llegando a una situación
en que debemos tener todas las herramientas imaginables a
mano, y usted es el indicado para ayudarnos con esta
arista—dijo Guzmán, despidiéndose de Valdivia, quien
dejaba ver una sonrisa de satisfacción luego del giro de la
entrevista.
Guzmán se sentó en su silla, y se frotó con fuerza los
párpados, tratando de espantar el cansancio y el agobio
que le causaba la situación. En cuanto pudo volver a
enfocar con normalidad, se encontró con la mirada
inquisidora de Carlos Jiménez.
—¿Eso fue todo?—preguntó el detective—. ¿El culpable
es un demonio y le haremos un exorcismo, en serio? ¿Eso
le diremos al fiscal Ortega?
—Eso no fue todo, sino una parte a la que no nos
podemos cerrar, Carlos—respondió Guzmán—. Y
respecto del fiscal… no tengo idea de cómo plantearle el
tema.
—¿Y entonces?—preguntó Jiménez—, ¿de qué sirvió esta
entrevista?
—El asunto, dentro de sus complejidades, es super simple:
en la escuela de investigaciones policiales no nos
enseñaron a combatir demonios, y si tenemos que hacerlo,
debemos asesorarnos con quien sepa más que nosotros,
con tal de cumplir con nuestra misión—dijo Guzmán,
74
mientras sentía su vara de olivo plegada apretada contra su
espalda y escondida por su calurosa chaqueta.
75
XII
Álvaro Pérez caminaba raudo hacia la dirección que
llevaba grabada en su mente. Después de ver que el fiscal y
los detectives no tenían información útil para encontrar al
líder de la secta que embarazó a Macarena, decidió tomar
el toro por las astas y conseguir la información que
necesitaba de primera fuente: conversando con algunos
conocidos logró dar con la dirección de la amiga que
metió a su ex pareja al culto, y a punta de golpes la obligó
a revelar el domicilio conocido del líder de la secta, para
hacer justicia por su mano. A sabiendas que la mujer lo
denunciaría a la policía, o hasta le avisaría a la gente de la
secta para que tomaran precauciones, consiguió con un
amigo del colegio que ahora se dedicaba a traficante de
cocaína una pistola 9 milímetros sin marcas ni número de
serie, para asesinar al desgraciado que arruinó su vida y a
cualquiera que intentara impedírselo. Cuando faltaban
pocos minutos para las ocho de la mañana, y una cuadra
para llegar a su objetivo, se encontró de frente y en plena
vía pública con su negro destino.
Guzmán y Jiménez llegaron casi juntos esa mañana al
cuartel. De inmediato ambos policías se dirigieron a la
oficina para ver si había llegado el informe toxicológico de
los restos de Macarena, y saber si estaba bajo la influencia
76
del alcohol o las drogas cuando cometió el parricidio, y así
tener alguna herramienta que les facilitara enfocar las
siguientes diligencias desde otra perspectiva. Mientras
Guzmán revisaba el correo institucional, Jiménez encendía
la cafetera, pues ese día se veía como extremadamente
largo y tedioso. De pronto el teléfono de la oficina
empezó a sonar, y en la pantalla del identificador apareció
un nombre conocido por ambos; a una señal de Guzmán,
Jiménez colocó el altavoz del aparato.
—Sargento González, buenos días, ¿en qué lo podemos
ayudar?—dijo en voz alta Guzmán.
—Hubo otro ataque similar a los que ustedes investigan,
inspector—dijo la voz algo apagada del carabinero.
—¿Dónde ocurrió esta vez, sargento?—preguntó Jiménez
al altavoz.
—En Las Condes, en Roger de Flor.
—¿Ya está por allá el fiscal Ortega?—preguntó Guzmán.
—No, les avisé directo a ustedes.
—O sea que aún no le dan aviso al Servicio Médico
Legal—dijo Guzmán—. Sargento, si usted quiere…
—No necesitamos al médico legal sino al SAMU—
interrumpió el sargento—. La víctima está aún viva, pero
agonizando. Vénganse volando, no sé si resista mucho.
Guzmán y Jiménez salieron raudos hacia el vehículo
policial, iniciando una loca carrera por llegar a las
coordenadas indicadas por el sargento González, mientras
Guzmán notificaba por radio al resto de las unidades y
por celular al fiscal Ortega. Luego de tres minutos de
77
conducción desenfrenada con balizas y sirenas activadas,
dieron con la motocicleta del sargento, quien se
encontraba escoltado por un radio patrullas y un vehículo
de seguridad ciudadana, en espera de la llegada de la
ambulancia. En el suelo yacía el cuerpo de un joven
encima de un charco de sangre, con violentos espasmos en
brazos y piernas que de a poco parecían apagarse, cuyo
cuello estaba siendo comprimido por uno de los
carabineros con una especie de toalla para intentar bajar
un poco la cuantía del sangrado.
—Sargento…
—Se está desangrando… o asfixiando…—dijo
angustiado González.
Jiménez acercó su rostro al del joven Álvaro Pérez, quien
lucía en la pretina de su pantalón la empuñadura de una
pistola, y en su cuello un gran corte por el cual se escapaba
rápidamente su vida, y que era fácilmente visible pese a la
toalla con que trataban de contener lo incontenible. Antes
de expirar, el muchacho alcanzó a balbucear:
—El conchesumadre…
El sargento González se comunicó de inmediato con la
Central de Comunicaciones de Carabineros para cancelar
la ambulancia y notificar la llegada de la PDI, mientras el
inspector Guzmán llamaba por celular al fiscal para
avisarle del nuevo homicidio, quien se encargaría de
despachar al móvil del Servicio Médico Legal y a los
78
laboratorios encargados de iniciar la recolección de
evidencias. Jiménez en el intertanto ayudaba al joven
carabinero que estaba en el lugar junto a él, a ponerse de
pie y sacar la toalla del cuello del joven asesinado, dejando
al descubierto la enorme herida que en ese caso no logró
dar cuenta de buenas a primeras de la vida de Álvaro, dada
su juventud y su exceso de energía producto del odio. El
detective contempló con detención el cuerpo del joven
con quien había estado hablando días atrás, tratando de
hacer lo que le había dicho el inspector en el templo
satanista: fijarse en los detalles.
—¿Qué pasa, Carlos?—preguntó a sus espaldas Guzmán.
—Nada… me extraña que Álvaro no haya muerto
instantáneamente como el resto—respondió el detective.
—¿Y te consta que el resto sí lo haya hecho?—volvió a
preguntar el inspector.
—Según los informes de autopsias, sí—respondió
Jiménez, sacando una sonrisa de esperanza de la boca del
inspector.
—¿Nada más te llama la atención?—agregó el inspector.
—Sí, el borde de entrada de la garra… no se ve un corte
tan limpio como siempre, eso no me deja tranquilo…
claro, puede haber variado la fuerza del golpe…
—Debemos esperar el informe de autopsia, y ver si
aparecen restos de queratina en la herida que sean
compatibles con los otros ataques. Buenas observaciones,
Carlos—dijo Guzmán.
—¿Usted cree que sea el mismo asesino?—preguntó
Jiménez.
79
—Sí, pero da lo mismo lo que tú o yo creamos, acá
manda la evidencia—respondió el inspector.
A los diez minutos del llamado del sargento, los vehículos
del servicio médico legal y de los laboratorios policiales
llegaron al lugar, desplegando todas las barreras de
aislamiento para alejar a curiosos y obtener la evidencia
necesaria; cinco minutos después, apareció el fiscal
Ortega.
—Señores, necesito respuestas rápido, este psicópata me
tiene los nervios de puntas, y he tenido que hacer
malabares para no tener que darle explicaciones al fiscal
regional—dijo Ortega, sin saludar—, ¿el cura les dijo algo
útil?
—Sí señor, nos explicó mejor lo del conflicto entre sectas,
la radicalización, los sacrificios humanos…
—Del monstruo, ¿qué les dijo del monstruo?—
interrumpió nervioso Ortega.
—Que por su cuenta buscará si hay algo religioso para
atacarlo, por si fuera real—dijo Guzmán, antes que
Jiménez lo dejara en evidencia.
—Bien, a estas alturas del partido quiero resultados,
aunque sean irracionales—dijo el fiscal—. ¿Es cierto que
el occiso alcanzó a decir algo antes de morir?
—Dijo “el conchesumadre”—respondió Jiménez.
—¿”El conchesumadre”… no “conchesumadre” a
secas?—dijo Ortega—. Vaya, si mal no recuerdo en su
declaración así llamó al líder de la secta, tal vez él sea el
psicópata que estamos buscando… señores, los dejo, veré
80
qué diligencias encargo en paralelo para encontrar al o los
líderes de la secta, y así tratar de acabar de una vez con
esta verdadera carnicería. Buenos días.
Guzmán y Jiménez quedaron casi en la misma posición en
que estaban cuando llegó el fiscal; cerca de un minuto
después de terminado el diálogo, el vehículo partía con su
ocupante con rumbo desconocido.
—¿Y a ese qué le pasó?—dijo Jiménez—. Nunca había
visto a un fiscal tan acelerado, ¿qué onda, lo estarán
apretando de verdad?
—Eso, o se está postulando para fiscal regional—
respondió Guzmán—. Parece Carlos que tendremos que
seguir la cadena.
—¿Cómo así?
—Si alguien aprieta a Ortega, y Ortega nos aprieta a
nosotros, deberemos apretar a quien corresponda para
conseguir nuestras respuestas—dijo el inspector, buscando
en la memoria de su teléfono el número del padre Antonio
Valdivia.
81
XIII
Carlos Jiménez leía en silencio el informe de autopsia de
Álvaro Pérez. El muchacho, tal como las otras víctimas,
había muerto desangrado por el corte de todos los vasos
sanguíneos del cuello, o asfixiado por la destrucción total
de la tráquea; salvo la zona de entrada de la garra, que
había provocado algo más de destrucción de piel, y la
ausencia de muesca en las vértebras del cuello, la herida
mortal era la misma que en todos los casos. El análisis
microscópico había arrojado la presencia de placas de
queratina en la zona de entrada de la herida en la piel, y
trazas del mismo material en la tráquea, lo que confirmaba
que el arma homicida había sido la misma. De pronto un
penetrante olor a incienso se dejó sentir en el lugar,
sacando de su concentración al detective.
—Hola detectives, ¿cómo están?—dijo el padre Valdivia,
entrando a la oficina de los policías en esta ocasión con un
maletín similar al de los médicos, pero más voluminoso.
—Padre Valdivia, qué gusto verlo, estaba a punto de
llamarlo a ver cómo le había ido en su revisión de textos y
con sus contactos en la curia—dijo Guzmán, saludando
de mano al sacerdote.
—A ver… desde el punto de vista del fondo del asunto,
siento que me fue bien—dijo el sacerdote, sentándose
82
inclinado en el escritorio hacia los policías—. El problema
es que tal vez la forma los complique un poco, recuerden
que todo esto está basado en el dogma católico apostólico
romano.
—No hay problema padre, ya lo conversamos el otro día,
así que está claro que su cooperación será desde su área de
acción—dijo Guzmán.
—Además, el fiscal ya preguntó por usted, así que está al
tanto de lo que estamos haciendo—agregó Jiménez.
—Bueno, en ese caso trataré de explicarles del mejor
modo posible lo que conversé con un obispo que es
doctor en teología, y lo que encontré en algunos textos
que él me sugirió revisar—dijo Valdivia—. De partida
monseñor no pareció muy sorprendido cuando le conté la
historia de esta suerte de guerra entre diversas facciones
del culto satánico en Chile. Según me contaba, a él le tocó
conocer un caso en 1972, que pasó desapercibido por
toda la contingencia política de ese entonces. Monseñor
llevaba apenas siete u ocho años en el ministerio
eclesiástico, por lo que fue designado como colaborador
de un obispo de ese entonces que además detentaba el
cargo de exorcista, formado en El Vaticano para dichos
menesteres, pues en un principio se creía que el tema tenía
que ver con alguna posesión satánica. Luego de dos o tres
meses de investigación concluyeron que ninguno de los
supuestamente poseídos eran tal, sino que estaban metidos
en facciones diversas del culto satánico, y que por
diferencias de dogma estaban en una guerra a muerte entre
ellos.
83
—¿Le dijo el obispo cuántas víctimas hubo a consecuencia
de esa guerra a muerte?—preguntó Jiménez.
—Ellos lograron documentar veinticinco en ese
entonces—respondió Valdivia—. Sin embargo, hasta
donde ellos lograron investigar no hubo sacrificios
humanos, las muertes tuvieron que ver con verdaderas
emboscadas entre ambas facciones, y que como les
contaba terminaron diluyéndose en la violencia política de
ese período; de hecho muchos de esos casos quedaron
rotulados en tribunales como víctimas de terrorismo, de
uno y otro lado.
—¿O sea que casi era una guerra entre pandillas, en que
todo era matar o morir?—preguntó Guzmán.
—No inspector, creo que no me expliqué
adecuadamente—retrucó Valdivia, sacando de la maleta
una tablet, en la que abrió un archivo pdf—. Verá, acá
tengo una copia digitalizada de uno de los informes que
entregó el entonces sacerdote junto al obispo a cargo de
esa investigación, de uno de los ataques. En el texto se
describe que a la salida de un sitio de reunión de una de
las sectas, un ser descrito como un animal con forma de
lobo pero que caminaba en dos patas, que luego fue
relacionado con Tumael, mató a siete miembros de la
secta, lo que está refrendado por los cinco sobrevivientes y
por cuatro transeúntes independientes. En ese otro archivo
aparece que a la semana siguiente, una bestia que coincide
con la descripción de Arioch, atacó y degolló a los seis
miembros de la secta que había invocado a Tumael a
atacar a sus rivales, lo que fue declarado por cuatro
84
testigos independientes, pues no hubo sobrevivientes del
grupo de satanistas.
—Vaya, esto se lee muy lógico y bien documentado—
dijo Guzmán, mientras leía partes destacadas del
documento, para luego pasarle la tablet a Jiménez—. Si
entiendo bien, ¿podría deducir que el grupo involucrado
es el mismo de aquel entonces?
—No inspector. Verá, Arioch tiene una característica
distintiva, independiente de la forma que adopte, y es que
es un demonio vengativo pero sólo cuando se le contrata o
invoca para ello—dijo Valdivia—. Si hoy lo contrata
Pedrito para vengarse de Juanito, lo hace, y si mañana
Manuelito lo contrata para matar a Pedrito, también lo
hace.
—O sea que identificar a los líderes de los distintos
grupos es imposible, en la medida que no conocemos cuál
es cada grupo—dijo Jiménez—. Lamentablemente la
propiedad que hacía las veces de sede o iglesia satánica
está a nombre de una sociedad internacional, cuyos
dueños residen en países sin tratados de extradición, así
que es imposible tomar acciones legales contra ellos.
—Visto desde esa perspectiva, nos será imposible luchar
contra ese demonio si no sabemos para quién trabaja—
dijo Guzmán, desanimado.
—Detectives… puede que haya un modo de enfrentar a
Arioch—dijo Valdivia, algo nervioso—. Lo que podemos
hacer es intentar una emboscada, usando una carnada que
no pueda rechazar.
—Lo escucho—dijo Guzmán—, ¿a qué carnada se
refiere?
85
—A mí—dijo el sacerdote, levantando la maleta y
poniéndola encima del escritorio de los policías—. Pese a
no haber sido contratado para ello, un demonio de esa
estirpe no se negará a atacar a un sacerdote indefenso
como yo.
—Puedo entender, padre Valdivia, que el contenido de
esa maleta es lo suficientemente… digamos… poderoso,
para que usted arriesgue su vida en esta suerte de misión
sagrada, y que lo que menos tenga sea indefensión—dijo
Guzmán bastante serio, mientras Jiménez lo miraba con
cierta incredulidad.
—Disculpen, pero siento que esto se nos está yendo de las
manos—dijo Jiménez—. Jefe, ¿de verdad iremos a la caza
de un demonio usando de carnada a un sacerdote?
—Déjame explicarte algo Carlos—dijo Guzmán, con voz
suave—. El fiscal necesita descartar todas las aristas lo
antes posible, tú fuiste testigo de ello el otro día. Podemos
hacernos los científicos y dejar esto para el final, o apurar
la causa y salir de dudas de una vez: si esto es una locura,
el fiscal nos lumeará en mala, pero dejará cerrada esta
parte de la carpeta de una vez; si no lo es, detendremos los
homicidios y terminaremos con este caso de locos para
volver a nuestro trabajo normal.
—Al menos yo estoy dispuesto a intentarlo, en nombre de
mi fe. Ahora, si ello detiene estos homicidios, mejor
aún—dijo Valdivia.
—Está claro que esto es dos contra uno, así que habrá que
asumir no más el reto que nos llevaremos una vez
terminemos esta aventura—dijo Jiménez, resignado.
86
—Bueno padre, ¿qué le parece si nos muestra sus armas
para esta cruzada contra Arioch?—dijo Guzmán.
El padre Valdivia volvió a abrir la maleta, pero ahora lo
hizo extendiendo al máximo las bisagras. De ella sacó
primero un paño morado, que puso a modo de mantelito
sobre el escritorio; luego sacó un viejo rosario y un par de
botellas de vidrio grueso tapadas cada una con un
voluminoso corcho, colocando todo sobre el paño.
Finalmente extrajo una caja de madera que colocó sobre la
superficie descubierta, desde la cual sacó una pieza de
metal amarillento opaco con forma de un sol con
incontables rayos del mismo material, en cuyo centro se
veía una pieza de vidrio transparente, de un color
levemente rosado. Antes de colocar el objeto sobre el
paño, lo besó ceremoniosa y emocionadamente.
—Acá están mis armas, detectives—dijo Valdivia—. El
rosario es propiedad del obispo doctorado en teología, ha
sido bendecido por todos los Papas desde que fue creado,
y se usa para exorcismos. Las dos botellas de vidrio grueso
contienen agua del río Jordán, en donde San Juan Bautista
bautizó a nuestro señor Jesucristo, y que fue bendecida
por el Papa Juan XXIII en la década de los sesenta en el
Vaticano.
—Y obviamente dejó lo mejor para el final, padre—dijo
Jiménez, irónico.
—Esto es una reliquia sagrada. Para los católicos, esta es
una de las existencias más sagradas que puede existir en el
planeta—dijo Valdivia con voz entrecortada—. Esta
87
pieza de oro de dieciocho quilates se conoce como
Ostensorio, y es el lugar donde se coloca la hostia
consagrada para la adoración de los fieles.
—Por supuesto la pieza de vidrio del medio no tiene una
hostia de varios siglos ni nada parecido—dijo Guzmán—.
Tampoco se ve alguna astilla de la cruz… de hecho no se
ve nada más que una mancha rosada.
—No inspector, este ostensorio es muy especial—dijo
Valdivia—. Entre las dos placas de vidrio se encuentran
contenidas dos o tres gotas de sangre de nuestro señor
Jesucristo, recogidas por alguno de los apóstoles durante o
después de la crucifixión. Este objeto no contiene nada
tocado por Jesucristo, sino que tiene una porción física
que formó parte de su sagrado cuerpo.
—¿Y cuáles son las evidencias con que cuentan para
ello?—preguntó de pronto Jiménez.
—No hay documentación al respecto, si es que me
pregunta por eso—respondió Valdivia—. Lo que le
puedo decir, aparte del respaldo de la fe, es que este
ostensorio ha estado presente en numerosos episodios de
la historia de la iglesia europea desde su creación en el
siglo XVI después de Cristo. Antes de ello, la sangre se
mantuvo licuada en una botella que aún yace en las
bóvedas del Vaticano. Cuando se fabricó este ostensorio,
se hizo pensando en dejar una herramienta que sirviera
para luchar contra las huestes del mal en la tierra. Hay que
entender esto dentro del contexto histórico, en que
muchas enfermedades psiquiátricas e infecciosas era
catalogadas como posesiones demoníacas, es por ello que
me preocupé de documentar el uso de esta reliquia
88
durante el siglo XX, en que el Vaticano ya se encontraba
asesorado por psiquiatras para la determinación de
posesiones satánicas efectivas. En la tablet hay un pdf
llamado “Posesiones siglo XX”, en ese texto aparece un
desglose de todas las ocasiones en que se determinó la
presencia efectiva de algún demonio en el cuerpo, alma o
mente de alguna persona, descartándose de plano la
existencia de alguna enfermedad orgánica o mental. En
cada uno de dichos casos, al final, hay un documento
firmado por el exorcista, un psiquiatra o médico general, y
dos testigos, que acreditan la desaparición total de los
signos de posesión una vez terminado el procedimiento en
presencia de la reliquia sagrada. Para mayor
abundamiento, si se fijan, ninguno de los exorcismos fue
hecho por el mismo sacerdote, y todas las actas están
firmadas por profesionales y testigos diferentes, dado que
todos los episodios fueron en distintos lugares de Europa
y el resto del mundo.
—Increíble—dijo Guzmán, mientras revisaba las actas—.
¿Y cómo lo hizo para conseguir que le prestaran esta
reliquia, padre?
—El obispo hizo los contactos al tomar conocimiento del
caso, inspector—respondió Valdivia—. Eso quiere decir
que también se abrió una investigación eclesiástica, que
nada tiene que ver con vuestro trabajo ni con esta asesoría.
Ese proceso busca documentar lo que suceda con el uso de
esta reliquia sagrada.
—Lo que obviamente servirá para engrosar el expediente
perfecto de la reliquia, hasta ahora—dijo Jiménez.
89
—Así es, detective—respondió el padre Valdivia,
mientras empezaba a guardar los objetos en la maleta—.
El obispo me enseñó un par de trucos que pondré en
práctica para atraer a este demonio a un terreno baldío, de
preferencia cercano a alguna iglesia, para que podamos
atacarlo, y en la medida de lo posible vencerlo y tener las
evidencias que ustedes necesitan para cerrar el caso, y las
que el Vaticano nos pide, para fortalecer nuestra fe y la
supremacía de las fuerzas de nuestro señor Jesucristo sobre
las huestes de Satanás.
—De verdad agradecemos este esfuerzo de parte de la
iglesia, y en especial el riesgo que usted correrá para
ayudarnos a aclarar esta parte del caso—dijo Guzmán,
estirando la mano para despedirse del sacerdote.
—Qué bueno que estiró su mano, casi lo olvidaba—dijo
Valdivia sacando del bolsillo de su chaqueta una tarjeta
que puso en la mano del inspector antes de estrecharla,
para luego despedirse de Jiménez—. Ahí está un número
de celular alternativo, mi teléfono de siempre se está
portando algo mal. Es mejor que acordemos el lugar y la
hora de nuestra reunión con Arioch por ese número, para
irnos a la segura.
—Bien padre Valdivia, estamos en contacto—dijo
Guzmán, quien se fijó que el sacerdote, antes de cerrar la
puerta, le hizo con la vista un ademán para que revisara la
tarjeta.
Jiménez volvió a su escritorio luego de servirse otra taza
de café.
90
—Harto raro se está poniendo esto jefe, estoy seguro que
nada nos salvará de la luma de parte del fiscal Ortega—
dijo Jiménez.
—Hay cosas peores que una reprimenda, Carlos—dijo
Guzmán, mientras leía en silencio el reverso de la tarjeta,
donde Valdivia había escrito “Sé qué es usted, sé lo de su
vara santa. Necesitamos hablar en privado”.
91
XIV
Antonio Valdivia fumaba nervioso en la terraza de la
cafetería donde se había juntado tiempo atrás con los
detectives. Era imprescindible para él coordinar acciones
con Héctor Guzmán, si es que quería que su incursión
resultara y diera los frutos necesarios a su causa. De
pronto vio aparecer al detective, que de seguro le exigiría
algunas respuestas antes de acceder a sus requerimientos.
—Hola inspector, ¿cómo está?—dijo Valdivia,
poniéndose de pie y saludando ceremoniosamente a
Guzmán—. Disculpe que haya usado una tarjeta para
citarlo a conversar, pero no se me ocurrió otra cosa.
—Buenas tardes padre—dijo Guzmán, serio—. ¿Cómo
averiguó lo de mi misión?
—Veo que está molesto con esta situación, inspector—
dijo Valdivia—. La verdad es que yo no averigüé nada, no
tenía ni idea que existía gente como usted. Fue el obispo
quien me alertó de su condición.
—¿Qué sabe el obispo, y ahora usted, de mi condición?—
preguntó Guzmán, esperando que el sacerdote le dijera
algo que él no supiera para ver si ello facilitaba en parte lo
que vendría para el resto de su incierta vida.
—Cuando estábamos conversando acerca de qué
herramientas usar para luchar contra este demonio, el
92
obispo se puso en contacto con miembros de la alta curia
vaticana, casi todos cardenales. Dentro de todo nos
pidieron antecedentes para saber en qué manos quedarían
las reliquias que se nos facilitarían. Cuando uno de los
miembros del comité leyó su nombre, le dijo en italiano al
obispo que usted era el guardián del bien de esta parte del
planeta, lo que automáticamente abrió todas las puertas
necesarias para que nos enviaran vía aérea las reliquias.
—Yo no llevo ni un año en esta misión, no la tengo del
todo clara, y hasta ahora no he tenido que hacer nada al
respecto. El único que sabía esto fue quien me dejó en este
lugar, mi maestro, quien ahora tiene otra identidad y vive
en otra parte del mundo, ¿cómo es posible que alguien del
Vaticano estuviera enterado de mi existencia?—preguntó
Guzmán.
—El cómo no lo sé, inspector—respondió Valdivia, algo
incómodo por el tono frío con que hablaba Guzmán—.
Tal vez le sirva saber que el cardenal que reconoció su
nombre era el mismo obispo exorcista que ayudó al
obispo con quien estoy trabajando ahora en 1972.
—A decir verdad no, no me sirve—dijo Guzmán—.
Supongo entonces que dentro del plan para luchar contra
Arioch van a necesitar mis capacidades no policiales.
—Es la idea, inspector—dijo Valdivia—. Las reliquias
son herramientas que ayudan a darle poder a la oración
del sacerdote exorcista, para que éste, en el nombre de
nuestro señor Jesucristo y con su venia, pueda vencer a los
demonios, sacándolos de la faz de la tierra y
devolviéndolos a los infiernos. Pero es la oración, la
93
presencia del hijo de dios en el rito, y el agua bendita, lo
que realmente expulsa a los demonios.
—¿Y para qué me necesitan, entonces?—preguntó
intrigado Guzmán.
—Para destruir a Arioch, inspector—respondió Valdivia,
casi emocionado—. Verá, sus capacidades van más allá de
las de cualquier humano común, por mucho que nosotros
hayamos consagrado nuestra vida al ministerio de la fe.
Usted es un guerrero sagrado, quien heredó una misión de
un ser superior cuya esencia es incomprensible para la
limitada mente humana. La herramienta que él le entregó
es un arma más poderosa que cualquier reliquia, pues el
alma de ese árbol reside en los cielos. Nuestras
capacidades como representantes de dios en la tierra nos
permiten expulsar demonios, pero usted… usted los
puede eliminar para siempre inspector.
—Es por eso entonces que se atrevió a ofrecerse de
carnada, porque el objetivo no es en sí detener los
homicidios sino acabar con ese demonio—dijo
Guzmán—. ¿Tan seguro está de mis capacidades, padre?
Ya le dije que no llevo ni un año en esta misión, y la única
vez que usé una vara como arma fue antes de saber lo que
soy, y como medida de emergencia para salvar a quien
terminó siendo mi maestro.
—Debo serle sincero inspector, yo no me ofrecí a nada—
dijo Valdivia—. Yo recibí la orden directa de boca del
cardenal exorcista de prestarle ayuda para acabar con
Arioch, so pena de excomunión inmediata si desobedezco
dicho mandato. En estos instantes ruego a dios por que
94
usted logre cumplir su cometido, y así ambos podamos
volver a nuestras vidas.
—Lamento que lo hayan obligado a esto padre, y ojalá
pudiera garantizar su seguridad, pero no tengo certeza
alguna de lo que pueda pasar al enfrentar a este
demonio—dijo Guzmán—. Lo único que puedo asegurar
es que daré la mejor batalla posible para cumplir mi
misión y terminar con tanta muerte innecesaria.
—Esa garantía es suficiente para mí, inspector—dijo
Valdivia, mientras sacaba de su billetera un papel con una
dirección—. Bueno, le contaré un poco acerca de la
emboscada. La dirección que está en ese papel es de una
pequeña iglesia en el casco antiguo de Santiago suroriente.
Es una iglesia pequeña que data de fines del siglo XIX, y
que pese a ser de adobe, ha aguantado todos los
terremotos por más de ciento veinte años. Esa iglesia es
poco concurrida, es de misa de fines de semana en las
mañanas y las tardes, y queda desocupada después de las
nueve de la noche; detrás de la iglesia, justo tras el muro
que da al altar mayor, hay un terreno baldío de propiedad
del Episcopado de Santiago que nunca ha sido edificado
ni utilizado para nada. Es en ese lugar donde llevaremos a
cabo la emboscada.
—¿Y cómo hará para que Arioch aparezca en ese lugar y a
la hora que usted desea, padre?—preguntó Guzmán.
—Aparte de las reliquias, el cardenal envió desde el
Vaticano un frasco que contiene varios trozos de
vestimentas de víctimas de posesiones demoníacas, lo que
debería ser suficiente para llamar la atención de Arioch—
dijo el sacerdote—. En cuanto aparezca y vea que está en
95
poder de un sacerdote, atacará de inmediato, pero como
tendré a mano el ostensorio con las gotas de sangre de
nuestro señor Jesucristo, no podrá hacerme daño al estar
en presencia de parte del cuerpo de quien venció a su
príncipe de las tinieblas. Es en ese instante, en que quedará
indefenso, en que usted lo podrá atacar con su vara de
olivo y acabar con la existencia de esa bestia del infierno.
—¿Y ese cardenal exorcista y doctor en teología está
seguro que mi vara de olivo será suficiente para matar a un
demonio?—preguntó el detective—. Yo no soy católico
padre, pero como cualquiera sé algo de la biblia, y no
recuerdo en ninguna parte que se hable del poder del olivo
como arma para matar demonios.
—Inspector, hay muchos textos sagrados que no están en
la biblia, y no toda la información está disponible para
toda la gente—dijo Valdivia—. Tal como la gente no
conoce todos los procedimientos que hacen los detectives
de la PDI para lograr dar con los culpables, los católicos
no conocen todos los misterios que envuelve la existencia
del cielo y del infierno.
—Suena totalmente lógico, padre—dijo Guzmán—. ¿Y
esto tiene que hacerse en algún día de la semana en
particular, o da lo mismo?
—Da lo mismo inspector, no tengo plazo para devolver
las reliquias, en la medida que se le haga frente a Arioch—
respondió Valdivia.
—¿Qué le parece mañana en la noche padre, es suficiente
para que usted alcance a atraer a este demonio? Así
además me da tiempo para practicar un poco con mi
vara—preguntó Guzmán.
96
—Por mí está bien inspector—respondió Valdivia—. ¿Le
dirá a su colega?
—No, Carlos no debe saber por ningún motivo que tengo
esta misión en la vida, ello puede interferir en nuestra
relación profesional, e inclusive hasta entorpecer mi
trabajo—dijo Guzmán—. Es por eso que me conviene
que hagamos esto de noche, para que no haya posibilidad
alguna que Carlos se entere. Además, si no llegara a
resultar, simplemente se lo diré y seguiremos con las líneas
de investigación que logremos encontrar a partir de ese
momento.
—¿Usted cree que con su don esto pueda fracasar?—
preguntó algo sorprendido Valdivia.
—En la confianza está el peligro, padre—respondió
Guzmán—. Yo no sé los alcances de mi don, esta será mi
primera misión, así que el fracaso es una alternativa
probable y que no puedo dejar de tener a la vista.
—Bueno, yo soy un hombre de fe, y si las autoridades del
Vaticano abrieron todas las puertas al reconocer su
nombre, es porque usted es el indicado para acabar con
este demonio—dijo Valdivia.
—Está bien padre, ya le dije que daré la mejor batalla
posible—dijo Guzmán, poniéndose de pie—. Supongo
que me avisará al celular mañana en la noche, cuando haya
llamado la atención de Arioch.
—Por supuesto inspector, en cuanto haya lanzado el
anzuelo le avisaré. Ojalá logre llegar a tiempo—dijo
Valdivia, estrechando la mano del inspector.
—No se preocupe padre, estaré oculto en los alrededores
del lugar, en cuanto pueda estaré en el sitio para hacer mi
97
parte de esta misión—dijo Guzmán, despidiéndose del
sacerdote.
Esa noche el padre Valdivia apenas pudo conciliar el
sueño: el saber que en menos de 24 horas podría librar a
su fe de un gran enemigo gracias a la ayuda casi
insospechada de un novel guerrero lo tenía ansioso y algo
intranquilo, por la incertidumbre propia de los
imponderables que se podrían suceder. Sin embargo la
suerte ya estaba echada, y no quedaba más que hacer las
cosas bien para disminuir el riesgo del error. Por su parte
el inspector Guzmán estuvo hasta la madrugada
extendiendo y cerrando su vara, y blandiéndola lo más
fuerte posible para tratar de acabar con su objetivo de un
solo golpe. Justo antes de acostarse, se preocupó de
desarmar y reengrasar su arma de servicio, ante cualquier
eventualidad.
A la mañana siguiente Guzmán llegó temprano a la
oficina, pues quería tener algo de tranquilidad antes de
empezar su jornada laboral. Para su sorpresa, cuando
entró se encontró con Jiménez, absorto en la pantalla del
computador.
—Carlos, ¿qué haces tan temprano por acá?
—Hola jefe. Ya que usted y el padre están metidos en el
exorcismo de ese demonio no sé cuánto se llama, yo me
estoy dedicando a hacer lo que usted me dijo, a fijarme en
los detalles—dijo Jiménez.
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—Estás revisando el informe de autopsia de la última
víctima… ¿qué te tiene incómodo?—preguntó Guzmán,
mirando la pantalla.
—La herida no es la misma jefe, es casi igual pero no es la
misma, el borde de entrada irregular y la ausencia de
muesca ósea son suficientes diferencias como para pensar
en otro hechor en este caso… sé que tiene que haber algo
más, ya lo encontraré y le daré el enfoque científico al
caso—dijo Jiménez.
—Es una duda razonable Carlos—dijo Guzmán—. Yo
estaré algo ocupado hoy, pero mañana en la mañana
empezaré a trabajar contigo en la revisión de los datos
hasta encontrarle el hilo conductor a esta historia.
—Eso quiere decir que hoy harán el exorcismo—dijo
Jiménez—. Supongo que no le importa que no participe.
—No hay problema Carlos—dijo Guzmán, sacando un
papel con una dirección—. Acá será, te dejaré esto por si
algo saliera mal, para que sepas dónde buscarnos.
—Nos vemos mañana en la mañana jefe, para volver por
fin a nuestra pega.
—Cuídate Carlos.
A las ocho de la noche Héctor Guzmán se encontraba en
su vehículo particular, estacionado a diez cuadras de la
iglesia acordada, pensando en lo que se vendría esa noche.
A esa misma hora, el padre Antonio Valdivia terminaba
de vestirse luego de haberse duchado, y revisaba la maleta
con las armas dispuestas para la batalla final. En el cuartel
de la Brigada de Homicidios de la PDI, Carlos Jiménez
estaba por apagar el computador, cuando se fijó en un
99
detalle de la autopsia que nadie parecía haber visto hasta
ese momento. En un oscuro callejón de la ciudad, el ángel
negro salía forzado de su meditación, al sentir el olor de
una nueva misión.
100
XV
Nueve de la noche. El frío empezaba a arreciar en el sector
suroriente de la capital. La alta humedad ambiental había
transformado el aire en neblina, dificultando parcialmente
la visión de quienes se desplazaban por esa zona de la
ciudad a esa hora, pero sin llegar a ser lo suficientemente
densa como para hacer de la conducción un peligro
mortal. En ese ambiente, y en medio del terreno baldío
que daba al muro donde estaba el altar mayor de la
pequeña iglesia, el padre Antonio Valdivia esperaba con
las armas de la fe la confrontación con su némesis, que
rogaba fuera la definitiva. De pronto desde el sur se dejó
escuchar el fino silbido de alas cortando el viento, signo
inequívoco del principio del fin.
El ángel negro volaba alto, para no dejarse ver tan
fácilmente, mientras ubicaba la misión que le
correspondería ejecutar. En cuanto su olfato encontró el
objetivo, se dejó caer en picada para tratar de acabar de
una vez por todas con su estadía en ese rincón del
universo, y volver a un verdadero campo de batallas digno
de sus capacidades. En cuanto aterrizó frente a su objetivo
se dispuso a atacar: justo en ese instante su pequeño rival
sacó algo de una maleta que lo petrificó.
101
Valdivia vio aterrizar frente a él a la enorme bestia negra
alada de facciones incomprensibles, quien de inmediato se
dirigió hacia él; rápidamente el sacerdote sacó la reliquia
de oro, dejando paralizado al monstruo, quien entró en un
estado de meditación profundo al estar en presencia de
restos de la sangre del Unigénito. Mientras las alabanzas
fluían como tempestad desde su mente hacia su alma y
viceversa, Valdivia esperaba la llegada de quien ejecutaría a
su peor enemigo. En cuanto escuchó pasos acercarse se dio
vuelta, encontrándose de frente con alguien a quien no
esperaba.
—Detective Jiménez, ¿qué hace aquí?
—Dios santo, qué bestia tan enorme… es increíble que
esas gotas de sangre puedan paralizar a ese animal—dijo
Jiménez, admirando al ángel negro, mientras lo apuntaba
con su arma de servicio, con la convicción de lo inútil de
su accionar.
—¿Dónde está el inspector Guzmán, detective?—
preguntó nervioso el sacerdote.
—Ni idea padre, no vengo con él—respondió Jiménez—.
Padre, ¿la chaqueta negra es parte de su tenida normal de
sacerdote?
—Detective, no tenemos tiempo para juegos, necesito que
llame al inspector Guzmán, él es el único capaz de acabar
con este demonio—dijo Valdivia.
—Le hice una pregunta como detective de la PDI en
servicio, ¿esa chaqueta negra es parte de su tenida habitual?
—Sí, lo es, pero no sé qué tiene que ver con este
monstruo—respondió molesto Valdivia.
102
—Una vez que acabemos con esto me la entregará para
mandarla a peritaje, padre—dijo Jiménez, sin dejar de
apuntar al monstruo paralizado—. Encontré en el informe
de autopsia restos de fibras textiles negras bajo dos uñas
de la mano derecha del cadáver de Álvaro Pérez, la pareja
de Macarena…
En ese instante el padre Valdivia metió la mano a su
chaqueta, y la sacó bruscamente descargando un golpe
sobre Jiménez, quien alcanzó a retroceder, recibiendo el
impacto en su hombro derecho, dejando caer su arma.
Presa del dolor se cubrió el hombro con la mano
izquierda, para ver entre sus dedos y la sangre que manaba
a borbotones, una garra idéntica a las del ángel negro.
—Ojalá Guzmán se demore para que mueras desangrado,
ahuevonado de mierda—dijo con odio Valdivia.
—¿Por qué…?
—Porque es el único modo de matar a este ángel estúpido
que envió el dios muerto para luchar contra el séquito de
fieles a nuestro señor Satanás en la tierra—dijo
Valdivia—. Míralo, arrodillado como idiota rezándole a
las gotas de sangre del dios muerto y torturado por los
adoradores de Yaldabaot, el demiurgo. Maldito dios
muerto, le da con querer salvar este planeta, aún no
entiende que es de nuestro señor Satanás, y que jamás lo
podrá recuperar para su padre.
—Guzmán…
—Guzmán es un tonto útil—dijo Valdivia, sujetando con
firmeza la reliquia—. El huevón es un guerrero del bien,
103
pero como el tontito no sabe qué es el bien, me ayudará a
matar al ángel… con qué facilidad se tragó la historia de
Arioch, ya veo al tarado gogleando el nombre para saber a
qué se enfrentaba… claro, como ando vestido de cura el
huevón se tragó todo lo que le dije, al menos tú hiciste tu
trabajo y me descubriste.
—¿Tú hiciste los homicidios?
—Sólo el del tarado del Álvaro, el pololo de Macarena—
dijo Valdivia—. Yo engendré el sacrificio humano para
que ella se consagrara sacerdotisa, pero este ángel de
mierda la descubrió y la mató. Después el pendejo quiso
pegarme un tiro, ahí usé este recuerdo que heredé de quien
me inició en la adoración a nuestro señor Satanás, la
misma que ahora tienes clavada en tu hombro… deberías
sentirte honrado de morir desangrado por una de las
garras rescatadas de uno de los ángeles caídos que
lucharon la primera guerra contra las huestes del dios
muerto; ese ángel negro, uno de los mejores asesinos de las
tropas del dios muerto, lo mató en combate, y uno de los
nuestros rescató sus garras, que pasaron de generación en
generación en custodia de los líderes del culto a nuestro
señor Satanás, hasta llegar a mis manos, y que yo heredaré
a quien tome mi cargo cuando me toque partir al
encuentro de mi señor dios maldito.
—Guzmán te matará…
—No, Guzmán te verá herido por la garra, creerá que fue
el ángel negro y lo matará con su vara de olivo… luego de
eso no importa lo que pase, me habré desecho del peor
sicario de la historia de esta guerra, y por fin nuestras
huestes triunfarán—dijo Valdivia, complacido.
104
—Guzmán…
—Eso huevón, habla harto y cánsate, así cuando llegue el
tonto de tu jefe no me alcanzarás a delatar.
Jiménez respiraba con dificultad por el dolor quemante en
su hombro y la gran pérdida de sangre. Ya había soltado
su arma de servicio, y su conciencia parecía nublarse a
cada segundo que pasaba; poco antes de desmayarse,
alcanzó a ver una silueta dibujada en la neblina.
—¡Inspector Guzmán, gracias a dios que llegó!—exclamó
Valdivia—. Antes que yo lograra sacar la reliquia apareció
Jiménez de la nada, y Arioch lo atacó y le enterró una
garra en el hombro. Llevo algunos minutos conteniéndolo
con la reliquia santa, pero no sé cuánto tiempo más pueda
detenerlo. Rápido, atáquelo con su vara, a ver si logramos
salvar al detective.
Héctor Guzmán sacó de entre sus ropas la vara, mientras
Valdivia sonreía al ver que su plan estaba por cumplirse
sin mayores contratiempos. Guzmán extendió el arma con
un movimiento brusco, y luego de un chasquido ambas
piezas quedaron imbricadas, dándole la continuidad
necesaria para cumplir su cometido. En el intertanto, el
ángel negro seguía meditando y rindiendo culto a los
restos del Unigénito en la tierra, ajeno a lo que estaba por
suceder. Guzmán levantó la vara, y en ese instante miró a
Valdivia.
105
—Sacerdote, olvidaste el incienso con que tapabas tu olor
a maldad—dijo Guzmán, para luego descargar un golpe a
la sien de Valdivia, quien cayó muerto al instante,
mientras su alma quedaba capturada en la nada, en espera
a que el paso de los milenios diera paso a su justo juicio.
El ángel negro salió de su estado de meditación. Frente a
él yacía el cuerpo de quien debía ser su víctima, y a su lado
se encontraba la reliquia con la sangre de Jesús guardada
en una maleta. De pie junto al cadáver había un guerrero
que no tenía hedor a maldad, y que era uno con una vara
de uno de los árboles sagrados del jardín del bardo. En ese
instante el Padre del Unigénito lo llamó, pues su misión
en ese planeta del mal había terminado. El ángel negro
levantó su mano derecha con las garras retraídas a modo
de despedida, a lo cual el guerrero respondió levantando
su arma sobre su cabeza. Luego el ángel negro desplegó
sus alas, e inició un breve vuelo en este plano físico, para
luego proyectarse al plano etéreo a seguir los designios del
Padre y del Unigénito, con la tranquilidad de la misión
cumplida, y de haber conocido a uno de los guerreros
protectores del bien en el rincón del mal.
106
XVI
Carlos Jiménez despertó sobresaltado. Había tenido una
pesadilla extrañísima, y ahora por fin podía despertar de la
traílla de locuras que su mente había inventado. Cuando
intentó enderezarse, un agudo dolor en el hombro derecho
le impidió moverse: en ese instante se dio cuenta que
estaba en la cama de un hospital, con un gran vendaje en
su hombro derecho, y varias mangueras y cables
conectadas a su cuerpo. Al lado de su cama estaba senado
Héctor Guzmán, mirándolo en silencio.
—¿Cómo te sientes, Carlos?
—Hola jefe… me duele el hombro… ¿no fue un sueño lo
del ángel negro y el cura satánico?—preguntó Jiménez, sin
ser capaz de incorporarse en la cama.
—No seas cavernícola hombre, es un catre clínico
moderno, se sube la cama con la botonera en tu mano
izquierda—dijo Guzmán indicándole la botonera—. No,
no fue un sueño. Antonio Valdivia era el líder de la secta
satánica, y se hizo sacerdote católico para tener acceso a
textos y materiales que de otro modo jamás hubiera
podido conseguir para su culto. Gracias a la revisión que
hiciste, lograste involucrarlo en el homicidio de Álvaro
Pérez.
107
—Y usted… ¿cómo supo…?—preguntó Jiménez,
mientras la cama enderezaba su torso.
—¿Recuerdas el olor insoportable a incienso? Bueno, con
eso cubría su olor natural—dijo Guzmán—. Para tenderle
la trampa al ángel negro, tuvo que sacarse el olor a
incienso, gracias a lo cual el ángel lo pudo identificar con
toda facilidad. Lo que Valdivia no sabía, es que yo
también puedo identificar ese olor del mal. Como el ángel
negro no tenía ese olor y Valdivia sí, supe sin problemas
qué decisión tomar. Lo que nos confundió al principio era
ver un ser negro de cuerpo rudo, enorme y tosco, con una
anatomía creada para la guerra, y no un ángel rubio de
ojos azules, de ropas y alas blancas, con pinta de modelo
italiano.
—¿Qué es eso de guerrero del bien, y ese palo? No
entiendo nada, jefe…
—Ese será nuestro secreto Carlos—dijo Guzmán,
mirando con seriedad al detective—. Aparte de mi trabajo
como detective, heredé una misión de parte de un gran
maestro guerrero… aún no logro entenderlo bien, pero mi
misión es luchar contra entidades malignas, y el modo que
tengo para reconocerlas, es por medio de su olor. Mi arma
es una vara de olivo, que es un árbol sagrado cuya alma
reside en el cielo, y que tiene el poder suficiente como
para vencer a cualquier entidad del mal, mientras sea
utilizada por algún guerrero; en manos comunes no es más
que un simple palo.
—Cresta… jefe, yo no tengo problemas en guardar su
secreto, ¿pero qué le vamos a decir al fiscal Ortega?—dijo
algo preocupado Jiménez.
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—Por Ortega no te preocupes, ya le entregué mi
informe—dijo Guzmán, en el instante en que el fiscal
tocaba la puerta y entraba a la habitación.
—Detective Jiménez, qué bueno verlo despierto, ¿cómo se
siente?
—Bien señor fiscal, me duele bastante el hombro, pero ya
me recuperaré—respondió Jiménez.
—Qué bien que este caso por fin haya terminado, les
agradezco el trabajo detectives, fue una genialidad de parte
de todo el equipo obtener la evidencia para determinar
que era el sacerdote el líder de la secta y el autor de todos
los homicidios—dijo Ortega, sonriendo satisfecho.
—Lo mejor de todo fue la asociación que hizo Carlos de
las fibras en las uñas de la última víctima con la tenida del
homicida—dijo Guzmán—. Gracias a ello pudimos dar
con él y terminar con todo esto.
—Sí, lo único que no me queda claro es por qué lo mató
de un palo en la cabeza en vez de usar su arma de servicio,
o intentar detenerlo—dijo Ortega.
—En el informe está detallado señor fiscal—dijo
Guzmán, serio—. Cuando llegamos a su escondite tras la
parroquia nos pilló de sorpresa, hirió con la garra de
dinosaurio petrificada a Carlos, y en vez de sacar mi arma
tomé lo primero que encontré a mano en el suelo y lo
golpeé con todas mis fuerzas.
—Sí, lo entiendo inspector, está claro que es distinto leer
un informe en retrospectiva que vivir una agresión como
la que recibió el detective y reaccionar instintivamente
como usted lo hizo—dijo Ortega—. Bueno detective, lo
dejo descansar. Trataré de dilatar lo más posible su
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comparecencia en tribunales en el proceso que le seguimos
a los supervivientes de esta secta, tenemos suficientes
ilícitos para mantenerlos tras las rejas durante harto
tiempo.
—Una última pregunta señor fiscal—dijo Guzmán—, ¿ya
averiguó qué es lo que vimos en los videos de las cámaras
de seguridad?
—Por supuesto inspector, fue la tenida negra de Antonio
Valdivia la que nos confundió—respondió el fiscal,
saliendo raudo de la habitación, mientras Jiménez y
Guzmán sonreían en silencio.