cierto es que últimamente no habíamos jugado muy a menudo.
—¿Cómo estás? —preguntó, y yo volví a sonreír, un poco nerviosa.
—¿Que cómo estoy? Bien, creo. ¿Por qué? ¿Es que me ves mal? —Creí que
quizá se refería a que tenía mala cara o algo así, pero, tal y como sucedieron las
cosas, eso vino después.
Esperaba que me dijera que le habían subido el sueldo, le habían echado del
trabajo o tal vez que me llevaría a Europa, como hacía a veces cuando tenía tiempo.
Le gustaba sorprenderme con un viaje, era su manera de decirme que le habían
despedido. Pero ahora no tenía esa típica mirada avergonzada. No, esta vez no se
trataba del trabajo, ni de unas vacaciones, era otra clase de sorpresa.
La suave tela del camisón hacía que me deslizara en la butaca de satén, lo cual me
resultaba molesto. Como nunca me sentaba allí, había olvidado que siempre me
ocurría lo mismo. Mi viejo camisón tenía varios rotos, por supuesto nada atrevido y,
como por la noche siempre tengo frío, llevaba una camiseta debajo. Me había
acostumbrado a aquella imagen durante los trece años de matrimonio. El trece de la
suerte… o al menos así lo había sido hasta ese día. Mientras lo miraba, Roger me
resultaba tan familiar como mi camisón. Me sentía como si llevara toda la vida
casada con él, en realidad así era, y por supuesto creía que siempre lo estaría. Nos
conocimos de niños, crecimos juntos y él había sido mi mejor amigo durante años, el
único ser humano en que había confiado. Sabía que, pese a sus defectos (y tenía unos
cuantos), nunca me haría daño. De vez en cuando le daba por ponerse gruñón, como a
todos los hombres, y le costaba conservar un empleo, pero jamás me había hecho
realmente daño y tampoco se había portado mal.
Roger nunca tuvo mucho éxito profesional. Poco después de casarnos se dedicó a
la publicidad, después tuvo una serie de empleos en el mundo del marketing e invirtió
en unos cuantos negocios poco brillantes. Sin embargo, en el fondo nunca me
importó. Era una buena persona y se portaba bien conmigo. Me gustaba estar casada
con él. Además, gracias a mi abuelo, que me había dejado un fondo fiduciario antes
de morir, el dinero nos alcanzaba no sólo para ir tirando, sino también para vivir
bastante cómodamente. La herencia de mi abuelo cubría mis necesidades, las de
Roger y los niños, y me permitía ser comprensiva con los errores financieros de mi
marido. Hacía años que había aceptado que, cuando se trataba de ganar dinero o
conservar un empleo, Roger no tenía lo que había que tener. Sin embargo, era muy
bueno con los niños, a los dos nos gustaban los mismos programas de televisión y
veranear en el mismo sitio, teníamos un apartamento en Nueva York que nos
encantaba, él me dejaba elegir la película que íbamos a ver una vez a la semana y, por
si fuera poco, me encantaban sus piernas. Perdí la virginidad con él en los tiempos de
la universidad, y estaba segura de que, comparado con Roger, Casanova no era nada
en la cama. Compartíamos gustos musicales y cuando bailábamos, él me cantaba al
oído. Bailaba bien, era un padre fantástico y mi mejor amigo. Así pues, ¿qué
importaba si era incapaz de conservar un empleo? Mi abuelo había resuelto ese
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