humo de las lámparas, o de las ascuas de la cocina; una maravilla de colores en telas que nos
rodeaban bajo el techo bajo e irregular; un brillo de belleza que latía y palpitaba.
»—Siéntate, siéntate... —me dijo, con esas manos febriles sobre mi pecho, estrechadas por
las mías, pero apartándose, mientras crecía en mí el hambre en oleadas.
»Luego lo vi a distancia, con los ojos concentrados, la paleta en una mano, la tela enorme
oscureciendo el brazo que se movía. Y sin pensar e indefenso, me quedé allí sentado,
descansando con sus pinturas, descansando con esos ojos adoradores, dejando que todo
continuara hasta que recordé los ojos de Armand, y Claudia, que corría por aquel pasillo de
piedra y se alejaba con pasos resonantes, se alejaba de mí...
»—Estás vivo —murmuré.
»—Huesos —me contestó—. Huesos...
»Y los vi amontonados, sacados de esas fosas de Nueva Orleans tal corno están allí,
puestos en cámaras detrás del sepulcro para poder poner otros en esos angostos espacios.
Sentí que se me cerraban los ojos; el hambre se me transformó en agonía, y mi corazón clamó
por un corazón vivo; entonces sentí que se me acercaba, con las manos extendidas hacia mi
cara..., ese paso fatal, ese impulso fatal. Un suspiro se escapó de mis labios.
»—Sálvate —susurré—. Cuidado.
»Entonces algo sucedió en el resplandor húmedo de su rostro, algo desangró las venas
rotas de su frágil piel. Se separó de mí y se le cayó el pincel de las manos. Me puse de pie
sintiendo los dientes contra los labios, sintiendo que se me llenaban los ojos con los colores de
su cara, mis oídos llenos con su grito apagado, mis manos llenas con esa carne firme, rebelde
hasta que lo acerqué a mí, indefenso, y le rasgué la carne y tuve la sangre que le daba vida.
»—Muere —susurré cuando lo dejé en libertad de movimientos, con su cabeza apoyada en
mi abrigo—, muere —insistí, y sentí que luchaba por levantar la cabeza y mirarme. Y volví a
beber y él volvió a removerse hasta que, por último, se dejó caer, sin fuerzas, espantado y
próximo a la muerte, al suelo. No obstante, no cerró los ojos.
»Me puse ante su tela, debilitado, en paz, mirando sus vagos ojos grises, mis propias
manos rosadas, mi piel tan lujosamente cálida.
»—Soy un mortal nuevamente —dije—. Estoy con vida. Con tu sangre, recupero la vida.
»Cerró los ojos. Me apoyé en la pared y me encontré contemplando mi propio rostro.
»Lo único que había hecho era un boceto, una serie de líneas negras que, sin embargo,
formaban mi cara y mis hombros a la perfección. Y el color ya había comenzado con
manchones y pinceladas: el verde de mis ojos, la blancura de mis mejillas. Pero, ¡qué horror el
contemplar mi propia expresión! Porque él la había captado perfectamente y allí no había nada
de horror. Esos ojos verdes me miraban desde esa forma apenas bocetada con una inocencia
simple, con la sorpresa inexpresiva de ese deseo todopoderoso que él no había comprendido.
El Louis de hacía cien años, perdido y escuchando el sermón del sacerdote en la misa, con los
labios abiertos e inmóviles, el cabello despeinado y una mano cerrada sobre las rodillas. Un
Louis mortal. Creo que me reí y me llevé las manos a la cara, y me reí casi hasta el punto de
tener los ojos llenos de lágrimas; y cuando bajé los ojos, allí estaba la mancha de las lágrimas
mezcladas con la sangre humana. Ya había comenzado en mí el impulso del monstruo que
había matado y que volvería a matar, que ahora recogía la pintura y se aprestaba a irse con
ella de la pequeña casa, cuando, súbitamente, el hombre se levantó del suelo con un gruñido
animal y se aferró a mis botas, con sus manos resbalando por el cuero. Con un espíritu colosal
que me desafiaba, alcanzó la pintura y la agarró con fuerza con sus manos blancuzcas.
»—¡Devuélvemela! —me gruñó—. ¡Devuélvemela!
»Nos la disputamos. Mientras, yo lo miraba y miraba también mis propias manos, que
retenían con tanta facilidad lo que él quería arrancarme con tanta desesperación, como si
quisiera llevársela al cielo o al infierno; yo, el monstruo que su sangre no podía transformar en
humano, y él, el hombre que mi mal no había derrotado. Y entonces, como si no hubiera sido
yo, le arranqué la pintura de las manos y levantándolo hasta mis labios con un solo brazo, le
abrí la garganta, enfurecido.
»Al entrar en las habitaciones del Hotel Saint-Gabriel —prosiguió el vampiro—, puse el
cuadro sobre la chimenea y lo contemplé largo rato. Claudia estaba en alguna de las
habitaciones. Había otra presencia intrusa, como si en uno de los balcones superiores, un
hombre o una mujer estuviera próximo, despidiendo un inconfundible perfume personal. Yo no
sabía por qué me había llevado el cuadro, por qué había luchado por él de un modo que ahora
me avergonzaba más que el asesinato. Ni por qué lo tenía encima de la chimenea, viéndolo
con mi cabeza gacha, mis manos temblando visiblemente. Y entonces, lentamente, volví la
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