Experiencia y prejuicio
La experiencia, efectivamente, es un tipo de conocimiento práctico que proporciona una mayor
plasticidad de respuesta. Como dice el refrán: “el joven conoce las leyes; el viejo, las
excepciones”. Pero la experiencia no es algo que se adquiera de forma pasiva, por el mero paso
del tiempo. Exige capacidad de aprendizaje, de lectura de la propia vida. Cuando confundimos la
naturaleza de la experiencia y transformamos nuestras propias vivencias en ley, la experiencia
deja de ser el conocimiento práctico que es y se torna en prejuicio. Uno de los personajes
pretende hacer ley universal la coducta antisocial que abunda en ciertos barrios marginales; otro,
abandonado por su hijo, desarrolla una opinión generalizada hacia todos los hijos, e incapaz de
enfrentarse a la realidad de sus sentimientos, los proyecta hacia todos los hijos. Azarosamente
declara cómo educó a su hijo a partir de su propia opinión sobre lo que debía ser un hombre. Sin
darse cuenta, su incapacidad por comprender y respetar a su hijo es lo que provocó en su
momento que éste le abandonara. Y esa incapacidad es lo que le lleva a negar sus sentimientos,
al tiempo que es dominado por ellos al convertirse en prejuicios. Cuando la realidad le obliga a
dar su brazo a torcer lo verbaliza: “maldigo a todos los hijos por los que das la vida”. Es el
momento de la expiación.
El retrato de la experiencia verdadera lo proporciona aquí el anciano del jurado, un hombre con
verdadera experiencia, con un fino olfato desarrollado a través de la observación de toda una
vida, que le permite discernir caracteres, motivaciones, necesidades, en los distintos testimonios
que los dos testigos principales ofrecen; es a partir de ese sutil conocimiento psicológico como
consiguen encajar las piezas del puzzle que faltaban: por qué habrían de mentir o disfrazar la
verdad los testigos.
El siguiente paso es el diálogo: Casi al comienzo, cuando el protagonista propone una
segunda votación, se hubiera rendido si no hubiera encontrado apoyo. La justicia jamás podrá
desarrollarse en una sociedad sorda. El monólogo, por veraz e instructivo que sea, no puede
transformar la realidad humana, porque ésta es, básica y radicalmente, social. Ese diálogo, para
ser efectivo, debe estar enfocado racional y objetivamente en todo momento. En este punto es
imprescindible volver al comienzo de la cuestión, al punto de partida: la opinión.
La opinión
La opinión, como hemos visto, puede no estar exenta de prejuicio. Una opinión sólo puede ser
aceptable en la medida en que pueda ser revisada. Los seres humanos percibimos la realidad
desde una perspectiva existencial, la de la propia vida. En la medida en que estamos abiertos
al diá-logo, a la comprensión de otros puntos de vista, las vivencias propias dejan de ser mera
experiencia de una vida y se van convirtiendo en experiencia de la vida.
El diálogo es imprescindible para el desarrollo vital de la razón. La razón sola, individual, es
meramente teórica y contemplativa. Para poder implantarse en la vida es necesario que no sea
uno solo el que se aplique a ella.
El último paso, lógicamente, es la comprensión de una verdad más radical, de naturaleza tan
distinta a la cerrazón de las previas opiniones acríticas. Nunca se podrá saber si el chico mató o
no realmente a su padre, pero para la conclusión de la película esto es irrelevante. Nadie acaba
en el proceso igual que comenzó; la seguridad en el modo de intervenir y de expresarse de cada
uno se van dando la vuelta; la fuerza del prejuicio se debilita, la pequeña sociedad ahí
concentrada se transforma. La racionalidad, en todo su poder, ha cumplido su misión.