política, y que se da. a si misma significación, tomando partido. El burgués no se siente
burgués, sino que es «liberal», y no puede decirse que su persona représenle una gran
causa, sino que pertenece a ella por su convicción. La debilidad de esta forma social es
causa de que la económica destaque más en las «profesiones», asociaciones y gremios. En
las ciudades, por lo menos, se designa a los hombres por la profesión de que viven.
Económicamente, lo primero, lo primordial y casi lo único es el aldeano [307]. La vida
rural es la absolutamente productiva, la que hace posible las demás vidas. Las clases
primordiales de la sociedad fundan su vida, en los tiempos primitivos, sobre la caza, la
ganadería, la posesión de tierras, y aun para la nobleza y el sacerdocio de las épocas
posteriores es ésa la única posibilidad distinguida de tener «bienes». Frente a ella está la
vida del comercio [308], que es medianería y botín; esta vida con relación al pequeño
número, es de gran potencia y desde muy pronto se hace indispensable; constituye un
refinado parasitismo, completamente improductivo, y por eso ajeno al campo, errante,
«libre», sin la carga anímica de las costumbres y usos de la tierra, una vida que se nutre de
las demás vidas. Entre ellas crece, empero, una tercera especie de economía, la economía
elaborativa, la economía de la técnica, en innumerables oficios y profesiones, que reducen
a aplicación creadora la meditación sobre la naturaleza y cuyo honor y conciencia van
vinculados a la realización [309]. Su más vieja corporación, que se retrotrae hasta los
tiempos primitivos, es la de los herreros, los cuales constituyen el modelo para los otros
oficios con un gran número de leyendas obscuras, usos y creencias varias. Los herreros, que
con orgullo propio se separan de los aldeanos, imponen en torno suyo una especie de temor
que oscila entre el respeto y la repulsa; han llegado a veces a formar tribus populares de
raza propia, como los falascha en Abisinia [310].
En la economía productiva, en la elaborativa y en la medianera existen, como en todo lo
que pertenece a la política y en general a la vida, sujetos y objetos de la dirección, esto es,
grupos que disponen, deciden, organizan, inventan, y otros que se encargan sólo de la
ejecución. La diferencia de rango puede ser enorme o apenas sensible [311]; el ascenso
puede ser imposible o evidente; la dignidad de la función puede ser casi la misma, con
lentas transiciones, o totalmente distinta. La tradición y la ley, el talento y la riqueza, la
población, el grado de cultura, la situación económica, dominan la oposición; pero existe, y
está dado con la vida misma, y es inmutable. A pesar de todo, no existe económicamente
una, «clase trabajadora»; es esta una invención de tos teóricos, que tenían ante los ojos la
situación de los obreros de las fábricas en Inglaterra, país industrial casi sin aldeanos, y en
una época de transición, y que extendieron el esquema a todas las culturas y todos los
tiempos, hasta que los políticos lo convirtieron en base para la formación de partidos. En
realidad hay un número inmenso de actividades de índole puramente servil en el taller y en
la oficina, en el despacho y en el buque, en las carreteras, en las minas, en el prado y en el
campo. A ese calcular, llevar, correr, martillear, coser, atalayar, le falta con frecuencia eso
que da a la vida dignidad y encanto, allende su propia conservación, como sucede en las
tareas propias de una clase, en los menesteres del oficial y del científico o en el éxito
personal del ingeniero, administrador y comerciante. Pero todo eso es incomparable entre
sí.
La espiritualidad o la dureza del trabajo, su localización en la aldea o en la gran ciudad, la
extensión y la tensión del trabajo, hacen que el jornalero del campo, el empleado de banco,