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Pero ahora el viejo se había detenido,
maravillado por el espectáculo más ines-
perado, más imponente que hubiera visto
en su larga existencia. Sobre un fondo de
montañas estriadas de violado por gargantas
profundas se alzaba un palacio rosado, un
alcázar de ventanas arqueadas, hecho casi
aéreo por el alto zócalo de una escalinata
de piedra. A un lado había largos cobertizos
tejados, que debían ser las dependencias, los
cuarteles y las caballerizas. Al otro lado, un
edicio redondo, coronado por una cúpula
asentada en blancas columnas, del que salían
varios sacerdotes de sobrepelliz. A medida que
se iba acercando, Ti Noel descubría terrazas,
estatuas, arcadas, jardines, pérgolas, arroyos
articiales […] Por la explanada de honor iban
y venían, con gran tráfago, militares vestidos
de blanco, jóvenes capitanes de bicornio,
todos constelados de reejos, sonándose el
sable sobre los muslos. […] A las ventanas
del palacio asomábanse damas coronadas de
plumas, con el abundante pecho alzado por el
talle demasiado alto de los vestidos a la moda.
En un patio, dos cocheros de librea daban
esponja a una carroza enorme, totalmente
dorada, cubierta de soles en relieve […]
Pero lo que más asombraba a Ti Noel era el
descubrimiento de que ese mundo prodigioso,
como no lo habían conocido los gobernadores
franceses del Cabo, era un mundo de negros.
Porque negras eran aquellas hermosas señoras,
de rme nalgatorio, que ahora bailaban la
rueda en torno a una fuente de tritones; negros
aquellos dos ministros de medias blancas,
que descendían, con la cartera de becerro
debajo del brazo, la escalinata de honor […]
negros aquellos lacayos de peluca blanca,
cuyos botones dorados eran contados por un
mayordomo de verde chaqueta; negra, en n,
y bien negra, era la Inmaculada Concepción
que se erguía sobre el altar mayor de la capilla,
sonriendo dulcemente a los músicos negros
que ensayaban una salve. Ti Noel comprendió
que se hallaba en Sans-Souci, la residencia
predilecta del rey Henri Christophe, aquel
que fuera antaño cocinero en la calle de Los
Españoles, dueño del albergue de La Corona,
y que hoy fundía monedas con sus iniciales,
sobre la orgullosa divisa de Dios, mi causa
y mi espada.
El viejo recibió un tremendo palo
en el lomo. Antes de que le fuese
dado protestar, un guardia lo esta-
ba conduciendo, a puntapiés en el
trasero, hacia uno de los cuarteles.
Al verse encerrado en una celda, Ti Noel
comenzó a gritar que conocía personalmente
a Henri Christophe, y hasta creía saber que se
había casado desde entonces con María Luisa
Coidavid, sobrina de una encajera liberta que
iba a menudo a la hacienda de Lenormand
de Mezy. Pero nadie le hizo caso. Por la tarde
se le llevó, con otros presos, hasta el pie
del Gorro del Obispo, donde había grandes
montones de materiales de construcción.
Le entregaron un ladrillo
—¡Súbelo!—: ¡Y
vuelve por otro!
—Estoy muy viejo. Ti Noel
recibió un garrotazo en
el cráneo. Sin objetar
más, emprendió la ascensión de la empinada
montaña, metiéndose en una larga la de niños,
de
muchachas embarazadas, de mujeres y de
ancianos, que también llevaban un ladrillo
en la mano. El viejo volvió la cabeza hacia
Millot. En el atardecer, el palacio parecía más
rosado que antes. […] las princesitas Atenais
y Amatista, vestidas de raso alamarado,
jugaban al volante. Un poco más lejos, el
capellán de la reina
—único semblante
claro en el cuadro
— leía las Vidas Paralelas
de Plutarco al príncipe heredero, bajo la
mirada complacida de Henri Christophe, que
paseaba, seguido de sus ministros, por los
jardines de la casa […]