pero esto era exactamente lo que convertía el mediodía en aburrido. A Dua no le
gustaba encontrarse entre aquella masa temblorosa.
Tenía que comer, por supuesto, pero le gustaba mucho más por la noche,
cuando había muy poca comida, pero todo era penumbra, de un rojo intenso, y
ella estaba sola. Como es natural, lo describía como más frío y solitario cuando
hablaba con las otras, para contemplar cómo se endurecían sus bordes al
imaginar el frío… todo lo duras que podían ponerse las Emocionales jóvenes. Al
cabo de un rato, solían murmurar y reírse de ella… y dejarla sola.
El pequeño sol estaba ahora en el horizonte, con la secreta rubicundez que
sólo ella contemplaba. Se extendió lateralmente y se condensó dorso-
ventralmente, absorbiendo las trazas de débil calor. Lo masticó con la boca
cerrada, para saborear el gusto un tanto agrio y sin sustancia de las longitudes de
onda. (Nunca había conocido a otra Emocional que admitiera que le gustaba.
Pero ella nunca podía explicar que lo asociaba con la libertad; la libertad de los
otros, cuando podía estar sola).
Incluso ahora, la soledad, el frío y el intensísimo rojo le recordaron aquellos
días lejanos anteriores al tríade; y aún más, con mucha claridad, a su propio
Paternal, que avanzaba pesadamente tras ella, siempre temeroso de que se
hiciera daño.
Había sido muy cariñoso con ella, como siempre eran los Paternales; con sus
hijos medianos más que con los otros dos, como siempre. Esto le molestaba y
soñaba con el día en que él la abandonaría. Los Paternales siempre acababan por
hacerlo; y cuánto le echó de menos cuando, finalmente, lo hizo.
Fue a decírselo, con toda la cautela de que fue capaz, pese a la dificultad que
tenían los Paternales de expresar sus sentimientos. Aquel día, ella había huido de
él; no lo hizo por malicia, ni porque sospechara lo que tenía que decirle sino
solamente por felicidad. Había encontrado un lugar especial al mediodía, donde
pudo comer a placer en su inesperado aislamiento, y había experimentado una
extraña e inquietante sensación que exigía movimiento y actividad. Se deslizó por
las rocas, cubriendo sus bordes con los suyos propios. Sabía que era un acto
groseramente impropio en alguien que no fuera un niño y, sin embargo, era algo
excitante y consolador a la vez.
Su Paternal la alcanzó al fin y se quedó en pie ante ella, guardando silencio
durante mucho rato y entrecerrando sus ojos como para detener cualquier rayo
de luz reflejado por ella, para verla en sus mínimos detalles y durante todo el
tiempo que le fuera posible.
Al principio, ella se limitó a mirarle a su vez, mientras pensaba confusamente
que la habla visto rascarse contra las rocas y estaba avergonzado de ella. Pero no
captó ninguna vergüenza y, al final, dijo en voz muy baja:
—¿Qué ocurre, Papá?
—Ocurre, Dua, que ha llegado el momento. Lo he sentido acercarse. Con