Sin Familia Hector Malot
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y que, además, había ganado también su parte de la vaca; por otra parte, era nuestro
compañero y, por lo tanto, debía comer como nosotros, puesto que ella había afirmado que
no tocaría las crêpes sin que antes hubiéramos nosotros calmado nuestro terrible apetito.
Transcurrió mucho tiempo antes de que este apetito y, sobre todo, nuestra gula, se sintieran
satisfechos; sin embargo, llegó un momento en el que, de común acuerdo, declaramos que
no comeríamos una sola crêpe más antes de que mamá Barberin hubiera comido también.
Y entonces nos tocó intentar hacer las crêpes: primero yo, y luego Mattia; poner la
mantequilla, verter la pasta era bastante fácil, pero no
teníamos el golpe de muñeca necesario para hacer saltar la crêpe; yo arrojé una a la ceniza, y
Mattia recibió otra, ardiente, en la mano.
Cuando el barreño estuvo por fin vacío, Mattia, que se había dado cuenta de que mamá
Barberin no quería hablar en su presencia, de lo que 'tenía interés para mi", dijo que tenía
ganas de ver cómo se portaba la vaca en el patio y, sin escuchar nada, nos dejó, mano a
mano, a mamá Barberin y a mí.
Si yo había aguardado hasta aquel momento no fue, no obstante, sin una viva impaciencia y
necesité todo el interés despertado por la confección de las crêpes para evitar que me
dominara la preocupación.
Me parecía que Barberin había ido a París para encontrarse con Vitalis y que éste le pagara
los años, ya transcurridos, de mi alquiler. No era, pues, asunto mío: Vitalis muerto no
pagaba y nadie podía reclamarme nada. Pero si Barberin no podía exigirme dinero podía, en
cambio, exigir mi persona y si me ponía la mano encima podía entregarme a cualquiera que le
pagara cierta cantidad. Y aquello me interesaba e, incluso, me interesaba mucho, pues yo
estaba decidido a hacer cualquier cosa antes que resignarme a sufrir la autoridad del horrendo
Barberin; si era necesario, me marcharía de Francia y me iría a Italia con Mattia, a
América, al fin del mundo.
Razonando de este modo, me prometí ser cauto con mamá Barberin, no porque imaginara que
debía desconfiar de ella, yo sabía cómo me amaba, qué fiel me era aquella querida mujer;
pero ella temblaba ante su marido, yo lo había visto, y, sin querer, si hablaba demasiado, ella
podía repetir lo que yo le dijera y proporcionar así a Barberin el modo de alcanzarme, es
decir, de volver a apoderarse de mí.
Si eso sucedía no sería, al menos, culpa mía; me mantendría alerta.
Cuando Mattia salió, le dije a mamá Barberin:
–Ahora que estamos solos, ¿me dirás por qué es interesante para mí el viaje de Barberin a
París?
–Claro, hijo mío, con mucho gusto.
¡Con mucho gusto! Aquello me dejó estupefacto.
Antes de continuar, mamá Barberin miró hacia la puerta.
Tranquilizada, se volvió de nuevo a mí, y en voz baja, con la sonrisa en el rostro, dijo:
–Parece que tu familia te busca.
–¡Mi familia!
–Sí, tu familia, mi pequeño Remi.
–¿Tengo, acaso, familia? ¡Yo, el niño abandonado, tengo familia, –mamá Barberin!
–Debemos pensar que no te abandonaron voluntariamente, puesto que ahora te buscan.
–¿Quién me busca? ¡Oh, mamá Barberin, habla, habla de prisa, te lo ruego!
Luego, de pronto, me pareció que me estaba volviendo loco y grite:
–¡No, no, es posible, es Barberin quien me busca!
–Sí, claro, pero por cuenta de tu familia.
–No; para él, para apoderarse de nuevo de mi, para volver a venderme; ¡pero no lo
conseguirá'!
– ¡Oh, Remi! ¿Cómo puedes pensar que yo me prestara a eso?