MARIA JESÚS ECHEVARRÍA, ESCRITORA SIN FRONTERAS (Dossier)

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About This Presentation

Dossier de la genial escritora española MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA


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MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA

(1932-1963)




escritora sin fronteras




Edición:

Julio Tamayo

[email protected]

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ÍNDICE




1- INTRODUCCIÓN……………………………………………………………..5

-“Elegía por una escritora” Tomás Salvador….…………....………………...5

-“Escritora sin fronteras” Julio Tamayo…………………............……...……7


2- BIOGRAFÍA………………………………………………………………….11



3- OBRA………………………………………………………………………....13


-Literaria…………………….…………………….……………………….....13

-Prensa….……..……………….….…..….…..………………..……………..1 3
-Traducciones……………….………..……….………………………..…….15


4- ENTREVISTAS…………………………………………………...………….17


-Pueblo (27-06-1958)......................................................................................17
-La Vanguardia (08-12-1959)……….…….………….…….…….…………..19

-La Hora (diciembre 1959)………………..…….………….…….………..…21
-El Español (20-26 diciembre 1959)…………………..…………..…………23
-Gaceta Ilustrada (26-12-1959)………………..……..……..…….……..…..35
-La Estafeta Literaria (15-02-1960).................................................................41
-Pueblo (01-01-1963).......................................................................................45
-Pueblo (24-01-1963).......................................................................................47



5- CRÍTICAS..…………………………………………………………………...49


“Niña distinta” (1954)….…….………..……..………………..………….....49

-Laura Rivas Arranz…….…….………….………..………….… …….….51
-Julio Tamayo……………………………………………….......... ...….....53

“Las medias palabras” (1959)……..………………………………………...55

-E.P…..…………..………………………..………..………………….….57
-R.C.P...........................................................................................................59

-Julio Tamayo..………………............……………………………….…...61

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“Poemas de la ciudad” (1960)…………..…………..………………..……...63

-ABC…………..…….………..…..….…………..…..….………….…… ..65
-Julio Tamayo……………………………............………………………..67

“La sonrisa y la hormiga” (1962)…………..…………………………….….69

-ABC……….…..…………………..……….……………….………..…...7 1
-Emilio Merino…………………………………………………..………..7 3
-La Vanguardia……………….……………………….……………….….7 5
-Rafael Laffón…………..…………..…….……..……..………… ….…...77
-Julio Tamayo………............…………………………………….……….79

“Pasteur” (1963)…………..…….…….…….……………….…….………...81

-Julio Tamayo…............………………………………………...………...83


6- TEXTOS………………………………………………………………….…...85


-Fin de curso norteamericano (1954) (artículo)……..………..……………...85

-Niña distinta (1954) (cuento)…….......….…….….…….……………..…….99
-Victorino Echevarría, Premio Nacional de Música (1956) (artículo)…..….125
-Diálogo íntimo con Carmen Laforet (1956) (entrevista)..............................133
-La mujer y lo universitario (1958) (artículo)................................................143

-Poemas de la ciudad (1960) (poemario)………..….…..…..….…..….…....145
-Selección de frases……................................................................…………...173


7- CARTAS……………………………………………………………………..175


-A Concha Lagos (1959)………..…..……..……..……..……..……...……..175

-A Miguel Delibes (1960)………..…..……..…….……..……..……..……..177

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AL LEER UNA NOTICIA

ELEGÍA POR UNA ESCRITORA



En la radiante mañana de agosto, el escritor lee el periódico. Ha llegado a ser
alérgico a las noticias grandes y prefiere las pequeñas, las cotidianas de la ciudad,
donde siempre el recuerdo se orienta hacia nombres y parajes conocidos. De
pronto, la noticia esquemática, casi brutal: "Muere repentinamente en Madrid la
escritora María Jesús Echevarría". Y siguen datos de filiación bibliográfica. Poca
cosa, porque María Jesús Echevarría era muy joven y apenas había publicado dos
novelas y un libro de versos. Como periodista, su precocidad le hacía aparecer
más antigua. Pero sólo tenía treinta y un años. Escribía, desde los quince, sobre
todo para el periódico. Formó en el equipo del primer "El Español" y "La Estafeta
Literaria". Esta semana mismo, una gran revista barcelonesa publica un magnífico
reportaje suyo.

Se me hace difícil escribir sobre María Jesús Echevarría. Sobre el traumatismo
de una muerte joven e inesperada, gravita cierto remordimiento. María Jesús
Echevarría había estado en Barcelona hacía poco y, verdaderamente, yo no le
había prestado mucha atención, incluso evitaba que me hiciera confidente de sus
calamidades. Una editorial para la que trabajaba había puesto la proa de su
encargado a los trabajos de traducción de la escritora. María Jesús Echevarría se
encontraba falta de uno de sus medios de vida. Por si era poco, tenía un par de
libros terminados que no sabía dónde colocar, en el eterno calvario del escritor.

No obstante, María Jesús Echevarría no era una desconocida. Sus trabajos
periodísticos eran muy brillantes —cuando menos en su primera época, cuando
estaba libre de problemas sentimentales— y si el Premio "Elisenda de Montcada"
la había descubierto hace unos años al premiar su novela "Las medias palabras",
yo la había confirmado eligiendo su libro "La sonrisa y la hormiga" como una de
las "Selecciones Lengua Española".

María Jesús Echevarría, a sus treinta años, era un tipo humano de fábula, de
imposible clasificación. Imposible, porque era imprevisible. Pequeña, corta de
vista, de habla pausada, casi inaprensible, era dueña de un portentoso despiste.
Nunca se acordaba de acudir a una cita, o se quedaba dormida en el hotel o había
anotado dos horas más tarde. Hacerle un encargo era exponerse a que lo
cumpliera quince días más tarde. Contraía deudas con la inconsciencia de un
chiquillo y luego no se acordaba de ellas. Tenía una cultura magnífica y bien
digerida, un desprecio absoluto por los convencionalismos y una indulgencia total
para las faltas ajenas. Hacía tiempo que había roto con su familia y no deja de ser
una muestra de ironía el que los periódicos citen, entre sus merecimientos, que era
hija del director de la Banda Municipal de Madrid.

Su vida sentimental era tan despistada como su desorden vital. Era muy difícil
calibrar sus sentimientos en este aspecto, porque María Jesús Echevarría, poco
dada al dramatismo, utilizaba el mismo tono de voz, neutro y distante, para hablar
de cosas tremendas y de cosas insignificantes. No se quejaba, exponía
simplemente.

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Había fracasado sentimentalmente, pero estaba consciente de la culpa que le
pertenecía. No se perdía en jeremiadas. Afrontaba la situación con extraño valor,
casi indiferencia, en una persona tan feble, casi insignificante. Hacía poco había
tenido un hijo y luchaba por él, de la misma forma callada y sin efectismos.

Era muy trabajadora. Cuando menos, es deducible de su extenso repertorio
literario, incluyendo sus trabajos periodísticos y las novelas en espera. Había
viajado mucho y su novela "La sonrisa y la hormiga" era un resumen de sus
experiencias americanas. Sus temas preferentemente juveniles. La novela aludida
era la primera de una trilogía, donde pensaba explayar el problema de la
incomprensión en las colectividades. Había comenzado por una universidad
norteamericana, tenía escrito el de una comunidad artística en París y pensaba
rematarlo con el equivalente español.

Cuando muere un escritor joven, y este año son dos: Manuel San Martín y
María Jesús Echevarría, duele doblemente esta frustración. Es tan difícil la lucha
literaria en España, que si se logra sobresalir, como lo consiguieron los dos
citados, puede apostarse por su auténtico valor. Ambos, efectivamente, eran
grandes valores en cierne, con ese distintivo común a gran parte de nuestros
escritores jóvenes: el periodismo. Por lo que respecta a María Jesús Echevarría,
estoy seguro de su calidad. Lo que me duele es algo que cuesta definir, que podría
ser lo siguiente. Con los jóvenes, los prematuros y precoces, andamos cautos en
conceder laureles y reconocimientos: "Hay tiempo", pensamos. Y así nos
sobornamos cuando es preciso tender una mano o hacer un elogio. Y luego resulta
que no, que no hay tiempo, que la muerte no lo mide como nosotros y que nos
encontramos de repente con un hueco en el corazón. Regateamos méritos a los
jóvenes, para dárselos a ilustres figurones que ni siquiera escriben una línea o la
escriben para hablarnos del Tíber y los cardenales del setecientos; es decir, de
cosas que no nos interesan.

Cierto, llevé a María Jesús a "Selecciones" y unos cuantos miles de pesetas a su
depauperada bolsa de escritora. Pero no estoy contento. Sospecho que su última
visita a Barcelona, hace un mes escaso, tenía importancia para ella: buscaba algo
o quería quitarse algo de encima. Me temo que tanto yo como los demás no
comprendimos su urgencia, la importancia de sus problemas, posiblemente
porque ella no sabía dramatizar. Dios quiera que la noticia "muerte repentina" no
encubra el piadoso eufemismo de siempre. María Jesús Echevarría era joven, muy
joven, y aunque llevaba la vida como una vela encendida por las dos
extremidades, tenía por delante mucho trabajo y mucho afán de escritor.
Barcelona, la ciudad que en dos libros le dio dos premios, la había adoptado.
Literariamente era nuestra.

Descanse en paz. Su fabuloso despiste no equivocará a Dios. Tenía inteligencia
de adulto en corazón de niño. Tenía el prejuicio de no tener prejuicios y en
consecuencia carecía de una línea. Pero era, esencialmente, bondadosa y sencilla.
No podía ser otra cosa que escritora y lo era desde que supo las primeras letras.
Descanse en paz la joven escritora, la amiga que vivía en otro planeta.



Tomás Salvador – La Vanguardia 22-08-1963

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MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA, ESCRITORA SIN FRONTERAS






















Los dos premios literarios comerciales más conocidos en España son el Planeta
y el Nadal, y en su momento de mayor prestigio, los años 40, 50 y 60,
compitieron con otros tres premios bastante menos populares, si bien más
ambiciosos a nivel cultural, divulgativo. Los premios de novela corta Café Gijón
(1950-actualidad) y Sésamo (1956-1991), en un país en el que las novelas cortas
y los cuentos apenas son considerados literatura, y el prácticamente desconocido
Elisenda de Montcada (1953-1968), que tenía como particularidad el hecho de
que todos los miembros del jurado eran mujeres, algo muy excepcional en la
España machista de la época, hablamos de los años 50, de una dictadura. Y no
solo eso, el propio premio estaba auspiciado por una mujer, la fundadora de la
revista Garbo (también de la revista Cristal y subdirectora durante 5 años de
Fotogramas, fundada por su marido, el crítico de cine Antonio Nadal-Rodó, la
revista Garbo también patrocinaba el premio Café Gijón), María Fernanda Gañán
(1918-2012) (que también creó la editorial Garbo para dar salida a las novelas
premiadas y otros libros principalmente de mujeres, allí se publicó por primera
vez en 1955 el diario de Ana Frank, bajo el título de “Las habitaciones de atrás”),
que se inspiró en el premio literario francés Fémina, la versión femenina del
prestigioso Goncourt. La principal diferencia con el premio francés es que el
Elisenda de Montcada, reina consorte de la Corona de Aragón que fue mecenas
cultural en su época, el siglo XIV, es que aquí no había restricción de género a la
hora de presentar novelas (más de 90 por edición), podían hacerlo tanto mujeres
como hombres, si bien en los siete primeros años solo se premió a un hombre,
Juan José Poblador (“Pensión”), hecho singular que se dio la vuelta por completo
ya que en los nueve siguientes no se volvió a premiar a ninguna mujer.

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PREMIO ELISENDA DE MONTCADA


1953- “Las oscuras raíces” Carmen Conde

1954- “Efun” Liberata Masoliver
1955- “Cuerpo sin sombra” Eva Martínez Carmona de Casado
1956- “Las siete muchachas del Liceo” Mercedes Rubio
1957- “Pensión” Juan José Poblador
1958- “Vísperas del odio” Concha Castroviejo
1959- “Las medias palabras” María Jesús Echevarría
1960- “Eleuterio” Félix Valtueña
1961- “Carta a nadie” Jaime Moncada Mercadal
1962- “Confesión de parte” José Gerardo Manrique
1963- “El gran sapo” Lauro Olmo
1964- “La verdadera patria” Federico López Pereira
1965- “Los inicuos” José María Aragonés
1966- “El otro bando” Manuel Ferrand
1967- “La huelga” Mauro Muñiz
1968- “Inadaptado” José María Prim


La nómina del jurado no podía ser más prestigiosa, en su primera edición,
además de la fundadora, estaban Ana María Matute (en la segunda edición su
novela favorita fue “La casa gris” de Josefina Rodríguez), la poeta Susana March
y Víctor Catalá, seudónimo de la escritora catalana Caterina Albert. En las
siguientes además de la habitual Carmen Laforet (“Nada”) (posteriormente amiga
íntima de M.ª Jesús Echevarría), también estuvieron Carmen Conde, que ganó la
primera edición con “Las oscuras raíces”, Aurora Díaz-Plaja, María Rosa Cajal,
Eva Martínez Carmona, ganadora de la edición de 1955 con “Cuerpo sin sombra”
y Consuelo Burel. El premio se concedía a finales de año, el 8 de diciembre,
festividad de la Inmaculada Concepción, en Barcelona, en diferentes hoteles, el
Avenida Palace, el Colón, el Ritz, con una cena de ambiente medieval, como una
especie de aperitivo del Nadal, y con una dotación de 25.000 pesetas,
posteriormente 75.000, y en su última edición (1968) 100.000, una cifra muy
respetable para la época. Obviamente el premio no llegó a cuajar del todo, no
tenía el respaldo de una gran editorial, las cifras de ventas de los premiados
fueron muy reducidas, la tirada del libro de M.ª Jesús Echevarría fue de 3.500
ejemplares (su segundo libro publicado “La sonrisa y la hormiga” (1962) todavía
tuvo una tirada más reducida, 3.000 ejemplares), y desapareció del mapa como
muchos otros premios sin dejar apenas huella ni recuerdo.

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En España publicar en una gran editorial (Destino, Plaza & Janés, Planeta,
Anagrama) siempre a sido muy difícil, sin el respaldo de un premio literario
mediático (Planeta, Nadal) casi imposible. Ganarlo, o ser finalista, te garantiza la
publicación y un puñado de lectores, poco más. El prestigio, repercusión, de los
premios literarios en España está bajo mínimos, es equiparable a Eurovisión, la
tumba de los representantes españoles. De los casi 75 años de historia del premio
Nadal solo hay tres novelas destacables, sobresalientes, seminales, “Nada” (1944)
de Carmen Laforet, “Cinco sombras” (1946) de Eulalia Galvarriato y “Entre
visillos” (1957) de Carmen Martín Gaite, no casualmente las tres mujeres, sin
ellas, más Ana María Matute y Miguel Delibes, la literatura española de
posguerra hubiera sido casi un páramo, lo que es ahora. Un boom de la literatura
escrita por mujeres que no se ha vuelto a repetir, no incluyo la novela comercial,
de género, los best-sellers, hablo de literatura de calidad. Luego conclusión, ganar
un premio literario en España no es garantía de nada, ni de calidad, ni de
visibilidad, ni de continuidad, acceso, a una gran editorial, que se lo digan a
María Jesús Echevarría, que ganó con “Las medias palabras” el tercer Premio más
importante de la época, el hoy desconocido Elisenda de Montcada, y no la sirvió
absolutamente de nada, apenas si se distribuyó, leyó, era demasiado osado,
moderno, para la época.

















Todo este largo preámbulo para poner en contexto el premio por el que la
periodista y escritora María Jesús Echevarría salió del anonimato literario, como
periodista ya era bastante conocida, reconocida, a pesar de su juventud, comenzó
a colaborar en revistas y periódicos con 15 años.



Julio Tamayo

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BIOGRAFÍA

María Jesús Echevarría Hernández


Escritora y periodista española, nace en el Madrid viejo, calle Cardenal
Cisneros (después viviría en la calle Florestán Aguilar, en el barrio Buenavista,
entre Ventas y Salamanca) el 29 de septiembre de 1932. Hija de familia de
orígenes humildes, los abuelos eran peones ferroviarios. Su madre Pilar
Hernández nació en León y su padre Victorino Echevarría, nacido en Palencia, era
compositor, catedrático de Armonía en el Conservatorio y director de la Banda
Municipal de Madrid. Estudia el Bachillerato en el Instituto “Lope de Vega”,
donde escribe su primer cuento “Un día en Toledo”. Al mismo tiempo estudia
piano, y sobre todo violín, su instrumento favorito, en el Conservatorio. Ingresa
en 1948 en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, la Central (UCM),
licenciándose en la sección de Historia con Premio Extraordinario,
posteriormente se doctoró. Gracias a su dominio del francés y del inglés consigue
una beca para estudiar en la prestigiosa universidad francesa de La Sorbona
(París), y de ahí pasa a los Estados Unidos, también becada, por una filial de la
Columbia, la Russell Sage College, un colegio femenino, feminista, de Nueva
York. Escribe poemas en las revistas “Umbral” y “Ágora”, con veinte años
redacta la novela corta “El loco”. Se casa con Eloy Benito Ruano, profesor de
Historia de la Universidad Central (luego catedrático de Historia Medieval),
tienen una hija que muere al poco tiempo. Es descubierta por Juan Aparicio en las
“Rondas de Entrevistadores” de “El Español”, y comienza a colaborar con el
semanario en 1953, colaboración que durará más de 10 años, con interrupciones
por enfermedades y viajes, y donde publica infinidad de artículos, reportajes, y
entrevistas, además de algún cuento, “Niña distinta” (1954). Durante los años 60
se convierte en su corresponsal en los Estados Unidos. Habitual de las tertulias
literarias madrileñas, en las que coincidió con Lauro Olmo, Jorge Campos y
Francisco Candel entre muchos otros (incluso con Buñuel: “Luis Buñuel charlaba
con María Jesús Echevarría, y los modistas, Vargas y Ochagavía.” (Cóctel de
inauguración, con exposición de dibujos de Benjamín Palencia, de la galería
GRIN-GHO, de José García-Zozaya, Pueblo 14-12-1962)), y habitual del Ateneo,
del que es socia (n.º 1456), con interrupciones, desde 1949 a 1960. También
colabora en la “La Estafeta Literaria” y en “La Hora”. En 1959 obtiene el Premio
“Elisenda de Montcada” por la novela “Las medias palabras”. Por esa misma
época tiene el proyecto de publicar conjuntamente dos novelas cortas, “El
muñeco de paja” (presentada al Premio Ateneo de Valladolid de novela corta de
1960) y “El constructor de tiovivos”, cosa que al final no sucede. En 1960 es
finalista del Premio Sésamo de novela corta por “La tarima de los sueños”. En
1961 publica el libro de poemas “Poemas de la ciudad”. Queda finalista en 1962
del XI Premio Planeta con la novela “Ayer fuimos gigantes”. Gana en 1962 el
Premio “Selecciones Plaza y Janés”, 50.000 pesetas, por su novela “La sonrisa y
la hormiga”, escrita en 1955. Nace en Barcelona su hijo Sergio (renombrado por
los abuelos Jesús María en homenaje a su madre). Realiza entre 1962 y 1963
varias traducciones de ensayos para las editoriales Argos y Noguer. Publica en
1963 la biografía novelada de Pasteur. Muere el 16 de agosto de 1963.

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Con Pío Baroja

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OBRA LITERARIA


Años 40- “Un día en Toledo” (su primer cuento escrito cuando era bachiller)

1951- “El loco” (novela) (inédita)
1954- “Niña distinta” (cuento)
1960- “Las medias palabras” (novela)
1960- “El muñeco de paja” (novela) (finalista Premio Ateneo de Valladolid)
(inédita).
[Un extracto del libro fue leído el 10 de mayo de 1960 en la tertulia literaria del
Instituto de Cultura Hispánica, con la presentación de su amiga la escritora Carmen Laforet:
https://mega.nz/file/3mRTnYaa#PxZvjZA6605tiRzLMSjPXrgiYD1u23G-KXEuryVTvY8]
1960- “La tarima de los sueños” (novela) (finalista Premio Sésamo) (inédita)

1961- “Poemas de la ciudad” (poesía)
(más poemas sueltos en revistas “Ágora” y “Umbral”)

1962- “Ayer fuimos gigantes” (novela) (finalista XI Premio Planeta) (inédita)
1962- “El constructor de tiovivos” (novela) (inédita)
1962- “La sonrisa y la hormiga” (novela) (escrita en 1955)
1963- “Pasteur” (biografía novelada)


Lista no exhaustiva de trabajos para el semanario “El Español”


293 (1954)- “Fin de curso norteamericano” (Impresiones directas de la vida del
estudiante estadounidense)

299- “Vértigo y pericia a 8.661 metros de altura” (Una información detalladísima
de la conquista del “Rey del Himalaya”)

300 - “Niña distinta” (Cuento)
304 - “Sommerset Maugham” (Entrevista)
312 - “Buffalo Bill, visto por su sobrino” (Mr. Coddy cuenta recuerdos del héroe
del Oeste Americano)

313 -”Sorpresa en el Quai d´Orsay” (Astier de la Vigerie, un aristócrata francés,
al servicio de la URSS)

316 - “Cambia la mujer, cambia España” (De Norte a Sur y de Este a Oeste, un
nuevo ritmo en la vida femenina. Reportaje desde Asturias, una serie de trabajos
sobre la evolución de la mujer en las distintas regiones españolas)

324- “El nuevo embajador italiano en Madrid”
326 (1955)- “Ataulfo Argenta y la música” (Entrevista con el famoso director de
orquesta)

327 - “Técnicas del apostolado” (Entrevista con el Excmo. y Rvdmo. señor
Obispo de San Sebastián)

329 - “Todo lo que fructifica es bueno” (Charla con el Excmo. señor Don Luis
Almarcha, obispo de León)

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330- “Doctor Lauzurica, arzobispo de Oviedo” (La vida y la obra de un hombre
de la Iglesia)

332- “Guitarras y acordeones en una playa mediterránea” (Reportaje sobre el
Primer Certamen Nacional de Habaneras)

343- “En el espíritu de los tiempos” (Conventos de clausura que se adaptan a las
nuevas normas)

346- “Festivales al aire y al sol de España” (Veintiuna provincias montan sus
escenarios cara al pueblo)

348- “Montilla se viste de luces” (Un pueblo andaluz que sabe trabajar y
divertirse)

350- “En Chinchón toreará Cantinflas” (Un pueblo castellano que es un gran coso
taurino)

366- “Entrevista con el embajador de Arabia Saudí” (Midhat Cheij El-Ard habla
de su país)

367- “La abadesa de las Huelgas, abadesa general del Císter”
371- “Entrevista con Noel Clarasó”
372- “La Escuela de Funcionarios Internacionales”
374 (1956) - “Victorino Echevarría, Premio Nacional de Música” (Entrevista con
su padre)

379- “Ginés Liébana, peregrino del arte” (Entrevista con el pintor cordobés)
380- “Diálogo íntimo con Carmen Laforet” (Una entrevista con la autora de “La
mujer nueva”)

382- “El niño Manuel Macarro regresa a España”
383 - “María Isabel Verdejo, premio extraordinario de cirugía” (Entrevista con la
nueva doctora)

386- “El héroe del Alcázar vuelve a Toledo” (Entrevista con Mr. Coles)
396 - “Congreso de la Interpol en Viena” (La Policía secreta de cincuenta y siete
países, conectados por radio)

397 - “Escándalo y drogas” (Cineastas, aristócratas y aventureros, en la redada de
la policía italiana)

418 - “Un final feliz en el drama de la familia Moore” (Despierta de un sueño de
seis meses para tener un hijo)

420 - “Dos hombres a la conquista de lo desconocido” (Von Karman, el mago de
lo supersónico, y Jacques Cousteau, en el mundo del silencio) (y Luis Losada)

498 (1958) - “El algodón, siempre de moda” (Las mil aplicaciones de una
industria que viste al mundo)

502 - “Un Mediterráneo artificial entre Canadá y Estados Unidos” (El canal de
San Lorenzo, milagro de la ingeniería moderna)

504 - “Las fluctuaciones financieras previstas por las variaciones de la moda”
(Investigadores franceses estudian las relaciones entre el vestido femenino y la
economía)

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517 - “En el “Auditorium” de Bruselas, viudas de todos los países” (Se han
reunido en Congreso para tratar de sus problemas)

519 - “Vijaya Lakshmi Pandit, primera embajadora de la India en Madrid”
(“España es un gran país que conocemos y admiramos)

542 (1959) - “Cortejo nupcial en el país del Sol Naciente” (Aki Hito-Mishiko
Shoda, una boda de rito milenario en el moderno ambiente del Japón)

547 - “Sir Harold Gillet, Lord Mayor de Londres” (El 631 Alcalde de la City, en
la Villa de Madrid)

558- “Nueva partida para el comercio: Las compras de los turistas” (Junto a los
abanicos y las muñecas, los cuadros, los organillos, la cerámica y los vestidos de
torero)

572 - “Jauja, siglo XX” (El juguete como medio de instrucción y entretenimiento)
573 - “Nuevo estilo” (Evolución de la mujer española en los últimos veinticinco
años)

577 - “María Jesús Echevarría, premio Elisenda de Montcada” (De la redacción
de “El Español” al éxito literario)

578 - “Mohamed Reza Pahlevi y Farah Diva” (Boda imperial en el palacio de
Teherán)

606 (1960) - “La secretaria moderna, pieza clave” (El bachillerato administrativo,
uno de los más eficaces avances educativos)

607 - “Recuerdo en vídrios” (La II Exposición de barcos en botella, estímulo del
modelismo naval)

617 - “Ochenta y dos países ante el sí y el no” (ONU XV Asamblea)
623 - “X For President” (las últimas jornadas de la batalla por la Casa Blanca)
(corresponsal en Nueva York)

627 - “El equipo Kennedy” (Expectación y esperanza ante la próxima
Administración USA) (corresponsal en Nueva York)




Traducciones


-”El arte del antiguo Medio Oriente” (Argos) (1952) Seton Lloyd

-”Mi vida y mi pueblo. La tragedia del Tibet” (Noguer) (1962) Dalai Lama
-”Renoir” (Noguer) (1962) William Gaunt
-”La aventura de la sangre” (Argos) (1963) Bernard Seeman
-”El espíritu de la Edad Media” (Noguer) (1963) Léopold Genicot
-”Malta” (Argos) (1962) John Davies Evans
-”Submarinos” (F. Maye) (1963) Gilbert Hackforth-Jones
-”El telar del arte” (Argos) (1963) Germain Bazin

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Foto de Martín Yubero

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ENTREVISTAS

LA MUJER, FRENTE A LA CARICATURA















Estupenda periodista y encantadora mujer. Distinguida, ingeniosa y excelente
conversadora. A su alrededor, en las tertulias espontáneas del Ateneo de Madrid,
se congrega mucha gente, prendida por su simpatía. Está casada con un joven
historiador y forman ambos una pareja llena de atractivo humano e intelectual.

1- ¿ES USTED VANIDOSA?
Tengo la vanidad precisa o tal vez menos.
2- ¿QUE TAL SE ENCUENTRA EN ESTA CARICATURA?
Me veo graciosísima. En cuanto a su ensañamiento conmigo, no se
preocupe gran cosa. Si vienes a casa, ten enseñaré aún cosas más terribles
que me han hecho muy buenas firmas. El gran consuelo de la caricatura es
que el modelo se sabe, en general, mejor de lo que afirma vuestro lápiz. Si
no fuera así, ¡estábamos listos!
3- ¿QUÉ OPINA DE LOS CARICATURISTAS?
Que es una profesión bastante más honesta que la de verdugo.
4- ¿SERÍA O HUBIESE SIDO CAPAZ DE ESCOGER SU IDEAL FÍS ICO
PARA MARIDO DE ENTRE UN MONTÓN DE CARICATURAS?
Creo que sí sería capaz de determinar mi ideal físico de hombre a través de
una caricatura. Lo de marido es ir demasiado lejos.
5- ¿QUÉ RASGOS HUBIERAN DETERMINADO SU ELECCIÓN,
PRINCIPALMENTE?
Un mentón firme y cuadradito denota voluntad y es una cualidad que me
subyuga.
6- ¿CUÁNTO PAGARÍA, SINCERAMENTE, POR ESTA CARICATURA?
No acostumbro a pagar nada por caricaturas; las tengo, como cuadros,
dibujos, grabados, etc., a barullo; todo ello, fruto gratuito de mi amistad
con la gente del Norte. No obstante, y siempre en condicional, merecería
ésta, muy a gusto, las 1.000 pesetas.

José Juan Tamayo – Pueblo – 27 de junio de 1958

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MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA


PREMIO “ELISENDA DE MONTCADA”



La novela “Las medias palabras” cuya autora es María Jesús Echevarría. Reside
en Madrid. Consabida conferencia telefónica y las consabidas preguntas generales
de la ley:



–¿De dónde es usted?


–Madrileña.


–¿Soltera?


–Casada.


–¿Hijos?


–Una niña, que murió.


–¿Su marido?


–Profesor de Historia.


–¿Usted?


–Licenciada en Filosofía y periodista; pertenezco a la redacción de “El
Español”, desde 1955, y escribí también en “Estafeta Literaria”.


–¿Qué ha pretendido hacer en “Las medias palabras”?


–Es muy difícil explicárselo; son siete personajes y la trama gira alrededor del
más inocente, en torno a un escándalo y un suceso que no existió. El ambiente es
de la clase media.


–¿Ha escrito algo antes que esto?


–Sí, otra: “La sonrisa y la hormiga”, situada la acción en los Estados Unidos.

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–¿Conoce aquel país?


–Sí, estuve becada por la Universidad.


–¿Buena estudiante?


–Fui premio extraordinario.


–¿Qué preocupaciones tiene?


–Me gusta escribir y periodísticamente prefiero el artículo de creación; en el
orden económico, mis preocupaciones son las normales.


–¿Qué dice su marido de usted?


–Le gusta que escriba, es un “hincha” de lo mío.


–¿Él no escribe?


–Sí, poesía.


–¿Cómo es usted, físicamente?


–De pelo castaño y muy delgadita.



Y van seis a uno. En el “Elisenda de Montcada” el sexo débil se ha hecho
fuerte…



Del Arco – La Vanguardia - 08-12-1959

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“LAS MEDIAS PALABRAS”,
ÚLTIMO PREMIO “ELISENDA DE MONTCADA”

MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA, UNIVERSITARIA,
PERIODISTA Y ESCRITORA DE NOVELAS

“LO IMPORTANTE NO ES LO QUE SE DICE EN VOZ
ALTA, SINO LO QUE SE QUEDA ENTRE LAS PALABRAS”


Ella ha visto medio mundo. Pero no en extensión, el mundo de la geografía
у de los cinco continentes, sino en intensidad. España, sí, de punta a cabo;
Europa—Francia, Italia, Alemania—, (América—los Estados Unidos—. Y en los
lugares ha conocido a la gente. La gente, con sus problemas y sus calamidades,
con sus alegrías y sus ilusiones, con sus profundidades o sus intemperancias. Y
ella fue recopilando pareceres, semejanzas, opiniones, experiencias y personajes
y escribió su novela.


—Una novela de siete personajes vivos que giran en torno a uno muerto. Lugar
de la acción, Madrid. Y dentro de ella, más concretamente, Antón Martín, «con su
tipismo fluctuante entre lo moderno y lo antiguo, con sus familias menos que
juegan a ser más».


—Una novela escrita en siete meses, período de enfermedad y convalecencia.


—¿Hay por ello amargura?


—No, hay realidad mezclada con imaginación. Hay vida unida a justos y
sencillos matices poéticos. En el tino de las dos cosas creo yo debe de estar el
acierto de una obra literaria.


María Jesús Echevarría tiеnе veintisiete años optimistas a prueba de embates.
Quizá porque desde los veintidós —los veintitrés a lo sumo— ya anda en ese
oficio —un tercio de profesión, tres cuartos de vocación— que es el periodismo.


—El pulsar los acontecimientos; los ambientes, le da a una cierto matiz de
confianza franciscana.


María Jesús Echevarría llega a EL ESPAÑOL, hacia 1953, cuando los
comienzos de la segunda época de la publicación. Y ya en ella extiende su campo
de colaboraciones: «La Estafeta Literaria», LA HORA…


—El periodismo, no sólo te proporciona oficio sino, lo que es más importante
para un escritor, concisión de pensamiento y rapidez de frase.


Habla, la mujer con acento convincente, con entusiasmo en lo que dice. Se
propuso —ella no lo expresa, pero se intuye— ser novelista, contra las mareas y
los vientos de las dificultades. Y lo ha conseguido.

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—Después de «Las medias palabras» aparecerá un tomo de novelas cortas en
las que se incluyen «Еl muñeco de paja» y «Еl constructor de tiovivos». Yo creo
que son de un alto tono lírico muy metidas en el mundo del simbolismo.


—¿Y luego?


—Un libro de versos, «Poemas de la City», y otra novela, ésta ya en muy
avanzada escritura, ambas con Nueva York como personaje de fondo.


«Las medias palabras» ha sido, como ya se sabe, la novela premiada en el
«Elisenda de Montcada».


—¿Qué se siente cuando le dan a uno un premio de esa categoría?


—Al principio, antes del fallo, confianza en ganar. Cuando se sabe el resultado,
una especie de incredulidad y de falta de fe personal en lo ocurrido.


—¿Hay que ser estilista puro?


—Si no hay estilo no hay belleza estética, pero si no hay tema, si no existe
fondo el puro vocablo no sirve para nada.


María Jesús Echevarría, de esto hace poco tiempo por la edad, se licenció en la
sección de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, de Madrid, con premio
extraordinario.


—¿Es imprescindible la Universidad?


—Imprescindible, imprescindible, no, pero sí conveniente. Tal vez no te enseñe
a saber, pero después de vivirla sabes que en las cosas hay una Jerarquía y que no
todo vale lo que dice ni todo es tan mísero como se aparenta.


—Escribir, ¿es oficio de mujer o de hombre?


—El querer encarrilar las vocaciones o las valías según el sexo es como
calificar la Historia según el país en que se estudie.


Queda aquí, en Madrid, en sus calles, en sus casas, compulsando emociones,
viviendo personajes la novelista. Una mujer morena, esbelta, sensible, agradable,
con aire todavía de estudiante sempiterna, para la cual la literatura ha empezado
a ser carta de identidad.



José María Deleyto - La Hora - Madrid, diciembre 1959

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MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA, PREMIO “ELISENDA DE MONTCAD A”

“Las medias palabras” primera novela y primer triunfo


De la Redacción de “El Español” al éxito literario




















MARÍA Jesús Echevarría es esta chica alta, espigada, con gafas, envuelta en un
aire muy europeo de estudiante universitaria, que nos mete en la redacción de EL
ESPAÑOL, entre sonrisa y sonrisa, una prosa alada y deliciosa, de tan buen
bordado literario como el lector puede ver. Le basta repasarla número a número,
si no.

María Jesús Echevarría es esta chica que sale alguna vez, de refilón, en las
fotografías, aguantándole el pulso de la entrevista a una embajadora o al más
encopetado novelista de turno. La que patea como nadie los caminos de un
reportaje y espuma la flor de los archivos, y coge al vuelo, si es que se puede
coger, la información más difícil. La estilográfica es en sus manos como una
llavecita de oro para abrir horizonte a la noticia, descifrarla, ponerle marco
apropiado. Con ella es capaz de dar amenidad al Código, hacer digerible la guía
de teléfonos, convertir en poema un páramo desértico si fuera necesario. Qué sé
yo. María Jesús Echevarría es esta chica. Y así su pluma. Y así nuestra suerte de
tenerla por compañera.

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CIENTO NUEVE NOVELAS EN BUSCA DE EDITOR



El ocho de diciembre fue noche de premios en Barcelona. Noche de premios en
Barcelona es como escribir una carta a la esperanza, al milagro. El chico de
provincia, el oficinista aburrido, la estudiante de Letras, el literato con prisa en
franquear el escalafón, han ido escribiendo durante el año sus puntuales relatos.
Los han ido corrigiendo, domando, con amor como se corrige los malos pasos de
un niño. Les va en ello no sólo la ilusión, sino un puñado largo de miles de
pesetas, el fulgor meteórico pero cierto de la gloria literaria, la luz de estrellas en
el firmamento narrativo. Y la solicitud de los editores, la seguridad de una venta.

María Jesús Echevarría hizo algo así. Primero vivió y observó un poco. Quizá
mucho. Luego escribió con tesón, con paciencia enamorada. Y al fin un día
emplazó a la fama en correos, con un paquete de cuartillas.

Como esas cuartillas, llegaron muchas. Como esas cartas, más de ciento nueve.
Pero como lo que iba dentro, como “Las medias palabras”, no. Como ellas no
iban.

Y por eso su nombre ha quedado unido al de Carmen Conde, al de Mercedes
Rubio, al de Eva Martínez Carmona, al de Concha Castroviejo, etc., etc., en la
lista del Premio “Elisenda de Montcada”. Había cosas buenas, novelas de interés.
Obras de nombres tan importantes como María Beneyto, Ángeles Escrivá,
Fernández Nicolás. Pero María Jesús resistió firme la competencia, echándole
realismo, poesía, finura desleída a su trabajo. Y eso fue todo. “Las medias
palabras” han ganado, han vencido en el pugilato, en el codo a codo. Mantuvo
una guerra de probabilidades con “Los años del potro”, de José Luis López Cid.
Pero que si quieres, María Jesús terminó arriba.

Carmen Laforet, Susana March, Eva Martínez, María Rosa Cagigal, Nadal-
Rodó, Aurora Díaz Plaja, contemplaba el sube y baja de esta cucaña de ilusiones.
Eran los Jurados del premio. Es Premio “Elisenda de Montcada” de circulación
netamente española, intermedio entre los grandes y los pequeños, entre los
“Planeta” y las “Sésamo”.

De las ciento nueve novelas sólo la suya ha encontrado editor seguro. De
cincuenta y siete hombres y de las cincuenta y dos mujeres sólo ella ha ganado.
Por tres a dos, como en fútbol. Basta y sobra.

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“EL PREMIO ES UN PERMISO PARA ESCRIBIR”





























María Jesús Echevarría viste con sencillez. Un collar de una sola vuelta. Un
suéter azul cobalto.


–¿Qué supone para ti el premio?

–El premio es para mí un permiso para escribir. Y, por qué no decirlo, una
justificación. Desde ahora tendré una como obligación de hacerlo. He tenido
suerte. Hay otros que valen y no han logrado esta oportunidad.


María Jesús me mira con seriedad. Su voz tiene modulaciones de trémolo, una
dulzura y un timbre atiplado lleno de bondad.

26


Ya sé que preguntarle si esperaba o no el premio es una tontería. El que
concursa lo hace porque en el fondo alienta una esperanza. María Jesús, eso hace
tiempo que lo sabe uno, se había propuesto dar la batalla. Y es lógico que en la
batalla se incluya la esperanza como primer postulado.

Hablamos de ello.

–Desde luego tenía esperanzas. Y la víspera un nerviosismo atroz cuando me
llamó Del Arco desde Barcelona para hacerme una entrevista por adelantado.
Aquello tuvo mucha carga emotiva, demasiada.


María Jesús Echevarría me ofrece algo de beber. Estamos sentados los dos en el
diván y parecemos los que somos en la realidad. Dos compañeros separados por
un premio. Que es bastante. Nos lo estamos tomando muy en serio esto de
preguntar y responder. Y en un momento determinado sonreímos.


–¿Escribes poesía, no es eso?

María Jesús sigue sin perder el hilo.

–Sí.

–¿Tú crees que eso puede ser un tanto a favor o en contra para el novelista?

Contesta tajante:

–Yo creo que al novelista le beneficia su parte de poeta.

Claro que, más que poesía de la que me confiesa que ha estado desligada hace
tiempo, lo que la joven escritora cultiva ha sido el periodismo. Este periodismo
metido en prosa, del reportaje, de la crónica de viajes, de la entrevista.


–El periodismo me ha curtido. Me ha dado oficio. Hace que pueda una expresar
lo que quiere, de manera eficaz, sin circunloquios, sin párrafos y sin
frondosidades hueras. Creo que, además, me ha quitado ñoñería. Y es que como
sabes escribir a matacaballo curte.


–¿Tienes alguna técnica de esas al uso para escribir?

María Jesús me pide permiso para llamar por teléfono. Va a salir fuera a comer
y debe estar ultimando algunos detalles. Cuando vuelve trae en la cabeza mi
pregunta.


–No. Yo he leído mucho. Por lo menos bastante. Pero me he olvidado de ello e
intento construir según yo creo. Ese es en todo caso mi sistema. Me preocupa
mucho la forma, el dibujo de los personajes, su ambientación. Aunque siempre
enmarcados en un fondo que es el que trato de presentar.

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HAY UNA MUJER QUE ESTUDIA

























A María Jesús hay que verla con toda su vida por delante. Con toda su obra y su
experiencia periodística a la espalda. Y es que si no hay el peligro de engañarnos.
Quieras que no, son muy pocos años los que ella tiene. Todavía le brillan los ojos
con una cierta fragancia. Y sus manos finas tienen un latido dúctil de plena
juventud. De momento hay que pensar que su edad la ha empleado a las mil
maravillas.

Tiene veintisiete años.
Casi esos mismos años hace que la araña la afición literaria. La chica estudiaba
Bachillerato ya cuando le premiaron un trabajillo del que recuerda el título y todo.
Se llamaba “Un día en Toledo”.


–Me dieron un libro. Hay que ver lo contenta que me puse. Desde luego tengo
que decirte que aquello me impresionó y me emocionó mucho más que el
“Elisenda de Montcada”.


Es madrileña, por supuesto. Se conoce por eso palmo a palmo el Madrid viejo
porque vivió su infancia por allí. Del barrio de Salamanca, por donde transcurrió
otra parte de su vida tiene ya un mundo de cosas en la cabeza para darles salida
cuando se presente ocasión.

28





–Oye, ¿qué tal estudiante fuiste?

Por las ventanas del piso, orientadas al mediodía, entra una claridad lechosa,
invernal, que parece que se pega a los libros, a los cuadros, a las paredes.


–De estudiante fui muy irregular. No quise saber nada de las matemáticas.
Aunque ya de mayor se me ha ocurrido pensar que no es que no me gustasen, sino
que nunca escuchaba las explicaciones. Que es distinto. Me va a quedar la duda
de si me gustaban o no. De si pude haber hecho una buena carrera.


Mientras sigue los cursos del Bachillerato en el Instituto “Lope de Vega” hace
la carrera de piano. Teniendo como tiene un padre músico –Victorino Echevarría,
subdirector de la Banda Municipal–, nada tiene de extraño. María Jesús ha
heredado, junto con la afición, el buen oído. Y recorre por sus manos toda o casi
toda la teoría de los instrumentos musicales.


–El violín y yo hemos sido inseparables.

Miro con curiosidad el despacho. No alcanzo a ver ningún instrumento músico.
Sólo un ritmo pegadizo sale de un pequeño receptor de radio, adormecedor,
monótono. María Jesús añade:


–Mi formación musical creo yo que la reflejo en mi literatura. Yo escribo de
oído.


Con los primeros zapatos de tacón alto llega a la Universidad. Chica juiciosa y
reflexiva, distraída en meditaciones y éxtasis musicales, hace sus matrículas en la
Facultad de Letras con ánimo de ser una buena archivera. Al menos eso le
auguran todos sus amigos. Y es que resulta que la estudiante algo irregular del
“bachi” se ha vuelto una empollona, terror de los holgazanes, para los que es un
reproche mudo. Casi, casi le da un poquito de vergüenza al decirlo.


–¿Cuándo caíste por la Facultad?

María Jesús se pasa las manos una sobre otra con suavidad.

–Por el año 1948 al 49.

29


“POEMAS DE LA CITY”






















A la izquierda, con la abuela; a la derecha, con la madre, los dos hermanos Echevarría: María Jesús y
Juan Manuel




Especializada en Historia, con el fruto de sus trabajos, premio extraordinario de
la licenciatura, levanta la mirada… Y con una beca se marcha a estudiar a la
Sorbona. De allí, en un salto, a Estados Unidos, donde estudia en una filial de
Columbia, y de donde se trae unos prestigiosos certificados.


–En el Russell Sage College.

María Jesús es tan amable que me lo escribe para que no se me quede su
ortografía en los puntos de la pluma.

Es por entonces cuando contrae matrimonio con el profesor de Historia de la
Universidad Central, Eloy Benito Ruano.

Escribir, escribe poemas. Así se comienza siempre. Hay que dejar salir los
primeros suspiros de adolescente. Y para eso nada como una décima o como unos
endecasílabos. María Jesús alterna las clases y los textos con las revistas de
poesía. Y va dando cuerda a su intimidad en versos que publica en “Umbral” o en
“Ágora”. Más tarde la poesía no es bastante para expresar lo que se lleva dentro y
recurre al cuento, al relato.


–De los veinte años es una novela corta titulada “El loco”.

30





–¿Cuándo vienes a EL ESPAÑOL?

Ha sonado el teléfono. Sale unos instantes.

–Creo que hacia 1953. Pero después fueron mis viajes por el extranjero y no me
volví a incorporar hasta 1955. Claro que ten en cuenta mis baches de
enfermedades y convalecencias.


María Jesús completa por ahora su producción con un tomo de novelas cortas
que va a salir en seguida.


–Hay que aprovechar el clima del premio.

Las novelas se llaman: “El muñeco de paja” y “El constructor de tiovivos”. Me
cuenta incluso el argumento. Son de tono lírico, muy cuidados de forma como
toda su obra, muy metidos en un mundo de simbolismo. De los poemas, puestos
ya en la cadena de su fiebre de publicidad, me habla de un libro de apuntes líricos
de Nueva York con una visión europea.


–¿Tienes título?

–Pues sí. “Poemas de la City”.

De toda la aventura de sus viajes le queda una experiencia que relatará en una
próxima novela larga. Le queda un francés aprendido hasta sus más oscuras
inflexiones. Un inglés de cepa. Pero, sobre todo, unos ojos hechos a ver y a
enjuiciar con templanza, con serenidad. Con tino.



“LAS MEDIAS PALABRAS”

“Las medias palabras” es el título de la novela premiada. Sus doscientos y pico
de folios han sido escritos en unos cuatro meses de trabajo relevado, en el sopor y
en el clima tibio de una convalecencia. Siete personajes vivos giran en torno a
uno muerto. Siete personajes según su cristal particular, coloreado por sus
distintas luces e impulsos, va poniendo ante sí la figura del personaje que ha
desaparecido. Desplegando en abanico toda la rueda de diversas opiniones, unas
buenas, otras malas; unas sinceras, otras falsas; todas subjetivas.

Cuando llegamos al tema, María Jesús no ha dudado en decirme:

–A pesar de estar muerto, es el espíritu más importante de la novela.

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Hay aquí tres hermanos –Natalio, el médico practicón; Rosarito, idealista y
dramática; Faustino, el personaje de contrapunto–, los respectivos novios y una
amiga de Rosarito. La novela se desarrolla en un bar donde todos se conocen y
donde en torno a un “bluff” se desarrolla la acción.


Claro es que el tema es un pretexto. María Jesús Echevarría esconde entre el
fino dibujo de sus tipos una trascendencia mayor.


–Quizá mi tesis está en que lo que todos decimos en alto no tiene tanta
importancia como lo que se nos queda entre dientes, en “medias palabras”.


–¿Con qué juegas, con lo real o con lo simbólico?


–Mi novela es realista con brochazos imaginativos.


La joven novelista sitúa su relato en unos escenarios que le son conocidos por
demás. Calle del Amor de Dios, Antón Martín. O si se prefiere, Quevedo.


–Creo que son unas zonas de Madrid donde vive una clase media, incluso clase
media acomodada, con unas normas de moral concreta, más bien baja de
costumbres. El propósito de mi novela es ver hasta dónde llega esa moral común
y corriente de cualquier persona que llamamos honrada.


María Jesús Echevarría se queda un momento pensativa. Hace revivir un poco
por el recuerdo sus personajes. Y me va dando matices de cada uno. Va apretando
en la memoria su psicología, a veces difícil, a veces muy compleja.


–Lo que he puesto en cuarentena ha sido la moral de camaleón, cambiante,
acomodaticia, blanda.


El tema de “Las medias palabras” está servido en un estilo cuidado al decir de
la autora. Los planos poéticos se intercalan en la banda realista concediéndole una
extraña gracia, un toque de expresión levemente misteriosa.


–En lo que al estilo se refiere, estoy segura.


María Jesús tiene una manera dulce de mirar las cosas. Un estilo animoso, lleno
de garbo. Le pregunto cómo encuentra su novela.


–¿Negativa o positiva?


Hace un gesto de duda como queriendo indicar que no sabe qué decir.

32




“LA NOVELA ES EL MEDIO DE EXPRESIÓN MÁS COMPLETO”



























María Jesús Echevarría ha sido y sigue siéndolo una lectora empedernida. Ya en
la Biblioteca de la Facultad leía sin descanso entre los retazos de tiempo que le
dejaban libre sus estudios. Novela norteamericana en su propia lengua. Novela
francesa. Y en las mejores traducciones a su alcance buena parte de la literatura
alemana. Autores como Waserman o Herman Hesse, que después haría familiares
en sus viajes.


–Y desde luego, los clásicos españoles. Con estas influencias de fuera, saciada
un poco lo que no deja de ser curiosidad he vuelto a los clásicos. Quevedo. Al
oído casi me lo sé. Reconozco sus párrafos. Y Valle Inclán. Y Baroja, es esencial
para un novelista.


María Jesús se está preparando para salir. Comienza por entornar alguna puerta,
por cerrar alguna ventana.

33





–Oye, ¿qué es para ti la novela?


No tiene que pensarlo.


–El medio de expresión más completo para el literato.


Alguna vez la había oído hablar de los jóvenes novelistas españoles de su
generación. Tenía siempre fe en ellos. Fe en su obra. Quizá ahora esta confianza,
con el propio triunfo se haya solidificado.


–Ha sido una generación que se le ha tildado de no tener creencias firmes. Yo
creo en ella. Son valores que están aflorando. Hoy por hoy hay gente que tiene
cosas. Y ya saldrán.


A María Jesús no hay por qué preguntarle sobre los concursos. Ella prueba
suerte en su ruleta porque la fortuna, ya se sabe, es de los audaces. Por copia más
o menos no se pierde nada. Si luego surge esta grata sorpresa del premio y la
edición del libro y un poquito de nombradía mejor que mejor. A esperar la crítica,
que es tierra ya más firme, donde el riesgo tiene consecuencias definitorias.


–Si estos señores leyeran los libros, la crítica está muy bien. Pero sospecho que
no se los leen.


Salimos a la calle. María Jesús Echevarría, es esta chica alta, con gafas, que va
delante, con un aire universitario, europeo. María Jesús es esta chica de mirada
inteligente, de ojos inquietos que se prenden de la vida. Y luego la retratan en las
cuartillas, en el mundo literario. María Jesús Echevarría es esta chica que escribe
versos, reportajes, entrevistas, cuentos, novelas, relatos. Y entre otras cosas gana
premios. Y fama de novelista. María Jesús Echevarría es, ni más ni menos, una
gran esperanza.




Florentino Martínez Ruiz – Semanario “El Español” n.º 577,

20-26 diciembre de 1959 (Fotografías de Mora)

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OTRA NOVELISTA CON PREMIO

María Jesús Echevarría,
ganadora del “Elisenda de Montcada”
























LOS periódicos dijeron, en las primeras entrevistas de urgencia a María Jesús
Echevarría que la joven periodista, la poetisa, la licenciada en Filosofía y Letras,
la becada en los Estados Unidos y Francia, no había alterado lo más mínimo su
régimen habitual de vida al enterarse de la concesión del premio “Elisenda de
Montcada” a su novela “Las medias palabras”. Uno sabe que esto no es verdad.
Aparte del vapuleo que le dimos la gente de Prensa y la de la radio, por teléfono y
en su casa, cuando al fin María Jesús se vio libre, se puso el vestido nuevo el
abrigo de los días grandes, sus zapatos de más fino tacón, y en una peluquería de
postín de la Gran Vía se mandó hacer un peinado de los caros de verdad.

Los periódicos dijeron también que María Jesús no se puso nada nerviosa al
saber lo del Premio. Esto sí puede ser verdad. A María Jesús no hay cosa en esta
vida que le ponga nerviosa; lo está siempre; una madeja de nervios femeninos
dándole vueltas y más vueltas a lo que sea, lo mismo una idea que un pitillo de
cualquier clase entre sus dedos de pianista “amateur”.

María Jesús ni puede ni deja parar a quien está con ella. Me la he tropezado en
docenas de sitios, en exposiciones en cafeterías, en el Ateneo… Siempre me
saludó rápida, me preguntó a qué iba, qué esperaba, qué opinaba de tal cosa o
cual otra, para al momento decirme esto y aquello, ayudarme en lo que estaba a su
alcance y despedirme con la misma celeridad y nervio con que empezó el
encuentro.

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A María Jesús Echevarría se la puede encontrar en los circulillos intelectuales
de Madrid, con gente variopinta a su alrededor escuchándola, atenta a su charla
rápida. También en los miércoles de cierre de “Español” poniendo “ladillos”,
“sacando títulos” a reportajes y, al propio tiempo, peleándose de mentirijillas con
el confeccionador o con quien sea: una vez el redactor jefe tuvo que echarla
porque casi siempre estaba en plan tabardillo y lo pasaba en grande armando la
marimorena con los últimos chistes, sin dejar trabajar a nadie: otra, los linotipistas
le regalaron un ramo de flores en premio a sus indescriptibles originales repletos
de tachaduras.

María Jesús Echevarría es de esas mujeres que, desbordando personalidad y
encanto, cada día enseña un perfil nuevo que siempre se escapa. Tengo por seguro
que con los dedos se han de contar quienes han logrado averiguarlo del todo.
Naturalmente, ella a sí misma menos que nadie. Me consta que María Jesús pese
a su juventud de la vida sabe un rato: que baraja con buen arte impensado las
cartas cabales, que ríe porque sabe reír; que es espontánea, inquieta, traviesa,
porque tiene dentro un corazón de chiquilla entusiasmada. Pero se ha llevado en
la vida palos muy gordos y eso que tuvo suerte, nació en casa acomodada, en
ambiente exquisito; el padre, catedrático de Armonía en el Conservatorio, la
madre, una señora como todas las señoras; el hermano mayor, casado, vive en
provincias y es abogado del Estado.

La recién descubierta novelista estudió en Madrid, su ciudad, el bachillerato, y
después, la licenciatura. Su padre la orientó mucho, le hizo aprender violín y algo
de piano. Estudió después periodismo, y Juan Aparicio la descubrió en aquellas
“Rondas de entrevistadores”, que “El Español” ensayó en tiempos, y en el “El
Español” se quedó. Colaboró en “La Estafeta Literaria”, en “La Hora”, en alguna
revista y periódico que otro, y, por fin, empezó a escribir cosas de más alcance.
Primero fueron cuentos y novelas cortas, algunas de sus distracciones aparecieron
publicadas en las revistas citadas. Después, hace ya menos, se aventuró con
novelas y, al regreso de su periplo por los Estados Unidos, se trajo el contrabando
de un montón de ideas revueltas en su cabeza. Las ha volcado en un libro de
versos “Poemas de la City”, que está a punto de ver la luz, y en una novela “La
sonrisa y la hormiga”, con los últimos folios puestos a punto ya de ser ultimados.

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María Jesús tras sus gafas



























A todo esto, la chica hizo bodas. Se había ganado a todo un profesor de Historia
Antigua en sus días en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando todavía se ponía
calcetines y llevaba siempre un montón de libros bajo el brazo. Hace cuatro años,
cuando conocí a María Jesús, estaba casi en su luna de miel. Juraría que no ha
cambiado desde entonces en nada. Era la misma que hoy en todo: la misma línea
juvenil y estilizada en su cuerpo que ahora, la misma naricilla afilada y, quizá,
hasta las mismas gafas de sol graduadas, siempre tiñendo de sombras sus ojos
melancólicos.

Este antifaz de cristal despista bastante en María Jesús. Creo que entonces,
cuando se sentaba de un salto en la mesa de la redacción y lucía la espigada línea
de sus piernas cruzadas, era fácil verla sin gafas. Recuerdo que sus ojos me
llamaron la atención por lo grandes, por lo que se leía en ellos la estupenda
juventud que ante nada se amilana.

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Era entonces María Jesús igual que ahora, la “mascota” de “El Español”, la
“gatita” a la que los periodistas con más singladura gustaban de hacer rabiar entre
otras cosas, porque se sabía que nunca pasaba nada. Ahora sigue ocurriendo igual,
ya digo, pero no es lo mismo. María Jesús habla, fuma, hurga en su bolso
descomunal para sacar libros, papeles, recortes, revistas extranjeras; se cepilla el
abrigo que alguien le deja caer queriendo de la percha al suelo, por hacerle una
“gracia”: riñe, protesta, cuenta historias, se quita disimuladamente los zapatos
porque le aprietan, dice que se va, vuelve, telefonea, explica a un linotipista lo
que quiso poner con la pluma sobre un original a máquina, se marcha…

María Jesús es la misma. Nada en ella ha cambiado por fuera. Pero ya no es la
luna de miel: han pasado quizá demasiadas cosas, visitas a ginecólogos,
ausencias, viajes, despedidas, muertes de amigos, historias… Total, unos años de
vida. Sus ojos lo dicen, aunque ella con las gafas siempre, no quiera.

Estos años han cuajado en un libro, en una novela importante que, pese a no
tener nada de autobiografía, si tiene que tener por fuerza noticias abundantes de
su corazón de mujer experimentada, de su inteligencia despabilada a todos los
aires. Todo con estilo literario desenvuelto, hecho a base de cientos de reportajes
con “estampa plástica” y “visión caliente”, como quieren los maestros.




Madrid, época actual


No he leído “Las medias palabras”, la novela que ahora se ha llevado el
“Elisenda de Montcada”, testificando el premio por María Fernanda Gañán de
Nadal Rodó, José María Cajal, Carmen Laforet, Susana March y Eva Martínez
Carmona. Pero estoy seguro que entre las líneas del libro voy a encontrar mucho
de lo que María Jesús ha ocultado siempre tras sus negras gafas. Me ha dicho ella
que el argumento se basa en un escándalo inexistente, del que se hace
protagonista a un pobre hombre. Esto da pie a las más inesperadas versiones en
torno al supuesto suceso, contadas por personas de las llamadas de buena
reputación, aquellas que nunca salen de “las medias palabras”, y tras las diversas
versiones, surgen calumnias, acusaciones, hipocresías… La novelista descubre así
como personajes tenidos por gente de bien, anidan en sus entrañas un poso de
ruindad y maldades insospechadas.

No es, sin embargo, negativa, la conclusión de la novela. “Si se considera
negativo su mensaje -me ha dicho-, habrá que considerar a la vida también
negativa”. “Las medias palabras”, según la autora, es además una novela realista,
con técnica moderna puesta en marcha ya desde las primeras páginas con la mera
presentación de los personajes.

La acción de la novela transcurre en Madrid. Barrios tan conocidos como los de
Antón Martín y Quevedo forman su escenario; participan en el desarrollo no
como meros decorados, sino actuando íntimamente con los personajes,
imbuyéndose y formando cuerpo de ellos.

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Todo esto, por supuesto, entendido desde el ángulo de una periodista, con su
prosa valiente de rotativas, una buena dosis de ternura femenina y un cimiento de
cultura bien asimilada.



Federico Villagrán – Gaceta Ilustrada n.º 168, 26-12-1959

Fotos: Calderón

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MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA
Premio “Elisenda de Montcada”

“ESCRITORAS CON FIBRA Y VENA HAY MUY POCAS”






















(Foto Wagner)


Ella estudió en Madrid. Aquí se licenció en Filosofía y Letras. Aprendió violín.
Obtuvo algunos conocimientos de piano. Más tarde pasó por las aulas de la
Escuela de Periodismo.

Ella es una de las mujeres con las que da gusto hablar, pues nunca surge el
temor a perder el tiempo en la conversación. Y que conste que ese tipo de mujer
no se encuentra así como así.

Su experiencia de la vida es tremenda, porque la vida la ha enseñado mucho.
Ella sabe lo que quiere y sabe a dónde va. No es precisamente una mujer hueca,
absurda, frívola y rotundamente inculta, por falta de una preparación adecuada; es
todo lo contrario.

Ella, dándome la razón, afirma:
—La mujer española no está lo suficientemente preparada para luchar por la
vida; ni aún la universitaria. El 90 por 100 de las chicas que están en una Facultad
no estudian: se limitan a aprender los apuntes, pero, ¿y luego?

—Eso digo yo, ¿y luego?
—No nos engañemos: la mujer en lo último que piensa es en que tenga que
sacarse las castañas del fuego. Y así ocurre que termina por ser un peso muerto
colgado del hombre. A mí, todo esto, me preocupa y me parece un problema
evidente y grave.

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Ella, la que así se expresa, es María Jesús Echevarría, una mujer joven, y
preparada para todo. Una mujer que no es el peso muerto de nadie, porque sabe
muy bien que una mujer que sólo sepa bordar y tocar el piano ya es imposible en
el mundo. La mujer, se nos ocurre comentar, a falta de vocación, debiera tener
una dedicación: hay actitudes femeninas que la sociedad ya no permite.

Ella, María Jesús, ha ganado el premio “Elisenda de Montcada” con su novela
“Las medias palabras”. Su argumento se basa en un escándalo inexistente del que
se hace protagonista a un hombre cualquiera. Este suceso da lugar a las más
diversas versiones, contadas por personas de las que suele afirmarse que tienen
buena reputación y que nunca salen de “las medias palabras”, lenguaje que, por
cierto, a nosotros, nos resulta hartamente repulsivo.

—Si se considera negativo el mensaje de mi novela, habrá que considerar
también negativa a la vida misma.

La acción de la novela trascurre en Madrid: barrios de Antón Martín, Quevedo,
etc., con gentes y hechos que María Jesús ha visto alguna vez.

En fin, otra mujer que se incorpora al cuadro femenino de la novela actual
española. Y le pregunto:

—¿Usted no cree que en la novela española del momento hay dos frentes, el
femenino y el masculino?

—Parece que los hay, aunque debiera ser uno común. La literatura no debe
tener sexo. Lo peor que le puede pasar a una mujer que toque el violín es que
obtenga sonidos femeninos; existe un solo sonido.

—¿No ha observado alguna vez que en las novelas formadas por mujeres faltan
ideas? O, mejor, ¿no le parece que hay muchas mujeres que escriben, pero muy
pocas escritoras?

—Me parece que ocurre así, efectivamente. Escritoras con fibra y vena hay muy
pocas. Llegan a dominar la pluma hasta cierto punto, pero una se da cuenta de que
les falta formación profunda. Podríamos decir que en las novelas de hoy, la
mujer-autora no escarba lo suficiente en los temas.

—¿Da a entender que la formación filosófica del hombre es superior a la de la
mujer?

—La formación filosófica es más profunda en el hombre que en la mujer. A la
mujer que escribe le sobra con el tema y la forma. Y, claro, hay más.

—¿Qué opina de Ana María Matute?
—Tiene una forma preciosa.
—¿De Carmen Laforet?
—Domina la técnica novelística y emplea un castellano que es pura delicia.
María Jesús se oculta tras unas gafas de sol graduadas, aunque se adivinan unos
ojos melancólicos. Su línea es juvenil y universitaria: cuerpo estilizado; nariz
pequeña, y hasta cierto punto, afilada.

—Vamos a ver, con sinceridad: ¿verdad que muchas novelistas han abusado del
snobismo que consiste en tratar temas y situaciones absurdamente fuertes y hasta
inmorales?

—Todo lo que un hombre pueda escribir se considera normal, pero lo escribe
una mujer y ¡ya está! Lo que pasa es que ciertamente ha habido un poco de
snobismo. No obstante, hay que tener en cuenta que el escritor siempre reacciona
ante la ñoñería del ambiente.

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—¿Cuál es el grado de ñoñería del tiempo en que vivimos?

María Jesús elude la respuesta, cruza las piernas y me mira esperando otra
pregunta. Me mira: sí, sus ojos son melancólicos.

—¿Para escribir tiene alguna técnica de esas que tanto se usan?
—No, a pesar de que he leído mucho. Intento construir según yo creo. Ese es,
en todo caso, mi sistema. Me preocupa mucho la forma, el dibujo de los
personajes, su ambientación.

—¿Qué ha supuesto para usted el premio?
—Algo así como un permiso para escribir. Y, por qué no decirlo, una
justificación. He tenido suerte. Hay otros que valen y no han tenido suerte.

María Jesús, cuando habla, emplea un timbre atiplado.
—¿Escribe poesía, verdad?
Dice que sí.
—Ser poeta, ¿perjudica o beneficia a un novelista?
—Al novelista le beneficia su parte de poeta.
—¿Con qué propósito escribió “Las medias palabras”?
—Ver hasta qué punto llega la moral de cualquier persona de esas que llamamos
honrada. Lo que he puesto en cuarentena ha sido la moral de camaleón,
cambiante, acomodaticia, blanda.

Se hace un silencio. Y, de pronto, una pregunta rápida:
—¿Qué es la novela?
—El medio de expresión más completo para el literato.
Ahora hablamos de generaciones: en cuestiones literarias, suele hablarse mucho
de generaciones. Hablamos de la generación de María Jesús Echevarría, una
mujer de veintisiete años.

—Ha sido una generación que se la ha tildado de no tener creencias firmes.
Pero yo creo en ella. Son valores que están aflorando. Hoy por hoy, hay gente que
tiene cosas. Y ya saldrán.

Cuando pongo sobre el tapete de la entrevista a los críticos de libros, la
novelista contesta firmemente:

—Si esos señores leyeran los libros, la crítica está muy bien. Pero sospecho que
no se los leen. ¿Usted qué cree?

—¡Ah, yo no creo nada!
Bueno, sí; creo en María Jesús Echevarría, novelista, y mujer que no es el peso
muerto de nadie.




GERMÁN SAMA – “La Estafeta Literaria” - 15 de febrero de 1960

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TERTULIA JOVEN


El siglo XX va a nacer en el XXI














“Creo que los españoles nos estamos americanizando. Pero la fiebre de la
americanización no es muy antigua. A mi ver, empezó este mismo verano. Esta
influencia de las costumbres extranjeras en nuestra Patria viene dada por muchas
cosas: las películas, los discos, etc. Y a mí me asusta esta americanización de
nuestra vida, porque a quienes yo admiro es a los hombres con boina. En América
la vida va muy de prisa. Demasiado de prisa. No hay tiempo para pensar, para
dialogar, para tener tertulias. Todo ello redunda en que el poder creador del
americano sea nulo. En concreto yo diría que, por todo lo que antes he apuntado,
la adaptación de España a las costumbres extranjeras

es, psicológicamente hablando, mala.

Otra cosa que tiene la moda de rechazable es que uniformiza, masifica, hace a
todo el mundo igual.


Enlazando un poco con lo que ya dije antes sobre la influencia de América en
España; quiero señalar que lo que esto significa es que la moda se ha
internacionalizado. Ya no es algo que se cueza en la propia olla de cada país. Y la
gente la sigue ahora por seguir al tiempo, sin saber siquiera por qué. Pero lo peor
de todo es que estas modas y estas costumbres están faltas de un contenido
propio. Yo estoy de acuerdo con Caruncho en que la rebelión y el afán renovador
es algo de siempre en la juventud. Pero lo que ahora está experimentando España,
sobre todo en el adolescente de quince años, es un fenómeno nuevo, nunca visto.

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Victorino Valencia, Enrique Caruncho, M.ª Jesús Echevarría y Otero Besteiro


Además que la moda, vuelvo a insistir, está internacionalizada. ¿Qué pasa
entonces? Un crío de quince años que empieza a copiar canciones, modos de
vestir y hablar, costumbres, etc., se crea una capa de choque trivial que luego,

a los dieciocho años, no va a saberse quitar de encima. Nos encontramos entonces
que a los veinte años nuestra juventud va a ser una juventud trivializada. ¡Y
queremos levantar el país con una juventud así!


¿Por qué duran tan poco las modas ahora, cuando antes duraban años, incluso
siglos?


Lo malo es que, en esta nueva época, las civilizaciones más creadoras están
cayendo bajo la zarpa de las más estériles: América. Estéril y esterilizadora.


Esas generaciones que dice Caruncho (“la juventud de hoy, la que va a crear,
es consecuencia de la anterior generación.”) son abominables para nuestra
generación. Ellos trajeron el fracaso.


Las influencias extranjeras, con todo el peligro de que trivialicen a nuestra
juventud, tienen una gran ventaja: nos han sacado, o nos van a sacar, de nuestro
cerrilismo. La actual generación tiene nervio, por eso creo en ella. Respecto

a lo que decía Caruncho, del respeto a los mayores, creo que esos mayores nos
tienen mucho menos respeto que nosotros a ellos. Mejor dicho: no nos tienen
respeto alguno.”



María Jesús Echevarría - Pueblo – 1 de enero de 1963

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MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA

(“La Françoise Sagan española”)






























“Enfundada en un traje color oliva,
luciendo sus gafas de concha.”



“LA SONRISA Y LA HORMIGA es una parte de la trilogía que pienso editar. En
ella reflejo las experiencias que, como universitaria, he vivido en los Estados
Unidos.”



María Jesús Echevarría – Pueblo – 24 de enero de 1963

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CRÍTICAS



NIÑA DISTINTA

(1954)

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LA NIÑA DISTINTA


La Historia a veces comete injusticias tan flagrantes que hace temblar nuestra
confianza en su validez.


M.ª Jesús Echevarría es el nombre de una de estas grandes injusticias. Un
nombre silenciado por una Historia de la Literatura miope.


Esa Historia escrita en letras de molde, conservada en enciclopedias y resumida
en libros escolares ni siquiera menciona a M.ª Jesús Echevarría, autora de una
obra literaria inmensa en su valor, aunque breve en extensión ya que murió joven.


Lo tremendo de todo esto no es que M.ª Jesús no tenga sus merecidas letras de
molde ni un listado en negrita de los títulos de sus obras. El verdadero drama es
que la Historia de la Literatura nos ha impedido conocerla, leerla, admirarla,
comprendernos en sus textos y disfrutarla. Lo irreparable es que al no estar
codificados por la Historia ni su nombre ni los títulos de sus textos, algunas de
sus obras se habrán perdido para siempre y no aparecerán aunque se las busque.


A finales del verano de 1954, cuando se va el calor y se presiente el frío, M.ª
Jesús Echevarría publica en El Español “Niña distinta”. Una historia sobre el fin
de la infancia, los nublados de la adolescencia y la caída en la heladora oscuridad
de los adultos.


La lectura de “Niña distinta” impresiona por su narrativa magistral. Por la
habilidad con la que la autora nos mete de lleno en la infancia, nos saca de ella de
un sólo tajo sin piedad, y nos adentra en un mundo adulto rígido y sucio donde las
niñas distintas no tienen cabida.


La agilidad narrativa, el brillante uso de las metáforas, el ruralismo
costumbrista, la crítica social hace de “Niña distinta” una maravilla literaria que
es incomprensible que no esté enmarcada entre las mejores narraciones de la
literatura española.


Lina la niña distinta que no quiere dejar de ser libre ni alegre, que se vuelve
“chicazo por espíritu de contradicción”, que quiere encontrar “el sentido del sol y
de los prados”, que quiere llevar las piernas al aire y las faldas cortas aunque
digan de ella “monstruosidades peores que sapos y más asquerosas que ellos”,
Lina se nos mete irremediablemente en el corazón. Y aún hoy, más de cincuenta
años después de que se escribiera, nos sacude la conciencia señalando qué poco
hemos cambiado, cuánta oscuridad le añadimos a la vida, y cuánta necesidad
tiene el mundo de niñas distintas, revolucionarias y valientes como Lina.



Laura Rivas Arranz

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NIÑA DISTINTA



De la infancia te sales o te sacan, decía la niña distinta Ana María Matute. Era
una optimista patológica, una humanista, consideraba que el salto abismal al
mundo adulto podía ser algo voluntario, una decisión consciente. No es así, de la
infancia te sacan a empujones en cuanto puedes mantenerte erguido, ni tan
siquiera esperan a que sepas hablar, sería demasiado peligroso, podrías rebelarte,
decir que no. Pasamos de los juguetes a la pizarra, a los libros de texto, sin apenas
transición, con la imaginación todavía en la yema de los dedos. De nuestro propio
universo nos arrojan al mundo real con el único equipamiento de nuestras alas de
leche, que la educación, los usos y costumbres, impiden que se asienten, que se
conviertan en una parte más de nuestra anatomía, de nuestra autonomía personal.
No se conforman con esto, no les vale con matar nuestra individualidad, nuestra
innata capacidad de transgresión, necesitan que todos sigamos un mismo camino,
una plantilla previamente fijada, que no nos salgamos de la línea recta, que
pisemos raya.


Ya no tienes edad para estar haciendo el tonto todo el tiempo, ya tienes edad
para ser más responsable, ya tienes edad para tener un trabajo fijo, ya tienes edad
para tener pareja, ya tienes edad para estar casado, ya tienes edad para tener hijos,
ya tienes edad para ser abuelo, ya tienes edad para estar en una residencia, ya
tienes edad para descansar, para que los demás descansen de ti. Salirse de esta
hoja de ruta no es fácil, indoloro, requiere una valentía, tenacidad, casi suicidas,
una inocencia, resistencia, a prueba de bombas, de sufrimientos adultos,
demasiado tangibles, reales, para ser asimilados, tomados en serio, por un niño
salvaje, por una alma de cántaro.


Deberían enseñarnos, incluso antes de aprender a respirar, a ser distintos,
diferentes, únicos, ni mejores ni peores, solo idénticos a nosotros mismos hasta la
estupidez. Con nuestras miserias, con nuestras grandezas, con nuestra asombrosa
disposición para el juego, para la risa, para disfrutar de cualquier chorrada,
intactas. La infancia es un terremoto sin réplicas, que si no dura toda la vida es
una estafa, una traición al seno materno, al cordón umbilical de nuestros sueños.



Julio Tamayo

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LAS MEDIAS PALABRAS
(1959)

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MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA,

PREMIO “ELISENDA DE MONTCADA”

La novela galardonada se titula “Las medias palabras”



Barcelona, 8. (Por teléfono, de nuestro corresponsal.) En el panorama literario
español, el premio de novela “Elisenda de Moncada” ha llegado a su séptima
edición con la aureola de los éxitos editoriales de media docena de novelas, entre
las que destacaremos las de Carmen Conde y Concha Castroviejo.

De todos modos, comentar el buen suceso editorial de las obras que han tenido
este galardón encierra en sí un error, puesto que nadie puede negar que se otorga
casi a título de mecenazgo, y que la revista “Garbo” y sus editores, el matrimonio
Antonio Nadal-Rodó y María Fernanda Gañán de Nadal, han deseado únicamente
coadyugar al progreso de nuestra literatura, que por distintas circunstancias se
tiene que efectuar a través de varios y distintos premios literarios. No hemos de
olvidar que a dichos editores se debió durante varios años la permanencia del
premio “Café Gijón”, de gran resonancia en todo el ámbito literario español,
precisamente porque no encerraba en sí ningún interés comercial.

Esta veteranía y los nombres que ya se barajaban como probables ganadores
hicieron que en el Hotel Colón se congregasen las personas más conocidas del
mundo literario y periodístico barcelonés. Cerca de las doce de la noche saltaron a
la palestra los nombres de María Jesús Echevarría, con “Las medias palabras”;
José Luis López Cid, con “Los años del potro”, y Leocadio Melchor Rodríguez,
con “Desnudo y composición”, como los más calificados para obtener el premio.
Finalmente María Jesús Echevarría le ganó la partida a José Luis López Cid.

María Jesús Echevarría es madrileña, está casada con un profesor de Historia, es
licenciada en Filosofía y Letras y periodista. Pertenece a la Redacción de “El
Español” desde 1955 y colaboró en “La Estafeta Literaria”. Anteriormente a “Las
medias palabras” escribió otra novela titulada “La sonrisa y la hormiga”, cuya
acción se sitúa en los Estados Unidos,

El tema de “Las medias palabras” es difícil de explicar en síntesis. La secretaria
del Jurado, Aurora Díaz Plaja, nos ha dicho que es la narración de una familia que
vive de una manera anárquica, y que el desarrollo de la obra se centra en uno de
los miembros de esta familia, al que se cree protagonista de un suceso inexistente.

Lo mejor de la novela es el modo como están descritos los distintos personajes
que forman la citada familia.

Y una vez más, en el “Elisenda de Montcada” anotamos el nombre de una
novelista.



E. P. - ABC – 9 de diciembre de 1959

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LAS MEDIAS PALABRAS


LA primera novela de María Jesús Echevarría se nos presenta con la etiqueta
de garantía de un premio literario; y de un premio importante: el “Elisenda de
Montcada”. La novela, pues, está prevalorizada por obra y arte de un Jurado
femenino.

Las medias palabras es una novela un tanto extraña; por un lado, aparece
como un relato de la vida y milagros de una familia arquetipo de la sociedad
actual, y, por otra, parece un estudio profundo de diversos caracteres opuestos y -
sobre todo- contrapuestos.

Vayamos por partes: en primer lugar, tiene una característica común de la
novela española; la escasez de horizontes. La acción se desarrolla entre las cuatro
paredes de un saloncito de clase media y la cafetería de la esquina. En realidad,
esto, más que defecto, es virtud, ya que si lo que se trata en la novela es de
describir un ambiente, el ambiente de la sociedad española de hoy se desenvuelve
exclusivamente en el interior de las casas, en las oficinas o fábricas y en la
cafetería o taberna de la esquina. Es muy difícil que una serie de personajes
españoles se encuentren en un extremo del mundo y, más tarde, esos mismos
vuelvan a encontrarse en las antípodas. No, eso es posible con protagonistas
ingleses o americanos, pero a los españoles no se les puede sacar -si hay que
reflejar la realidad de un ambiente- de la casa, la pensión, el trabajo y la taberna.
Por tanto, cuando voces tan autorizadas como las de José Luis Castillo Puche
indican como defectos de nuestra novela el asfixiarse en la estrechez de la
pensión de familia, habría que contestar que sí, pero que más que defecto de la
novela española es defecto de la sociedad española, que es quien, en realidad, se
ahoga en la estrechez de sus propios criterios.

En segundo lugar, Las medias palabras. Así está escrita con esas medias
palabras que son características de la idiosincrasia nacional. En Las medias
palabras, la hipocresía y los falsos prejuicios son los que imperan; los personajes
son, o altivos y vanidosos, como Natalio y la Niña, o envidiosos, como Faustino y
Mary Lola, o hipócritas, como Victorina y Manuela. Los tipos son perfectos;
exactamente dibujados.

Pero además, el propio negocio de la chatarra, que en el fondo sólo se trata de
veinte duros, es desorbitado por los prejuicios de los unos y la envidia de los
otros.

Las medias palabras, escrita en el ameno y fluido lenguaje de una periodista
profesional, es un reflejo perfecto de nuestra sociedad; sus defectos son las
propias taras de esa sociedad. Y el sacar a la luz el aspecto negativo de algo que
se ama, es una contribución inestimable a su perfeccionamiento, y no otra cosa
son Las medias palabras.



R. C. P. - La Estafeta Literaria – 15 de septiembre de 1960

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MEDIAS TINTAS

(o el discreto encanto de la clase media)
(“Las medias palabras” (1962) María Jesús Echevarría)


Hay que haber sufrido mucho en la vida, haber observado a conciencia como si
no hubiera un mañana, con voluntad de cotilla entomóloga, para plantarte en la
veintena con los inmisericordes rayos-X del sarcasmo a flor de piel. “Las medias
palabras” es un libro de madurez, casi de senectud, un estar de vuelta de todo, un
planear por encima de las cosas desde la comprensión, desencanto, de la
experiencia, de la lucidez extrema. Algo que realizaron con bastante menos
gracia, mala leche, los chiquillos del existencialismo francés, demasiado pagados
de sí mismos hasta cuando renegaban de la vida, del mundo. “Las medias
palabras”, el “Nada” de la clase media, con la diferencia de que aquí Andrea,
Victorina, no es una mera espectadora, es una pasiva agresiva, es un sainete
existencialista, un esperpento nihilista, una gran vomitona con tropezones, con
píldoras de sabiduría brutal. De aquella que no te ayuda a vivir, sino a ver a los
demás, a ti mismo, completamente desnudos, en los huesos. Nada nuevo en la
literatura española, tan dada a los exorcismos, aquelarres, masoquismos, de clase.
Desde “Tormento” de Galdós a “Nada” de Laforet, pasando por “Los caciques”
de Arniches, aunque en esta ocasión el objeto de burla, de escarnio, sea la clase
media, esa gran desconocida, por omnipresente. La literatura española siempre se
ha movido a sus anchas por los extremos entre la burguesía y el populismo, la
clase media, el motor tranquilo, invisible, de la sociedad, del capitalismo, del
consumismo, casi nunca ha sido objeto de reflexión, ni tan siquiera para ponerla a
parir. El motivo es sencillo, nadie se siente en el fondo clase media, ni chicha ni
limoná, la clase media es una estación de paso, un descansillo para alcanzar la
ansiada clase alta, el objetivo sagrado por el que millones de curritos invierten
todos sus esfuerzos, y sus mejores años, en trabajar como perros en tareas
alienantes, empobrecedoras.


Si hay una característica que define a la perfección esta clase es el concepto
aparentar, vivir solo hacia fuera, de cara a los demás, tanto en lo material, como
en lo moral, que los demás crean que eres rico, una persona digna, cultivada,
refinada, ya es una forma de empezar a serlo, de ir ensayando. Nada más
peligroso, odioso, que alguien que se cree más de lo que es, que mira por encima
del hombro a los demás aunque no levante dos palmos del suelo. Personas vacías
que chapotean en el presente como peces sin oxígeno, personas que huyen de la
soledad, del silencio, que solo saben comparar, criticar, sus dos actividades
favoritas. De eso trata “Las medias palabras”, del abismo existente entre lo que
aparentamos ser y lo que somos, entre lo que decimos y lo que pensamos, entre lo
que expresamos y lo que sentimos. Una continua contradicción, disonancia, que
acaba derivando sin remisión en la impostura, en la hipocresía, en la cursilería, en
la locura.

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Renunciar, sin contraprestaciones, a lo que uno es siempre acarrea
consecuencias, trágicas, porque del patetismo, del ridículo, a la tragedia, solo hay
un paso, un mal paso, ese día aciago en el que se nos cae la careta por casualidad,
en medio de la calle, y ya no valen ni medias palabras, ni eufemismos, ni dobles
sentidos. Nos quedamos en pelota picada ante el espejo, con una extraña mueca
de niño asustado, agobiado, acojonado. “Las medias palabras” es un libro duro,
cruel (la censura le tachó dos frases: “-No te encandiles con esas, que no hay
nada que hacer. Natalio mandó a su padre a la mierda.
-Y te metes la lengua… Yo
ya sé lo que me hago.”, página 99), que canta las verdades del barquero con una
sonrisa irónica en los labios, con un arrollador desparpajo vitalista que encubre el
fatalismo, la desesperación, en una especie de inocuo folletín, culebrón, de
cámara. Como “Cinco horas con Mario” (1966) de Delibes o “La vida perra de
Juanita Narboni” (1976) de Ángel Vázquez, dos directas derivadas,
consecuencias, de este singular libro, adelantado a su tiempo, escrito con mano de
hierro por la Tennessee Williams castiza, por la Valle-Inclán con gafas ahumadas,
María Jesús Echevarría, Victorina (Victorino era el nombre de su padre) la triste,
la gran tapada de la literatura española.


El mejor resumen de lo que es el libro, de su declaración de intenciones, y de
resultados, es este genial fragmento:


III. LUEGO


Esta es una historia en la que las cosas ocurren a medias, y se expresan –como
en la vida– con medias palabras. Es –dicen– la mejor manera de entenderse.

Esta es una historia, donde las cosas ocurren entre cuatro paredes. Como debe
de hacerse frente a las mujeres y a las cosas importantes.

Esta es una historia con problemas que existen y de los que nadie habla y un
escándalo del que habla todo el mundo. Que nadie espere soluciones heroicas. Ni
en la tragedia ni en el dolor el hombre escoge las grandes soluciones. Ya es una
gran cosa que se tenga la humildad de ánimo de despertar al día siguiente del
drama y hacer como que se ignora. Las soluciones límite de la vida conducen al
mismo cauce abúlico que las otras. Quien no nace suicida y ha de seguir
viviendo, no puede permanecer en trance de dolor, en éxtasis de tragedia, sino a
riesgo de hacer el ridículo.

Existe, además, esa planta inefable de la esperanza que arraiga siempre en el
alma del hombre y brota recién arrasada, tenue y pálida, la mañana siguiente al
drama.

La gente, ni dice ni piensa las cosas así. Con la gente que no exagera se puede
ir a todas partes.



Julio Tamayo

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POEMAS DE LA CIUDAD
(1960)

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ECHEVARRÍA, MARÍA JESÚS:

“POEMAS DE LA CIUDAD”
Trilce. 38 págs.


María Jesús Echevarría, periodista de bien ganado renombre, excelente
novelista, premio “Elisenda de Montcada”, ofrece ahora al público un libro de
poemas de extraordinaria calidad lírica. Los poemas que María Jesús Echevarría
ha escrito sobre el esqueleto de hierro y hormigón de Nueva York poseen un
atractivo de originales sugestiones. El alma entera de la autora, desnuda y sincera,
se vuelca en cada uno de los versos. Los poemas a veces tienen una fuerza
expresiva increíble en la pluma de una mujer. El lenguaje que emplea la autora
está castigado y endurecido. Los poemas son esculturas de piedra. A veces se
enreda en ellos una tímida yedra de intensa ternura, como en el conmovedor
“Poema de la muchacha negra”. Pero, en general, la garra poética hace sangrar
verso a verso, letra a letra, todas las imágenes. La autora se define en su patética
plegaria “Oración de la ciudad y yo”:



Dame, Señor, el estrépito, el ruido y la miseria.

Déjame la ciudad para mi amparo.
Muchacha de la ciudad me hiciste
y sólo sé vivir sobre el asfalto.


Lloran los versos de María Jesús Echevarría y la vida entera se encierra en ellos
con un fuerte aliento de tragedia sin esperanza.



A veces, Eugenio, los sollozos

son solo tragos secos que por redondas copas
chorrearon el pecho.


“Poemas de la ciudad” es un libro nuevo, de sugestiva poesía moderna, llena de
aristas y asperezas, pero preñada siempre de una profunda emoción lírica.



ABC - 29-07-1961

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POEMAS EN NUEVA YORK


(“Poemas de la ciudad” (1960) María Jesús Echevarría)



En España hay un desprecio, ninguneo, casi generalizado hacia la poesía escrita
por mujeres. Si hablamos de poesía actual, tanto de hombres como de mujeres,
está más que justificado, no dan la talla. Pero si hablamos de la poesía escrita por
mujeres durante la dictadura franquista no queda otra que hacer la ola. No solo
por su calidad, sino por la dificultad inmensa que tenían las mujeres para poder
expresarse con libertad, crear en esa época era un acto heroico, publicar un
milagro. A todo el mundo, gracias a su centenario, le suena el nombre de Gloria
Fuertes, convertida en un icono de la infancia, y para de contar. No hay un corpus
de poetas, mujeres, que esté en el inconsciente colectivo de los lectores de poesía,
siempre una minoría, como sucede con la Generación del 27, o los grandes
nombres que repetimos todos, con justicia, como loritos: Lorca, Machado, Juan
Ramón Jiménez. Pocos españoles no han leído, o tienen referencia de oídas, libros
como el “Romancero gitano” (1928), “Campos de Castilla” (1912) o “Platero y
yo” (1914), su equivalente femenino es inexistente, por puro desconocimiento,
ignorancia. Libros como “Destierro” (1982) de la desconocida, el peaje de los
exiliados, Teresa Gracia, o el que nos ocupa, “Poemas de la ciudad” (1960)
(originalmente “Poemas de la City”), de la todavía más desconocida, el peaje de
los muertos en plena juventud durante la dictadura, 31 años, María Jesús
Echevarría, deberían estar en la mesa camilla de todos los amantes de la poesía en
lengua española. Todo lo que no fuera incluirlos en una hipotética lista de los 10
mejores libros de poesía escritos en España sería menospreciarlos, ofenderlos.


Como las comparaciones son odiosas, pero sirven para calibrar, poner en
contexto, la importancia, valor, de las cosas, hay que mencionar el mítico “Poeta
en Nueva York” (1929-30) de Lorca para hacer justicia al libro de María Jesús
Echevarría. Hablo de importancia, no solo de coincidencia temática, Nueva York,
los Estados Unidos. La principal diferencia es que el libro de María Jesús
Echevarría es mucho más accesible, cristalino, hay la misma pasión por el
lenguaje, por el ritmo, pero no hay una vocación descarada de resultar críptica,
surrealista, como sucede con el libro de Lorca, que oscurece su comprensión de
manera deliberada por razones de censura, de autocensura, la homosexualidad era
un tema tabú durante el franquismo. La otra gran diferencia es que “Poeta en
Nueva York” es un libro mucho más narcisista, subjetivo, es un poeta
expresándose siempre en primera persona. En cambio “Poemas de la ciudad” es
un poeta que se borra, que se confunde con lo que ve, que tiene una visión más
amplia, más universal. Algo que ya se trasluce hasta en los títulos, “Poeta en...”,
“Poemas de...”, sujeto, objeto, continente, contenido, Nueva York, ciudad. “Poeta
en Nueva York” es un diario, “Poemas de la ciudad” una crónica. Por lo que los
dos libros no se excluyen entre sí, son complementarios, un díptico
imprescindible sobre la Gran Manzana, sobre la fascinación que ejerce en el
viajero europeo la grandiosidad, gigantismo, mestizaje, de Norteamérica, de los
norteamericanos.

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El nivel de profundidad también es diferente. Lorca es el turista canónico,
alguien que acude a la gran ciudad sin conocimiento previo, sin prejuicios,
dispuesto a dejarse impresionar por la novedad, por la diferencia, por la
superficie, y María Jesús Echevarría es la mirada serena, analítica, humanista, de
quien trata de comprender, de quien se ha tomado el tiempo de buscar las
coincidencias, de asentar las primeras imágenes, los primeros juicios. María Jesús
Echevarría no fue una turista accidental, una simple Erasmus, en los Estados
Unidos como Lorca, en los años 50 estuvo becada durante varios años en una
universidad americana, la prestigiosa Russell Sage College, experiencia que volcó
en la genial novela “La sonrisa y la hormiga” (1962), y en varios artículos para
“El Español”, por ejemplo “Fin de curso americano” (1954), germen de “La
sonrisa y la hormiga”, durante los años 60 fue corresponsal en Nueva York de ese
mismo semanario, su dominio del inglés era absoluto, trabajó durante años como
traductora de ensayos en inglés y francés. Lorca veía Nueva York desde fuera, de
manera impresionista, porque no podía verla desde dentro, le faltó tiempo y la
herramienta imprescindible del idioma. Su visión de Nueva York es la de un niño
tonto, como los collages creados por Carmen Martín Gaite en 1980-81 durante su
estancia en los Estados Unidos, “Visión de Nueva York”, la de María Jesús
Echevarría es la de un niño distinto, triste, al filo de cruzar el umbral del mundo
adulto. La explosión, felicidad, de los sentidos, es matizada, atemperada, por la
conciencia de lo efímero, de la muerte. “Poeta en Nueva York” es un libro
iniciático, “Poemas de la ciudad” un libro crepuscular, dos etapas imprescindibles
de un mismo camino, el de la honestidad creativa, el de trascender la realidad
para poder iluminarla, comprenderla, mejor. Algo al alcance solo de los genios, de
Lorca (1898-1936) y de María Jesús Echevarría (1931-1962), de María Jesús
Echevarría y Lorca, dos almas gemelas, afines.



Julio Tamayo

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LA SONRISA Y LA HORMIGA

(1962)

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MARÍA JESÚS ECHEVARRÍA,
PREMIO SELECCIONES


Selecciones Lengua Española, de la editorial Plaza & Janés, ha designado la
obra titulada “La sonrisa y la hormiga” para el premio correspondiente al mes de
octubre, dotado, como los anteriores, con cincuenta mil pesetas. Es autora de la
novela ahora seleccionada María Jesús Echevarría, madrileña, nacida el día de
San Miguel de hace treinta años.


Licenciada en Historia, con premio extraordinario, María Jesús Echevarría ha
sido becaria en distintos países; en Estados Unidos de Norteamérica permaneció
como interna en un college y como lectora de español. Vuelta a España, trabajó
intensamente el periodismo activo y la colaboración literaria.


Narradora, ha sido finalista de los premios Ateneo, de Valladolid; Sésamo, y
Planeta. Su novela “Las medias palabras” ganó en 1959 el premio Elisenda de
Montcada. En 1961 editó un libro de versos. Tiene en curso de publicación una
trilogía de novelas cortas, tituladas de este modo: “El muñeco de paja”, “El
constructor de tiovivos” y “La tarima de los sueños”.



ABC – 29-12-1962

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LA SONRISA Y LA HORMIGA




SÁTIRA despiadada, feroz, de la vida norteamericana la que María Jesús
Echevarría expone en su novela “La sonrisa y la hormiga”. El rudo contraste entre
dos maneras diametralmente opuestas de entender la vida, la del mundo latino y
la del anglosajón, constituye el “leit-motiv” del relato. La escritora madrileña no
oculta sus simpatías hacia nuestra psicología, a la vez que fustiga el
convencionalismo y la existencia en serie del pueblo estadounidense. Ese crisol o
“melting poot” del que tanto alardea Norteamérica, y en el que pretende fundir a
todas las razas para llegar a la uniformidad yanqui, también es objeto de los
ataques de María Jesús. Se defiende aquí la individualidad de la persona humana
frente al imperio de la masa, y las pequeñas pasiones de hombres de tierra
caliente encuentran una especial comprensión en las páginas de esta historia.


La acción se sitúan en la más prestigiosa Universidad norteamericana, a la que
concurren becarios de diversos países. La pugna que desde los primeros
momentos entablan nacionales y extranjeros, la incomprensión existente entre
unos y otros, constituye el nervio del episodio. La afición a la música de los dos
bandos es su único nexo; pero, en contraste, son insalvables las múltiples
diferencias que les separan. El rector del centro se empeña en proclamar a cada
paso las excelencias de vida norteamericana, su sentido burgués frente al
fermento revolucionario que alienta en los alumnos de piel morena y corazón
ardiente. Se esfuerza en evitar el escándalo, en paliar el fracaso de unos métodos
educativos que para nada cuentan con la individualidad humana. Mas la instintiva
reacción de los extranjeros, lo singular de todas sus acciones, dará al traste con la
uniformidad que pretende buscar.


María Jesús Echevarría denuncia las complejidades raciales y el carácter infantil
del pueblo norteamericano, de un país que, a pesar de todos sus esfuerzos, aún no
ha logrado una total convivencia. Si la sonrisa supone el sentido de felicidad que
alienta entre sus gentes, la hormiga alude al esfuerzo que se ven obligadas a
realizar. El tema está tratado con responsabilidad y altura. Si la pasión de la
autora le lleva a caricaturizar determinadas situaciones, a subrayar sus rasgos más
acusados, en general responde a una visión certera. Es probable que esta
confrontación de dos culturas o de dos mentalidades no agrade a todos, que
responda, en ciertos aspectos, a una visión personal. Pero lo que nadie podrá
imputar a María Jesús es que busque fundamentalmente una deformación de los
hechos relatados.

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Todos los personajes de la novela están muy bien observados. Se ve que la
Echevarría permaneció en centros universitarios norteamericanos, que convivió
con alumnos de diversos países y que llegó a identificarse con sus peculiares
maneras de ser. El ritmo nervioso que imprime al libro, sus diálogos rápidos y sus
someras descripciones demuestran la maestría de la narradora. Y lo mismo
podríamos decir del clima que respira la fábula, de su perfecta ambientación. Si la
monotonía preside la vida del estudiantado, si cada día le sucede, poco más o
menos, lo mismo que el anterior -visita a la taberna, bailes orgiásticos y pasajes
sentimentales-, cada criatura humana responde a una completa individualización.
Ninguno de los héroes se confunde con otro; sólo existe entre ellos el vínculo de
la vida común. Y acaso en ello resida uno de los primordiales aciertos de la
historia.


“La sonrisa y la hormiga” es una novela excelente, en la que María Jesús
Echevarría ha demostrado gran valentía al acometer un tema peligroso, erizado de
dificultades, y al tratarlo con verdadera dignidad literaria.



Emilio Merino – Hoja Oficial del Lunes – N.º 821, 4 de marzo de 1963

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LA SONRISA Y LA HORMIGA


por María Jesús Echevarría. Selecciones Lengua Española.
Plaza & Janes, S. A. Editores, Barcelona.


La autora, en este libro ha recogido perfectamente el ambiente norteamericano
como producto de una larga estancia como becaria en una Universidad
estadounidense. Está escrita con facilidad. Los infinitos personajes que pululan
por la obra hablan por su cuenta, piensan a su manera y son divergentes en
opiniones y en gustos. Hablando sobre el triste capítulo de los accidentes de
tráfico se razona de esta forma: se hacía la suma de muertos y siempre la cifra era
mayor que la del año anterior. Toda la trama de la novela se desliza en un mundo
universitario, enconado, muchas veces, por el color de la piel, conocidos abismos,
raciales. En los bares se aprecia esta heterogeneidad de maneras de ser, entre
música sincopada, sin sincopar, canciones espirituales, cadencias tropicales; en
una palabra: un «puzle» de razas con sus danzas peculiares, bailes epilépticos, y
otros de repercusión dulcísima. Tres canciones parecen ser el eje de la novela y
sus reacciones sentimentales. Novela de juventud universitaria, con observaciones
también universitarias, de una juventud sagaz y atrevida.


La autora describe, con buena mano y buen tino, un mundo vario, multiforme y
distinto. Las asignaturas universitarias son comunes, no así las reacciones
humanas del abigarrado alumnado, con una juventud deportiva.


Hay en el libro, que es muy interesante, demasiada reiteración de los avatares
estudiantiles, aunque están perfectamente delineadas la confrontación de dos
culturas, de dos mentalidades, de dos formas de entender la vida, «La sonrisa y la
hormiga», título de la obra, es una alusión al pueblo americano: la sonrisa, es el
gesto de un pueblo feliz y la hormiga, la actividad que realiza.


Está editado el libro con la pulcritud tipográfica que nos tiene acostumbrados
Ediciones Plaza Janes, y, en conjunto, se trata de un amplio reportaje de una
modalidad periodística, novelada, muy encomiable.



La Vanguardia – 13-03-1963

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La sonrisa y la hormiga, por María Jesús Echevarría

Plaza y Janés. Barcelona, 1963. 319 páginas.


Nosotros desconocemos, o queremos desconocer ahora, si esta María Jesús
Echevarría ha sido incluida por su libro en una colección distinguida, especie de
galardón editorial periódicamente otorgado. Lo que si nos gustaría es empezar
diciendo algo sobre la autora, si la afirmación no sonara un poco a “slogan”
comercial: “Retengan ustedes este nombre para vaticinar, desde este momento,
una consagración total y brillante, de fuerza propia”.


Sí, algunas veces la lectura de nuestros novelistas de hoy, ellos y ellas –más
ellas que ellos–, nos da la impresión de que allí se está “haciendo moda” a todo
tren, y que, en consecuencia, se obedece a un propósito preconcebido, como
quien desarrolla una obligada tesis. No, el novelista nunca podrá sacudirse de la
servidumbre que le impone la observación sin condiciones, con una humildad de
biólogo. María Jesús Echevarría nos comunica en su libro una experiencia vivida
que, como tal pudiera llegar a la inconsciencia. Ella, no obstante, es joven y nos
hace llegar un tanto de pasión “beligerante”, como si dijéramos.


Un pueblo, un gran pueblo crece, pero necesita para crecer, pensamos nosotros,
ciertos toscos andamiajes, ciertas feas prótesis en ocasiones. Una ideología
circunstancial y un orden, y aun una sensibilidad prefabricada. María Jesús
practica en ese mundo de innegables, inmensas realizaciones que es la USA, calas
instructivas –profundas calas– en zona social tan neurálgica como la Universidad.
Sobre una Universidad de allá monta su dispositivo literario con asombrosas
dotes de observación e intuiciones psíquicas más asombrosas todavía. Contactos y
contrastes entre nativos, europeos y suramericanos. El talento de la novelista lleva
el relato con tensión creciente y lo colorea de dramatismo, hasta un “climax”
sobrecogedor. ¿Son universales dentro de un país los tipos humanos aquí
seleccionados? ¿Tienen ellos un valor representativo? En todo caso, habría que
discriminar, para arriesgar un juicio, la objetividad humana y esa fascinación con
que María Jesús Echevarría sabe imponerse a quien la lee.

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“La sonrisa y la hormiga”. Pero, ¿qué es esto? Pues ni más ni menos que un
emblema escolar en una Universidad de EE.UU. “Un muñeco siempre satisfecho
montado en su lenta hormiga que lo lleva en la fila a destino seguro”. De un lado
asoman en estas páginas la vida como fórmula, la perfecta organización, la
planificación, la tipificación, la racionalización, el aire condicionado y los clubs
conformantes. (“Pertenecía a todos los clubs, sin destacar y sin caer tampoco en el
anonimato. Había sido, pues, perfecto. Un santo norteamericano, como quien
dice.”) De otro lado, la sangre latina, la hispánica. La explosión anárquica
irresistible de vez en cuando, el caudillaje, las intuiciones genialoides, la
irritabilidad y el dicterio; rebeldía, dispersión y, a veces, generosidad frenética,
suicida. María Jesús encara a dos mundos muy polarizados todavía. Su realismo
traumático hace el ademán de clavar la mariposa con el alfiler, y la clava
diestramente. Otras veces nos lleva por declives de ansiedad imprecisa,
nostálgica, muy femenina. Y aun se permite el lujo, por un momento –unas
líneas–, de lo poemático. (Véase ese pequeño ensayo liricorde de la “expresión”
de los pies en sus diversas posiciones, observados como un primer plano de cine)


Nosotros no nos pronunciamos ante estos frentes contrapuestos entre los que
vive y convive María Jesús Echevarría en su aventura. Hacerlo sería, por nuestra
parte, un empirismo. Es enorme la complejidad de todos esos “idea” cartesianos
que arrastran las civilizaciones, las mentalidades, la sangre, las culturas, la
política. A esta problemática, con su verdad… y sus verdades, sólo cabría
formular la pregunta de Pilatos. Pero, sí, en cambio, tomamos partido por el
vehículo literario y la lente maravillosa de la novelista… Un delicioso libro y, a
ratos, un importante libro.


No hay pedante entre nosotros que al hablar de Norteamérica no haya
comenzado con la mención de Tocqueville. ¿Por qué no desde ahora reservar
siquiera una nota de pie de página para una joven novelista española que, en los
medios universitarios de allá –peculiares, caracterizadores medios–, ha
considerado, amado, aborrecido y visto con una agudeza que da miedo?



Rafael Laffón – ABC – 7 de abril de 1963

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LAS HORMIGAS NO SONRÍEN

(“La sonrisa y la hormiga” (1962) M.ª Jesús Echevarría)





Fingir que te adaptas ya es adaptarte, no se puede claudicar a medias. La vida es
una sucesión de trampas disfrazadas de normalidad. La anormalidad del punto de
equilibrio, de la mediocridad. El abismo de pensar, del silencio. En los extremos
radica el amor, la muerte.


Según la crítica literaria de la época, de nada de esto trata la gran novela de
María Jesús Echevarría. Para estos clarividentes críticos estamos ante un aséptico
reportaje de la vida estudiantil de unos becarios en una prestigiosa Universidad
Norteamericana, vamos una especie de diario de un Erasmus. Pues nada que ver,
o no solo, “La sonrisa y la hormiga” es la crónica de un desencanto, del espíritu
descreído de toda una época, finales de los años 50. Se puede leer como una
anticipación, visión, de mayo del 68, de todo el movimiento hippie. Un despertar
de la conciencia, de los instintos, un querer salirse del camino trillado, fijado,
pautado, para sumergirse de lleno en el caos, incoherencia, de la vida. Un tema
común que recorre la mejor literatura española de los años 50, de la denominada
generación de los niños de la guerra, en concreto la escrita por mujeres, “Nada”
de Carmen Laforet, “Aguas muertas” de Dolores Boixadós y “Entre visillos” de
Carmen Martín Gaite. Un existencialismo costumbrista, localista, que en el caso
de María Jesús Echevarría adquiere mayores tintes de modernidad, de libertad
literaria. “La sonrisa y la hormiga” leída a ciegas podría pasar por una novela de
la “Generación perdida” americana, algo bastante inédito en la literatura española
de los años 40 y 50 que adolecía en general de falta de vuelo, de exceso de
ensimismamiento. Que este poker de ases de la literatura escrita por mujeres, la
más brillante de la época con diferencia, también la menos valorada a posteriori a
pesar de llevarse todos los grandes premios de la época, esté formado
íntegramente por óperas primas (en la novela) es todavía más excepcional si cabe,
porque no son balbucientes obras de debutantes, sino obras de madurez, llenas de
poso, de profundidad, de sabiduría vital. No son para nada literatura de evasión,
de género, de superficie, son pequeños tratados de metafísica camuflados en
sombrías novelas de iniciación, de crecimiento personal.

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A pesar de la común negrura, tristeza, que rodea a sus protagonistas, por
primera vez mujeres, normales, no hablo de femmes fatales, hay una cierta
esperanza, rebeldía, una voluntad de transgresión, de trascender la mediocridad
del mundo que las rodea, de ir más allá de las convenciones, del estrecho futuro
reservado a las mujeres de la época, matrimonio, hijos. En la novela de María
Jesús Echevarría, a pesar de que hay un mayor número de personajes masculinos,
los personajes femeninos son los detonantes, catalizadores, de todo lo que pasa,
son las que ponen en marcha los resortes de la vida, de la tragedia, sin ellas solo
habría rutina, conformismo, adaptación. Escribir una novela sobre el choque,
sobre el difícil equilibrio (como se puede ver en la balanza de la portada del libro,
del genial pintor panameño afincado en España Ciro Oduber), entre conductismo
e individualismo, entre sociedad y soledad, entre pragmatismo y hedonismo, entre
mestizaje y supremacismo, entre integración y racismo, entre Europa y América,
entre América del Norte y América del Sur, entre creyentes y descreídos, entre
judíos y cristianos, en plena dictadura franquista no deja de tener su mérito, su
riesgo.


Otra cosa que llama mucho la atención en la novela de María Jesús Echevarría
es la importancia fundamental de la música, es la segunda voz, y en muchos
momentos la primera, de todos los personajes, su relación con ella casi les define
más que sus palabras, que sus hechos, las canciones ejercen de metáfora, de
símbolo, de reveladores de su propia personalidad, de todo el sentimiento de una
época. La música como aturdidor, como somnífero. Se nota que María Jesús
Echevarría tuvo una exquisita formación musical, era hija de Victorino
Echevarría, el director de la Orquesta Municipal de Madrid, tocaba el violín y el
piano, algo que se aprecia hasta en la musical, sincopada, jazzística, forma de
construir las frases, los párrafos, los capítulos. Estructuralmente es perfecta, la
trama avanza más por intensificación que por progresión dramática. Su carga
destructiva, al límite del nihilismo anti-sistema, aparece con total normalidad, sin
hacer énfasis, espectáculo. La vida como una gran performance a tiempo
completo. El adoctrinamiento, la educación, las actividades extra-escolares, como
medio privilegiado de represión de los instintos, de encauzar la disidencia, el
pensamiento. La obsesión por crear ciudadanos normales, conformistas, útiles,
aceptables para la sociedad, para el capitalismo. Llenar la vida de rutinas, de
fiestas oficiales, para poder pasar por ella sin darse cuenta, de manera fluida,
aséptica. Huir del contraste, de la crítica, de la claridad, cuando todo el mundo
comprende los eufemismos, la hipocresía se convierte en una convención más. Lo
importante no es la integración, es la asimilación de los inadaptados, de los
solitarios, imponer a sangre y fuego el optimismo, la felicidad, la normalidad. En
definitiva, una feroz crítica al “american way of life”, al “franquista modo de
vida”, disfrazada de inofensiva novela estudiantil.



Julio Tamayo

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PASTEUR
(1963)

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LA RABIA DE PASTEUR



No es lo mismo un libro de encargo que un libro de creación pura, es mucho
más difícil meter la patita literaria. Si encima es una biografía histórica todavía es
más complicado, las cartas están dadas, los personajes, la historia, y el único
margen de libertad, de creación, es la forma de barajarlas. A mayores hablamos de
la biografía de un científico, que como todo el mundo sabe no son la casa de la
risa, la juerga padre. Su vida se puede resumir en: entro en el laboratorio de buena
mañana, y salgo del laboratorio de buena tarde, fascinante a nivel literario. Con
esos mimbres tan precarios María Jesús Echevarría tiene que currarse una
biografía divulgativa, que a la vez que aleccione divierta, y a fe que lo consigue.
Convierte la sucesión de experimentos de Pasteur en una trepidante película de
aventuras, de acción, llena de emociones, de caídas y auges. María Jesús
Echevarría se aferra a esa dimensión humana para darle algo de vidilla, de
profundidad al libro, que resulta entretenido y poco más, salvo la Machadiana
cuartilla inicial, la única en la que puede poner su inconfundible sello personal,
algo es algo.



“LOS PASILLOS DE LA ESCUELA NORMAL DE París eran largos y grises.
Con la luz del día lograban todo lo más un color azulado, y las paredes de
grandes piedras, el techo aquí y allá abovedado, cuando el sol daba en asomarse,
se cubría de extensas manchas violetas, de enormes chafarrinones de añil que,
ventanas abajo, lamían los pies de los colegiales. Parecía como si los niños, los
muchachos allí estudiantes, se hubiesen entretenido en derramar cubos de color
por puro entretenimiento.

Pero era sólo efecto de luz: el sol triste del invierno parisiense no lograba dar
mayor alegría a aquellos pasillos.

Hemos de imaginarnos a los chicos, tal y como eran los de la época: con sus
grandes blusas de estudio, con sus asombrosos gorros. Pegadas las narices a los
cristales del “hotel”, miraban caer la lluvia y pensaban en sus hogares. Porque
todos los chicos tienen nostalgia cuando llueve y el cielo se pone plomizo; y las
casas que se alcanzan a ver desde el internado parecen dibujos mal hechos, a los
que un colegial travieso hubiese echado un borrón. Cuando llueve los colegiales
se aburren y adquieren la tristeza de la niñez: la tristeza más importante de
todas.”




Julio Tamayo

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TEXTOS


FIN DE CURSO NORTEAMERICANO






















Estudiantes de un colegio norteamericano en plena clase. El “Honor System” el código
moral de estos escolares imprime seriedad y responsabilidad a los jóvenes.




Al estudiante se lo dan todo preparado, prefabricado y hasta prepensado.
Los exámenes en sí no ofrecen la emoción de los nuestros.
El Código del Honor Escolar.
“El chivato” dignificado. Café, cigarrillos y prisas. Noches en vela.
El estudiante ideal.
¿Qué es una “fraternity”?. Profesores y alumnos. Los fines de Semana.
A divertirse, aunque no se quiera.

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(Impresiones de una estudiante española en los Estados Unidos)


MUCHO café, muchos cigarrillos y muchas prisas.

Estas parecen ser a primera vista las principales características del fin de curso
en un “college” americano. En ello está contenida la emoción de las semanas de
exámenes, cuando las clases ya finalizaron y sólo le queda a uno para irse a
descansar a la casita de Connecticut o a la granja de Ohio más que el pequeño
detalle de examinarse.

La semana de exámenes es, pues, como la apoteosis del curso, es decir, la
apoteosis del café, la apoteosis de los cigarrillos y la apoteosis de las prisas.

A nosotros, a los estudiantes extranjeros, ya nos lo venían anunciando un par de
semanas antes, para que no nos preparáramos se conoce. En el comedor de las
clases, en los “dormitory”, en la cafetería, no se hablaba de otra cosa: el fin de
curso y, como fase inevitable, los exámenes.

Es decir, en U.S.A. el estudiante es ni más ni menos como en todas partes, con
algunas ventajas sobre los europeos, y es que allí se lo dan a uno todo preparado,
prefabricado y hasta prepensado. Al estudiante no le queda sino recoger lo que le
sirven con tanta gentileza.

A la cosa, pues, le restan bastante emoción: allí un estudiante no tiene opción,
no puede escoger entre presentarse o no a un examen; tiene que ir de todas
maneras. No importa que se refugie en la enfermería, alegando los consabidos
fuertes pinchazos en el hígado o que se quede en el cuarto de la residencia
haciendo pajaritas de papel mientras sus compañeros acuden al aula: la cosa está
tan bien llevada que la dirección del “college” hará llegar amablemente una copia
del examen hasta las manos del doliente enfermo o hasta el mismísimo pupitre
atestado de mañosas pajaritas. No hay manera de escaparse. No hay emoción. No
existe el dramático “no me presento”, pronunciado en la madrugada del día fatal,
después de una noche de indigestión científica.

El colegial americano lo sabe y no se rebela ante su sino. Sólo entre los
extranjeros, entre los “europeos”, se produce de vez en cuando este fenómeno.

–¿Y si nos vamos?–preguntaba en una ocasión una francesa en un grupo.
Pero los ojos redondamente abiertos de los americanos les decían claramente
que aquella voz hablaba en “extranjero”.

–Tienes que hacerlo…
–¿Y por qué, vamos a ver?–insistía una vez la estudiante-turista de los pasillos
de la Sorbonne–. Porque si yo no sé nada no sé a que voy a ir…

Razonamiento cargado de lógica que hubiera sido comprendida por cualquiera
de sus congéneres europeos. Pero la solución americana era inexorable: “You
have to do it… yo have to...”, y, claro está, todo el mundo iba.

87

EL “HONOR SYSTEM”


























Los estudios geográficos figuran entre los preferidos por los norteamericanos


Tampoco los exámenes en sí ofrecen la emoción de los nuestros. Para
admiración, asombro y hasta incredulidad de estudiantes compatriotas escribiré
aquí lo que es y en lo que consiste el famoso “Honor System”. La base de este
sistema está en considerar al educando como ser honorabilísimo, de conciencia
exquisita en materias escolares hasta el punto de que cualquier alumno se
reportará a sí mismo ante un tribunal constituido por sus compañeros, por
cualquier falta cometida con o sin testigos y que vaya en contra del Código del
Honor escolar. Y más aun, más que esto: si el “pecador” en cuestión quiere
zafarse del tribunal, cualquier compañero testigo del desmán cometido, está
obligado a delatarlo, a reportarle ante el “Honor Court”. En total: “el chivato”
dignificado.

Así que en los exámenes uno se encuentra lo que se dice perdido. Es para poner
los dientes largos a cualquiera el ver cómo el profesor sale tranquilamente del
aula, después de entregado el formulario y el papel a rellenar de sabiduría, y
comprender que copiar es empresa completamente imposible. Está uno vendido.
Vendido por todos los compañeros de los alrededores, que serían capaces de
llevarle a uno de una oreja ante el ya famoso tribunal por desacato tan inaudito al
Código como es copiar en un examen.

88



¡Adiós, pues, a la emoción de las chuletas sacadas a hurtadillas, de los
ayudantes que vigilan o del catedrático que dormita! ¡Adiós, pues, al agradable
“sopleo”, virtud principal del buen compañero! Nosotros sabemos bien lo
despreciado, lo vilipendiado que es en nuestros centros estudiantiles aquel que no
apunta.

Bueno, pues allí no. Allí el que no apunta es el que cumple con su deber, el
admirado por todos: la quintaesencia del buen compañero, en una palabra.
Empeño vano sería solicitar angustiado alrededor de uno la mano amiga que saca
del atolladero: el silencio más absoluto sería la respuesta. Y si el angustiado,
llevado de su desesperación, llega hasta el extremo, hasta el lamentable extremo
de copiar… ¡al tribunal con él!

Con todo esto fácil es comprender lo poco atractivos que resultan allí los
exámenes, lo carentes de contenido emocional que se tornan.

Pero al estudiante americano le gusta la emoción, le gustan las cosas “exciting”
y mucho. ¿Qué hacer si los exámenes en sí han sido previamente despojados de
interés por los inventores del “Honor System”? ¿Qué hacer si no hay forma de ir
“a ver qué pasa”, y dejarle al catedrático con la palabra en la boca diciendo: “Me
retiro”? Y cómo el ansia de emoción existe en el corazón de todos los colegiales,
esa emoción, esa carga de “excitement”, la vierten en el ambiente.

Y entonces viene lo del café, lo de los cigarrillos y lo de las prisas.






















En vísperas de exámenes los estudiantes pasan las noches en vela entre cafés y cigarrillos

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CAFÉ Y CIGARRILLOS EN LOS DORMITORIOS


En un “dormitory” de un “college” americano, en una “sorority” o “fraternity”,
a partir del día 15 de mayo, el aire está infectado de humo, el suelo de tazas y la
casa toda, a todas horas, de prisas.

Al examen hay que rodearle de ambiente, aunque -¡afortunados ellos!-
comparado con las exigencias de las Universidades europeas, las exigencias de
las americanas sean mínimas. Al examen hay que darle la categoría de cosa
terrible. Y se le da a fuerza de cigarrillos, porque es la única cosa que el
estudiante americano es libre de hacer sin que una serie de reglas se lo vengan a
impedir.

En época de exámenes al colegial estadounidense para las noches en vela a
fuerza de infusiones y humo, aunque haya estado perdiendo el día entero en
partidas y más partidas de “bridge”. Se las pasa en vela, aunque no tenga
exámenes siquiera, porque la época lo exige, porque es tradicional y porque hay
que ver el aspecto tan distinto que adquiere el “living” cuando dieciséis chicas en
“shorts” de diferentes colores deciden estudiar al mismo tiempo.

Vulgarmente la creencia es que para estudiar, estudiar, lo que se dice estudiar, lo
único que hace falta es soledad, codos y el libro de texto. Pero no es esta la
creencia de la casi totalidad de los escolares americanos, que, para estudiar en
“serio”, lo primero que hacen es reunirse en grupo de más de quince; lo segundo,
preparar un clorosísimo café, y lo tercero, esperar jugando al “bridge” y oyendo
discos, a que sean las once de la noche, por lo menos, para empezar a estudiar, es
decir, para tomar una postura inverosímil sobre el sofá, sobre una mesa o en las
blanduras de la alfombra y saborear el café con un libro de texto en la mano. Esto
no se puede hacer por la tarde, tiene que ser, como hemos dicho ya, a las once de
la noche por lo menos, porque la tarde o la mañana no tienen ambiente, no son
propias de la época de exámenes.

En el mismo cuarto se estudia química, sociología, ciencias domésticas, se
escribe a máquina y se discute de -¡cómo no!- Marilyn Monroe. Nadie parece
molestarse por las entradas y salidas de los demás. Y en verdad su poder de
asimilación debe de ser formidable, porque nadie se queja de falta de
concentración y exceso de ruido. Eso…, eso sólo nos pasa a los otros, a los
“europeos”, que, en resumidas cuentas, debemos de ser unos sensibleros.

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EL ESTUDIANTE IDEAL




















A la Universidad americana se puede decir que no le interesa en absoluto formar
“leaders” intelectuales. Es más: pensamos que considera el “leader” intelectual
como elemento contraproducente.

Y si el “leader” intelectual no interesa, como consecuencia lógica el “empollón-
máquina” ha quedado desterrado de los centros universitarios de aquel país.
Nosotros podemos hasta imaginar el día de la expulsión de los “empollones”,
arrojados, como otros mercaderes, de los templos universitarios.

Es ésta una especie casi por completo desaparecida de los Estados Unidos y,
como no encuentra allí el ambiente propicio, o bien languidece y muere o bien se
transforma en el ideal de colegial americano.

Si el “empollón” es casi perseguido por la Universidad americana y hasta el ser
muy estudioso no es considerado como virtud suficiente en aquellos centros,
¿cuál es el papel, el significado que los centros docentes americanos se conceden
a sí mismos? Está muy claro: la sociabilización del individuo.

La Universidad actúa como nexo de unión entre el individuo y la sociedad, le
ayuda a adaptarse, le lleva de la mano para que aprenda a charlar en un grupo, y
le empuja suavemente para que dé su opinión para que discuta.

Lo social adquiere en la Universidad americana una categoría e importancia
como difícilmente podríamos imaginar las gentes de este Continente. El alumno
mejor no será aquél que, encerrado en su cuarto día y noche, estudia hasta la
neurastenia, sino el más popular en “campus”, el que levante la voz en los
innumerables “meetings”, el que esté dispuesto a emplear su tiempo en uno o
varios de los numerosos “clubs” o “associations”, que en cada centro existen, el
que organice bailes y dé ideas, el que colabore con sus compañeros y sepa dar
francas palmadas en la espalda. Ese será el estudiante ideal.

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Y a la hora de las elecciones estudiantiles, cuando llega el momento de
constituir el “Student Government”, son éstos los que se llevan la mayoría de
votos.

Fácil es calcular el poco tiempo que le queda a un estudiante con una mediana
popularidad para dedicarlo a sus libros. Pero esto apenas importa: la Universidad
está satisfecha de él porque no sólo se adapta al grupo, sino que ayuda a los otros
a adaptarse a su vez.

América no persigue el tener un país constituido por sabios ciudadanos aislados
que se saquen los dientes unos a otros a las primeras de cambio, sino una nación
habitada y dirigida por satisfechos hombres del mismo nivel intelectual
perfectamente adaptados al medio social en el que han de vivir. Es el reino del
“average man”. Y a ello responde la labor de la Universidad.





Edificio de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Drake en Des Moines

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LO QUE ES UNA “FRATERNITY”


Antes cité la palabra “fraternity” y ahora voy a explicar lo que ésto significa
dentro de la vida de un “college” o Universidad americana.

Cada fraternidad está constituida por un cierto número de estudiantes que se
titulan hermanos, como las estudiantes miembros de una “sorority” se llaman
entre sí hermanas. Dentro de la comunidad hay un cierto número de obligaciones
y el domicilio es común. Se las conoce y distingue por letras distintas del alfabeto
griego. Así se dice: “Los hermanos de Pi, Kappa, Phi” o la “fraternity” de “Delta,
Tau, Omega”.

Para el novato, el “freshman” recién llegado al “campus”, recién nacido a la
vida de la Universidad como quien dice, la elección de “fraternity” reviste
caracteres de la mayor importancia. Nosotros conocimos a un novato, a un
“freshman”, y durante las primeras semanas de curso, aquel hombre se fue
ensombreciendo, entristeciendo, agrisando, encogiendo, hasta que al cabo nuestra
pregunta se hizo inevitable.

–Pero, por Dios, ¿qué te pasa?
–Nada, que me aburro, que no sé qué hacer… Estoy aislado…
–Pero, hombre de Dios, ¿eres capaz de aburrirte en una escuela donde hay miles
de muchachos como tú?

–Pues… pues ahí está lo malo.
–¿Cómo lo malo?
–Sí, lo malo, sí… lo terrible: nadie me habla. Nadie habla a un “freshman”.
El indignarse se imponía.
–¡Pero eso es un crimen…! ¡Una indignidad!
–No, no. No es nada de eso. Es sólo tradición…
–Pero no deja de ser un crimen, aunque sea tradicional.
–No… que va. Tú no entiendes. Ahora no nos hablan durante siete semanas. Así
nadie puede decir que un miembro de una “fraternity” nos ha coaccionado para
entrar en ella y no en otra cualquiera.

–¿Y qué importancia puede eso tener?
–Pues eso: la igualdad de oportunidades. Este es un país democrático.
–Sí, sí… Ya comprendo. Pero tú tienes que estar hecho polvo.
–Claro, fíjate… Mi más íntimo amigo es “hermano de Pi, Kappa, Phi” y nos
hablamos desde lejos… por señas. ¡Y eso sin que se den cuenta!

Le dejé cabizbajo, con la mirada errabunda, continuar sus interminables paseos
por el “campus”, sin saber en qué “fraternity” ahorcarse. Porque, eso sí, cada cual
se tiene que acoger a un grupo, cada cual ha de pertenecer a “algo”, para sentirse
protegido, incluso en la vida de la Universidad. Es cierto, ciertísimo, que en todo
“college” o “University” existe un grupo llamado de los “independientes”, de los
que no pertenecen a ninguna fraternidad, de los que no viven con nadie, ni tienen
obligaciones para con nadie, de los rebeldes, en una palabra. Pero estos son los
menos y además también forman grupo: el grupo de los “independientes”.

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La ventaja o desventaja de pertenecer a una fraternidad o permanecer libre está
clarísima. En primer lugar, cada fraternidad posee una magnífica casa donde cada
hermano encuentra cama y techo. En segundo lugar, también disponen de cocina
propia, costeada rigurosamente por la comunidad, y que supera con mucho a la
cocina general del colegio. Y en tercer lugar, las fraternidades son famosas por
sus fiestas en los fines de semana.

Creo que éstas son razones suficientes y necesarias para atraer a los colegiales,
y pasado el plazo fatal, cada “fraternity” se apresura a invitar a aquellos
candidatos a los que ha ido “echando el ojo”. Candidato hay que recibe
invitaciones de veinte o veinticinco fraternidades.

El ingreso en la fraternidad tiene sus dificultades de diversas índoles. Los
novatos cumplen obedientes los castigos que se les imponen para reparar la falta
de ser recién llegados. No hay profesor ni ayudante estadounidense que se
conmueva ya ante ningún adefesio que se le entre por las puertas de la clase:
vengan alumnos con bozal o en traje de baño en pleno mes de enero, el profesor
no se altera: sabe que son los novatos.
































La ceremonia de investidura de grado se celebra con esta solemnidad en la Universidad de Columbia

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MÚSICA A CUATRO MANOS

Un profesor y un alumno es cosa bien corriente en un “campus”. Un profesor y
un alumno sentados a la misma mesa en la cafetería, bebiendo sendas botellas de
Coca-Cola, es cosa más corriente todavía.

Entre profesores y alumnos no existe barrera de separación, no hay lucha. No
ocurre lo que en los viejos centros europeos, donde maestros y discípulos forman
dos frentes, siempre preparados al ataque, aunque exista admiración, respeto y
hasta colaboración intelectual.

Allí la colaboración entre educando y educador es de muchas clases además de
intelectual. El alumno tiene un acceso directo, directísimo, hasta el maestro,
confía en él y le es leal. Y esto, naturalmente, nace del comportamiento del
profesor a su vez.

Nada más lejos de un aula americana que la rigidez. Las clases son puro diálogo
espontáneo de alumnos a profesor, de profesor a alumnos. Y el profesor “ayuda”.
Un producto desconocido en aquellas Universidades es el catedrático “hueso”.
Existe, bien es verdad, el “hardteacher”, pero éste no responde a la misma idea de
nuestro tradicional “hueso”. El “hardteacher” es únicamente el catedrático que
hace estudiar, el que exige. Pero también el que ayuda, el que es accesible, el que
bromea en la cafetería y procura sacar adelante a sus alumnos, porque el suspenso
se lo imagina tan fracaso para él como para el propio alumno.

Quizá a todo ello contribuya el hecho de que el profesor suela vivir dentro del
“campus”. El profesor vive su día entero en la Universidad; apenas sale de ella,
participa en sus fiestas sociales, en sus acontecimientos académicos. De ahí lo
demás.

Hay “tés” de profesores para alumnos y de alumnos para profesores, reuniones
en común una vez por semana para jugar juntos a algo, para discutir, para ver una
película, para tomar una taza de café todos reunidos. Se llama a los alumnos por
su nombre, se va de grupo en grupo con la taza en la mano y hasta, si hay un
piano cerca, se hace un poco de música a cuatro manos: profesor y alumno…




















Un paseo por el “campus” entre clase y clase

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LA CARRERA SIN FRENO DE LOS “WEEK-ENDS”

Lo primero que salta a la vista de la vida de una Universidad estadounidense es
que lo más importante del programa estudiantil son los “week-ends”. Chicos y
chicas viven por y para el “week-end”. Es su dorada idea. Lo que les mantiene
animosos de lunes a viernes. Se puede decir que se arrastran angustiados,
abrumados por las prisas de la semana para llegar hasta la tarde del viernes.

Si se ha llegado moribundo hasta el viernes a fuerza de asistir a “meetings” y
jugar partidos de alguna cosa, la lógica nos empujaría a imaginar un fin de
semana cargado de paz: largos paseos de los enamorados por las orillas del lago
cercano, una sesión de cine o quizá, si las circunstancias lo imponen, ir a bailar
comedidamente.

Pero los fines de semana de estos colegiales no tienen nada que ver con la idea
de paz; es más: están ferozmente reñidos con ella. Los fines de semana son la
vorágine, el horror, la carrera sin freno, que si no es con la lengua fuera, es porque
la carrera suele ser en coche.

La diversión en aquel país -ya lo decía Julio Camba- está en razón directa con la
velocidad, el estrépito y el dinero gastado.

El mortecino estudiante del mediodía del jueves, se convierte en un meteoro a
partir de las dos de la tarde del viernes: es la inyección de vitalidad que el “week-
end” significa, la gloria que Dios envía cada semana a los buenos estudiantes:
partido, cocktail, cena, reunión, baile… van, vienen, se cambian y se vuelven a
cambiar de ropa, porque, eso sí, en el país de la llaneza las complicaciones de la
etiqueta dejan tamañitas a las de la corte del Rey Sol, y a un baile “formal” es un
desacato ir con los calcetines que se permiten en otro “informal”. Lo mismo que a
un “media formal” no se pueden llevar los tules y las gasas propios de los bailes
formales.

Las fraternidades rivalizan en la organización de “week-ends”: La originalidad
es difícil cuando se organizan fiestas cada sábado del año, pero los chicos
discurren y se afanan y sus esfuerzos se ven coronados por el éxito.

Se dan lemas para fiestas de disfraces tan alentadores como “woo-hoo-doo”, o
tan prometedores como “Montecarlo”. Cada fraternidad lanza su lema a
principios de semana y el traje a elegir se deja a la inspiración y discreción de los
invitados. Dicho sea de paso que lo de la discreción en este caso es un
eufemismo. Y una vez la fiesta en marcha, a divertirse, aunque no se quiera. Corre
no el vino, sino los cocktails. El whisky, un “manhattan” o un “cuba libre” son
capaces de muchos milagros, si bien nosotros dudamos de que sean celestiales.

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MAÑANA EMPIEZAN LOS EXÁMENES






















En el comedor de una “fraternity”. Los “hermanos” cambian impresiones a la hora de comer



Si durante el curso lo de más fueron los “week-ends”, el fin de curso supone el
resumen y la superación de las glorias del año. ¿Imaginan ustedes la alegría, el
placer inmenso del último “week-end”, del último “big-week-end” escolar? Y
también, claro es, la nostalgia, la tristeza del año que se va, que se aleja después
de ascenderle a uno un grado en la escala social del estudiante. Si uno era un
pobre “freshman”, a partir de ahora será un “saphomore”, un estudiante del
segundo año. Si uno pertenecía a la clase “junior”, ahora le cabrá el honor de
convertirse nada menos que en un “senior”, alumno del cuarto y último año.

El último “big-week-end” ha de estar a la altura de la seriedad de las
circunstancias. Fin de curso y fraternidades: grandioso momento, grandiosa
oportunidad del organizar el “week-end” más movido del año, el que le deje a
uno más cansado. Se sabe que a la semana siguiente empiezan los exámenes, se
saben incluso con exactitud las horas y los días de cada prueba… ¡No importa! Y
el último “week-end” es modelado con cuidado de artífices por cada fraternidad
para que salga perfecto de sus manos, para que salga bailarín y ruidoso e
imponente, para que atruene la ciudad y no deje vivir a nadie. Y lo hacen anunciar
como se anuncia el más grande de los circos con desfile, mascaradas, globos y
cohetes. Y luego, cuando el día llega, ¡el caos! Sí, el caos cósmico en
reproducción perfecta y sin descripción posible.

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En los fines de semana los estudiantes norteamericanos se desplazan al campo
y lugares de esparcimiento cercanos a las Universidades



En la madrugada del domingo, cansados, más que cansados, rendidos, molidos,
deshechos, se reintegrarán con la conciencia saturada de felicidad, a sus cuartos,
sin excepción atestados de todo lo más heterogéneo e inverosímil que se pueda
imaginar; y sacarán el bote de “instant-coffee” y el cartón de cigarrillos y lo
pondrán encima de la mesa de trabajo, porque mañana, sí, señores, mañana…
¡empiezan los exámenes!



María Jesús ECHEVARRÍA

(Especial para EL ESPAÑOL desde Russell Sage College-Troy-New York)



El Español – número 293 – Madrid, 11-17 julio 1954

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NIÑA DISTINTA

(1954)


















I


SUBIERON los rapaces a la torre de la iglesia a tocar a nube y retumbaron en el
pueblo los din-dan del campano grande echado a volteo.

La nube avanzaba muy gris, casi negra, al ras de los tejados de las casas,
asustando a los labradores con el anuncio de las centellas. Los niños, allá dentro
del comedor de la abuela, hacía rato que se aburrían sin saber qué hacer ni a qué
dedicar las horas de aquella tarde horrible.

–¿Me dejas salir, abuela?
–No, que te va a pillar la nube. ¿No te acuerdas ya del hijo del ti Máximu, al que
mató una centella?

Se sentaron a aburrirse por los rincones sin saber qué hacer en la tarde gris,
igual. Irritante. Y ni siquiera estaba Pilar para animarlos: había marchado a la
ciudad, y, ya anochecido, no había vuelto.

Cuando ella estaba, aun se podía jugar a algo divertido. Ahora, no. A la abuela,
metida en la cocina, no se le podía pedir sino la merienda a eso de las cinco.
Luego, ya nada. Poco a poco la niña pequeña se iba durmiendo encima de las
piernas de Pedro, hasta que Lina se daba cuenta y la sacudía un poco
bruscamente.

–Vamos, Mary, que te vas a quedar dormida.
Pero ella se amodorraba en cualquier rincón, incapaz ya ni de jugar siquiera.
–¡Que venga Pilar! ¡Yo quiero que venga Pilar!

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Pero Pilar no venía. Ella en seguida sabía ocupar los ocios de los niños con
algún quehacer. Hasta entendía de tiradores y pajareras. Con ella se les hubiera
olvidado la tarde gris que les impedía salir hacia la libertad de los prados. La
noche triste y sucia se echaba encima como la niña sobre las rodillas de Lina. Y
Pedro, sentado en un rincón del comedor, se impacientaba pegando fuertes
patadas en el suelo con las botas bien provistas de tachuelas.

–Estate quieto, Pedro. Vas a despertar a la niña.
–¡Que venga Pilar! ¡Que me dejen ir a casa de Nímides!
Nímides era hijo de ti Juan. Entraba en el huerto saltando por la cancela de
troncos, sin abrirla, y conocía, sólo con verlas, las mejores acederas, las de sabor
más fuerte y agrio. Juntos cogían agabanzas rojas, que no se podían comer, pero
que servían para hacer collares que luego le llevaban a Pilar: uno, dos, diez,
veinte… Y se quedaban amontonados encima de la cómoda de la habitación
grande, hasta que las agabanzas se ponían arrugaditas y negras y la abuela las
tiraba.

A veces venía con él Sila, una hermana más pequeña, especie de renacuajo
moreno y astroso, triponcilla y hambrona, amiga incondicional de Mary. Se
instalaban los cuatro al lado del palomar y allí se hacían posibles todas las
empresas. Pedro ayudaba, en actitud respetuosa, a construir la pajarera o la caseta
para los conejos.

Con Sila y Mary siguiéndoles como sombras vagaban por el huerto y por los
prados del pueblo. Lina –la mayor de todos– era el cerebro de la corporación. A
las cinco recogían la merienda que les daba la abuela, y en el verano era de ver a
Silina comerse los perucos hasta con rabo, silenciosa y ritual.

Hoy nada de esto era posible. Por eso otra vez la murga de Pedro.
–¡Que venga Pilar!
Era tarde. Muy tarde.
–¿Cenamos, abuela?
Pero la abuela también dormitaba en una silla de la cocina.
–Esperad a Pilar. Aunque el tío no venga, cenaremos. Pero Pilar tiene que venir.
–¿Por qué no cenamos nosotros solos?
Volvía a dormirse sin contestar. Y Pedro, de vuelta del comedor, continuaba
pegando patadas a todos los muebles. Por el suelo andaba una vieja corneta de
hojalata, cortante por los bordes. El niño empezó a tocar con ella estridentemente.
Lina se había encaramado al viejo alfeizar de la ventana y leía historias de hadas
en un libro con estampas de colores.

Muchos años después ni siquiera recordarían de qué discutieron entonces. Algo
de juegos, de niños, de… Pero estaban irritados y la tarde era desapacible.
Además, no estaba Pilar. Sí, debió de ser por eso. Por eso por lo que de repente
Pedro tiró su corneta de hojalata en dirección al alfeizar de la ventana y el
cortante borde vino a dar en la carita que se inclinaba sobre los colorines de un
castillo pintado. Se oyó un grito y luego el golpe de un cuerpo al caer contra el
suelo. En aquel momento entró Pilar corriendo, asustada.

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–¿Qué habéis hecho?
Y casi en seguida:
–¡Lina, niña mía! ¡Lina…!
La alzó del suelo con la carita llena de sangre, frente a Pedro, que se apretaba
contra la pared. ¿Se acordarían de reñirle? Pero no; ni siquiera le riñeron. Se
llevaron a Lina en brazos hasta la cama. Mary se había despertado y lloraba a
gritos en el suelo llamando a Pilar. Pilar intentaba localizar a don Indalecio, el
médico. La abuela –¡ay, Virgen del Camino!– colocaba compresas en la cara de
Lina. Un rumor doloroso se extendía por la casa. Llegó el tío. Luego, don
Indalecio. Habló con Pilar…

Y Pedro seguía allí, apretándose contra la pared, mirando la corneta caída, tan
sólo un poco manchada de sangre.

102

103

II


Después de comer vino don Indalecio con el carro de Meterio. Entró en la
cocina dando voces –como siempre– y la abuela le dio almendrucos de los que
guardaba para el tío. Un rato se entretuvo en partirlos con sus gruesos puños
encima del tajo de la carne y bromeando con Pilar, que acababa de venir de la
ciudad en el coche de las tres; luego se levantó y fue con ella hacia el huerto.

–¡Lina!
La llamaron desde la puerta del corral y vino corriendo hacia ellos con el
vendaje manchado de tierra. Doce años largiruchos, morenos y asustados. Don
Indalecio le tiró de la nariz y entre Pilar y él se la llevaron de la mano. Allí se
quedaron Pedro y Nímides viendo cómo desaparecían.

–¿Qué la va a hacer, don Dalecio, a la tu hermana, di?
–No sé…
–¿Está ya güena?
–Sí…
–Dice la madre que menudo golpe. Que casi la dejas seca.
Pedro se sentía ofendido por aquella intromisión extranjera en sus asuntos
privados.

–¡Mejor!, pa eso es mi hermana.
–Si le hago yo eso a la mi hermana me arrastra el mi padri.
Y el niño sentía que la conciencia se le ponía de punta y le salía de frente por la
boca de Nímides. Optó por tomar la ofensiva.

–Tu padre es sucio.
–Y el tuyo no está contigo.
–Mi padre tiene coche.
–Y piel de mujera.
–Y tú ni siquiera medras.
–Y tú tienes cara de niña.
–Y tú…, feo y negro.
–¡Niña…!
Estaba cogido. De repente recordó que Nímides, días antes, probando un tirador,
había matado, de un impacto en la cabeza, a la más hermosa gallina de doña
Jacinta, la maestra. Y tuvo una inspiración:

–¡Cobardica! ¡¡¡Matagallinas!!!
Ya no hubo posibilidad de diálogo. El resto lo dilucidaron a puñetazos, rodando
entre las matas de tomates y las lechugas del tío. Combate indeciso si se considera
la llegada de la abuela en el preciso momento en que Nímides comenzaba a ganar.

–¡Rapaces, rapaces del demonio! ¿Ya os estáis zurrando?
Se levantaron rápidos, sacudiéndose los calzones.
–¡Hala, hala para dentro! Miá el desmedrao éste lo que sabe hacer…
Y los entró a empujones por la puerta del corral, hasta la cocina, donde les
refregó los hocicos y les dio la merienda. Allí estaba Lina, la causa de todo el
duelo, de rodillas en un taburete, dibujando algo sobre un papel, cara a la pared. Y
ni siquiera volvió la cara al sentirles.

104


Poco después, cuando Nímides fue a meterle cariñosamente un palo por el
escote, se echó a llorar y salió disparada de la cocina.

–¡Atiza! Está de mantequilla.
–Le han quitado ya la venda; ¿no, abuela?
–Sí. Sí, hijo, sí. ¡Déjame en paz! Le han quitado la venda, y buena, ¡buena la
has hecho! ¡Buena le has dejado la cara a tu hermana…! ¡Virgen del Camino!

Perdieron el sabor los perucos. Nímides seguía comiendo tan tranquilo. Pero
Pedro dudaba de que Nímides fuera capaz de sutilezas. Lo era de hacer pajareras y
tiradores como nadie, pero de sutilezas, ¡nada…! En cambio él, casi ni se atrevía
a preguntar.

–¿Qué le ha pasado?
–Ya lo verás, hijo, ya lo verás… ¡Ay, Dios! Y tu padre por esos mundos, sin
enterarse.

Se fue a ranas con Nímides inmediatamente. No quería saber. Al pasar frente a
la habitación grande sintió llorar a Lina. Se le encogió el corazón y salió
corriendo a la carretera.

–¡Vamos a la laguna de las eras, aguanta! ¡Vamos allá!
Fueron a la laguna de las eras y luego a la que está más allá, cerca de la casilla
del caminero. No fue una tarde de suerte. Pedro, que estaba nervioso, asustaba a
las ranas cuando estaban más a punto, y en un tris estuvo que no se volvieran a
pelear por esto. Nímides rugía y aseguraba que no volvería a ranas con Pedro;
¡buena diferencia había de lo bien que las cogían Manolo “Morinches” y él
cuando salían juntos! Hasta Sila resultaba un ayudante preferible.

Volvieron con dos ranas por todo botín y se las llevó Nímides en la lata que
habían soñado traer repleta. Pedro sólo se daba cuenta de que se acercaba la hora
de entrar en casa, de sentarse a la mesa… frente a Lina. Le temblaban las piernas
y la frente le ardía. En el portalón encontró a Pilar.

–¿Qué te pasa, niño?
–Nada…
–Nada, no; te pasa algo.
–No…
–¿Has visto a Lina?
Negó con la cabeza. Pilar se la acarició con sus manos fresquitas, tan distintas
de las de todo el mundo en el pueblo, y al niño se le saltaron dos lágrimas gordas
como puños, que resbalaron hasta el borde de la boca.

–No debes decirla nada cuando la veas. Está un poco rara con la cicatriz, pero
se le quitará y quedará bien del todo.

El resuello le volvió al cuerpo.
–¿Lo ha dicho don Indalecio?
–Sí, y otro médico.
–¿Y ya no tendré yo la culpa?
Era un alivio saber aquello. Al fin y al cabo, tuviera lo que tuviera, se le iba a
quitar. Aunque fuera tan grande como la herida que tuvo el choto del tío Fustino.
Aunque fuera tan grande.

105


III
























La cicatriz de Lina no era muy grande. Pero el ojo salía de entre la tirante piel
con una expresión extraña –semicerrado, semiabierto–, y trocaba todos los gestos
de la niña en muecas. Una mueca su risa o su cara triste. Un visaje continuo su
mirada.

La primera cena con Lina así, enfrente, a Pedro se le antojó interminable. Nadie
hizo ninguna observación. Ni siquiera Mary; pero los ojos de la chiquitina eran
una continua exclamación ante la cara de la hermana.

Fue una cena triste, a pesar de las historietas del tío y de las seguridades de
Pilar. La abuela, en los viajes que hacía a la cocina trayendo y llevando cosas,
suspiraba fuerte por el pasillo:

–¡Virgen del Camino!
Y el plato de Lina se marchó lleno casi todas las veces hacia la cocina. Pero días
después se consoló, porque los niños se consuelan pronto y porque Pilar le dijo
que sólo serían unos meses, quizá algo más, y “aquello” desaparecería. Mientras
tanto, debía de correr, y saltar, y reír. ¿No se acordaba, acaso, de Milagrines, la
hija de Emigdio, que nació mal hecha; lo contenta que estaba? Pues eso era peor,
infinitamente peor, porque lo otro no se quitaba y esto sí. Lina recordó, pues, el
garabato de la figura de Milagrines y se sintió reconfortada. Volvió a la carretera,
a los prados, al río. Era verano y no había escuela. Jugaban a trabajar con los
otros chicos del pueblo que tenían que hacerlo por obligación.

106


Llevaban a pacer las vacas cuando en la torre de la iglesia la campana daba la
señal de la becera. El vecino de turno conducía a los animales con un palo hasta
el prado comunal, y allí les dejaba. Los chicos corrían a los lados de la manada
torturando a las más pacíficas. Pedro sabía distinguirse por su habilidad en
colgarse de los cuernos.

–¡Quita di´ahí, rapaz! ¡Anda a ver si se te mete una topada!
Pero salía indemne y aun hostigaba con un palo a las últimas.
–¡Hala, “Galana”! ¡Hala, tú, “Rubia”!
Desaparecían las vacas, enmudecía la campana de la iglesia y sólo seguía
oyéndose durante un buen rato el cansino repiqueteo de los esquilones. Los
rapaces polvorientos, de pie en el centro del camino, buscaban bajo el sol de las
dos de la tarde algo en qué ocuparse.

Pasaba Emigdio en el burro y Meterio en el carro, camino de San Miguel, donde
iba a llevar pan. Luego, Adela, hacia las eras.

–¿Me llevas en el burro, Emigdio?
–Déjame subir en el carro hasta que lleguemos al pozo de la vía.
–Adela, si voy contigo, ¿me dejas trillar un poco?
A veces había suerte y montaban en el carro y en el trillo. Otras veces se
contentaban con seguirse achicharrando en el silencio de la siesta leonesa.
Saltaban la cuneta mil veces, solos los tres, porque los demás rapaces estaban en
la era, en el prado, en el monte, ayudando.

Lina, como sus hermanos, iba de acá para allá sin ocuparse demasiado de su
aspecto. También Pedro y Mary le hacían más fácil el olvido. Sólo de vez en
cuando las mujerinas del pueblo, indiscretas, le recordaban la marca de su cara.

–Buena te puso la cara el tu hermano, rapacina.
O bien:
–¡Pobrina! Vel´ahí cómo la dejó. ¡Bien que sufre la tu agüela.
La enfurruñaban y la entristecían estas cosas, pero menos que cuando,
casualmente, se veía la cicatriz brillante, por en medio de la cual salía aquel ojo
desconcertado. Sólo Pilar era capaz de entonces de animarla, de sacarla de la
sombra del lilar de la huerta y de hacer que tomara interés por las cosas.

Lina adoraba a Pilar. A Pilar, que sabía la palabra justa, que era alegre, guapa y
generosa. Más que adorarla, la admiraba. Con sus doce años largos y
desgarbados, veía con admiración la figura sin tacha de Pilar. Por las mañanas,
cuando ella iba carretera arriba, camino de la plaza a coger el coche que la llevaba
a la ciudad, los mozos morugos la miraban con unos ojos especiales. Y hubo un
día que ella misma escuchó a Horacio el del ti Fustino, a Arsenio y a Meterio
decir -¡Dios qué deslenguaos!- unas cosas horribles del cuerpo de Pilar.

Pilar sabía moverse con libertad, con elegancia. Hasta el tío quedaba mirándola
muchas veces embobado. Y desde que ella vino, los niños se portaban de distinta
manera. Pilar era, en cierto modo, lo inaccesible, sobre todo desde que le ocurrió
lo de la cara. Se dejaba llevar por ella con una mezcla de admiración y de envidia.
Le molestaba verla tan segura, tan sonriente, tan esbelta y, sin embargo, la
defendía en cualquier lugar del pueblo donde se la atacara.

107


Los lunes la abuela mandaba a Lina a casa de Adela a llevar harina para masar
el pan de la semana. A la niña le fastidiaba ir, porque Adela era chismosa y
antipática y siempre quería saber cosas de Pilar, pero iba porque no le quedaba
otro remedio.

–¡Hola, mocina! ¿Cuánta harina me traes?
–No sé. Ha dicho mi abuela que le mase tres hogazas grandes y lo demás de
pequeño…, y luego vendré por las tortas dulces.

–¿Marchas ya?
–Sí.
–No tengas prisa. ¿Quieres chorizo?
–Bueno…
En seguida empezaba la información.
–¿Y la Pilar?
–Bien.
–¿No sale novia?
–No sé…
–No será por su gusto, porque ella bien que trata de enganchar al tu tío.
–…
–La tu agüela, ¿qué dice?
–Nada.
–¡Lo que sufre la pobri; y ahora, con lo tuyo, más.
Era de las que más compasión sentía por Lina.
–Yo no sé cómo tiene a la Pilar en casa… siendo ella como es…
–No es de ninguna forma.
–¡Pobrina! Tú no entiendes, rapaza. Y eso que dentro de poco serás moza, ¿qué
años tienes?

–Doce.
–A los doce años ya llevaba yo sayas largas y no andaba con rapaces saltando
por los prados.

Salía Lina arqueada y de mal humor. En la carretera, Pedro y Nímides la veían
pasar sin que les dirigiera la palabra. Un poco más abajo, Mary cruzaba hacia la
casa grande en el carro de Meterio. El mismo Meterio en persona la ofrecía subir.

–¡Anda!, y así te llevas luego a la tu hermana en ca´tu agüela. Yo voy hasta el
final del pueblo, hasta el atajo de Celadilla.

Subió porque Mary se empeñó en seguir y en no bajarse del carro, y por el
camino, Meterio le preguntaba otra vez por Pilar; se le vino, sin quererlo, a las
mientes la frase que escuchara una vez del mismo mozo cuando éste hablaba con
Arsenio y con Horacio el del ti Fustino.

Fue como un ahogo intenso y luego una oleada de sangre. Sin levantar la cabeza
se quedó mirando el camino amarillo y polvoriento, el atajo desdibujado y recto
que se bifurcaba rodeando dos colinas, allá en la cuesta de la iglesia.

Desde entonces, cada vez que veía a Pilar no podía evitar el recordar las
palabras de Meterio. Y si ella, sentándola en sus rodillas, la atraía sobre su seno,
volvía a experimentar la misma sensación de ahogo que sintiera en el carro ante
las palabras del hombre.

108

109


IV


Antes de que sonara el primer toque de campana de la iglesia ya estaba la
abuela levantada. Las veces que Lina se despertaba desvelada podía sentir el
arrastrar de sus zapatillas por el piso de la cocina, el golpe de la puerta del corral
al abrirse, y su voz llamando bajo a las gallinas para darles su comida. Luego,
otra vez el golpe de la puerta y un trajinar silencioso por toda la casa. De vez en
cuando –¡ay, Virgen del Camino!–, la abuela suspiraba.

Recordaba cosas y seres que se fueron. Los hijos, a los que el dinero del padre
fue alejando al facilitarles otros derroteros en sus estudios. Pedro, el mayor, el
más gracioso y gordito cuando pequeño, se casó en seguida. Nada supo ella de la
mujer hasta que, casados, fueron de paso por el pueblo. La mujer del hijo era seca
y adusta. Mujer leída y entendida, que la pobre mujer de campo no se atrevió a
juzgar. El matrimonio durmió en la cama grande y se marchó a los tres días. Por
Navidades y en Pascuas llegaba una tarjeta con dos firmas. Eso era todo.

Luego empezó a saber que el matrimonio no marchaba bien. Escribieron si
podían enviarle a Lina, la nieta primera, y aceptó. Fue Pedro en persona quien la
llevó, gordita y graciosa como él mismo de pequeño.

Muerto el abuelo, la familia dispersa comenzó a reunirse en torno de ella como
en torno a una vieja haya protectora.

Volvió Antonio, el hijo menor, soltero todavía y destinado en su trabajo a la
capital más próxima. Invadieron la casa los nietos un verano caluroso, que en
Madrid se hacía insoportable, y allí quedaron, sin que nadie volviera a hablar de
su marcha. Luego llegó Pilar –¡pobrina!–, sobrina en tercero o cuarto grado del
abuelo.

Se quedaron. La abuela vio otra vez la casa llena de niños, de risas. Otros hijos
de ella misma, más desconocidos, más incomprensibles que los primeros…, y tan
necesitados de cuidado como aquéllos. Ella, que no había tenido hijas se
desconocía en aquella Lina delgada y sensitiva que gustaba de jugar con los
chicos en la carretera. Aquella Lina que se rebelaba ante el trapo de costura, ante
la paz casera.

¡Virgen del Camino! Estos eran otros tiempos, y los niños, de otro modo.
Verdaderamente, ¡qué lejano pensar en la infancia! También Pilar era distinta. Tan
alegre, con aquellos vestidos tan cortos, sin medias en el verano… En su tiempo
el cura no lo habría consentido. Pero ahora el mismo don Manuel el que hablaba
de Pilar como de una joya y contaba con ella para muchas cosas. Y a pesar de esto
–¡válgame el cielo!–, aun discutía Pilar de Teología y aun Antonio la coreaba y no
le parecía mal que una muchacha juzgase de Dios y del cielo.

La abuela dejaba hacer, y pasar, y acontecer. Porque ya había adquirido una
filosofía dulce de la vida, y porque nunca le gustó discutir, ¿para qué?: bastaba
con rezar a la Virgencita de la iglesia, para la que bordaba mantos y hacía flores
de trapo, sentada en la silla baja de la cocina, mirando la huerta y los prados y
saludando a los paisanines que pasaban.

–¡A las güas tardes, señá Petra!
–¡Buenas nos las dé Dios!

110

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V


























Iban Pedro y Nímides a regar patatas al huerto que el ti Juan, el padre de
Nímides, tenía junto al camino de la laguna.

–¿Vienes, Lina?
–No.
Intervino Nímides:
–Anda, aluego hacemos una hoguerina y asamos patatas.
–No, no voy.
Se quedó sentada en la hierba viendo cómo se iban los rapaces. Detrás de ellos,
Mary y Silina arrastraban entre las dos un cubo inmenso.

Por el camino, Nímides hizo una observación a Pedro:
–La tu hermana se está amozando.
–¿Amozando?
No se le había pasado por las mientes el pensarlo siquiera.
–Ha medrado mucho, y dice la de mi madre que pa pronto será ya moza. Pué
qu´a la vez que la Isina, la molinera, y que la rapaza de Estebina.

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Ganas se le pasaron de decir que su hermana era distinta, que no tenía nada que
ver con la Isina, aquella chicota morena que le sacaba la cabeza a Lina, ni con la
rapaza de Estebina. Pero comprendía que Nímides tenía razón, porque sabía más
que él de aquellas cosas y las decía naturalmente, no como a él, que le escocían
siempre un poco y no hablaba porque le daba vergüenza.

Lina, allá en la huerta, miraba la tarde. No, no tenía ganas de jugar con los
chicos. Ni con nadie. Una melancolía dulce, sin razón posible, se había apoderado
de ella. Miraba, queriendo sacarles el sentido, el sol, los prados divididos por las
seves y, más lejos, los árboles del río dándose coscorrones suavemente.
Saboreaba el regusto de la primera melancolía.

Volvían las vacas de la becera. Por el camino, hacia la casa, venía Pilar, con un
palo, charlando y riendo con don Severino, el maestro. Ya en la puerta, se cruzó
con el carro de Meterio.

–¡A la paz de Dios, señorita!
–¡Buenas tardes, hombre!
Lina enrojeció cuando los vio encontrarse. El mozo miraba a Pilar, que se
apoyaba en la pared, sonriente. En el fondo del cerebro de la niña, resonaba la
frase que un día escuchara del mismo mozo: “Quizá deba decírselo a Pilar.” Pero
el solo hecho de pensar en expresarse así frente a ella, le hacía estremecerse de
vergüenza.

Crujieron a la vez las ruedas del carro y la voz de Meterio:
–¡Arri, burruuu!
Lina echó a correr hacia el interior de la casa antes de que Pilar llegara hasta
ella. Por el portalón salió a la carretera y corrió, corrió hasta la cuesta de la fuente,
hacia la laguna de las eras y, quizá también, hacia la que está más allá, cerca de la
casilla del caminero. Corrió desesperadamente con una angustia nueva y opresora
dentro del pecho. A su paso iba dejando astimágticas cosas: una parva, el trigo, la
máquina del tren rubricando de humo una nube. A lo lejos, el sol jugaba
geometrías nuevas con la laguna. A su orilla se fue a tirar, entre un concierto de
ranas irritadas, porque el frescor de la hierba la consolaba.

Y echada se quedó mirando el zig-zag de su imagen rota en chorros. Su imagen
larga y niña, su figura larga, su tez negruzca, el desplanchado mandilito… y, a la
vez, como una doble verdad, el ojo apareciendo entre la piel tirante y el recto
delantal. “Y luego, como Pilar.” Sí. Como Pilar sería. Y la voz de Meterio sonaría
por ella. Vendrían los hombres del pueblo y los mozos a mirarla a la cuesta, al ir a
la iglesia, al ir a la plaza. Sonarían por ella –¡Dios, qué deslenguados!– las voces
broncotas de vino y de campo. ¡Y luego aquel ojo…! “¡Pobrina! –dirían–. ¡Ya no
saldrá novia!”

Lloraba bajito, porque era pecado llorar por aquello. Un día se lo dijo a don
Manuel, en la iglesia: “Padre, por las noches siento que quiero ser como Pilar
ahora, como ella de alta, d guapa, de segura. Yo no quiero este ojo, ni la frente
tirante, ni el mandilín tan recto.” No debía pensar en aquello. Rezó luego un ratito
un lento padrenuestro, pensando por qué sería aquello tan malo.

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Hasta que oyó a Meterio y a Horacio el del ti Fustino, y a Arsenio hablar aquel
día: Sí que era pecado. Lo era en la boca de los mozos grandes; pero… ¡era tan
distinto de lo que ella sentía…!

Lloraba bajito ahora en la laguna. ¿Sabría Pilar? Ella… ¡tan alegre! Lloraba…
¿Sería por eso por lo que lloraba? ¿No tendrían un poco la culpa el sol tan bonito,
la laguna quieta, los patos, las ranas, las eras de oro?

Desde ellas, el aire traía pajas pequeñitas, voces…
–¡Hala, tú, “Galana”!
–¡Ooooh, caballu, paraaa! ¡Para condenau!
Ahora, Emigdio y Arsenio y Horacio eran nombres nuevos, rectos en el trillo
como capitanes de barco.

–No m´estroces la parva, hombri, ¡que está ya p´acambonar!

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VI



















–Ha dicho Pilar que la noche corre entre los árboles llevando en la mano un
globo, que es la luna.

Y Nímides se quedó mirando a Pedro, espantado.
–¡Anda, que mentirera!
–Mentidero tú, ¡Nimidón! ¡Matagallinas!
El insulto era base de inesperados éxitos y no estaba dispuesto a olvidar sus
efectos así como así. Nímides se amansó y llevó la conversación hacia otros
derroteros.

–Ven p´al mi huertu, que tengo que hacerli el trabajo al mi padri, que marchú
pa Celadilla.

Entró Pedro en la cocina para coger la merienda antes de ir al huerto del otro
rapaz, y allí estaba el tío, que aquel día no había salido del pueblo. Nímides,
morugo, cazurrón, no quiso pasar de la puerta al verle.

–¡Pasa, hombre! ¡Que aquí no nos comemos a nadie!
Pasó, con la mugrienta boinina en la mano, sin mirar ni hacia el suelo ni hacia el
frente.

–¿Y el padre?
–Bien…; marchu con la burra pa Celadilla… a ver al veterinariu.
–¿No está mejor el jato?
–No, señor, no.
–¡Vaya, hombre! Y… ¿tú no medras?
–Ya usté ve, don Antonio.
Comía de prisa su merienda, dando al pan unos mordiscos enormes y
presurosos. Momentos después entraba Lina trayendo a Mary, que se había caído
en la cuneta de la carretera y venía con las rodillas despellejadas y rojas.

–¡Ay, Señor! ¡Siempre estamos de averías!

116



Porque la abuela, que era buena, se apuraba en seguida con los males de los
nietos.

–¿Qué fuiste a hacer?
Entró Pilar, y el tío trajo vendas y alcohol para curar a la niña. Nímides, liberado
de miradas, comía todavía apresuradamente, decidido a terminar el pan y el queso
antes que el tío la cura.

–¡Hala! Ya está.
Y Nímides metía en la boca el último trozo del cantero de la hogaza. Cumplido
el cometido, tiró de la manga a Pedro.

–¿Vienes u no p´al mi huertu?
–Ahora va… ¿Vienes, Lina?
–No.
–¡Vete, niña –era el tío–, que llevas unos días que pareces un fantasma!
–No tengo ganas.
Nímides se aventuró a hablar en público.
–Está allí la Silina.
Y entonces fue Mary la que, al oír nombrar a su amiga del alma, gimoteó que
quería ir al huerto de Nímides.

–¡Pero si ni puedes andar!
–¡Me´eva, niño!
Protestó Pedro.
–No, yo, no; que pesa mucho y es una quejica. Y luego, si terminamos pronto,
aun tenemos que ir a las eras a ayudar a cambonar al ti Fustino, que ha dicho que
nos va a dar una cosa para la fiesta si le ayudamos.

Hubo una moción general para que fuera Lina quien llevara a la niña. Se
negaba, entre malhumorada y caprichosa, hasta que Pilar dijo que iría ella misma
con Mary hasta el huerto de Nímides.

–No, no…; deja, Pilar, la llevaré yo.
Con lo que el tío rezongó un poco entre bocado y bocado de chorizo.
–¡La edad del pavo! Con lo simpática que eras de pequeña y lo patosa que te
estás volviendo. No sabes ni lo no que quieres.

Fue detrás de Pedro y Nímides, con Mary en brazos, pensando en las palabras
del tío, con unas ganas horribles de sentarse en cualquier sitio a llorar sin saber
por qué. Detrás de los chicos siguió toda la tarde, porque Mary no quería volver a
casa, sino jugar con Sila y con los niños; de casa al huerto, del huerto a casa de
Nímides, de casa de Nímides a las eras. En las eras se sentó a descansar en el
suelo, sobre la hierba cubierta de polvo dorado, como purpurina, mirando las
parvas y el volver y revolver lento de los trillos. Mary, subida en el trillo de
Nímides, quería volverse loca de alegría.

–¿Subes al mi trillo, Lina?
–No, gracias, Adela; estoy bien aquí.

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También Horacio la gritó, amable, que subiera. Pero ya el ti Fustino paró el
trillo para acambonar la parva, operación en la que figuró Pedro en primer
término.

Se aburría… Lina se aburría de una manera solemne. Sin saber por qué, cosas
que le habían agradado durante mucho tiempo, tenían ahora un sabor de infinito
hastío. Antes también sabía volverse loca de alegría como Mary o como Pedro.
Ahora… “patosa y pava”, “patosa y pava”. Eso era ella ante los demás. Ante el
tío, que lo había dicho. Y quizá también ante Pilar. Quizá lo era ya desde hacía
mucho tiempo, puede que desde lo de la herida… ¡Y luego estaban aquellas cosas
que la habían revolucionado! Todo lo que no podía contar a nadie. Todo aquello
de Meterio y lo que le dijo a ella don Manuel, el cura.

Era todo aquello lo que no la dejaba jugar tranquila. Era todo aquello lo que la
impedía aceptar cuanto sospechaba debía venir. La doble amenaza del ojo tirante
y del recto mandil.

–¡Formalina estás, Linina!
Sonreía, porque no sabía qué contestar a Horacio.
–¿Viniste con la tu hermana?
–Con mi hermana y con mi hermano también.
–Ayudonos a acambonar.
–Ya lo he visto, ya.
El mozo grandón la asustaba. Era de los que miraban a Pilar con más
insistencia, de los que comentaban con Meterio.

–Ahora haces tú de madri pa los rapaces.
–No, no. ¡Los traje de casualidad!
–¡Bah! Dentro de poco serás tú la madri. Los pobres están solines y la tu agüela
está ya pa descansar.

No. No quería ser mayor así. No quería ser mayor como debía haberlo sido la
abuela. Querría ser mayor como Pilar: andar ligera y tener el pelo rubio y bonito;
y el talle fino; y ser descuidada; y tratar con los mozos como Pilar lo hacía,
dejándoles el regalo de la sonrisa en la boina que sostenían las manos nerviosas.
¡Así sí merecía la pena ser mayor! Y no para ser como la abuela o como las otras
mozas del pueblo y coser trapajos en la cocina, soportando el olor de los
hombrones cuando venían a casa, o su abandono durante las horas de “mus” en la
taberna de Esteban, rezando, para matar el tiempo, un rosario rutinario en las
horas que mediaban entre el trabajo y el sueño.

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VII

Rondaba ya la Virgen de agosto cuando pasó, y en seguida lo supieron la plana
mayor de las mujerinas del pueblo. Aquel lunes, Lina sintió miedo y vergüenza a
la vez cuando tuvo que ir a casa de Adela a llevar la harina de masar.

–¡Pasa, pasa…! ¡Vel´ahí la moza! ¡Ya me lo dijo la agüela, ya!
Lina, sin responder, dejaba la harina encima de la mesa, roja de vergüenza y de
ira.

–Ya te habrá dicho la tu agüela que tienes que ser formal. ¿Todavía llevas las
piernas al aire? ¡Medias, medias debes de llevar desde ahora, mocina! ¿Ya no
saldrás ahora a la carretera con los rapaces, ni irás a ranas o a grillos?

Se le sublevó la sangre.
–Sí que iré.
Lo dijo secamente con ganas de pelea, con ganas de decir barbaridades, aunque
no fueran ciertas. Ella, que durante toda aquella temporada había renunciado
voluntariamente a jugar por el pueblo con los chicos, sintió ganas repentinas de ir
junto a ellos, subidos los tres en un burro, trota que te trota camino de cualquier
parte. Adela se quedó parada ante la contestación.

–¡Vaya con la mocina! Hará mal tu agüela si te lo consiente.
–No es mi abuela quien me lo tiene que consentir. Está Pilar que me deja en
libertad de hacer lo que quiera.

–Vas a parecerte a ella.
–Eso quiero.
–Si oyeras a los mozos hablar de la Pilar, se te quitarían las ganas de andar
como ella por el pueblo.

–Bien que reventaría cualquiera de ellos si Pilar tan sólo le mirara al pasar.
–¡Pobrina…! La pobrina, ¡claro! Tú no sabes. Mira –bajó la voz para decirle el
secreto–, no se lo he querido decir a la tu agüela, pero hay quien dice…

Lina no era capaz de reaccionar, no era capaz de discutir, porque tenía la
garganta llena de sollozos. Sólo miraba a la mujercita con ojos secos y
rencorosos. Sabía que Pilar no era capaz de aquello, que ella, que olía siempre a
gloria, a colonia, no hubiera podido resistir ni siquiera la proximidad de los sucios
mocetones. Y era difícil suponer valentía suficiente en aquellos cazurros para
acercarse a Pilar a menos de metro y medio.

Que la mirasen…, eso sí. Pero más… ¡no!
Adela seguía hablando con voz misteriosa:
–Ahora te lo puedo contar, porque tú ya puedes saber estas cosas. Y debes
saberlas, no creas. ¡Ahora, ahora es cuando tienes que ser buenina y no salir de la
casa a todas horas, y cuidar de los tus hermanos, que para eso están separados de
los tus padris!

–¡Yo no quiero casarme con ningún mozo!
Adela la miró con compasión por centésima vez en aquel rato.
–¡Ay, pobri!
Pero ya Lina se había animado a protestar.

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–No, no quiero casarme con ninguno, porque todos son sucios y gochos. ¡Y no
me importa que se lo digas a todo el mundo!… Y porque hablan mal… y mienten,
como tú, todo el tiempo. Yo seré como Pilar.

–¡Virgen, Virgen, Virgen! ¡Ay, la tu pobri agüela! ¡Ya decía yo que esa
lagartona no hacía nada bueno en vuestra casa! ¡Mal ejemplo, mal ejemplo!

A Lina le produjo regocijo el susto de la mujer, y no se arrepintió un ápice de lo
dicho. Salió a la carretera, sin decir adiós, corriendo con todas sus ganas. Como
siempre, allí estaban Pedro y Nímides en un grupo grande de rapaces desocupados
que jugaban a saltar la cuneta.

–¡A la una, a las dos, a las tres…!
Y se caían en el fondo, poniendo pringados de barro alpargatas, calzones y
camisillas. Se introdujo en el grupo. Su pelea con Adela le había puesto un deseo
de rebelión en el alma, y las continuas advertencias de la abuela durante aquellos
últimos días la habían vuelto chicazo por espíritu de contradicción.

–Cose esto, que es lo que debes hacer.
–No quiero.
–Tú, aquí, en casa, que es donde están las mozas de Dios.
Se escapaba por la parte del huerto.
–No cruces las piernas. La compostura y la modestia le son propias a la mujer.
–Y se montaba a caballo sobre la tapia, retadora.
Por eso este día sintió deseos de mezclarse entre los rapaces, ella, la
melancólica Lina de una temporada atrás.

–Dejadme a mí, chicos, que no sabéis saltar.
Y saltó. Y se pasó la tarde saltando, llenándose de barro, peleándose con los
chicos como un rapaz más. Era feliz. Se sentía plenamente feliz de creerse niña,
de olvidar advertencias. ¡Qué bien! ¿Cómo creían que se podía cambiar, así de
golpe, una niña en mujer? Los saltos eran cada vez mayores. Con sus piernas
largas, ágiles, ganaba a los chicos, saltaba más seguido, mejor y cayéndose menos
veces.

Saltó. Jugó luego a las canicas, y más tarde fue a ranas, como en sus mejores
tiempos. Se encontró con medio pueblo: con don Manuel, el cura; con don
Severino y doña Jacinta, los maestros. Doña Jacinta, sobre todo, la miró severa.
Lina pensó que, seguramente, también sabría la novedad. La abuela se lo había
dicho a todo el mundo en su inconsciencia de mujer vieja, de mujer de campo, a
quien las cosas de la Naturaleza nunca la extrañaron ni le hirieron. Se lo había
dicho a todo el mundo, muchas veces delante de la niña.

–¿No sabe…?
Y se enfadaba al comprobar la ira de Lina, el aborrecimiento de la niña por toda
aquella cuestión, llevada como un duro castigo.

Para colmo de males, Pilar llevaba unos días fuera del pueblo, en la capital,
arreglando cosas que Lina no sabía. ¡Pilar! ¿Qué hubiera hecho Pilar con ella?
¿Qué le hubiera dicho? ¿Querría ella también que dejara sus ocupaciones de niña?
¿Querría imponerla, de repente, un pudor que no sentía, que le parecía hipócrita y
que no comprendía?

Y se le pasaba el tiempo pensando, deseando y temiendo la vuelta de Pilar,
huyendo de sí misma en los juegos con los rapaces, más entregada que nunca a la
vida que hasta entonces había llevado y de la que sin razón comprensible la
querían arrancar.

121



VIII

La abuela llamó a don Manuel, y poco después de rosario ya estaba el cura en la
casa. Lina, que estuvo toda la tarde atropando hierba para los conejos, no le vio
hasta el momento en que volvía a casa con Pedro, y ya don Manuel iba cuesta
arriba, de espaldas a ellos.

–Mira, Lina, don Manuel ha estado en casa.
Hacia tiempo que Lina no hablaba con don Manuel, del que antes era muy
amiga, porque le daba de vez en cuando caramelos y rosquillas. Él fue quien le
explicara muchas cosas bonitas cuando hizo la primera comunión, y con su voz
bronca le fue contando cosas del cielo y de los ángeles, ayudándose para hablar
de sus manos rudas de labrador. Hacía lo menos tres años ya de aquello, y
siguieron siendo buenos amigos, bonísimos amigos. En el huerto de don Manuel
estaban las mejores peras del pueblo, amén de unas fresas riquísimas como no se
podían encontrar en muchos kilómetros a la redonda. Los niños eran felices
cuando don Manuel les obsequiaba.

Pero en esta última temporada, Lina huía, sin confesárselo a ella misma, de don
Manuel. Veía venir la sotana negra por la carretera, ondeando al viento los
manteos, y escapaba a correr hacia donde podía. Los domingos también le veía de
lejos, en la iglesia. Entonces, don Manuel era otro, lleno de dorados y de
majestad.

Sólo una vez desde lo de Meterio había tenido que ir a confesarse, y fue con
miedo de contar aquellas cosas otra vez. ¡Si don Manuel no le hubiera dicho que
aquello eran tan malo! Pero como lo era, ella lo contó como pudo, diciendo
escuetamente las cosas y sin querer confiarse totalmente. Esto fue por Santiago,
cuando todas las niñas del pueblo tenían que confesar con la maestra al frente.

Ahora, al acercarse la Virgen de agosto, temblaba Lina al pensar en otra
comunión general. ¿Cómo ir a don Manuel otra vez? ¿Cómo contarle aquella
rebelión, aquel deseo de saltar y correr y de hacer al revés todo lo que le
mandaban? ¿Cómo decirle que odiaba el que le dijeran que era ya una mujer, que
la fastidiaba, que sentía asco de tener que fingir lo que no sentía? ¿Comprendería
don Manuel su odio por la paz casera, por la costura, por las mujerinas del
pueblo, humildes, resignadas, anuladas bajo las grandes faldamentas y los
pañolones negros? Y otra vez tendría que repetirle que le gustaría ser mayor como
Pilar, únicamente como ella –libre y alegre–, a la que parecían no llegar las
malicias de las mujeres envidiosas y de los mozos llenos de deseo.

Y, por otra parte, ¿cómo dejar de asistir a la comunión general? ¿Cómo? Todo el
pueblo estaría presente, la misma doña Jacinta la zarandearía a solas para que la
explicase por qué no había comulgado. Y todo el mundo se fijaría cómo en la
sobrina de don Antonio se había quebrado la línea de niñas que iban al
comulgatorio. Por eso huía de don Manuel tan lejos como podía, y por eso se le
encogió el corazón cuando le vio salir de la casa. En seguido supuso qué era lo
que la abuela le había estado contando entre sorbo y sorbo de chocolate y mojada
y mojada de torta dulce.

122



Le habría relatado ce por be su rebelión, sus huidas de la casa con los rapaces.
Ahora sería el mismo don Manuel quien vendría a buscarla, a escarbarle en el
alma. ¿Sería de verdad ella una niña distinta?

Pasaron dos largos días entre temores y sobresaltos. Pilar no había vuelto aún de
la ciudad y Lina esquivó con éxito el encuentro con el párroco. Pero en la víspera
de la fiesta ya no tuvo escape. Convocó doña Jacinta a todas las crías del pueblo
y, de dos en fondo, se dirigieron cuesta arriba hacia la iglesia. Lina, ya en pleno
caos de conciencia, pedía a Dios que la protegiera ante don Manuel.

Pero mucho mejor pasó la cosa de lo que ella había supuesto. Y cuando le llegó
el turno:

–Ave María Purísima.
–Sin pecado concebida, Lina.
Se lo fue contando todo, paso a paso. Tanto miedo tenía de sí misma y de sus
sentimientos, tan graves le parecían, medidos con los aspavientos de la abuela y
de Adela, que tuvo un arrepentimiento ruidoso de lloros e hipó allí mismo, en el
confesionario.

Salió de la iglesia lentamente, más tarde que nadie, hacia la escuela, donde ya
debía de estar hacía rato doña Jacinta con todas las chicas. Los campos olían a
paz. Una sensación de alegre, de nuevo, la fue bailando por el cuerpo, hasta llegar
a la escuela. ¡Dios santo! ¿Por qué se habría estropeado todo tan pronto? Porque
allí mismo, a la puerta de la escuela, ya la estaba esperando doña Jacinta, y desde
allí la condujo hacia dentro, hasta el último banco de la clase, donde quiso
sonsacarla sobre sus horribles faltas.

–¿Por qué has llorado en la iglesia?
Allí mismo también la tal doña Jacinta estuvo hablando a Lina de cosas que a la
niña nunca se le habían pasado por la imaginación, monstruosidades peores que
sapos y más asquerosas que ellos. ¿Sería posible que la doña Jacinta supiese
aquellas cosas? ¿Sería posible que creyera que ella, Lina, las sabía y las sentía?
Allí estaba su voz irritante interrogando:

–¿Haces tú eso, di?
Y Lina ni siquiera quería mirarla, ni siquiera quería saber cómo relucían los
ojillos de la vieja. Se le estaba clavando en el fondo del cerebro el confuso bulto
de doña Jacinta, y, años después, le seguía teniendo allí, en la misma postura.
Bastaba con rebuscar un poco para que le fuera posible volver a ver el subir y
bajar de las deformidades de la vieja señora y sentir de nuevo el nauseabundo olor
que desprendió durante aquel rato.

¡Si por lo menos le hubieran dicho las cosas de otra manera! ¡Si por lo menos
no hubiese sido doña Jacinta, a quien ella tenía tanta rabia! Pero las cosas eran así
y no se podían cambiar. Por eso no tuvo ella la culpa del violento acceso de odio
que le inundó, de la racha de ira que se le desató por dentro contra doña Jacinta.
Allí, en la misma escuela, sin darse cuenta de que las chicas escuchaban atónitas,
por la puerta, ni de que las palabras las podían oír las gentes que pasaran por la
carretera.

123



–¡Bruja, bruja! ¡Cochina!
Y más cosas. ¡Muchas más! Porque ya no podía aguantar, porque esta harta.
¡Era como Meterio, como Adela, como los otros mozos deslenguados, como los
hombres malolientes! Era igual.

La pellizcaba la bruja con pellizcos retorcidos para que se callara; pero no lo
consiguió. Siguió insultándola, mientras, en volandas, la sacaban de la clase entre
unas cuantas chicas y la misma maestra, y ya fuera, en la calle, la soltaron como
si estuviera endemoniada

Lloró, empujó a las rapazas y… se calló con el fresco que venía de abajo, desde
la laguna. Desapareció doña Jacinta persignándose y quedaron las rapazas con
ella, mirándola, mirándola, como si nunca hubiesen visto llorar a una niña.

–¡Ay, pobri, lo que hicisti!
–¡Ay, pobri, que pecau! ¡Ya verás, ya verás!
Apoyada contra el sol mortecino que doraba la pared la niña ni siquiera las oía.
–Ya me dijo la mi madri que no la ajuntara.
–Es como la otra moza, la Pilar.
–Señalola el mesmo dimonio la cara.
Entonces echó a correr. Cuesta abajo, hacia donde la cuesta de la iglesia se une
con el atajo de Celadilla. Y desde allí, como una posesa, hacia donde Dios quiso,
aunque en aquel momento no creyese que Él la guiaba.

Niña solitaria, con el pecado de ser diferente, se creyó un monstruo. ¿Tendrían
razón las rapazas? ¿Sería la cicatriz una señal para que el mundo la conociera?
¡Qué mala había sido! Pero, ¿y la doña Jacinta? ¿Sabría don Manuel las cosas que
ella sabría? ¿La sabría Pilar? Reconoció que si todo volviera a pasar, ella hubiera
hecho exactamente igual… ¡En fin! Ya no podría comulgar mañana. El pueblo
entero lo sabría aquella noche. ¡Y todo esto después de haberle dicho todo a don
Manuel; después de haberse arrepentido. ¿Quién se arrepentía ahora de lo de doña
Jacinta, si allá, en el fondo, se regodeaba pensando en su cara de susto cuando el
primer insulto se le escapó de la boca? Era imposible. No había solución. Lina, la
niña maldita, la niña paria, la niña distinta…

Su desgracia la supo el lilar del huerto, bajo el que se refugió, y, por parrafadas,
el cerdo, que se paseaba por el corral, al otro lado de la cerca. Se quedó dormida
allí mismo, bajo el peso de su disgusto. Y de allí se la llevó en brazos Pilar hasta
la cama, contemplando la carita llena de lagrimones untados de barro.

Pilar, sí, Pilar, que había vuelto. La misma Pilar que había accionado mucho y
muy fuerte hacía un rato, allá en el comedor, ante doña Jacinta y don Manuel
mientras éste sonreía, detrás de la vieja irritada, bonachón como un San Cristobal.
La misma Pilar que le explicara a doña Jacinta cosas que la vieja maestra no
entendía. Cosas de niñas sensibles, de niñas que amaban la belleza, la forma.
Cosas intolerables sobre una Lina sensitiva y artista. De una Lina inteligente.

–Pero ella me ha faltado al respeto.
–¡Vamos, vamos, doña Jacinta! Las frases, a veces resultan demasiado
exageradas para su contenido, y si hacemos otro, usted habría golpeado antes un
alma, ¿no le parece?

124



–En mi escuela no quiero a esa niña.
–Esa niña, como usted dice, estará ya muy poco en este pueblo.
Don Manuel, apenado, interrogaba:
–¿Se van ustedes?
–Sí, padre.
Arriba, en su cuarto, Lina soñaba que escupía a Meterio y a doña Jacinta, y que
se parecía tanto a Pilar, que era ella misma; ella, con sus vestidos airosos y su cara
achinada, sin aquel costurón en la cara que tanto la atormentaba.

Por la carretera, Pedro, que volvía tarde a casa, cantaba a voz en cuello con su
inseparable Nímides un estribillo poco conocido:


Arroyo claró,
fuente serená,
dónde lava el pañuelo
la mi morenaaa…

Y al llegar al portalón, tirando ya de Mary, medio dormida, a manera de
despedida:

-¡Nimidón! ¡¡Matagallinas!!






María Jesús Echevarría – El Español – N.º 300, Madrid, 29 agosto – 4
septiembre 1954

125

VICTORINO ECHEVARRÍA, PREMIO NACIONAL DE
MÚSICA


POR SU CÁTEDRA DE ARMONÍA HAN PASADO MÁS DE 1.500 A LUMNOS

EL COMPOSITOR VISTO POR SU HIJA


ES muy alto, muy rubio, con los ojos grises. Y nunca se ha sabido reír como
Dios manda.

No voy a hablar de él, de Victorino Echevarría, último Premio Nacional de
Música, como si no le conociese de nada, como si solamente le hubiese visto por
los pasillos del “Monumental” en día de concierto, o camino de su cátedra, calle
de San Bernardo adelante, algún que otro rato de los muchos que se para a ver
trabajar a los obreros en los bien trazados socavones que se suelen organizar en
este Madrid de nuestros pesares.

Victorino Echevarría es mi padre. Y cuando la profesión me pone ante la tarea
de contar cómo es él y cómo ha sido su vida, yo sólo puedo hacerlo deponiendo la
actitud de “estricta profesionalidad” y pasando al plano íntimo. La objetividad -
todos los comprenden- es en estos casos imposible.

Su vida la he aprendido a retazos, como aprendemos todos la vida de nuestros
padres: en detalles mínimos, pequeños, amables. El “padre-niño” siempre nos
resulta extraño a los hijos. Y yo apenas si he podido comprender antes de ahora la
existencia de un muchacho rubio que se sentaba en riguroso silencio a la mesa de
un abuelo barbudo y patriarcal. Un abuelo con un genio que ya, ya.


LOS AÑOS DE LEÓN


El abuelo Echevarría creo que se las traía. Era un señor bondadoso, de un gran
corazón, pero seco y adusto como buen vasco. A sus muchos hijos -doce o trece,
no recuerdo bien- los tenía a raya. El único que se solía salvar de la quema,
cuando la había, era siempre mi señor padre, que para eso era el pequeño, el
benjamín, con diferencia de casi veinte años con el hermano anterior. La familia
residía en León. Iba al colegio, estudiaba el violín y de vez en cuando
organizaban sus “dreas” en el patio del colegio, hasta que acudía algún padre
agustino a repartir capones.

Al padre que más los repartía lo he conocido yo luego agarrado a la mano de mi
progenitor, viejecito y dulce. No parecía un padre que pudiera repartir muchos
capones. Claro que el mío tampoco tenía ya aspecto de buen organizador de
“dreas”.

No. No debía ser entonces un niño melancólico. La melancolía sólo había de
llegar a ratos, durante las horas de estudio de violín, sobre el atril con estudios de
Kreisler. Y fue en aumento luego cuando, ya muchacho de pantalón largo, llegaba
a Madrid con sus padres. Los otros hermanos se habían casado, habían muerto.
Otro, simple y dramáticamente desaparecido. Sólo quedaba él con sus padres, ya
muy ancianos. Con la enorme y terrible herencia de un violín.

126


Imagino, y creo que imagino bien, algunas de sus más viejas nostalgias de
aquellos tiempos. Atrás quedaban los amigos leoneses, aquellos con los que se
podía ir de tuna, en los días de Navidad, toda una orquestina organizada, de casa
en casa de amigo, a pedir un aguinaldo. Madrid sólo ofrecía el fárrago de su vida
profesional, a la que había que enrolarse. Al principio, bastante duro para un niño
de catorce años. Luego, hasta divertido.


CUANDO MI PADRE USABA BASTÓN Y “CANOTIER”


¡Qué panorama el de aquellos tiempos! En la Sinfónica triunfaban los bigotes
de Abelardo Corvino padre y sus bromazos continuos. Mi padre y él fueron
siempre muy amigos. En las orquestas de los teatros, en el foso, bullía también
una vida distinta. Distinta de la de las butacas, distinta de la más brillante de la
Sinfónica, en la que la figura de Arbós era todo un símbolo. A veces en el foso
estaba sólo un sexteto: Anastasio Blanco, el contrabajo; Vidal y otros viejos
amigos.

Contra lo que un profano pueda imaginar, el mundo de los profesionales de la
música es el mundo en el que más ironía, gracia y humor -a veces mal humor- se
desarrolla. Todavía me acuerdo de las risotadas con las que Corvino celebraba la
magnífica idea que habían tenido en una de las excursiones de la Sinfónica de
tirar garbanzos en la trompa, sin que el otro los viese. Mientras el pobre profesor
se volvía loco viendo entrar garbanzos por la boca del instrumento, haciendo
“gallos” y sin saber de dónde le venían aquellos disparos.

O aquella otra maravillosa velada en la que el batería se había dormido
profundamente. El hombre no tenía más que una intervención, en un “fortísimo” a
continuación de un “piano”, y había pedido que le avisaran cuando le tocase
intervenir. Efectivamente, Echevarría y otros cuantos más le tocaron suavemente
en el hombro… tres compases antes. Y cuando el profesor terminó de descargar
toda su furia de golpes sobre bombo y platillos, se encontró con la mirada
estática, estupefacta, del maestro, que no sabía a qué venía todo aquello.

Eran los mismos tiempos en los que el género lírico daba trabajo a infinidad de
profesionales. Mi padre asistía a las clases de Rogelio Villar, primero, y luego de
Conrado del Campo y de Calés Pina, más tarde maestro de sus hijos. Y poco a
poco, el fruto primero: el primer premio de Armonía del Conservatorio; a
continuación, el primer premio de Composición.

Creo que en este tiempo ya había dejado de llevar un horrible “paja”, al que
acompañaba un bastón de caña, con el que aparece elegantemente retratado
paseando por una carretera muy larga. Una vez un amigo comentó al ver la foto:

–Parece que viene de dar la vuelta al mundo.
Y desde entonces el atuendo de paja y bastón de dicha foto se les conoce
familiarmente como el “traje de dar la vuelta al mundo”. El traje también tenía
chalina. Y mi padre gafas de oro y una enorme cara de chiquillo. Aunque le había
dado por no reírse
para parecer un poco mayor. Este dato, que conste, es de fuente
materna.

127

SU ÚNICA VOCACIÓN COMPONER


El año treinta ya llevaban mis padres dos años casados. Todavía no tenían hijos,
y fueron aquellos tiempos difíciles y de lucha. Los abuelos habían muerto.
Mientras ellos vivieron el hijo había continuado trabajando y estudiando. Con la
ayuda de la mujer pudo ahora terminar todo lo comenzado. Fue entonces, cuando
obtuvo los primeros premios de Armonía y Composición, entonces cuando
termina el bachillerato se hace maestro y empieza la carrera de Derecho. Tenía ya
treinta años cumplidos. Entonces, y siempre, él ha leído mucho. Su inquietud
artística era y ha sido siempre amplísima. Su biblioteca es uno de sus mejores
pasatiempos. En aquellos tiempos le gustaba rebuscar libros por las tiendas de
compra-venta, libros que le dieran temas para sus composiciones.


Y escribía música. Desde el primer momento, entre la composición y la
dirección de orquesta, su vocación ha estado siempre totalmente definida: antes
que nada la composición. Crear ha sido siempre su única ambición -si ambición
se puede llamar a esto- en este mundo. Y ha creado siempre. Jamás se ha acostado
antes de las dos de la madrugada, como muy temprano. Herencia de su vida
teatral. Hasta las tres, las cuatro o aún más tarde en la madrugada, la luz de su
cuarto de trabajo está siempre dada. Hasta esas horas está componiendo. Siempre.


EL “PRELUDIO FANTÁSTICO”, PASAPORTE PARA ALEMANIA,
HINDEMITH Y KOEKLIN


Alemania fue el escalón siguiente en su carrera artística. La Junta de
Ampliación de Estudios convocó una beca para compositores noveles. Mi padre
fue acreedor a ella por su “Preludio fantástico”. Ya en Alemania, estudiaba y
trabajaba con Paul Hindemith. Era el año 34. Mi hermano Juan Manuel y una
servidora ya estábamos en este mundo. Y creo que hasta sabíamos decir a media
legua dónde se encontraba nuestro progenitor. La casa de mi abuela materna en
León era grande y acogedora. En ella se recibían las cartas del yerno como algo
que venía de un mundo maravilloso e irreal. A veces nos mandaba tarjetas a
nuestro nombre, al de mi hermano y el mío. Todo un horizonte de enanitos y de
setas de colores que nosotros guardábamos con codicia. Pasaba el tiempo.
Nosotros no sabíamos nada de París, ni de Koeklin, ni de lo que mi padre pudiera
hacer y aprender en cuestiones de armonía y composición. Sólo sabíamos que el
día maravilloso en el que regresara iba a ser mejor que todos los días de Reyes
juntos. Y lo fue. Los presentimientos de los niños rara vez fallan. De la maleta
más grande surgieron a pares acordeones, trompetas, instrumentos y más
instrumentos de “ruido”. Y mi madre, aterrada. Por lo visto, ya éramos nosotros
bastante “músicos”.


Lo mismo ocurrió años más tarde cuando, acabado el Movimiento Nacional,
pudimos al fin reunirnos: lo primero que extrajo del fondo de una maleta fue un
pequeño violín para mí. Incorregible.

128



LOS MUEBLES Y EL BICARBONATO


Sí. Es incorregible. Adusto externamente. Sencillo y casi infantil en realidad.
No porque gaste bromas -no las gasta nunca- o porque exteriorice las cosas
demasiado. Al contrario es un hombre absolutamente introvertido, al que mi
madre ha de adivinar. Si no le adivinan tampoco se enfada. Vive un mundo
distinto, de creaciones. Es un hombre silencioso y distraído que anda por la casa
tropezando con los muebles. Cuando tropieza -muchas veces al día- se enfada.

–¿Por qué ponéis “esto” ahí?
“Esto”, habitualmente, ha estado toda la vida en el mismo sitio. Pero él no lo
puede comprender. Cree que los muebles se le ponen delante. Que se los pone
delante un ser imaginario de malas ideas, que corre los sillones unos centímetros
a la izquierda o a la derecha para que él tropiece.

Como hombre de casa tiene otra manía: beber bicarbonato. Lo toma para todo.
El bicarbonato tiene, según él, todas las aplicaciones posibles. Y cuando lo
prepara lo hace tirando mucha agua alrededor del vaso en que se lo sirve.
Cantidades ingentes de agua con las que pone todo perdido. Claro que las fuerzas
femeninas de la casa tienen tomadas
sus precauciones y sus medidas para evitar
desperfectos.

Es muy casero. Su ayudante más eficaz ha sido siempre su propia mujer.

MIL QUINIENTOS ALUMNOS EN DIECISÉIS AÑOS DE CÁTEDRA


En la vida profesional de este hombre, al lado de su gran vocación por la
composición, hay otros grandes cariños: la cátedra y la Banda Municipal, de la
que es director adjunto.

–La cátedra es la cosa que con más cariño he hecho siempre.
De la Banda suele decir que debería estar en una urna. Por su cátedra de
Armonía han pasado en dieciséis años más de mil quinientos alumnos. De ellos,
alrededor de veinte han sido primeros premios, algunos como Manolo Buendía o
José Pagán. Y de estos alumnos, los más antiguos, los que más han trabajado con
él, son como instituciones en la vida familiar. Como lo son también en la vida de
mi padre los profesores de la Banda Municipal o los compañeros del
Conservatorio. El maestro Arámbarri, por ejemplo, ha llegado a ser un elemento
indispensable en las “veladas familiares”.

En la época en que los vástagos Echevarría éramos pequeños, los días en los
que venían los alumnos a casa eran días grandes. Sobre todo si mi padre no
estaba. Entre todos organizábamos rápidamente una orquestina. Hoy todos son
sesudos profesores y se avergonzarían de reconocer que han participado en un
“chinda-chinda”, con sus tapaderas y todo. Pero así es. Venía Manolo Millán,
siempre loco por la música moderna, quien cantaba sus últimas canciones; venía
Julio Molina, más serio y circunspecto; Pagán, que en seguida se sentaba al piano
si no nos sentábamos alguno de nosotros.

129



La llegada del maestro Echevarría lo solía estropear todo. Él siente por sus
alumnos un afecto especial. Su diaria labor en la cátedra puedo decir, sin que me
cieguen afectos, que la hace a conciencia. Y explico por qué. Un día llegué en mis
estudios musicales a la altura de tener que estudiar armonía. A pesar de la amarga
experiencia -soportada con mi hermano- del aprendizaje del solfeo, periodo
durante el cual mi padre nos sometió a verdaderos tormentos chinos hechos
música, decidí que nadie mejor que mi señor padre para cursar esta asignatura.

-Con los años, ya se habrá ablandado un poco. Pero el pensamiento estuvo de lo
menos acertado. Cuatro años después yo seguía asistiendo a mi “primer” curso de
Armonía. Mi padre siempre encontraba pretextos para no firmar la papeleta. “No
has asistido bastante.” “Está bien, pero hay que profundizar más”… Hasta que me
matriculé con otro.


DE LA “SUITE-FANTASÍA” AL “QUINTETO EN RE MENOR”

Como compositor, no tengo más remedio que hacerte preguntas si quiero
conocer datos.

–¿Cuántas obras has podido escribir?
–Muchas, porque siempre he roto mucho. No me ha importado nunca romper
las cosas y volver a comenzar.

–Dime una cifra, de todas maneras.
–Unas veinte obras sinfónicas.
Las vamos recordando. Él, con sus recuerdos maduros. Yo, entresacándolas de
recuerdos infantiles y adolescentes algunas de ellas. El “Preludio fantástico” me
recuerda su vuelta de Alemania y un concierto en el que Arbós y él se hacían
muchas reverencias allá en lo alto de la tarima. Era antes de la guerra. Muy poco
antes. Del estreno de la “Suite-fantasía” me acuerdo un poco mejor. Más
reverencias en la tarima: Pérez Casas, la Filarmónica. Y recuerdo más, mucho
más. Como cuando escribía el poema sinfónico “Becqueriana” envuelto en una
manta, con mucha fiebre, para presentar la obra al concurso del Ateneo de Sevilla.
Tuvo un accésit. Recuerdo la “Sonata para piano”. Premio Aunós en las manos de
Javier Alfonso y de Querol; la “Obertura bética”, en cuyos ensayos mi padre y
Conrado del Campo, en mangas de camisa, eran dos varales altos y enérgicos. Sus
“Madrigales Españoles” en la voz de Ana María Iriarte, sobre la orquesta de
Radio Nacional o la Filarmónica de nuevo. Y el obras de música de cámara puedo
recordar el “Cuarteto en do” en las cuerdas de la Agrupación Nacional de Música
de Cámara. Y a la misma Agrupación cantando el andante del “Quinteto en sol
mayor”, con sus arcos largos, que parece que nunca tienen fin.

–En música de cámara, ¿ese ha sido el camino hasta el “Quinteto en re menor”
del Premio Nacional?

–Ese ha sido.
Y me cuenta la historia.

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NO HAY OBRAS PARA QUINTETOS DE VIENTO

–Cuando se creó el Quinteto de Viento de Madrid, integrado por profesores de
la Banda Municipal, nos pidieron al maestro Arámbarri y a mí consejos y
material. Querían que les escribiese una obra, ya que hay muy poca literatura para
esta clase de conjuntos. Empecé a escribir el “Quinteto”. En dos meses estuvo
terminado. Mientras lo estábamos ya ensayando y montando, el padre Federico
Sopeña recibió peticiones de literatura para conjunto de viento del Quinteto de
París. Él fue quien propuso a la Dirección General de Bellas Artes que pidiese
para el Premio Nacional una obra de esta clase. Por eso, al tener noticia de la
convocatoria suspendimos los ensayos y el estreno. La obra la presenté al
concurso.

Y con suerte esta vez. Yo sé que se había presentado cuatro veces más. Y que en
otra ocasión obtuvo un accésit. Sé también que trabaja sin descanso. Él dice que
los temas no surgen por generación espontánea; que hay que darlos, madurarlos
antes de escribir. Lo secundario es lo que surge mientras se va escribiendo,
mientras se van desarrollando los temas apuntando los contrastes naturales
armónicos, rítmicos y melódicos.

Como compositor, ha ido siempre hacia lo moderno. Es un entusiasta de los
nuevos procedimientos armónicos, pero siempre sobre una base clásica.
Asimismo se considera dentro de la escuela moderna. Y dentro de esta escuela
está su ópera. “El anillo de Polícrates”, libro de Eduardo Aunós, cuyo “interludio-
ballet” se está grabando para América en estos momentos.

No ha podido evitar la gran tentación del teatro. Sobre un libro de Francisco
Losada escribió una zarzuela que ganó el Premio de Radio Nacional. Con los
hermanos Fernández-Shaw, también tiene hechas algunas cosas. Como en tantas
otras vidas, el duende del teatro también ha enredado a veces en su trayectoria de
compositor sinfónico. Es la gran tentación.


PREFERIRÍA LLAMARSE ZENÓN A LLAMARSE VICTORINO


Creo que ésta ha de ser para siempre la gran anécdota de la vida de mi padre.
Mis abuelos, sin grandes consideraciones, le pusieron Victorino. Por aquello de
que era el santo del día. En la región leonesa, donde transcurrió su infancia, es
éste un nombre muy corriente y nadie se dio cuenta de las dificultades que
entrañaba el nombrecito.

Lo malo empezó cuando el muchacho se trasladó a Madrid.
–¿Cómo se llama usted?
Él lo soportaba con paciencia.
–Vic-to-ri-no.

131


No fallaba: escribían Victoriano. Al principio esa “a” intrusa colocada en medio
de su nombre sólo le producía una ligera sombra en los ojos. Veinte años después
le irritaba sobremanera. Hoy, no lo puede soportar.

A pesar de todas las preocupaciones, de todos los susurros secretos que la
familia solemos colocar en los oídos de locutores de radio, confeccionadores de
programas o redactores de periódico, la cosa falla el noventa por ciento de las
veces. La “a” intrusa se cuela casi siempre de rondón en medio del nombre.

En cierta ocasión uno de sus mejores alumnos se había encargado de que esto
no ocurriese. Y no ocurrió… en los programas de mano. La fachada del Teatro
Español aparecía orlada de carteles rosados con un precioso Vic-to-ria-no de
tamaño natural. Aún recuerdo cómo el muchacho empujaba discretamente a mi
padre hacia dentro. Había prometido no dirigir si le confundían el nombre.

Creo que hasta la alegría natural del Premio Nacional le han amargado. Y es
que, por lo visto, la cosa ha llegado a extremos alarmantes.

–El otro día ha llegado un telegrama dirigido a Vi-to-ria-no. Preferiría llamarme
Zenón. Nadie lo confundiría.

Una vida sencilla. Una vida dedicada por completo a un arte ingrato y difícil. Él
dice que con la música sinfónica se pierde dinero. Debe de tener razón. Los
compositores exclusivamente dedicados a componer no son posibles aquí. No ha
querido nunca que sus hijos se dedicaran a la música. Que se formaran
musicalmente, sí. Pero nada más. Señaló las Facultades de Derecho y de
Filosofía, hace muchos años, para cada uno de nosotros. U otras, si otras
hubiéramos querido escoger. Pero siempre la Universidad.

El mundo de la música es demasiado incierto, demasiado impreciso. Y él mismo
sabe también que demasiado atrayente. Pero esto no lo ha confesado nunca.

















María Jesús Echevarría y su padre


María Jesús Echevarría – El Español – N.º 374, 4 de febrero de 1956

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DIÁLOGO ÍNTIMO CON CARMEN LAFORET

LA CONVERSIÓN DEL INTELECTUAL A TRAVÉS DE LA NOVELI STA


“Tener fe es descubrir la vida”


“Mujer nueva” una obra actual de profundo sentido religioso































Fotos de Mora




María Jesús Echevarría – El Español – 17 de marzo de 1956

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IBAN a robar fruta. Saltaban cercados, trasponían linderos. Porque era mejor y
más emocionante que la obligada aventura, textos adentro, de su condición de
alumna de Bachillerato.

Tiempos buenos de las trenzas, por lo menos espirituales. Tiempos niños que
empezaban a madurar. Carmen Laforet era sólo una chiquilla que leía, que leía
mucho, descompasadamente. Como leían sus amigas de entonces, las compañeras
de excursiones por la alegre isla Canaria. A ver de devorar frutas y libros. A ver
de catar la vida con la tremenda dentellada, casi biológica, que asesta la juventud
a todo lo establecido.

—Lo pasamos bien, sin complicaciones…
En el recuerdo, el nombre de Consuelo Burell, su profesora entonces de
Literatura. Y dos pasos más adelante, Barcelona ya, y la enorme importancia del
Examen del Estado.

—Más que los premios literarios luego, me emocionó entonces la felicitación
de Fontes Puch, que se levantó del Tribunal para darme la enhorabuena.

Orgullo adolescente. Es mucho tener todo un título de bachiller en el bolsillo,
con todos los honores. Mucho tener las anchas, las retorcidas, las misteriosas
calles de Barcelona para ser descubiertas con unos escasos diecisiete años en la
mirada y las manos en los bolsillos de la gabardina.


“ERA MÁS IMPORTANTE VIVIR”


Un día podía ofrecer miles de perspectivas: ir hasta el mar en un tranvía
cascajoso. O no llegar hasta él por preferir el primer café con aire tristón y hasta
recoleto que se cruzase en la mirada. Quizá una Exposición de pintura, y comer
almendras a lo tonto, sin más ni más, atendiendo el pregón del primer viejecillo
con aire simpático. Para caminar luego hasta la catedral a sentarse en el atrio y
dejar el pensamiento ir por las luces de la tarde.

El caso es que Carmen era estudiante de Filosofía entonces, y que hubiera sido
una de las mejores alumnas si las fiebres de “empollar” que le atacaban de vez en
cuando le hubiesen durado mucho. Pero estas fiebres le solían atacar solamente al
final de curso. Precisamente cuando mayo se ponía más rabiosamente
impertinente, metiéndose con su sol y sus tópicos balcones adentro de las casas.

—En el tiempo en que estudiaba de verdad me interesaba tanto por lo que leía
que iba a buscar fuentes y bibliografía de aquellas cuestiones. Luego me daba
cuenta de que era tarde, de que no quedaba casi tiempo. Y me hubiese gustado
poder empezar entonces el curso.

—¿Se arrepentía para el curso siguiente?
—Me arrepentía, pero todo seguía igual.
—¿Era más importante lo otro?
—Siempre es más importante vivir.
—¿Y escribir?
—No. Entonces no escribía. Si hubiese escrito entonces no hubiera podido
hacerlo luego.

135






















UN OTOÑO SIN ABRIGO. “NO ME INTERESABA EL PROBLEMA
RELIGIOSO”


Luego. Madrid en el otoño de 1942. Un otoño que ella pasa sin abrigo.

—Lo había empeñado en el verano.
—¿Le importaba no tenerlo?
—No lo sé. Creo que no.
El abrigo había ido al “prendero” Dios sabe por qué. Carmen nunca tenía
mucho dinero. Mas bien todo lo contrario. Como Carmen no tenía tampoco
muchos libros, ni muchos papeles, ni demasiados trastos.

—Me gustaba estar libre. Así, sin tener muchas cosas en cualquier momento
podía cambiar un sitio por otro.

Los libros los vendía para comprar otros desconocidos, y su pequeña biblioteca
nunca era la misma.

Y así, sin casi equipaje y sin abrigo, llegaba a Madrid Carmen Laforet en 1942,
para matricularse en la Facultad de Derecho.

—No estudié tampoco demasiado. Mis días eran también como los ya
conocidos de Barcelona, iguales y distintos. Salía a pasear sin rumbo fijo.

A veces para llegar a recalar en el Ateneo, donde iba a leer y tenía algunos
amigos. Otras, para hacer alto unos momentos en algún café con una mugre
suficientemente atractiva.

Un café y un cigarro. Luego, vuelta a callejear sin saber hacia dónde. Algunas
noticias de los amigos de Barcelona o sobre los amigos canarios. Carmen Laforet
era una muchacha decididamente encarada con el futuro. No volvía la cabeza
melancólicamente hacia atrás.

136



















Viaje a Canarias. Mientras escribía “La isla y los demonios”.



—No. ¿Para qué? Me gustaba ir viviendo.

—¿Literatura?
—No.
—¿Y religión?
La escritora contesta sin pausa.
—No tenía problema.
—¿Por qué estaban ya resueltos?
—Porque ni me interesaba planteármelos.

“TENER FE ES UNA AVENTURA TREMENDA”

Aquella muchacha rubia de la melena y el cigarrillo, que se enfrentaba con el
manuscrito de “Nada”, es esta misma de ahora. Dulce y menuda. Su
despreocupación de entonces es ahora reposo. Tiene el gesto vivo y las manos
cadenciosas. Ya no fuma. Ella, la devoradora de cajetillas.

De religión y literatura veníamos hablando. De pensamiento y de fe.
—¿Entonces…?
—El problema religioso no me preocupó lo más mínimo durante mucho tiempo.
Pero no vamos a individualizar el problema.
—¿Lo hacemos general?
—Es mejor.

137























Y le ponemos un título o un lema a la cuestión: la conversión del intelectual.
Como ocurre. Cuando puede ocurrir. Porque existe el problema.

La escritora ya lo hemos dicho, no fuma ahora. Tampoco bebe del mismo café
hospitalario que nos ha ofrecido “Yo ya he tomado.” Sólo está hundida en la
butaca a ratos, hablando incorporada los más.

—Tener fe es una aventura tremenda.
Aun dice más: tener fe es descubrir la vida.
—¿Qué es el beato?
—Yo soy una beata.
Sonríe. Lo ha dicho valientemente, decididamente. Quedándose con fruición
con el adjetivo.

—¿Entiende, sin embargo, al que vive en la protesta?
—Sí. Es el problema del intelectual. Pero muchas veces los que protestan no
saben lo que protestan.

Y vamos hasta el principio de la duda. La duda en la juventud, el cáncer
tremendo del mundo.

—A la juventud se le educa de una manera determinada. Luego ella ve otras
cosas muy diferentes. Y la juventud protesta contra la hipocresía.

Habla sencillamente. Como si recordase la vieja protesta.
—¿Hay otros males?
—Sí. La comodidad y la falta de estímulo. La gente se suele quedar en la
superficie.

138
























“PAULINA, LA MUJER NUEVA”


Vamos hasta “Andrea”… Y de la “Andrea” protagonista de “Nada”, hasta
“Paulina”. Esta “Paulina” nueva —recién nacida, dice la autora—, de treinta y
tres años, que vive en su última novela.

—¿Por qué se ha de empeñar la gente en hacer de los personajes de un autor el
autor mismo? No. Los personajes femeninos de Carmen Laforet no son letra a
letra ella misma. Pero sí son parte de ella, en cuanto son sus criaturas. Algo de
ella quedó en “Andrea” como quedó en sus creaciones masculinas. Y algo de ella
hay también en “Paulina”.

—La transformación. Eso es todo. Hacía tiempo que quería plantear el
problema de la conversión en una mujer cultivada, universitaria y descreída, que
se siente de repente inundada de fe.

Esto ya no es nuevo: ya se ha contado y se ha repetido la historia de la creación
de “La mujer nueva”. Dos años de lenta elaboración. Dos años de trabajo que
luego desaparecen en unas cuantas horas en una gran fogata. “No me gustaba.”
En diez días Carmen Laforet escribe su novela de nuevo. Diez días de ímprobo
trabajo. Esta es la novela que gana el Premio “Menorca”.

“La mujer nueva” es la impaciente Paulina inundada de fe, de fe milagrosa.
—Ella no sabe, al principio, como tantos otros, que tener fe es lo de menos. Y
que lo de más es la tremenda ayuda de los sacramentos.

Luego, Paulina lo sabe.
—¿Llega a Dios…?
—Sí, llega a Dios.

139



DESPUÉS DEL MILAGRO, LA LUCHA

“Uno puede llegar a Dios de muchas formas.” Y hay tantas formas de llegar a él
como individuos.

—Pero una vez que uno ve claro, una vez que uno está iluminado, hay que
luchar.

Dice “La mujer nueva”: porque fe es creer en lo que no se siente ni se ve.
—¿Es veraz entonces esa iluminación de Paulina, inesperada, en su pequeño
departamento del tren que la trae de León a Madrid?

—Es perfectamente real.
—¿Y luego?
—Luego pasa el momento del gozo, de la euforia. El cerebro se queda otra vez
a oscuras. Pero conoce ya a Dios.

Es el momento de elegir.
—Hay quien no se siente con fuerzas para que una vez conocida la verdad,
vivir de acuerdo con ella.

—¿Puede Paulina?
—Lucha por ello.
Es la misma Paulina iluminada, meses y meses después. La misma que había
sabido en el tren… ¿cómo era? “El amor es algo más de una pequeña pasión o de
una grande, es más… Es lo que traspasa esa pasión, lo que queda en el alma de
bueno, si algo queda, cuando el deseo, el dolor y el ansia se han pasado. El amor
se parece a la armonía del mundo, tan serena...” Y así llega la nueva mujer a nacer
a la fe. Cuando sabe que el Amor es Dios.

Después tuvo que elegir.
—¿Cree entonces que es difícil vivir una vida católica?
—No lo es, con la ayuda de los sacramentos, ya está dicho. Vivir el catolicismo
es una cosa maravillosa.

Algo así como una tremenda aventura del alma bienaventurada. Algo así.



“CELIA” Y LA ESCRITORA


La vida de la escritora es una vida sencilla, totalmente desprovista de
compromisos sociales. Carmen Laforet vive para sus hijos y para su casa. Es una
mujer de hogar. Sigue paseando grandes ratos, como siempre lo hizo.

—Con una diferencia: yo antes era una mujer de ciudad, no comprendía vivir
sino en la ciudad. Ahora en cambio, prefiero el campo.

140



















En las manos de la escritora puede verse un ejemplar de “La mujer nueva”




—¿Por la paz?
—Quizá. No me aburro en ningún sitio.
Es una vida interior muy llena. “Beata” se llamó ella antes a sí misma.
Sonriendo.

En la casa hay cuatro niños. Cristina, Marta, Silvia y Manuel, por orden de
edad.

—¿Los nombres?
—Cristina y Marta. Se los puse en memoria de dos señoras que yo conocí que
se peleaban continuamente.

Se ríe. Una de sus hijas va a cambiar su nombre por iniciativa propia. “Cuando
me confirme.” Me parece que se trata de Marta. O de Silvia, no lo sé bien. Que ya
no será ni Marta no Silvia, sino Carmen.

—Tiene tantas ganas de llamarse así que en el colegio le ha dicho a su
profesora que ese es su nombre.

Las pequeñas cosas. La escritora vive ese mundo diario y menudo de sus hijos.
El mundo grande de sus creaciones. En su mesa de trabajo hay siempre libros y
papeles. En el cuarto de sus hijos, también. “Dame otro libro, mamá.” “Ya hemos
terminado con éstos.” “Y a mí...” “Y a mí...”

Todo un coro.
—Leen continuamente.

141





Sobre una mesa, unos libros de cuentos. Son los cuentos de Celia. “Celia, lo que
dice” “Celia en el mundo...” Una se alegra de descubrir la vieja amiga, siempre
niña, sobre la mesa chiquitita de un cuarto de jugar.

—Son míos. Los tengo siempre en mi despacho.
Hablamos de Celia. Y de Cuchifritín. Que crecieron con ella.
—Celia es de mi edad.
Es cierto. Y Celia y Carmen son amigas también de toda la vida. Una de esas
amigas que no están reñidas nunca. Celia fue amiga de la infancia, de la
adolescencia, de la primera juventud. Celia fue, con Carmen, despreocupada y
alegre. La entrometida de Celia.

Luego ha venido hasta aquí a reposar sus aventuras, a vivirlas mil veces para
sus hijos.

La novelista es alegre.
Volvemos al tema principal. Con Celia.
—¿La religión debe de ser alegre?
—Muy alegre.
Con la vida llena, desbordante, ¿quién no lo está?
—En realidad todo el problema religioso del intelectual está en la falta de
humildad.

—¿Y en otras cosas?
—Quizá; que, como yo, hayan vivido muchos años sin plantearse el problema.
Sin buscar a Dios.

—¿Remedio?
—El milagro. La misericordia de Dios.
Como a Carmen. Ella, que leía años atrás a Santa Teresa, sin entenderla. Que se
reía, con su “Paulina”, de esos extraños fenómenos de “levitación”… Un buen día
—no un día cualquiera, no, sino el día el del milagro—, supo algo.

Y pudo poner en su “Paulina” una nueva luz en los ojos.

142

143



LA MUJER Y LO UNIVERSITARIO


Que sea lo universitario en general, es algo sobre lo que todos han opinado.

Que sea «lo universitario» en la mujer es, en cambio, cuestión en la que pocos
opinan, los más se escabullen y el resto se pierde en palabras. Y más que en
palabras, en gestos y en quejas se pierde la mujer universitaria misma.

No queremos referirnos aquí a la universitaria como tal profesional
entendámoslo bien, sino a la mujer como tal universitaria.

Cierto es que en la mayoría de los casos la universitaria tiene, tenemos, de
nuestra parte razón que nos sobra para la queja: esos tremendos obstáculos, ese
cúmulo de «tabús» que nos impiden emprender un sinnúmero de «salidas» en las
diferentes carreras; no es cosa para tomada a broma cuando de la propia
existencia y de la propia vocación se trata. Ya digo que de esto haremos punto y
aparte.

Se trata, en cambio, de hablar de la mujer universitaria fuera de lo profesional.
Es decir: de esa mujer que hizo su carrera, que paseó con nosotros o con otros por
los pasillos de la Facultad; se examinó con cierto éxito y hasta pareció adentrarse
en una serie de problemas. Luego se nos casó. Se nos fue: no «ejerce».

Y «no ejercer», en algunas de estas compañeras, parece que haya venido a
significar «dejar de ser». Quizá —y esto es lo triste— porque «no fueron» nunca.

Todos las hemos conocido. Eran chicas inquietas. Tenían «estilo». Reían bajo
la boina en los días de lluvia, los libros bajo el brazo, las manos embutidas en los
bolsillos de la gabardina. Las oímos interesarse por arte, por literatura, por teatro.
Hasta colaboraron con otros muchos universitarios en obras de conjunto. Se
llamaban... ¡Qué importa cómo se llamaran cuando tantas otras hay como ellas!

Luego las hemos visto. Frívolas. Desligadas «He ido por la Facultad (como
quien dice «He ido al Polo Norte»). De casualidad (claro). ¡Qué tiempos! (como
quien dice: «¡Qué tonterías!»)». Y siguen su vida diaria alejada de su vida de ayer.
Sin una inquietud por sus compañeras de hoy. Tienen hijos, y eso es importante,
muy importante. Tienen marido, y eso también lo es. Pero deberían tener también
la Universidad en el corazón. Sobre la espalda, esa carga maravillosa que debe ser
lo universitario.

Porque ser universitario no debe querer decir ser profesional de tal o cuál
carrera (¡de esos hay tantos!). Ser universitario es algo fuera de todo marco de
título. Por eso a vosotras, a las que al alejaros de la obligación material con la
Universidad —exámenes, apuntes, compañeros—, porque otras obligaciones os
reclaman, van dirigidas estas líneas. Ya sabemos que no podéis dedicar un tiempo
material a vuestras antiguas ocupaciones. Eso, por lo menos, argumentáis
vosotras. Pero si lo profesional de la Universidad exige tiempo, horas, «lo
universitario» no exige tiempo alguno, porque lo exige todo. Es una actitud,
amigas.

144




Esa actitud, que no existe en vuestro hogar de señoras desocupadas. Esa
inquietud, que nunca más asomó en vosotras desde que tomasteis la primera
cuenta de la casa. Ni en vuestros hijos, ni en vuestro ambiente la habéis reflejado.
Incluso habéis elegido un hombre simplemente ambicioso. Sin más.

Era lo cómodo.
Y lo cómodo era también la estafa. La estafa que habéis cometido con el
Estado, con la sociedad y con la familia, puesto que la Universidad no pasó, para
vosotras, de ser un coqueteo. El coqueteó del traje de «sport» y de los libros. El
coqueteo de la «posse» cuando otros más comedidos, más discretos, callaban
cuando no comprendían. Vosotras, no. A vosotras os venía bien la «posse». Hacía
mono. «Resultaba» la amistad con «poetuchos» y chiflados. Luego encontrasteis
vuestro cómodo sillón de señoras, desde el que murmurar cuando oís a antiguas
compañeras: «¡Ah, la Facultad!... ¡Hija, como yo dejé todo eso!»...

Así. Como si «todo eso» se pudiese dejar, como si no fuera ya una tremenda
obligación para con vosotras mismas. Una tremenda obligación que nada tiene
que ver con lo profesional. «Lo universitario», siempre. Que debería reflejarse en
vuestro hogar y en vuestros hijos, en vuestra actitud de mujeres hechas.

Fuera, el pitillo absurdo de vuestro último cóctel, la tontería poltrona del café
con las amigas. No sabéis nada de hoy, ni siquiera de vosotras mismas. Volver a
lo doloroso: Eso, mis queridas señoras, que un día paseasteis por la Universidad,
es lo incómodo. Lo universitario.



María-Jesús ECHEVARRÍA - Pueblo – 20 de marzo de 1958

145



rock
rock
rueda de coney island rock
si se suicidan a tus pies
las muchachas del amor rock




poemas
de
la
ciudad


maría jesús echevarría

146

147
















(dedicatoria autógrafa al pintor Guillermo Delgado)


Estos poemas de María Jesús Echevarría, fueron
escritos en Madrid y Nueva York en 1960.

148

149

Atlántico americano



Echada contra el mundo
sobre la viva roca de la vida
oigo batir un mar sin espinazo
partido en dos ideas,
dos palabras,
dos consignas.

“Esta orilla o aquella” me dijisteis
“El animal es libre como el aire”
Yo vine a por mi pan –mi libertad de ahora–
y el mar que me decíais
no es el mismo.

Largo borde de Europa dolorida
como podría compararte nunca
con la metálica
costa de América,
con la limpísima
costa mecánica.
Como podría compararte nunca.

Ese aplastado pez que mar llamasteis
viscoso, gélido, oscuro, como sábana,
bate de signo a signo de existencia,
bate de hombre a hombre
de atalaya.

No comunica: aísla.
No arrastra vida: estanca
este Mar de Occidente inexpresivo,
este occidente mar sin esperanza
que nada cada noche hasta esta orilla
dejándose sus ropas en la playa.

Allá van en prendas de naufragio
Rebelión, Individuo, Fantasía,
camisetas enormes que el mar baña.

Mar comercial, americano,
de luminoso éxito colmado
bañistas en Palm Beach te hicieron grande

Contra la alegre costa americana
una mujer de raza muy antigua
sabe que el mar de abajo es un mar mudo.

150





Oración de la ciudad y yo
















Dame, Señor, el estrépito, el ruido y la miseria.
Déjame la ciudad para mi amparo.
Muchacha de la ciudad me hiciste
y sólo sé vivir sobre el asfalto.
Quiero las luces cerca. Paredes
que me opriman el cerebro.
La ciudad me limita y me defiende,
y son valvas dulcísimas sus calles
donde correr, andar, aguas arriba de la niebla.

Dame, Señor, el ruido.
Húrtame de los campos y los bosques.
Llévame a las esquinas solitarias
donde existan faroles mortecinos.

Me hiciste triste, Señor, y Tú lo sabes.
Te salí un poco rara, como enferma,
y aspiro al humo, al grito.
Soy del amor y apenas soy de nadie.
Con la sangre de la ciudad me nutro.
El tráfico enciende mis anhelos.
Y para caminar sobre los días,
tan sólo necesito dos pitillos,
la música terrible de mi tiempo,
el borde de la acera, y un amigo.

151




Poema del Nueva York Latino







Apasionada, dulce, excitadamente
barrían Nueva York.
Apasionada, dulce, excitadamente
apartaban la costra de papeles
que recubre las tardes importantes.
Y con cuanta certeza discernían
que el dólar vale tanto
y una hora de trabajo cien centavos.
Y con cuanta certeza.

“Raza de soñadores” les tildaron
“Raza de perezosos: obrad calladamente”.
Y la carne latina de la tierra
la lujosa y haragana carne
de los hombres que hicieron las Américas,
conducía etiquetas, celofanes,
restos de bocadillos y papeles teñidos de colores.
Sobre las casas, sobre los solares,
cuando los coches abandonan el crepúsculo
llenos de espanto porque no es eléctrico,
las escobas latinas se alargaban
como brazo que hurga y enloquece.

(Sabido es que un poeta analfabeto
solo llega a empleado o mentiroso)

Apasionada, dulce, excitadamente
barrían la ciudad.
Era la raza alegre y taciturna
de los hombres que cantan cuando el miedo.
Era la raza del grito y la mentira,
la verdadera raza
del sabio alzar de hombros
pasando por la vida con gesto indiferente.

152




Así barrían como hicieron continentes
señores poderosos
aun hoy con las escobas.

Apasionada, dulce, excitadamente
barred poetas tristes de mi raza.
Barred los mil papeles aburridos.
Dibujad en el polvo
esa imagen quimérica que lleváis en la mente.
Aventad las facturas.
Id por los asfaltos
como ciegos henchidos de canciones.
Y en los lacios papeles
caidos de los Grandes Almacenes
imaginad palomas.

Raza de imaginarios: el mañana es incierto.
La calma es esa muerte que llaman equilibrio.
Barred ebrios de vida.
El hambre es un triángulo clavado en el cerebro
pero América es vuestra.
Otra vez conquistada.
Vuestro nervio la hurga como escoba
apasionada, dulce, excitadamente.

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Poema del niño atropellado por mirar
a una hormiga






Se lo tragó la Calle Cuarta.
Se lo tragó la Calle Quinta.

Al triste niño tonto
al tonto niño dulce
se lo llevó un amor
con la forma de un auto.
Nunca quiso peón. Ni cometas. Ni nada.
No llevó por la calle
esos botes alegres que arrastran con cordeles
viejos niños de Europa.
Tenía un sueño justo de turbinas y grifos.
Un sueño de tornillos e inflexibles motores.
Sabía que es bien cierto
que dos y dos son cuatro
que el mundo es una mancha
que preside la América.

Al borde de la calle, junto a la Coca-Cola,
mascaba el niño tonto su “chewing” de las cinco
sabiendo que en el mundo todo está definido.
El Estado, señores, no contó con la hormiga.
No contó con los dedos temblorosos del niño
persiguiendo la vida por caminos de asfalto.

El sol iba tan alto.
La ciudad es tan ruidosa.
El dulce niño tonto cayó como de bruces
en un mundo muy viejo
que ya estaba inventado.

La hormiga era tan negra.
El cemento tan seco.
Al triste niño dulce, después de tanta cosa
se lo llevó un amor
del último modelo.

154



Jazz session




La trompeta tiene forma de esperanza.
La soledad es un trombón
que grita tras un árbol.
Dadme un vaso vacío
para marcar su ritmo.

Alaridos dulcísimos estallan en las copas.
Como pompa de cristal el sueño. Y el amor,
con su forma de jícara anticuada.
Cuantos bebimos por ella sollozamos.
La batería golpea el vientre de la vida.
Inexorable solloza y se recrea
hasta que la trompeta alarga el cuello:
la esperanza era ésto.

Decíais
–tan antiguos– que la Música es pura
y héla aquí que se alza como una prostituta.
Pantalones vaqueros le aprisionan las nalgas
y es mejor no mirar como tira las copas.
Se ha relevado ahora la gran tonta.
Ha pintado sus labios y sorbe por mi copa,
solloza por mis ojos,
golpea con mis manos,
y grita, grita.
Se hizo con el ronco decir de los peores.
Ha aprendido el lenguaje de los torpes.
Muñeca de polisón y porcelanas,
qué lejos de tu salón del dieciocho.

En lo alto de mi mesa te retuerces
y hablas de la vida.
Inventas la rebelión y la esperanza.
Con el grito más tibio del amor, gritas. Tristísima.
A la trompeta diste su forma inusitada.
El saxofón, mi hermano, se retuerce de dolor
bajo tu abrazo.

Henos aquí a todos, molinos de la tarde,
colgando de las aspas del olvido
lo poco que nos queda de nosotros.

155



Teen-agers









Nacimos ebrios. Palpitamos
llenos de whisky y de ginebra.
Nos dieron por madrina el ruido.

Colores, nikys, Jazz.

La letra grande de la desvergüenza escoge.
Gira.
Los ojos más pálidos están entre nosotros.
Para que nos distingan nos vestimos de negro.

Nacimos tristes. Conseguimos
rodar el miedo en los estadios.
Vestimos la astucia con camiseta verde.

Salchichas, saxos, pan.

Cuenta las manos trémulas de los neurasténicos.
Salta.
Entre nosotros hay los que mueren de hambre y los ahítos.
Quien dijo que no es necesidad el vino.

Nacimos rotos. Muñecos de guiñol
para jugar a vivos. Tuvimos
serrín y palos por nodriza
y un Triquitraque gordo y temeroso.

Trompetas, blues, jazz.

Pinta los afilados dientes de los locos.
Danza.
La vida se ha hecho para romperla a gritos.
En rojo y negro pintamos nuestras frentes.

156


Rock and roll de la Feria de Coney Island


Rock, rock, rock
rueda de Coney Island, rock.
Si se suicidan a tus pies
las muchachas del amor,
rock.

Roll, roll, roll

tubo de Coney Island, roll.
Si se drogan contra ti
los cobardes del Señor,
roll.

A un lado de la vida levantaron

la Gran Rueda que sana los espíritus
de los hombres comidos por las máquinas.
La Gran Feria del mundo se hizo pues con ruedas
con multitud de pitos y de luces
con tubos devanando en todas direcciones.
La electrónica verbena de las luces
fue elegida por cálido refugio
de los hombres del Nueva Continente.

(Sabido es que pocos necesitan

una cura de silencio y retroceso.
Nada más medieval que la conciencia)

A un lado de la Vida levantaron

la Gigantesca Noria de Alegría
que asegura la risa.
Tan solo diez centavos
y el viajero enloquece de contento
ante el mundo que se torna pequeñito
y ese hombre de barriga dilatada
que se encuentra en todos los sucesos.

(La droga no la venden en la esquina

habrá que trabajar hasta el cansancio.
El Viernes es el día americano.)

Mas que cosa tan rara son las luces,

los colores surcando la Gran Bóveda
y debajo los hombres descontentos.

Rock, rock, rock

rueda de Coney Island, rock.
Si se suicidan a tus pies
las muchachas del amor
rock.

Roll, roll, roll

tubo de Coney Island, roll.
Si se drogan contra ti
los cobardes del Señor,
roll.

157



Poema de la muchacha negra











Cuando cae la noche tengo miedo
y recaigo en los flancos de los hombres.
Esta calle tan larga y luminosa
estos preciosos “dancings”
me volvieron medrosa y descompuesta.

Esos blancos varones de quijadas alegres,
esos rubios varones que flotan sobre el mundo
en tinta de periódico
me enseñaron el mundo que yo habito.

Tengo un traje brillante, carreras en las medias
mi cuerpo es mas barato y yo soy buena chica.

Mas la noche me asusta.
Tan oscura es mi hermana.
El mundo de los otros es un mundo brillante de letreros.
Los “bowling” son alegres
y yo río cuando un hombre abre la boca.

Cuando cae la noche solamente
abandono las paredes de la alcoba
en la que como o guiso, canto o sueño
para salir al aire de los otros.
La ciudad de la luz es gris y seca.
Mi color se oscurece ante los coches.
Mas la noche me azuza como a un perro.

Sólo sé buscar los rubios flancos
de los hombres que llenan los periódicos
que gobiernan el mundo y son tan altos.

Tengo un traje de nylon, las medias están rotas.
Me pagan casi siempre y yo soy buena chica.

158




Amor en Central Park














Mataron al Amor en Central Park.
Bajaron para ello
las muchachas mas lindas de los barrios extremos.
Con “blue-jeans”, con sonrisas, con precavidos sueños.
Adolescentes hombres trajeron lo preciso.
Los “sweaters” de colores, las gorras de visera
hicieron de uniforme del piquete maldito.

(Como era domingo Amor
estuvo muy quieto al sol.)

Mataron al Amor en Central Park.
Lo mataron a golpes de latas de conserva,
con salchichas terribles, con chillidos.
Lo mataron mil niños.
Destriparon su vientre.
Le quitaron el ansia. Como trapos
retiraron los velos de lujuria.
Mas lejanos aun lanzaron los anhelos.
Y Amor, desnudo, errante, se escurrió por la yerba.

Cantaba el tiovivo.
Iban los caballitos tan serios por el aire.

Amor murió a las ocho
a la sombra de un árbol.

159




Poema de la muchacha muerta frente
a un semáforo









Que doble el klaxon, hijos,
que doble el klaxon.

Ángel de la Democracia mira,
las gorras de tus guardias sólo son tristes setas
que a la ciudad envenenan.
La muchacha se ha muerto
en el amplio interior de ese Buick revisado.
Era rubia y a veces
la besaron los hombres.
Era estéril, tan alta
que murió sin saberlo.
El amor cuesta un dólar.
El champán cuesta cuatro.
Que doble el klaxon.

Los guardias corren.
El viento que conduce hasta la ley
ha dicho alto.
En un beso cualquiera
la muchacha ha expirado.
El hombre es como un clown, como un payaso
que ignorase el color de la luna
y no cantara.
Los guardias corren.
Ese Buick revisado
que interrumpe la vida de la City
es una alarma.
(La infección de un país como es sabido
puede avanzar por cualquier sitio).
Que doble el claxón.

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El coche está allí en medio
jugando a ser angina de pecho de la calle.
Qué aprisa van los guardias.
Como evocan las gorras
la exacta tinta azul de su gobierno.
Al hombre le dijeron que allí estaba estorbando.
La luz del cruce cambia. No es prudente quedarse.
El hombre es un payaso que no sabe ser tonto.
Que doble el klasón.

Los besos son espinas.
Los abrazos son lágrimas.
El coche está varado ante el semáforo
que tenía luz verdes.
Los guardias son correctos
saludan con dos dedos:
payaso, clown, muchacha,
por un beso de muerte no hay derecho
a interrumpir la vida de la City.

161



Árbol de Navidad en Nueva York










En el cruce de importantes bocacalles
rebrotó una angustia puntiaguda.
Frente al correcto despacho del Alcalde
se hizo ver un dolor distinguido, como abeto.

Alegres funcionarios de Correos despachaban
tarjetas en todas direcciones.
Decían: “Amor, amor y paz. Mandamos besos.”
Y al dolor de los hombres, como a pino,
le colgaron faroles de colores.
Le colgaron juguetes, golosinas,
y le hicieron tan alto
que la estrella luminosa de la angustia
podía verse desde tres Estados.

En el cruce de importantes bocacalles
los hombres contemplaban boquiabiertos
la broma anual de una Alcaldía que construye
alegres pinos de dolor con los impuestos.

La nieve como manta. Los chiquillos
jugando con patines.
No hay clases ni trabajo.
La cena será buena.
Paquetes con dos lazos,
volarán a las doce entre los hombres:
La alegría es pues cosa de esta noche.

Solo choca esa angustia de tres vértices
que los hombres levantaron repitiendo
“Amor, amor, amor, mandamos besos.”

162



Desfile en la Quinta Avenida










América es un sueño:
envolvamos sus restos.
Papel de mil colores
para forrar su espectro.

Hombres
–sólo dos siglos–
con juventud de mármol,
esperan en las calles
el paso de los globos gigantescos.
Sindicatos Hermanos
en las grandes carrozas
han jurado abrazarse
bajo las serpentinas.

Y allá que hay, ¿qué resta?
¿Qué piensa el viejo mundo
tras la amable compuerta
que muestra barcos, buques
como hermosos regalos?

Y allá que hay ¿qué piensan?
Si no hubiera silencio.
Si sobre el mar volaran
alternos pensamientos.

Aquí, ya lo veis todos:
América es un sueño
a veces se disfraza
se vuelve serpentinas
y en los días hermosos del Thanksgiving
un aceitoso pavo bien dispuesto.

163





Más decidnos, ¿y allá?
Esos hombres tristísimos
llamados europeos
que creen en la vida
y no tienen empleo.
¿Es qué saben
que existe nuestro sueño?
¿Es qué aprenden
que América es inmensa, dislocada
y que la habitan
hombres más bien iguales?

Esos hombres escépticos y viejos
tendrían que admirar nuestras carrozas.
Los hombres que trabajan
están todos de acuerdo.
Hay una girl rubita
que preside la orquesta.
¿Por qué lloraba Europa?
¿Qué le ocurre a esa tierra incongruente?

Aquí, ya lo veis todos:
América es un sueño.
Decídselo bien alto
y que contemplen
los poderosos músculos de mármol
de nuestros bellos varones de dos metros.

164



Por los largos caminos


Por los largos caminos
de Massachussets,
por los largos caminos
ya no van muchachas solas
saltando pinos.

Por los largos caminos
de Massachussets,
por los largos caminos
luna de pocas luces
negros cansinos.

Pinos y árboles rojos
hacen la guardia.
Una virgen de plástico
va por el agua.

Carreteras de luces,
coches fantasmas,
Coca-colas gigantes
tras la montaña.

Virgen americana,
pantalones vaqueros
hecho letra en el agua
corre tu anhelo.

Corre tu anhelo, virgen
hecho letrero,
anuncio luminoso,
cantante negro.

Por los largos caminos
de Massachussets,
por los largos caminos
largas nubes oscuras,
cielos de vino.

Por los largos caminos
de Massachussets,
por los largos caminos
luna de pocas luces
ebrios cansinos.

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Condena de las secretarias




Fue en un fin de semana.
Las casas de la ciudad se dieron cita
en un cielo más alto y verdadero.
“Huid de las muchachas”
– se dijeron
de esas muchachas rubias, bien compuestas
que nos colman las entrañas con sus gritos.

Fueron los rascacielos los primeros.
Miles de secretarias
les herían los lunes su silencio.
Y se vieron volando como arcángeles
los conocidos muros del Empire
con bandadas de casas tras de ellos.
Otra estela larguísima
voló tras el cuadrado
de la ONU.
Y en el cielo clavaron sus cimientos.

“Huir de las muchachas”, repitieron.
“Es posible que todo sea más exacto”.
Los cimientos temblaron en su cuajo.
Era un temblor tonante. Como antiguo.
El asfalto se abría por mil sitios
aquel fin de semana.


“Mejor que exterminadas, olvidadas”.
“Esas grises muchachas de cutis delicados
iguales a otros cientos y cientos de muchachas
que fuman cigarrillos,
fornican en los coches
y se lavan el pelo
varios cientos de veces en el año
mejor que aniquiladas, despreciadas.
Salvemos a las madres
a las hembras legítimas
que nos alumbran hijos por amores.
Salvemos las hermanas e hijas verdaderas
y huyamos a otro cielo.”

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Se observaron bandadas de edificios.
Eran pájaros nuevos, geométricos.

[Hasta a Central Station le ocurrió
planear como avutarda.
Quien escogió otros vuelos
delicados e inquietos.]


Manhattan fue un desierto.
Volvieron secretarias
papeles en las manos,
cabelleras al viento,
y un eficiente giro en la cintura.

Manhattan no existía.
Solo huecos oscuros en las calles
como bocas desprovistas de cien muelas.
Volvieron sus amantes.
Y se vieron despojados de guarida.

No lloraron siquiera: perecieron
de un asombro tenaz e impertinente.

Arriba otro Manhattan.
El Empire reía como un padre.
Su gran vientre de cemento rebosaba
de emigrados extraños, violentos. Gente
llena de amor y de defectos.

No lloraron siquiera: perecieron
de un asombro tenaz e impertinente.

167



La noche y la calle





A veces, Eugenio, la tristeza
es una triste y pálida ramera
que retuerce a los muchachos en la noche.

A veces, Eugenio, los sollozos
son solo tragos secos que por redondas copas
chorrearon el pecho.

(Yo te he visto tan negro y taciturno
tan taciturno y negro…)

Alegre saltimbanqui de la noche,
azulado vigía de la aurora,
poeta como árbol batido de los vientos:
donde estará esa paz.
Donde estará ese punto de contento ignorado
que cierre con ternura tu gesto de rebelde.

Ni la noche le basta
a tus brazos larguísimos de trovador antiguo,
de “clochard” de tu tiempo.
Porque el mundo es tan solo
esa bola pequeñita y aburrida
que te vuelves a encontrar sobre la almohada.
Ni la noche te basta.

A ratos, como un astro, la atraviesa tu angustia.
Y a ratos, de misterio, se enroquecen tus gritos.
Y la paz no te basta.
Y el amor no te basta.

(Aun no has dicho en tu canción de madrugada
que la noche es esa crema lenitiva
que las radios no anunciaron todavía.)

Convéncete, Eugenio, la tristeza
es tan sólo la pálida ramera
que se viste de rojo tantas noches.

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Subpoema













Y tú como de trapo.
Muñeco de guiñol de un teatro tristísimo.
Marioneta cargada de temor
marchando en fila de colegio por la vida.

Y tú, como de palo quebradizo y antiguo.
Como de angustia, hermano.

Me asustas cuando alargas
ese aguijón larguísimo que llevas en los ojos,
ese cilio que agitas incesante
tras él, la delicada ameba de tu espíritu.

Yo sé mucho de ti. Te hicieron
de un raro material blando y brillante,
vertieron sobre él
la aburrida obligación de la existencia.
Y así, como de trapo.
Muñeco de serrín.
Tu teatral manera de cartón
se hará una pasta con el agua
y morirás de lágrimas.
Aunque también podrías morirte de quietud
y solo abrir los ojos
en las Fiestas de Vida de los otros.
Como los altos y polvorientos gigantones
en los trasfondos de nuestras catedrales.

169



Último paisaje


















Quieto farol. Esquina solitaria.
Denso paisaje del alma que camina.
Muchacha de gabardina lacia yo.
Altos mecheros.
Mira esta larga calle que blanquea.
Oye el agua que cae contra la vida.
Déjame ir.
Te llamaré hermano, amigo, caminante.
Caminante, te llamaría amor quizás si no supiera
que seguiré la ruta
con corazón y frente de muchacho.
Amigo, hermano te diré
contra tus brazos que todo lo abarcan.
Oye, varón, que hay barcos hendiendo el horizonte.
Tierras lejanas como monedas viejas.
Tiempo que deshacer entre los dedos.
Y está la libertad que necesito
como una fruta ácida y redonda.
Déjame ir.
Tanto calor de adiós hay en mis manos.
El viento me amará como a un chiquillo.
Otros hombres no tendrán tu sonrisa.
Soy el pilluelo triste de tantos escondrijos.
Marcharé por la tarde contra toda certeza.
Alto farol. Esquina solitaria.
Mi gabardina lacia gotea en la distancia.

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Los poemas de este libro van dedicados a:










Atlántico americano J. Manuel Echevarría

Oración de la ciudad y yo Carmen Laforet


Poema del Nueva York Latino L. Rodríguez


Poema del niño atropellado por

mirar a una hormiga Paco Cercadillo

Jazz session Jorge Sampelayo


Teen-agers Ángel Guillen


Rock and roll de la Feria de

Coney Island José H. Polo

Poema de la muchacha negra Rafael Blanco y Caro


Amor en Central Park Antonio Leyva


Poema de la muchacha negra

frente a un semáforo Luis Álvarez Lencero

Árbol de Navidad en Nueva York Paco Merchán


Desfile en la Quinta Avenida J. Antonio Novais


Por los largos caminos Manuel Calvo


Condena de las secretarias Lauro Olmo


La noche y la calle Eugenio Mariñas


Subpoema Roberto Veciana



Último paisaje Germán Hurtado

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“No hay crítica: comprensión y ternura para estos muñecos de paja, vacíos,
dolorosamente vacíos, crecidos entre disparates de sus mayores”. Y, sin embargo,
María Jesús Echevarría, se empeña en resolver de algún modo este
desquiciamiento cerebral. Por los viejos caminos, entrañables, de Europa, veía
también como el desgarro de guerras y entreguerras, se extendía como un cáncer
terrible a través de las fronteras, de las ideas, cómo ello conformaba los
pequeños sucesos cotidianos, el amor, la risa y una amargura imprecisa, teñía de
dolor e impotencia a estas nuevas generaciones castigadas.


Insisto en que el hecho literario nace de una falta de adecuación entre
aspiraciones y realidad. Insisto también en que todas las posturas del optimismo,
están marchitas en este mundo nuevo. Insiste M. J. Echevarría, con seriedad, en
el planteamiento.


Y de Europa a Estados Unidos. Y en Estados Unidos, después de un tenso
entrechocar de nervios, María Jesús, quiere enlazar su conocimiento anterior,
con una verdad que encuentra entre las luces de las avenidas y las máquinas y las
columnas de los periódicos.


De esta estancia surgen dos libros: “El muñeco de paja”, novela, y este que
ahora damos en los Cuadernos TRILCE, “Poemas de la ciudad”. La novela
como contrapunto: el teddy-boy y las viejas catedrales; la civilización rebotada
Europa-América, América-Europa; la juventud de cualquier sitio, entre nosotros.


“Poemas de la ciudad”, es un espiritual de broncas ternuras. Un canto de
desesperanza y esperanza, contrastado en un paisaje más desnudo, cuanto más se
ahonda en esta soledad de gritos y ventanas. Hay mucho de disloque en estos
versos. Hay una forma entrecortada, casi temblorosa, casi monorítmica canción,
vertiéndose en un algo total que envuelve este cálido decir, en notas musicales.


María Jesús Echevarría. Veintiocho años. También en esta vara del carro que
decimos.



Antonio Leyva

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SELECCIÓN DE FRASES



-“Subieron los rapaces a la torre de la iglesia a tocar a nube y retumbaron en el
pueblo los din-dan del campano grande echado a volteo.

La nube avanzaba muy gris, casi negra, al ras de los tejados de las casas,
asustando a los labradores con el anuncio de las centellas.” (Niña distinta)


-“Ha dicho Pilar que la noche corre entre los árboles llevando en la mano un
globo, que es la luna.” (Niña distinta)


-“Uno se acuesta por la noche trágico y amanece soberbio. Es la forma rastrera
de la esperanza.” (Las medias palabras)


-“Un hombre que no da importancia a las cosas, es como un río que no arrastra
piedras.” (Las medias palabras)


-“A fuerza de mentirlas, se creen las cosas.” (Las medias palabras)


-“La mayoría bajaron la cabeza. Pensaban, mientras ordenaban la ropa, en sus
ciudades asombrosas, abarrotadas de casas que se apoyan las unas contra las
otras como en los dibujos de los niños, calles en las que el tiempo duerme y una
pobreza dulce envuelve las miradas de los hombres.” (La sonrisa y la hormiga)


-“La verdad es ridícula. Intentar expresar la tragedia convierte al hombre en
payaso.” (La sonrisa y la hormiga)


-“El silencio es una posibilidad y como tal hay que probarlo y hacerlo crecer.”
(La sonrisa y la hormiga)


-“Algún día tendremos que enseñar a llorar a los hombres de aquí y a que
muestren sus debilidades. Para hacerlos fuertes. Les enseñaremos a que se
aíslen, a que se ensañen y se amen débil, grandemente. El hombre que deja
escapar de vez en cuando el hilillo de anormalidad de su segundo corazón de
hiel, es un hombre que tiene asegurada su normalidad para el resto de la vida. El
hombre debe revolver en la entraña...” (La sonrisa y la hormiga)


-“A todos nos gusta entrar en el tren diminuto y estático de la huida. Pero al final
es bueno permanecer en el mismo sitio.” (La sonrisa y la hormiga)

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El libro ha sido publicado en 2021 en portugués por la editorial “Barco Bêbado”

https://www.facebook.com/BarcoBebado/

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CARTA A CONCHA LAGOS

(1959)

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Madrid 30. Marzo. 1959



Amiga Concha:


Creo que Jorge Campos te dijo algo sobre mí y sobre mis poemas que yo iba

–o mejor, pretendía– enviar a “Ágora”. He estado cinco años sin publicar poesía.
Es decir, después de las primeras cosas hechas y publicadas desde las Aulas de la
Facultad, me fui a Estados Unidos y de esto mío el eclipse. Ahora en cuando he
digerido algunos meses de aquellos, quisiera volver a publicar. Uno de los
poemas que te envío pertenece al libro “Poemas de la City”, cuyos primeros
apuntes escribí en Nueva York.

Muchas gracias por tu atención.

M.ª Jesús Echevarría Batalla de Brunete 36 MADRID

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CARTA A MIGUEL DELIBES

(1960)

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CARTA A MIGUEL DELIBES


París – 6 Octubre 1960


Amigo Miguel:

Desde el mes de julio, última vez que le vi y que comí con él, guardo en
la cartera esa tarjeta de Ernesto Salcedo, ya un poco churretosa y mugrienta.
Yo esperaba entonces haber ido a Valladolid para depositar con mis propias manos el
original de una novela mía, “El muñeco de paja” en el montón de originales que supongo
concurrirán al Premio Ateneo. Hubo muchas cosas que impidieron este viaje. Ajetreos
personales sobre todo. Actualmente yo trabajo en Estados Unidos y vivo allí. Escribo
para “El Español” como corresponsal y desafío americanos. Por partes iguales. De paso
en Europa después de mes y medio entre las ardillas de Nueva Inglaterra no sé porqué se
me recrudecen las nostalgias y las ilusiones que suelo tener en España. Y me han
acometido deseos furiosos de escribir a todos los que conozco y que me gustan y a otros
como tú, que me gustan y que no conozco.
Hace tiempo que te leo, era una muchachita. Y tiempo que hablo de ti. En Estados
Unidos además andaba utilizando como texto un libro tuyo. La iniciativa pertenecía
claro está a los americanos [aunque Amor no lo sea, casi lo es] que hiciera la adaptación,
pero a mí me entraba una especie de rabia sorda contra los “boys” que deshacían el ritmo
de la frase, equivocaban la idea, y nunca comprenden nada.
Así “El camino” de mano en mano de gringo, de tumbo en tumbo.
El contenido de la tarjeta que escribió Ernesto sigue teniendo vigencia. No quiero dejar
de enviártela por desidia que es lo que hago siempre.
“El muñeco de paja” fue leído en fragmentos en Cultura Hispánica. Me lo presentó
Carmen Laforet, “hincha” del libro.
Si te digo la verdad yo “solo” quisiera editarlo. Con “Las medias palabras” la novela
que ganó el “Elisenda de Montcada” me he cansado de rabiar: distribución nula,
abandono total. Tengo para salir al mes próximo un libro de Poemas escrito en Nueva
York, sobre los americanos y su mundo.
Del primero y del segundo te enviaré ejemplares.
“El muñeco de paja” es algo que no se parece a lo que he hecho anteriormente. Es una
novela ¿ensayo? Que creo que acierta en lo que quiero hacer de momento.
Te agradecería tu opinión si puedes alcanzar el original y también todo lo que pudieras
hacer simplemente porque me lean
. Esto es todo lo que pretendo: que me lean.
Ernesto mi “hermano de redacción” me dijo que me presentara a ti con toda confianza.
Esa confianza la he utilizado yo para escribirte y para manejar el “tú” que en realidad
utilizo cada noche de trabajo en esos diálogos entre “El camino”, yo, tu, mientras
preparo la ración de exquisita prosa tuya que se ha de tragar a la mañana siguiente el
gigante gringo.
Me gustaría una contestación tuya. ¿Podría ser?
Yo estaré aun algo de tiempo en París antes de volver a U.S.A pues tengo cosas
personales que arreglar aquí.
Amistosamente, María Jesús Echevarría

María – Jesús Echevarría
12 RUE DE L´ABBAYE
C/o Madame Novais – Le Dieu
PARÍS VI – FRANCE.

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Febrero 2018 – Agosto 2023

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