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A pesar de la común negrura, tristeza, que rodea a sus protagonistas, por
primera vez mujeres, normales, no hablo de femmes fatales, hay una cierta
esperanza, rebeldía, una voluntad de transgresión, de trascender la mediocridad
del mundo que las rodea, de ir más allá de las convenciones, del estrecho futuro
reservado a las mujeres de la época, matrimonio, hijos. En la novela de María
Jesús Echevarría, a pesar de que hay un mayor número de personajes masculinos,
los personajes femeninos son los detonantes, catalizadores, de todo lo que pasa,
son las que ponen en marcha los resortes de la vida, de la tragedia, sin ellas solo
habría rutina, conformismo, adaptación. Escribir una novela sobre el choque,
sobre el difícil equilibrio (como se puede ver en la balanza de la portada del libro,
del genial pintor panameño afincado en España Ciro Oduber), entre conductismo
e individualismo, entre sociedad y soledad, entre pragmatismo y hedonismo, entre
mestizaje y supremacismo, entre integración y racismo, entre Europa y América,
entre América del Norte y América del Sur, entre creyentes y descreídos, entre
judíos y cristianos, en plena dictadura franquista no deja de tener su mérito, su
riesgo.
Otra cosa que llama mucho la atención en la novela de María Jesús Echevarría
es la importancia fundamental de la música, es la segunda voz, y en muchos
momentos la primera, de todos los personajes, su relación con ella casi les define
más que sus palabras, que sus hechos, las canciones ejercen de metáfora, de
símbolo, de reveladores de su propia personalidad, de todo el sentimiento de una
época. La música como aturdidor, como somnífero. Se nota que María Jesús
Echevarría tuvo una exquisita formación musical, era hija de Victorino
Echevarría, el director de la Orquesta Municipal de Madrid, tocaba el violín y el
piano, algo que se aprecia hasta en la musical, sincopada, jazzística, forma de
construir las frases, los párrafos, los capítulos. Estructuralmente es perfecta, la
trama avanza más por intensificación que por progresión dramática. Su carga
destructiva, al límite del nihilismo anti-sistema, aparece con total normalidad, sin
hacer énfasis, espectáculo. La vida como una gran performance a tiempo
completo. El adoctrinamiento, la educación, las actividades extra-escolares, como
medio privilegiado de represión de los instintos, de encauzar la disidencia, el
pensamiento. La obsesión por crear ciudadanos normales, conformistas, útiles,
aceptables para la sociedad, para el capitalismo. Llenar la vida de rutinas, de
fiestas oficiales, para poder pasar por ella sin darse cuenta, de manera fluida,
aséptica. Huir del contraste, de la crítica, de la claridad, cuando todo el mundo
comprende los eufemismos, la hipocresía se convierte en una convención más. Lo
importante no es la integración, es la asimilación de los inadaptados, de los
solitarios, imponer a sangre y fuego el optimismo, la felicidad, la normalidad. En
definitiva, una feroz crítica al american way of life, al franquista modo de
vida, disfrazada de inofensiva novela estudiantil.
Julio Tamayo