SCQUIZZATO, P., Elogio de la vida imperfecta, 2 ed., 2016 (Texto).pdf

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About This Presentation

vida imperfecta


Slide Content

ELOGIO DE LA VIDA IMPERFECTA. EL CAMINO DE LA FRAGILIDAD
1.

Contenido
LA RÍQUEZA DE LAS LIMITACIONES. ........................................................................................................................................ 1
Transformar las heridas en perlas. ........................................................................................................................................ 1
Reconciliarnos con las limitaciones. ..................................................................................................................................... 3
De la negación del límite a una vida auténtica. ................................................................................................................. 4
HIMNO A LA FRAGILIDAD. ............................................................................................................................................................ 6
El Dios sorprendente. .................................................................................................................................................................. 6
El Dios de la Revelación. ............................................................................................................................................................ 7
El Dios del escándalo. .................................................................................................................................................................. 8
NOS BASTA SU GRACIA. ................................................................................................................................................................ 10
La gracia nos precede................................................................................................................................................................ 10
El Dios de los vivos. .................................................................................................................................................................... 11
Dios trabaja en el hombre que trabaja. .............................................................................................................................. 13
LA LÓGICA DE LA DEBILIDAD. ................................................................................................................................................... 14
El hilo rojo de la fragilidad. ..................................................................................................................................................... 14
Con nuestra fuerza. .................................................................................................................................................................... 16
El poder de la Palabra. .............................................................................................................................................................. 18
A LA ESCUCHA DEL EVANGELIO. .............................................................................................................................................. 20
Como una introducción. ........................................................................................................................................................... 20
EL CIEGO DE NACIMIENTO. ........................................................................................................................................................ 21
LA HIJA DE JAIRO Y LA HEMORROÍSA. ................................................................................................................................... 24

LA RÍQUEZA DE LAS LIMITACIONES.
Transformar las heridas en perlas.
La perla es espléndida y preciosa.
Nace del dolor.
Nace cuando una ostra es herida.
Cuando un cuerpo extraño —una impureza, un grano de arena— penetra su interior y la habita, la concha
comienza a producir una sustancia (la madreperla) con la cual recubre su cuerpo indefenso. Al final se
transformará en una bella perla, luminosa y apreciada. Si no es herida, la ostra nunca podrá concebir perlas,
porque la perla es una herida cicatrizada.
La perla es espléndida y preciosa.
Nace del dolor.
Nace cuando una ostra es herida.

¿Cuántas heridas llevamos dentro, cuántas sustancias impuras nos habitan? Limitaciones, debilidades,
pecados, incapacidades, inadaptaciones, fragilidades psico-físicas... ¿Y cuántas heridas de nuestras
relaciones interpersonales? La cuestión fundamental para nosotros siempre será: ¿Qué hacemos con eso?
¿Cómo las vivimos? La única vía de salida es envolver nuestras heridas con esa sustancia cicatrizante que
es el amor: la única posibilidad para crecer y ver nuestras propias impurezas convertidas en perlas.
5

La otra opción es cultivar los resentimientos hacia los otros por sus debilidades, y atormentarnos nosotros
mismos con frecuentes y devastadores sentimientos de culpa por lo que debíamos hacer y por lo que no
debíamos probar. La idea que frecuentemente llevamos dentro es que debió haber sido de otra manera;
que, para ser aceptados por nosotros mismos, por los demás y por Dios, no deberíamos llevar dentro esas
impurezas, esas indecencias. Quisiéramos ser simples “ostras vacías”, sin cuerpos extraños de varios tipos,
en resumen, “puros”. Pero esto es imposible, y aun si nos consideráramos así, eso no significa que nunca
fuimos heridos, sino que sencillamente no lo reconocemos, que no hemos podido perdonarnos y perdonar,
comprender y transformar el dolor en amor; y simplemente seremos pobres y terriblemente vacíos.

Es fundamental llegar a comprender la importancia —en nosotros y fuera de nosotros, en nuestras
relaciones— de la presencia de las limitaciones, de las heridas, de las zonas de sombra; captar, a la luz del
mensaje evangélico, que todo lo nuestro y el mundo exterior está marcado por sombras y límites, esta es
nuestra única riqueza, y que es precisamente allí donde es posible experimentar nuestra salvación. En
resumen, que no hay nada dentro de nosotros que amerite ser tirado a la basura.

Todo puede ser transformado en gracia, incluso el pecado, decía Agustín. Hasta nuestra sexualidad herida
y nuestras neurosis —añadimos nosotros— con tal que sean ocasión para abrirse, para acoger y compartir.
Nos equivocaríamos entonces si las despreciáramos. Debemos, en cambio, aprender a hacer buen uso de
ellas. Son materia para la santidad.
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Si comenzamos a razonar de esta manera, quiere decir que se ha
completado en nosotros la conversión, la metánoia evangélica: hemos hecho nuestro un pensamiento
“ajeno”, o sea, finalmente hemos llegado a no pensar ya que la “pureza”,
6

la ausencia de debilidades y de pecados son nuestra salvación, sino justo lo contrario: la salvación, la
santidad, serán finalmente darnos cuenta de nuestra verdad, o sea, que estamos heridos, limitados, frágiles,
pero al mismo tiempo somos destinatarios del amor “loco” de un Dios que —justo porque fuimos hechos
así— viene a visitarnos y a habitarnos.

Así, la santidad tiene poco que ver con la perfección que es absolutamente lo contrario. La perfección es la
viciada hermana menor de la muerte. La santidad es el gusto fuerte por la vida así como es —una capacidad
infantil para alegrarse de lo que ella es, sin pedir nada más (Christian Bobin). El Evangelio revela
continuamente que todo cuanto tiene el sabor de limitación también encierra en sí la posibilidad de su
realización.

Jesús dice a cada uno de nosotros: “Ama esa parte que no quisieras tener. Comienza a envolverla con amor
y al fin comprobarás el tener una perla preciosa, porque en la llaga reconocida, envuelta de amor,
experimentarás el tesoro que llevas dentro”. Con insistencia el Evangelio nos exhorta a “poner en medio”
nuestras limitaciones y nuestra fragilidad (Cfr., al hombre de la mano paralizada: Mc 3,3 y Lc 6,8; el
paralítico: Lc 5,19). Poner en medio nuestras zonas de sombra quiere decir reconocer, por una parte, su

existencia, y por la otra, que ellas, ante la resurrección de Cristo, no son la última palabra sobre la
humanidad.

Debemos decidir si optamos por la fuerza o por la debilidad. Nuestra ineptitud, nuestra debilidad, es una
fuerza más grande que cualquier otra, porque es la misma de Dios: “porque cuando soy débil, es cuando
soy fuerte” (2Cor 12,10).
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Esta verdad debe volver al centro de nuestra vida cristiana. Como ya dije, en los
Evangelios al centro de la escena siempre está el hombre con sus enfermedades, su ser herido, débil y frágil.
Por eso también al centro de la asamblea (de la comunidad, de nuestra familia, de la Iglesia...), al centro de
nuestro vivir cristiano no campea la fuerza, el lograrlo por sí mismo, la observancia excesiva de los
preceptos santos, el ser moralmente irreprensibles... sino sólo nuestra debilidad.
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Reconciliarnos con las limitaciones.
Debemos recuperar la realidad de las limitaciones y reconciliarnos con ellas. Nosotros sólo existimos en
cuanto limitados. Hemos nacido y moriremos, por lo cual estamos limitados en el tiempo. Tenemos un
cuerpo cuyos contornos definen nuestro confín con el mundo circunstante y esto nos dice que estamos
limitados en el espacio. Quisiéramos ser capaces de amar más, razonar de manera diferente, pero cada día
hacemos la dura experiencia de “estar hechos así’ (cada uno tiene su historia, su estructura psicológica, su
carácter, sus enfermedades interiores...): estamos limitados en el amor.
Debemos recuperar la
realidad de las limitaciones
y reconciliarnos con ellas.

No queremos hablar de los límites del otro, que en cuanto otro diferente a nosotros no nos permite ser lo
que quisiéramos, por lo cual lo percibimos como un límite. La alteridad, dentro y fuera de nosotros, frustra
nuestro deseo de “cómo deberían ser las cosas”, y sin embargo, no podemos ignorarla. La alteridad, cuando
da miedo, asume el nombre de enemigo. Y el enemigo siempre es combatido y posiblemente destruido. Hoy
nosotros entendemos las limitaciones sobre todo de manera negativa: eso representa para nosotros
opresión, impedimento, ahogarnos, mientras que para los antiguos griegos permitía establecer los
contornos del bien y del mal. El vicio y el pecado estaban en el exceso; la virtud y el bien consistían en el
equilibrio, o sea en un rango —diríamos hoy— de los límites entre los extremos.
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De hecho, en el horizonte ético de los antiguos, el error más grave era la hýbris, la desmesura, el exceso que
traspasaba precisamente los límites. En cambio, hoy la palabra limite es todo eso que tiene el sabor de
restricción, suena como coerción y por tanto como algo totalmente negativo: evoca dependencia,
inferioridad, ausencia, algo de lo cual liberarse pronto.

Hoy todo debe ser más allá de ¡os limites, desde la investigación científica al deporte, pasando por cada
aspecto cotidiano: los contratos son anulables, las relaciones de trabajo efímeras y sustituibles, la palabra
dada y la promesa hecha son irrelevantes; también está superado el límite de la vergüenza, por el cual el
reo no necesita arrepentirse o disculparse. Las nuevas tecnologías y los nuevos medios han comprimido el
tiempo y anulado el espacio, hasta conducir al rechazo de la idea de un final, y en consecuencia del confín.
Como secuela también el límite último de la vida, o sea la muerte, confín con el misterio del final, ya no
puede ser aceptado. La limitación de la muerte es anacrónica y absurda, por eso es obligado ser inmortales
a toda costa, infinitos.

Y luego, como hemos visto, existe la experiencia de los límites impuestos por los demás, por la cual
percibimos al tú como realidad ofensiva a nuestra libertad, a nuestro tener la razón, a nuestras ideas, a
nuestros éxitos, a nuestro ser “los primeros”, si no es que los únicos. Todo esto es espléndidamente relatado
en el episodio del Génesis donde Caín, hijo único, pierde su estatus con la llegada de Abel, el segundo nacido.
Para volver a ser el único, no queda otra solución que eliminar al antagonista (cfr. Gén 4,1-8).
Etimológicamente, eliminar quiere decir expulsar (e g privativa) del umbral (limen — líminis): botar de la
casa, de la propia historia al otro, quien no nos permite ser lo que quisiéramos, realizando nuestro ser
ilimitados.
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De la negación del límite a una vida auténtica.
Christian Bobin escribe:
Nunca me sentí muy inclinado a los exámenes. No es que fuera un mal alumno, como se suele decir. Cuando
adivinaba lo que se esperaba de mí, entonces lo daba. Hacía del arte de aprender un arte de verás sutil de
la oferta: es necesario dar al otro lo que él espera, no lo que es exitoso para ti. Lo que se espera, no lo que
eres. Porque lo que se espera, no es nunca lo que eres, sino siempre es otra cosa. Muy pronto aprendí esto,
a dar lo que no tenía (Elogio de la nada).

El hombre es un actor consumado. El drama que recita es vivir según aquello que los otros esperan de él y
no según su historia que él está en grado de realizar, o sea la verdad. El problema es que el otro espera de
nosotros siempre algo diferente a lo que somos; esto conlleva inevitablemente a dar y manifestar siempre
lo que no tenemos y que, al final, no somos.
El problema es que el otro
espera de nosotros siempre
algo diferente a lo que somos;
esto conlleva inevitablemente
a dar y manifestar siempre
lo que no tenemos y que,
al final, no somos.

La cuestión será siempre aparecer perfectos ante los otros, no manchados por limitaciones o fragilidades,
o sea vivir a través de esta representación que ellos esperan de nosotros y que nos rinde el ser bien
aceptados, bien queridos, amados. Esto lo aprendemos desde pequeños de nuestros padres, para luego
vivirlo con los maestros, los educadores, los patrones, el propio socio, nosotros mismos y Dios.
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Pero no se puede llevar una vida así; no se puede resistir un continuo esfuerzo de mostrarse adecuados,
complacientes, perfectos, para asegurarse el quedar bien con los demás. Un principio fundamental de
nuestra vida es:
No dejarte condicionar por los otros. No dejar que los otros te dicten el camino a recorrer. Ve por tu camino.
Conviértete en ti mismo. Descubre la forma auténtica e incontaminada que el Señor te dio. Y ten el valor
para vivir el aspecto original de ti mismo. ¿Quién eras antes de que tus padres te educaran? ¿Quién eras en
Dios antes de nacer? Recuerda tu núcleo divino. Si entras en contacto con él, puedes recorrer con libertad
tu camino.
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Un principio fundamental
de nuestra vida es:
No dejarte condicionar por los
otros. No dejar que los otros te

dicten el camino a recorrer.

El drama para nosotros los cristianos es el de estar actuando también ante Dios. Hemos hecho del
cristianismo la religión del “tender al perfeccionismo moral” —confundiéndolo con santidad— como si
fuera la única condición para obtener el amor de Dios y de sus dones. Pero el único don que Dios podrá
concederme será el de sí mismo, o sea: Amor, perdón y misericordia. Y todo esto podrá dármelo sólo
cuando me reconozca necesitado de amor, pecador y miserable.

La santidad que nos propone Jesús no es de orden natural, sino una santidad para acoger en nuestra
pobreza. Cristo vino por los pecadores y los débiles, y no por los fuertes que están bien. El esquema de una
perfección humana en base a la voluntad y el adiestramiento, sigue un esquema exactamente opuesto al de
la santidad que nos propone Jesús en el Evangelio.
5

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La salvación nos llegará, no hasta que hayamos vencido nuestras miserias, sino cuando comencemos a vivir
la verdad de nosotros mismos, es decir a aceptarnos con nuestras fragilidades. Nosotros somos nuestras
imperfecciones, nuestras heridas, nuestros pecados. No somos otro, aun cuando lo deseemos, incluso si nos
escondemos detrás de nuestras máscaras y recitamos argumentos que no nos pertenecen. El Evangelio es
una escuela de realidad. Jesús vino para quitarnos las máscaras teatrales, para que finalmente fuéramos
libres para ser nosotros mismos, a costa de parecer inadaptados y locos a los ojos del mundo.

Me preguntas cómo llegué a estar loco. Sucedió así: un día, muchos antes de que muchos nacieran, me
desperté de un sueño profundo y me di cuenta que se habían robado todas mis máscaras —las siete
máscaras que en siete vidas había forjado y vestido— y sin máscaras corrí por los caminos gritando:
“Ladrones, ladrones, malditos ladrones”. Me veían hombres y mujeres y algunos se refugiaron en sus casas,
por miedo a mí. Y cuando llegué a la plaza del mercado, un joven gritó desde el techo de una casa: “Es un
loco”. Volví los ojos para mirarlo; por primera vez el sol besó mi rostro, mi rostro desnudo. El sol besaba
por primera vez mi cara descubierta y mi alma ardía de amor por el sol, y ya no añoraba mis máscaras. Y
como en trance grite: “Benditos, benditos los ladrones que se robaron mis máscaras”. Así fue que llegué a
estar loco. Y en la locura encontré la libertad y la salvación: liberación de la soledad y salvación de la
comprensión, porque quienes nos comprenden esperan siempre sometimiento de nosotros.
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Jesús vino a liberarnos del miedo de no estar a la altura de quien quiera que sea: nosotros mismos, el otro,
Dios. Adán, el hombre de siempre, se escondió por esto. Estaba desnudo y tuvo miedo. Ante Eva se defendió
acusándola, ante Dios se escondió en el abismo.
12

¡Es necesario restituir a nuestras heridas su derecho de ciudadanía! La relación con nosotros mismos y
nuestra vida cotidiana (social, familiar, relacional) serán “paradisiacas” cuando logremos darnos cuenta y
amarnos, no a pesar, sino a través de nuestras heridas y debilidades. Una comunidad —sea civil, familiar,
religiosa— es un paraíso no cuando todos son perfectos y no hay tensiones, sino cuando cada uno pueda
vivir la libertad de quitarse la máscara y sentir el amor y la aceptación, así como es; cuando las limitaciones,
pecados, heridas y traiciones ya no sean ocasión de división y maldiciones, sino lugares para amar y
perdonar.
La relación con nosotros mismos
y nuestra vida cotidiana (social,
familiar, relacional) serán

“paradisiacas” cuando logremos
darnos cuenta y amarnos,
no a pesar, sino a través de
nuestras heridas y debilidades.
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HIMNO A LA FRAGILIDAD.
El Dios sorprendente.
Acerquémonos a la Escritura. La Palabra de Dios es el antídoto al veneno peligrosísimo que llevamos dentro
y que nos mata lentamente: la idea de perfección. La Palabra de Dios siempre parte de situaciones
imperfectas, de tal manera que la Biblia parece un himno a la debilidad y a lo frágil.

Literalmente, en hebreo, el pasaje del Génesis en el cual se relata la creación de la mujer dice así: Y dijo Yod
Elohím: “No está bien que Adán esté solo: haré alguien en su ayuda que esté contra él” (Gén 2,18). Dios
apenas acaba de poner a Adán en el jardín del Edén y se da cuenta de su soledad, porque conoce sus deseos
y las necesidades de su creatina aún antes de que ella las pueda sentir y formular. Y le pone al lado un “tú”
que tenga la función de estar contra él, de modo que al estar encontrado pueda relacionarse y de esta
manera pueda llegar a ser él mismo.

Sin límites y sin conflictos no hay historia.
Existimos sólo gracias a las tensiones
y a los límites que experimentamos continuamente,
gracias a la confrontación con los puntos de vista
y los temperamentos diversos.
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Sin límites y sin conflictos no hay historia. Existimos solo gracias a las tensiones y a los limites que
experimentamos continuamente, gracias a la confrontación con los puntos de vista y los temperamentos
diversos. El obstáculo es la condición para que la luz pueda manifestarse; la fricción es la condición para
que Dios pueda revelarse en mis conflictos precisamente por lo que es: ¡misericordia! Quitando las
limitaciones, ya no hay hombre y tampoco hay Dios. En su libro, Isaías anuncia la llegada de un día en el
cual la época mesiánica finalmente podrá manifestarse; entonces el lobo vivirá con el cordero, los opuestos
podrán convivir porque “un muchachito los arreará” (cfr. Is 11,6). La fe cristiana nos dice que este tiempo
ha llegado con la manifestación de Cristo. De hecho, él es ese muchacho que tiene la tarea de arrear al lobo
y al cordero, al leopardo y al cabrito, al becerro y al leoncillo de quienes habla el profeta.

¿Entonces por qué seguir queriendo matar a los lobos que están dentro y alrededor de nosotros para hacer
vivir únicamente a los corderos? Nosotros somos un todo en uno. La perfección para nosotros será lograr
aceptar nuestras partes más enfermas y hacerlas estar con las más sanas. Lo que somos hoy es lo que hemos
vivido en nuestra infancia. Nosotros somos las heridas que nos fueron inferidas, los abusos padecidos, las
desviaciones vividas, junto con todo lo espléndido que llevamos dentro. ¿Por qué mutilarnos, por qué
rechazar algunos aspectos de nosotros mismos?

Significaría renegar de nosotros mismos. Así nunca alcanzaremos la santidad, así como nos es presentada,
no cuando todo este mundo ensombrecido que llevamos dentro desaparezca, sino cuando en todo eso
experimentemos la presencia de Dios que nos viene a visitar y a manifestarnos su amor. Se sabe que el
diamante y el carbón están constituidos químicamente de la misma sustancia, pero con diferente

estructura física. La diversidad reside en el hecho de que el diamante permite a la luz atravesarlo, mientras
el carbón no.
16

Éste último prácticamente no vale nada, mientras el primero tiene un valor inmenso. Está en nosotros
decidir el ser diamantes, cuya única riqueza consiste en el dejarse atravesar por la luz de Otro, o ser los
pobres pedazos de carbón que impiden a la luz atravesarlos y sólo están destinados a ser quemados.
Ninguno de nosotros creció en una familia ejemplar, y Dios se manifiesta precisamente en las situaciones
imperfectas. El Dios que nos presenta la Biblia es un Dios familiar o sea un Dios que ama el manifestarse
donde se viven relaciones más agudas, precisamente familiares. Él es el Dios de Adán y Eva, de Abraham y
Sara, de Isaac y Rebeca, de Jacob, Lía y Raquel.

La perfección para nosotros
será lograr aceptar nuestras
partes más enfermas y hacerlas
estar con las más sanas.

Y ya se ve que estas familias, lugar de la revelación de Dios, no son ciertamente modelos de “perfección”,
¡nada! La primera de ellas conoce de inmediato la sombra de la herida y de la acusación recíproca, y desde
ese momento es lugar de pobreza exis- tendal. Viven en su interior relaciones frágiles. Y “primero” en el
contexto bíblico, nunca tiene un significado cronológico sino sobre todo tipológico: es decir de “cimiento”,
precedente, natural, por lo cual la “primera familia” sólo indica que todas son así.

Toda familia da a luz hijos “enfermos”: Caín elimina a Abel (cfr. Gén 4,8), Jacob se impone a su hermano
Esaú con el engaño (cfr. Gén 27), los hijos de Jacob odian a José al grado de venderlo a los mercaderes (cfr.
Gén 37) y así por el estilo.
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El Dios de la Revelación.
Leyendo la Biblia surge una pregunta: ¿por qué todo cuanto apa-recía bueno y bello se echó a perder tan
pronto? La Biblia, frente al paraíso transformado en desierto y ante una pareja ideal transformada en un
nido de víboras, no proporciona respuestas, sino invita sobre todo a formularse la pregunta: ¿cómo poder
vivir la comunión y el amor en el interior de estas realidades enfermas? El problema no es el porqué de
todo esto, sino cómo esperar la salvación en todo esto.

La primera pareja herida se descubre desnuda ante Dios y Dios la reviste con cinturones de pieles (cfr. Gén
3,21); ante el límite, la fragilidad, lo débil del hombre, Dios se manifiesta a sí mismo: toma cuidado, hace de
modo que los dos puedan seguir juntos, aunque limitados y marcados por el mal, sin rasguñarse y herirse
demasiado, así, desnudos e indefensos.

A Caín, primer fratricida, Dios le pone un signo en la frente para protegerlo del mal que los futuros fanáticos
de la autenticidad religiosa podrían encausar contra él, pues para ellos sólo vale el grito: “Fuertes y puros”.
La salvación está en la posibilidad de amar y amarse en las limitaciones, en el hacer de las heridas propias
y ajenas ocasiones de curación y misericordia.

Nuestro Dios se manifiesta en contextos naturalmente imperfectos y, sobre todo, no interviene para
resolver los problemas: no se dice que haya traído la paz entre Adán y Eva ni que haya sanado los celos

entre Raquel y Lía, esposas del mismo hombre (cfr. Gén 30), o impedido las conspiraciones de una madre
que prefiere a su hijo Jacob sobre Esaú (cfr. Gén 27).
El Dios de la Revelación entra
en esas historias heridas y
fallidas para llevar adelante
“su” historia de salvación.
18

El Dios de la Revelación entra en esas historias heridas y fallidas para llevar adelante “su” historia de
salvación. Una historia de salvación que utiliza materiales que para los hombres siempre serán basura,
mientras que a sus ojos es precioso e indispensable, por muy enfermo que pueda estar (cfr. 1 Cor 1,28). El
nuestro es un Dios que interviene sin resolver, porque restablecer es más que curar. Nuestro Dios no es un
mago, sino un Padre que no puede hacer más que amar. Y justo en este amor reside el sentido del vivir que
resultará claro cuando percibamos en nosotros mismos la posibilidad de cambiar, cuando seamos
expulsados al exterior, liberados de nuestra prisión interior hecha de acusaciones y sentimientos de culpa
por ser como somos, y seamos conferidos a una tierra prometida.

El Dios que nos sale al encuentro pone en marcha las energías de cada creatura para que pueda dar lo mejor
de sí en cada situación, a pesar de sus heridas y sus fallas. El Dios de la Revelación puede sacar hijos hasta
de las piedras (cfr. Mt 3,9) y al parecer, esto es justo lo que desea. Nuestro Dios sólo desea tener a sus hijos
ante él, para poderles manifestar lo que él es, o sea, Padre, amor, misericordia. Y quiere que, de nuestro ser
fríos y duros como piedras, simplemente lleguemos a sentirnos amados. Si nos dejáramos alcanzar por la
Revelación de Dios, si aprendiéramos finalmente a poner al centro su Palabra, nos reconciliaríamos con las
partes más indignas de nosotros mismos, con Dios y con los demás, dejando, finalmente, de sentirnos
inadecuados.

El Dios del escándalo.
Leyendo superficialmente los primeros dieciséis versículos del Evangelio de Mateo, la llamada “genealogía
de Jesús”, casi nos da un mareo frente a esa cascada de nombres casi del todo desconocidos. Historias
enteras que pasaron sin dejar más que un nombre. Se podría dedr de todos que su esencia está en el no-
ser.
19

Cada una de estas vivencias humanas, por muy diluidas, insignificantes y, como veremos, incluso “torcidas”,
han contribuido a la realización de la historia de la salvación, han hecho, sí, que el sueño de Dios pudiera
cumplirse. Una historia humana, por lo que ella es, si se abre al Dios de la vida, se transforma siempre en
historia sagrada. Al leer con atención este tendedero de nombres, nos encontramos con cuatro mujeres que
no son ciertamente ejemplo de moralidad y candor. Cuatro mujeres fuertes, valerosas hasta el riesgo de la
muerte; cuatro mujeres que no se contentan con vivir una vida a la sombra, como actrices no protagónicas
porque eran extranjeras, pecadoras o insignificantes...

Estas cuatro mujeres son Tamar, Rahab, Rut y Betsabé.
Tamar (Mt 1,3; Gén 38,1 ss; lCró 2,4) es una mujer extranjera, nuera de Judá, el cuarto hijo de Jacob. Judá
entrega a esta mujer extranjera a su primogénito Her (recordemos la prohibición absoluta y aquí desoída,
de casarse con una mujer que no pertenezca al pueblo de Israel), pero Her muere sin dejar descendencia.
Por la ley del levirato, Tamar es entregada al hermano Onán, pero también él muere sin dejar descendencia.
Tamar debería ser entonces esposa del tercer hermano, Sela, pero Judá trata de evitarlo, por miedo a que

también este hijo muera en brazos de esa mujer. Entonces, con un engaño Tamar se finge prostituta y Judá,
que no la reconoce, se une a ella convirtiéndose en padre de Fares y Zara, justo los nombres que hallamos
en la genealogía de Jesús.

Rahab (Mt 1,5; Gén 2,1 ss) es una prostituta. Vive en Jericó, territorio pagano, tierra por conquistar en la
expansión del pueblo de Israel salido de Egipto. Da hospitalidad y protección a dos espías enviados a Jericó
para informar a Josué. Jericó será destruida y subyugada, en cambio Rahab y su familia serán perdonados
justo en virtud de su gesto de benevolencia con respecto a los espías. Mateo recuerda que Rahab se unió a
Salmón, uno de los espías, y dio a luz a Booz, otro eslabón en la cadena para que pudiera nacer Jesús, el
Mesías.
20

Rut (Mt 1,5; cfr. todo el libro de Rut) es una moabita, por tanto otra mujer pagana, discutible para entrar
en la historia de Israel. Al quedar viuda, de manera avispada, inteligente, se une otra vez a un hombre
israelita de nombre Booz, al cual mencionamos antes. De la unión nace Obed, antepasado de Jesús. Betsabé
(Mt 1,6; 2Sm 11,1 ss), recordada en el linaje como “la mujer de lirias”, general del ejército del rey David, se
presta al juego perverso del rey, quien luego de haberse unido a ella y haberla embarazado, con engaños
hace matar al marido, Urías, su fiel amigo. De esta unión nace Salomón, el tercer rey de Israel, precursor de
Jesús, el Salvador.
Dios escoge del mundo lo
que el mundo considera
basura para construir
su historia de salvación.
Porque Dios mira con ojos
puros, ojos del corazón.

Estas mujeres entraron como fuereñas en el pueblo “puro” de Israel sirviendo de levadura, que no es otra
cosa sino harina enloquecida, pero con el poder de fermentar toda la masa. Gracias a estos cuatro eslabones
de unión entre lo divino y lo humano, entre el cielo de Dios y la tierra de los hombres, Dios pudo encamarse
y recuperar la historia desde adentro. Esto quiere decir que no hay ninguna historia equivocada en la cual
Dios no pueda hacerse presente. No existe ninguna vida “basura” que no pueda llegar a ser esencial para
llevar adelante la historia de Dios y su hacerse presente en el mundo.

Con la genealogía de Jesús, Mateo nos quiere recordar que estas historias de sombra, estas historias de
mujeres torcidas, son en realidad divinas: Dios escoge del mundo lo que el mundo considera basura para
construir su historia de salvación. Porque Dios mira con ojos puros, ojos del corazón.
21

Mateo nos grita desde el “principio”, confirmándolo después en todos los capítulos siguientes, que la vida
de una persona nunca es tan “pequeña”, aun cuando pueda parecer muy absurda. Todos los hombres y las
mujeres, aunque aparentemente insignificantes, débiles, despreciados, pecadores, enfangados, son parte
de la genealogía y por tanto de una sinfonía divina, ángeles fundamentales para que Dios pueda encarnarse
también hoy, en nuestra historia.
22

NOS BASTA SU GRACIA.
La gracia nos precede.
En este punto del trayecto que llevamos, un pensamiento debería ya estar claro y firme dentro de nosotros:
nuestra imperfección, la fragilidad de nuestro carácter y de nuestra historia no son impedimento para la
acción de Dios en nosotros. Dios es únicamente Amor y perdón, y necesita alcanzar nuestras limitaciones,
nuestro pecado, para realizar su proyecto de amor por nosotros.
La gracia puede o no venir
y ciertamente no viene si
nosotros tratamos de obligarla.

El teólogo alemán Paul Tillich escribe:
El progreso moral puede ser un fruto de la gracia, pero no es la gracia, incluso nos puede impedir el
recibirla. No podemos transformar nuestra vida a menos que nos dejemos transformar por la gracia. La
gracia puede o no venir y ciertamente no viene si nosotros tratamos de obligarla. Como no vendrá, mientras
que desde nuestro engreimiento pensemos que no la necesitamos.

La gracia nos golpea cuando somos presa del dolor y el ansia, nos golpea cuando atravesamos el valle
oscuro de una vida varía y privada de significados; nos golpea cuando sentimos que nuestra separación es
más profunda que de costumbre porque hemos violado otra vida, una vida que amábamos y de la cual nos
alejamos.
23

Nos golpea cuando nuestra náusea, nuestra indiferencia, nuestra debilidad, nuestra vida y la falta de
dirección y de calma se han vuelto insoportables; nos golpea cuando vemos diluida la espera largamente
suspirada de perfección de vida; cuando las viejas rencillas reinan en nosotros ahora definitivamente;
cuando la desesperación destruye el gozo y el valor.

Quizá en ese momento un rayo de luz irrumpe en nuestras tinieblas y es como si una voz dijera: “Tú eres
aceptado”, tú eres aceptado por alguien más grande que tú y de quien no conoces el nombre. No preguntes
el nombre ahora. Quizá lo descubrirás más tarde; no intentes hacer nada en ese momento, tal vez luego
harás mucho. No busques nada, no cumplas nada, no quieras nada; sencillamente acepta el hecho de ser
aceptado. Si esto nos sucede, experimentamos la gracia. Luego de esta experiencia podría suceder que no
seamos mejores que antes, que no creamos más que antes, pero todo se transforma.
“Tú eres aceptado” tú eres
aceptado por alguien más
grande que tú y de quien
no conoces el nombre.

En ese momento la gracia vence al pecado y la reconciliación vence al abismo de la alienación.
Experimentemos la gracia de poder aceptar la vida de otro, incluso si es hostil y nociva, porque en virtud
de la gracia, sabemos que pertenece al mismo Fundamento al cual pertenecemos nosotros y por quien
fuimos aceptados (Se estremecen los cimientos). El riego de los cristianos es leer la Biblia de manera épica,
donde el héroe, al final, siempre vence. Pero la Revelación Bíblica no enseña esto. Primero, Dios estuvo
cerca en el Antiguo Testamento, y luego, con la encarnación, entró en una historia impensable, manchada
de mal: justo la nuestra, hecha de altibajos, maligna y espléndida, ambigua y cambiante.
24

Si en el Antiguo Testamento Dios se revela como el Dios que camina delante del hombre y en el Nuevo
Testamento como el Dios con nosotros, después de la Ascensión —y por tanto en la historia de la Iglesia,
su cuerpo místico— llega a ser el Dios en nosotros. El nuestro es un Dios que entra en la historia y la levanta
desde el interior, asumiéndola toda, así como es, y permitiéndole hacer su propio camino. Podemos
resumirlo así: Dios actúa en el hombre que actúa. Dios es el interior de nuestra historia, no dirigiéndola
como un burócrata, desde el exterior, sino asegurándole la llegada a un puerto seguro a través de trayectos
insondables del corazón humano loco.

Todo esto permite que nuestras historias, por muy torcidas, sean ya historias salvadas porque tienen tras
de sí un amor previsor. En la liturgia católica se ora así: “Nos preceda y nos acompañe siempre tu gracia,
Señor, para que, socorridos por tu paternal ayuda, no nos cansemos nunca de obrar el bien”.
7
Aun cuando
nosotros seamos finitos e imperfectos, y con frecuencia podamos consideramos nada, nuestra historia está
navegando hada un buen puerto. Escribe el gran teólogo Karl Barth:
“Nos preceda y nos acompañe
siempre tu gracia, Señor, para
que, socorridos por tu paternal
ayuda, no nos cansemos
nunca de obrar el bien”.

¿Qué es la Nada? En el reconocimiento y en la confesión cristiana, con la mirada tendida hada atrás, a la
resurrección de Jesucristo y en la perspectiva de su retomo, equivale a decir, sólo se puede dar una
respuesta: es el pasado, lo antiguo, es decir la antigua amenaza, el antiguo peligro, la antigua ruina, el
antiguo no-ser que oscurece y destruye la creación de Dios,
25

la realidad ahora superada por Jesucristo, que en su muerte y resurrección ha sufrido la única muerte que
merecía: la anulación en el designio, en la voluntad de Di porque este es también el fin de todo lo que el no
ha querido. Tal es entonces la Nada: es decir que —por ser Jesucristo Señor— fue vencida, aniquilada, es
decir que en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el estado definitivamente superado, no sólo
por Dios, sino también por el hombre en unión con Dios. Es el “tercero” cuya influencia y cuyo poder han
cesado de turbar la relación entre Cristo y la creatura [,..] Ya no hay nada que temer. Ya no más el “anular”
(Dios y la nada). Por eso en el cristianismo, la cuestión fundamental no es la tentativa de preservarse del
mal para alcanzar a Dios, sino hacer experiencia del amor de Dios que nos acompaña en nuestra historia
personal marcada por el mal.

Entonces la salvación no es llegar a no pecar más, o descubrirse un día sin limitaciones, sin fragilidades, no
más heridos, sino será permanecer con la boca abierta como los niños -esto se llama estupor- ante un Dios
que nos ama y nos ha alcanzado en nuestra fragilidad. Es aquí donde se realiza el paso de la razón a la fe.
La religión es intentar, es querer alcanzar a Dios con una vida irreprochable, la fe es darse cuenta de un
Dios que actúa y se revela en nuestra historia herida.

El Dios de los vivos.
Incluso podemos decir más: cada vez que nuestra historia conozca el infierno, ese momento será también
el único en el cual podremos hacer experiencia de Dios, porque su gracia, habiéndonos precedido, estará
ya ahí esperando abrazarnos.
26

Así lo expresa el padre Silvano Fausti: “Dios ‘quiere que todos los hombres sean salvados’, porqué están
perdidos: el infierno es el único lugar de posible salvación” (Tierra apoyada en el cielo). El infierno es lo
cotidiano que todos experimentamos cuando pecamos, cuando nos encontramos con nuestros límites, en
una situación familiar difícil que no podemos comprender...
‘‘Dios quiere que todos los
hombres sean salvados”.

Se cuenta que al final de su vida, san Jerónimo —el primer Padre de la Iglesia que tradujo la Biblia al latín—
oró con estas palabras: “Oh Dios, te he ofrecido la traducción de la Biblia y no te basta; te he dado mi vida
misionera y no te basta; te he ofrecido mi vida como sacerdote y no te basta; te he dado mi oración y no te
basta: ¿qué otro cosa quieres de mí?” Y Dios le respondió: “Dame tu pecado, para que yo te pueda
perdonar”.

La poetisa francesa Marie Noel (1883-1967), escribió en su diario secreto este dialogo con Dios,
recuperando el fragmento anteriormente citado:
Estoy aquí, mi Dios. ¿Me buscabas? ¿Qué quieres de mí? No tengo nada para darte. Desde nuestro último
encuentro, no he apartado nada para ti. Nada... ni siquiera una buena acción. Estaba muy cansada. Nada, ni
siquiera una buena palabra. Estaba triste. Nada, sino el disgusto de vivir, el aburrimiento, la esterilidad.
“Dámelos”.
La prisa cada día, por ver el fin de la jornada, sin servir de nada, el deseo de reposo lejano del deber y de las
obras, el desapego de hacer el bien, el disgusto de Ti, ¡oh mi Dios!
“Dámelos”.
El entumecimiento del alma, los remordimientos por mi flaqueza y la flaqueza más fuerte que los
remordimientos...
“¡Dámelos!”
Turbaciones, miedos, dudas...
27

“Dámelos”.
Señor, pero ahora Tú, como un ropavejero recoges los desechos, las inmundicias. ¿Qué vas a hacer con ellos,
Señor?
“El Reino de los cielos”.

Esta visión nos preserva del continuo intento —debido a la terrible idea de perfección que llevamos
dentro— de huir de las sitúa- dones en las cuales estamos pensando siempre en “otros mundos”. La Biblia,
por el contrario, al narrarnos historias “sagradas” nos enseña a estar en lo negativo, a perseverar incluso
cuando el camino parece interrumpido, porque justo allí se revelará lo imposible. Esta es fe.

La Escritura nos sugiere vivir hasta el fondo nuestra situación, lo que somos, incluso cuando pensamos que
no valemos nada, porque es sólo así que podremos experimentar la realización aportada por Dios. Cuántas
veces nos decimos: “Yo así no me siento bien, no soy el adecuado, estoy equivocado”. Pero nosotros somos
así en este momento y no podemos ser otro. Miremos allí, al sepulcro. Esta es la fe. El santo monje ortodoxo
Silvano del Monte Athos le pedía a Dios liberarlo de su limitación, pero Jesús se le apareció y le dijo:
“Mantén tu espíritu en los infiernos y nunca desesperes del amor de Dios”.
8


En el libro del profeta Ezequiel leemos: Y reconoceréis que yo soy el Señor cuando abra vuestros sepulcros
y os levante de allí, pueblo mío (Ez 37,13). Por tanto, si no estamos en el sepulcro no podremos hacer

experiencia de Dios. El único modo para conocer al Señor es éste; todo lo demás es fruto de nuestra mente
y por tanto es idolatría. “Sólo el asombro conoce, las ideas crean ídolos”, dice Gregorio de Niza.
9


En el libro del profeta Jeremías leemos: “Ninguno enseñará ya a su prójimo, ningún hermano a su hermano,
diciéndole: Conoce al Señor. Porque todos me van a conocer de los chicos a los grandes, dice el Señor.
28

Porque voy a perdonar su iniquidad, voy a olvidar su pecado” (Jr 31,34). Es el perdón, la gracia que nos
alcanza, lo que nos permite conocer a Dios. Nuestro Dios es el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob: este
“de” significa “en la vida de”, significa que es el Dios de los vivos, no de los muertos (cfr. Mt 22,31ss).

Dios trabaja en el hombre que trabaja.
¿Qué significa estar con fe en nuestra vida, incluso cuando quiere decir estar en el infierno? Podemos
aprender la sabiduría del “estar” de las mujeres al pie de la cruz (cfr. Jn 19,25), cuando todo está perdido.
¿Por qué permanecen allí, por qué se obstinan en quedarse cuando ya no hay ningún lugar para la
esperanza? Y sin embargo será justo este obstinado “estar” en la escena de lo negativo lo que le permitirá
a María de Magdala escuchar el anuncio de la resurrección (cfr. Jn 20,11-18).

Justo en aquel terreno de muerte, la semilla hará germinar la vida. En nuestros sepulcros está Cristo y
sabemos que la semilla dará fruto ahí donde la plantamos. San Pablo lo experimentó en una situación difícil,
que él describe como “una espina en la carne”; no sabemos bien qué sea y podemos imaginar cualquier
debilidad, fragilidad, pecado. Pablo aún tenía que sanar de su fariseísmo, y le había pedido a Dios quitarle
aquella negatividad. Dios se le reveló respondiéndole así: “Con mi gracia tienes; la fuerza se ejerce
plenamente en la debilidad” (2 Cor 12,9).

La Escritura no nos dice porqué hemos llegado a este punto o cómo salir de él para poder amar a nuestro
Dios; en cambio nos enseña a experimentar que Dios nos ama en esa situación. También a nosotros nos
basta con su gracia. El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer comenta así:
“Te basta mi grada; de hecho, mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad”. ¿Qué significa?
29

Lo comprende sólo quien en cierto momento de la propia vida ha decidido tomar en serio la voluntad de
Dios, y ha terminado por quebrarse bajo el peso del mal que llevaba encima; luego, reconocida la propia
fealdad y la propia infamia, ha regresado sobre sus pasos y se ha vuelto a poner en el camino de Dios;
entonces surge la esperanza de que finalmente todo iría mejor si lo hubiera querido. Pero entonces, otra
vez la caída, y se queda turbado desde lo más profundo: “Señor Dios, esta ocasión de veras es la última;
perdóname todavía por esta vez...” Y sin embargo todo siguió como antes, y llegó pues la desilusión, la más
grande y tremenda que podamos experimentar en nuestra vida: que no somos capaces de ser buenos y
puros; que una y otra vez fallamos en lo que nos propusimos; ese momento es más fuerte que las buenas
intenciones y no tenemos posibilidades de alcanzar el bien [...] Y terminaríamos desesperados por el bien,
por la santidad, por nosotros mismos y por Dios, si no tuviéramos estas palabras: “Te basta mi gracia; de
hecho mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad”.
10

Te basta mi gracia;
de hecho mi poder se manifiesta
y plenamente en la debilidad”.

Mientras pensemos que todo irá mejor mañana con tal que nos empeñemos más, la gracia no podrá
alcanzarnos, porque huimos del presente refugiándonos en buenos propósitos, en el empeño. El teólogo
alemán escribe en otro párrafo:
Creer en la grada de Dios significa no retardar el hurgar en nuestra miseria, en nuestra culpa, sino salir de
nosotros mismos y dirigir la mirada a la cruz, allí donde Dios ha tomado sobre sí y ha cargado la miseria y
la culpa, infundiendo así su amor por todos aquellos que tienen cargas pesadas que llevar.
30

Miseria y culpa del hombre, gracia y amor misericordioso de Dios: son realidades que se llaman mutua-
mente. Donde están presentes en gran cantidad miseria y culpa, justo allí sobreabundan más que nunca la
gracia y el amor de Dios. Donde el hombre es pequeño y débil, allí Dios ha manifestado la propia gloria. No
en los fuertes, en los perseverantes, no en los justos, sino en los miserables y en los pecadores que no lo
miran está el amor de Dios; en los débiles es poderosa su fuerza [...] Donde el corazón del hombre está
desguanzado, allí Dios penetra. Donde el hombre quiere ser grande, Dios no quiere estar; donde el hombre
parece abismarse en las tinieblas, Dios allí instaura el reino de su gloria y de su amor [...] Cuanto más el
hombre es débil, tanto más fuerte es Dios, esto es cierto; así como es cierto que sobre la cruz de Cristo se
encuentran el amor de Dios y la infelicidad humana, y es cierto que la cruz de Cristo ha despedazado la
ecuación “religión — felicidad” (Memoria y fidelidad).

Tenemos necesidad de pedir la gracia de la conversión. Y convertirse no quiere decir dejar de pecar, sino
experimentar el amor de Dios en nuestro pecado.
31
LA LÓGICA DE LA DEBILIDAD.
El hilo rojo de la fragilidad.
Si interrogamos a la Escritura, constatamos que hay como un hilo rojo, el cual indica que el camino único
para vivir en plenitud es el de la fragilidad y la debilidad. Jesús, al comprender que esta es la única salvación,
porque es la única en la cual Dios puede revelarse, estalló en un himno de gratitud y de gozo al constatar
que su Padre eligió este modo loco: “En aquella misma hora se estremeció de júbilo, movido por el Espíritu
Santo, y exclamó: ‘Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los
sabios y entendidos y las has descubierto a los chiquitos. Sí, Padre, Yo te bendigo porque eso fue lo que
agradó a tus ojos’” (Lc 10,21).

Es la lógica vivida por Jesús, que es la revelación del Padre, y está claro que sus discípulos son llamados
para recorrer el mismo sendero como única posibilidad de realización. Y esto no por simple obediencia a
Dios, sino como consecuencia del estar injertados en Cristo: si estamos injertados en Cristo, daremos los
frutos de Cristo. De hecho, cada uno da lo que es. Si Dios es poderoso en su impotencia, en su fragilidad, el
discípulo se realizará como persona a través del mismo modo.

Pero a los ojos del mundo esto parece una locura. Es la lógica de la piedra desechada que se convierte en
piedra angular (cfr. Mt 21,42, que cita al salmo 118,22): el cordero llega a ser el vencedor sólo porque es
inmolado (cfr. Ap 5,12); el grano de trigo produce sólo porque muere (cfr. Jn 12,24). La fecundidad brota
de la aparente infecundidad total.
33

Dios ha manifestado su máximo poder en la máxima impotencia de la cruz. La lógica evangélica está loca
por el mundo. El verdadero drama se verifica —incluso en la Iglesia— cuando hacemos nuestra la

mentalidad del mundo: cuando pensamos que nuestra fecundidad se manifiesta sólo cuando hay una
organización plena, cuando todo es seguro y eficiente, cuando el resultado es proporcional a nuestra obra.
El Antiguo Testamento, como ya hemos visto, es una galería riquísima de personajes débiles y frágiles que
han forjado, por eso mismo, la historia de Israel. Hemos recordado a las familias desamparadas, partiendo
de la “primera”, y la presencia de personajes impensables, como las cuatro mujeres torcidas que se
convierten en eslabones de la cadena para la presencia de Cristo en el mundo.
“Creo en Dios Padre
todopoderoso” debemos
recordar que la omnipotencia
de Dios está sólo en el amor.

Pensemos en Jacob, quien primero le sustrae a su hermano la primogenitura (Gén 25,29-34) y luego la
bendición de su padre con una estrategia muy poco santa (Gén 27). Esaú está furioso y se pasa la vida
buscándolo para matarlo. Jacob escapa, huye continuamente; se ha vuelto muy rico y piensa que puede
aplacar la ira de su hermano compartiendo con él sus posesiones. Pero viene el momento de la lucha con
el ángel, que como sabemos, en la Escritura es la representación de Dios (Gén 32,25-32).

Entonces Jacob lucha con Dios y lo vence; y Dios le dice: “Déjame ya, pues comienza a amanecer”. Aquí la
Escritura parece sugerir que para aniquilar a Dios es suficiente un rayo de sol. Hay toda corriente teológica
que se interroga sobre la impotencia de Dios. Cuando en el Credo decimos: “Creo en Dios Padre
todopoderoso”, debemos recordar que la omnipotencia de Dios está sólo en el amor.
34

Jacob vence, pero queda herido. Y aquí sigue una escena bellísima: cuando Jacob ve a Esaú venir a su
encuentro, piensa ya no tener huida. Esaú se acerca y ve a Jacob cojo. Esta visión de su hermano frágil y
herido lo conmueve: en vez de matarlo, le echa los brazos al cuello y lloran juntos (Gén 33,1 -4). Lo perdona.
Todo cuanto Jacob deseaba alcanzar se convierte en fracaso. ¿Cuántas veces en nuestra vida esperamos un
suceso precisamente porque “nosotros no pudimos”? ¿Cuántas veces constatamos que nuestra fecundidad
brota precisamente de un fracaso? “A veces el único modo para vencer es rendirse” (Richard Bach, El libro
encontrado). En una bellísima oración John Donne, poeta teológico del siglo XVI, escribe:
Desfigúrame el corazón, Dios de tres personas,
que hasta ahora has tocado, susurrado,
te hiciste luz e intentaste corregirlo:
si quieres que yo me levante y permanezca de pie, sométeme,
rómpeme, quémame, y hazme de nuevo.

Como ciudad usurpada, a otro debida,
me las ingenio para hacerte entrar inútilmente:
la razón, que en mí es tu virrey,
y debería ayudarme, es prisionera, y se demuestra débil y falaz.
Y sin embargo yo te amo, y quisiera ser otra vez amado,
pero me prometí esposo de tu enemigo:
disuelve, separa, y rompe el vínculo de nuevo.

Ráptame, aprésame, porque
o me haces esclavo o no seré nunca libre,
o me violentas o nunca seré casto (Oraciones teológicas).

35

Pensemos en Moisés, encargado por Dios de una misión que prefigura la acción del mismo Cristo: es
llamado para hacer salir de Egipto a su pueblo y conducirlo a la tierra prometida. Justo el, homicida y
además tartamudo, llamado a una vocación vertiginosa.

Dios lo llama, y al llamarlo lo salva en su limitación. Moisés, el salvado de las aguas, experimenta a Dios en
sus encuentros; esto le permitirá, cuando se halle frente al agua del mar Rojo (símbolo de la muerte),
acordarse de lo que ha vivido desde su nacimiento, o sea la intervención salvadora de Dios, y por tanto
fiarse una vez más de él.

Esta es la fe. Fe es tener confianza en el amor. Es importante hacer memoria de Dios en nuestra vida,
recuperando esos momentos en los cuales hemos experimentado su amor. Haciendo así, cuando nos
encontremos en situaciones extremas, nos acordaremos de su amor y podremos ponernos en las manos de
Aquel que nos salvó antes. Muchos otros personajes de la Biblia nos confirman esta lógica de la debilidad.
Entre ellos recordamos a: Judit, que es una mujer, y está armada sólo con su propia belleza, y sin embargo
mata a Holofernes, el jefe supremo del poderoso ejército asirio de Nabucodonosor (libro de Judit); David,
quien es sólo un muchacho, no adiestrado para la guerra, y sin embargo lucha contra Goliat y lo mata (1
Sam 17).

Con nuestra fuerza.
Otro personaje importante es el profeta Gedeón, cuya historia es narrada en el libro de los Jueces (caps. 6-
8). Leamos el relato de su llamada por parte de Dios:
El ángel del Señor llegó y se sentó bajo la encina de Ofra que era de Joás, el abiezerita, cuando su hijo Gedeón
estaba sacudiendo el trigo en el lagar para esconderlo de los madianitas. El ángel del Señor se le apareció,
pues, y le dijo: “Hombre esforzado y valiente, el Señor está contigo”. Gedeón le respondió:
36

“Oh, Señor mío: si el Señor está con nosotros, ¿por qué nos sucede todo esto? ¿Qué pasó con todas sus obras
maravillosas que nos han referido nuestros padres, cuando nos dicen: ¿No nos sacó de Egipto el Señor?
Pues ahora nos tiene desamparados el Señor; nos ha entregado en las manos de los madianitas”. Pero el
Señor, mirándolo, le dijo: “Anda con esa fuerza que tienes y librarás a Israel del poder de los madianitas.
¿Pues, qué no te envío yo?” Pero Gedeón le respondió: “Oh, Señor mío: ¿Con qué podré yo salvar a Israel?
Considera que es pobre mi familia en Manasés y que yo soy el más chico en la casa de mi padre”. Pero el
Señor le dijo: “Yo estaré ciertamente contigo; tú vas a vencer a los madianitas como si fuesen un solo
hombre” (Jue 6,11-16).

Gedeón es el último de su familia, y su familia es la última de su pueblo; esto ya dice mucho. No tiene una
posición social, no es nadie. Es un hombre sin pretensiones. No tiene nada de qué enorgullecerse, ninguna
riqueza. Es pobre. Pero es investido por Dios para una empresa, o sea para una vocación: liberar al pueblo
de los madianitas.

Gedeón no parece tener mucha estima de sí: “¿Con qué podré yo salvar a Israel?” Cuántas veces, ante un
deber, nos ocurre el decir: “Pero ¿Quién soy yo? ¡Nunca lo lograré! Yo no tengo posibilidades” ... Se sabe
que en el fondo, tener una baja autoestima nos llevará siempre a nutrir una baja estima de Dios. Gedeón no
logra captar la acción de Dios en el mundo: “Nuestros padres nos han dicho que Dios interviene, que Dios

actúa en el mundo, pero ¿Dónde está? ¡Estamos perdiendo! ¿Dónde se escondió?” Gedeón tiene poca fe en
él mismo y poca fe en Dios. Y sin embargo Dios se dirige a él.

Dios no dice: “Ve con mi fuerza”, sino: “Anda con esa fuerza que tienes” (6,14). Es una expresión bellísima.
Mientras Gedeón se mueve a partir de la conciencia de su propia debilidad, Dios pone a Gedeón frente a la
realidad de su propia fuerza. Cada uno, por muy frágil y débil, tiene algo en sí mismo a lo que Dios le
apuesta. Nadie es tan pobre que no pueda salir victorioso en el mundo. Dios actúa en nuestra obra. No nos
sustituye; tiene un grandísimo y fundamental respeto por nuestra libertad.
37

Dios nos pide ir con lo que somos. Muchas veces, en nuestra existencia, pensamos que si fuéramos un poco
diferentes, si tu-viéramos más inteligencia, más fuerza física, si tuviéramos otra historia, quizá otros
progenitores, entonces sí que podríamos...
Dios no transforma la vida
desde afuera, sino está con
nosotros y así hace emerger
todas nuestras capacidades
adormecidas, diciéndonos que
valemos por lo que somos.

En cambio, Dios aprovecha lo que somos ahora, en este momento. Interviene siempre nuestra situación
concreta: donde reina la desolación, los miedos, las dudas paralizantes, las divisiones en el corazón entre
las personas. Dios no transforma la vida desde afuera, sino está con nosotros y así hace emerger todas
nuestras capacidades adormecidas, diciéndonos que valemos por lo que somos. Gedeón hace experiencia,
por una parte, de lo que es: sus miedos, su poca autoestima, su debilidad, su fragilidad, su historia familiar;
y por otra, de ser amado por Dios. ¡Y es bellísimo! Porque si no nos sentimos amados por Dios, no
llegaremos a ninguna parte.

Dios nos alcanza, nos ama, actúa en nosotros de manera inmerecida, por lo que somos y no por lo que
podríamos ser. Él no nos ama si, sino, aunque. En esto está el amor de Dios por nosotros: en estar a nuestro
favor. El amor de Dios es actual; somos amados de una manera loca por Dios en este momento, aunque
seamos muy débiles, pecadores, frágiles, desgraciados, puercos. ¡Así nos ama! En nuestra situación
indecente, impensable. A Gedeón todo esto le basta para comenzar una vida nueva. Él se siente aceptado
por Dios y se acepta a sí mismo: “sí, yo voy, así como soy, ¡porque tú me amas!, ¡porque me siento amado
por ti!”
38

Nuestra dignidad y nuestra grandeza no residen, por eso, en lo que hacemos o producimos, no dependen
de los aplausos o el éxito que nuestro empeño logra, sino exclusivamente del hecho de que somos amados.
Frente a Dios todos somos iguales: el hombre más iluminado, sabio, inteligente de este mundo cuenta tanto
como el último desgraciado, ignorante y pobre. No podemos pensar que Dios tiene una preferencia de
personas por su carisma o las capacidades que poseen. Esta es una lógica humana: para nosotros cuenta
sólo lo que tiene precio o que se puede medir. Frente a Dios no vale más quien se da mucho por hacer en la
vida eclesial, quien dice más rosarios, quien ofrece más ramilletes o sacrificios. Sería un Dios absurdo, ¡para
conquistar con prestaciones espirituales!
Frente a Dios todos somos
iguales: el hombre más

iluminado, sabio, inteligente
de este mundo cuenta tanto
como el último desgraciado,
ignorante y pobre.

Nuestro valor viene de la fe que Dios demuestra en nosotros. Entre Dios y el hombre, el primero en fiarse
es Dios. En el fondo esta es la Je: creer que Dios cree en nosotros. Cuando aquellos que Dios escogió
reconocen esta realidad espléndida, Dios hace crecer la fuerza que hay en ellos.

El poder de la Palabra.
Pero volvamos a nuestro personaje. Gedeón debe entrar en guerra con los madianitas; logra reunir a un
ejército de treinta mil hombres (cfr. Jue 7,3). Según la lógica del mundo, cuando el enemigo es más
poderoso, es más necesario protegerse.
39

Cuando David debe entrar en batalla contra Goliat, Saúl, verdadero hombre de Dios, lo reviste con una
armadura poderosa; lástima que David con todo ese ferrerío encima no logra moverse, por eso se lo quita
y va desnudo frente al enemigo, en nombre del Dios que ya lo ha salvado de las fauces del león. Toma la
honda con cinco guijarros y vence a Goliat (cfr. Gén 17,38-40).

En la Escritura, quienes en la debilidad se fían de la Palabra hallan la victoria; en cambio, quienes se fían de
sus propias capacidades, en la violencia, en las propias soluciones, hallan la muerte. Antes de que Gedeón
entre en batalla, Dios se le revela diciéndole que, para vencer a los madianitas, treinta y dos mil hombres
son muchos, y le pide reducir su ejército. Después de seleccionar a algunos, al final quedan trescientos
hombres. Y entonces Dios dice: “Con estos trescientos hombres, yo salvaré y entregaré a los Madianitas en
tus manos. Todo el resto de la gente que se vaya, cada quien a su casa” (cfr. Jue 7,2-8).
“Tu palabra es lámpara que
guía mis pies; es luz que
alumbra mi sendero”.

Es desconcertante, como lo es también la manera en que Gedeón consigue la victoria: “Luego dividió sus
trescientos hombres en tres compañías y a cada uno de ellos le dio en la mano una trompeta y un cántaro
vacío con una antorcha ardiendo adentro” (Jue 7,16). Con estas “armas”—trompetas y cántaros vacíos con
antorchas— el minúsculo ejército de Gedeón rodea el campamento enemigo; el gran estrépito y los gritos
de guerra hacen que los enemigos, presa del pánico, al intentar huir se lancen a una dramática aniquilación
recíproca, casi mi suicidio colectivo.

Recordemos las palabras del salmo: “Tu palabra es lámpara que guía mis pies; es luz que alumbra mi
sendero” (Sal 119,105). Las antorchas son figura de la Palabra de Dios, como todo pasaje bíblico, es una
figura simbólica para decirnos que nuestra historia cristiana debe entrar en territorio enemigo—o sea debe
enfrentarse al enemigo interior, el mal— en nombre de Dios.
40

De hecho, una interpretación cristiana del Antiguo Testamento no se puede detener en un nivel superficial
del relato: enemigos, batallas, un Dios que pide combatir y ordena el exterminio, esto nos deja
desconcertados y dudosos. Es necesaria otra interpretación, que encuentre el sentido espiritual de la
Escritura: los enemigos no son de carne y hueso, sino interiores, ejércitos que llevamos dentro y que

pueden causarnos mucho mal. La historia de Gedeón nos sugiere que lo esencial es adentrarse en la
refriega, no quedarse fuera: es necesario afrontar el mal, los enemigos interiores que nos habitan —que
pueden ser también nuestra fragilidad, nuestros pecados— y llamarlos por su nombre. Es necesario estar
“armados” con la Palabra de Dios para destruirlos.

Porque aun cuando las tinieblas sean espesas, nunca podrán apagar una llama, incluso pequeña. Si en una
habitación totalmente oscura hacemos entrar la llamita de una pequeña lámpara, las tinieblas no podrán
anularla, y esa llama minúscula iluminará la estancia. ¡Siempre vence el bien! El bien es la Palabra de Dios
que nos revela su amor, un amor tan grande como para vivir la pasión y subir a la cruz por nosotros. Y
desde el momento en el que nos sentimos amados, todos los enemigos interiores se desmoronan,
desaparecen.

Muchas veces parece que en nosotros vence el mal, porque hacemos lo que no queremos y nos encontramos
derrotados, enfangados, dentro del infierno. Pero hay un bien, dentro de nosotros, que puede vencer todo
esto y es la Palabra de Dios, la convicción de que Dios nos ama. Está Cristo, está la Palabra que hemos
escuchado. Incluso si el bien perdiera, ¡de todas maneras saldría victorioso! A veces el pecado vence en
nosotros y luego nos quedamos aplastados, en el suelo; pero perder no quiere decir estar derrotados
porque el bien, la Palabra, vence siempre. El amor de Dios vence incluso cuando pierde. Sobre la cruz Dios
perdió, pero fue más grande su victoria. Esta es nuestra certeza y nuestra esperanza. Incluso al
experimentar el mal y que parece vencer, incluso cuando somos aplastados por el pecado y por las
limitaciones, la Palabra que habita en nosotros, Cristo, sale victoriosa.
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Porque el amor no puede morir. Jesús nos dice que sólo quien se pierde puede vencer. Recordemos la
parábola del campesino que sale a sembrar (cfr. Mc 4,3-20). La parábola puede ser también interpretada
como una descripción de lo que ha sucedido con la vida de Jesús: vino a sembrar la Palabra y encontró
terrenos duros, espinas, zarzas, sofocamientos, pero no por eso se detuvo. Porque el poder está en la
semilla, no en el tipo de terreno. Nosotros siempre estamos concentrados en comprender qué tipo de
terreno somos, pero ante todo debemos recordar que siempre hay dentro de nosotros buen terreno, y que
Dios trabaja en él; y además, que la semilla es la Palabra de Dios, poderosa y vencedora.
La victoria que llevamos
dentro no es nuestra, sino de
Cristo; su Palabra siempre
ilumina, siempre vence, incluso
si la semilla es sofocada.

La victoria que llevamos dentro no es nuestra, sino de Cristo; su Palabra siempre ilumina, siempre vence,
incluso si la semilla es sofocada. Jesús en el desierto entró en contacto con el mal y de eso salió vencedor
en virtud de la Palabra: “Jesús respondió: ‘Está escrito... Está escrito... Está escrito’. Entonces el diablo lo
dejó” (cfr. Mt 4,1-11).

La luz vence a las tinieblas; el amor es más fuerte que la muerte. Entremos entonces en nuestras historias
cotidianas, tomemos nota de nuestras heridas, de nuestros límites, de nuestras debilidades, de nuestros
pecados, pero envolvámoslos siempre con la Palabra de Dios, o sea con la conciencia serena de ser amados.
También seremos cántaros vacíos, pero si dentro llevamos la luz, venceremos. Es más: debemos ser
cántaros vacíos, porque nuestra única riqueza es Cristo. Así dice san Pablo, refulge la luz de Dios en
nuestros corazones, como un tesoro en vasos de barro (cfr. 2Cor 4,7).

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A LA ESCUCHA DEL EVANGELIO.
Como una introducción.
El pasaje conocido como las Bienaventuranzas (cfr. Mt 5,1-12; Le 6,20-23) representa la Carta Magna del
cristianismo. Jesús proclama felices, o finalmente completos, realizados, a quienes viven una situación de
carencias, de límites, de debilidad y fragilidad. Todo es bellamente expresado en la primera
bienaventuranza, y no es sólo una primacía cronológica: “Bien-aventurados los pobres de espíritu, porque
suyo es el Reino de los cielos” (Mt 5,3).
En el Evangelio la situación
De fragilidad, de carencia, de
límite, de pobreza material y
existencial, lejos de revelarse
como impedimento para
la acción de Dios, llega a
ser condición indispensable
para hacer experiencia
de esa salvación
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¿Por qué este “himno al gozo”, aparentemente absurdo? Porque, como se ha dicho en la primera parte de
esta obra, en el Evangelio la situación de fragilidad, de carencia, de límite, de pobreza material y existencial,
lejos de revelarse como impedimento para la acción de Dios, llega a ser condición indispensable para hacer
experiencia de esa salvación que llega donde quiera y está en grado de llenar el corazón.

Podríamos cambiar el “Bienaventurados ustedes” pronunciado por Jesús con: “Estoy contento por ti; me
alegro por esta decisión tuya de no volverte dependiente de tus bienes; estoy feliz porque has descubierto
el secreto de la vida: has creído que la situación de ‘vacío’ que estás experimentando es también la
condición para hacerte visitar por el único Bien”.

En una cultura (esa de siempre) que proclama bienaventurados a los ricos, afirmaciones como las
Bienaventuranzas resultan ser una revolución increíble. Recordemos que también en el Antiguo
Testamento la riqueza era considerada una bendición por parte de Dios. En Lc 6,24, el pasaje paralelo, Jesús
afirma: “Pero, ¡ay de vosotros, ricos, porque tenéis ahora vuestro consuelo!” “Ay” en realidad debería
traducirse como “¡Ay de mí!” Aquí Jesús expresa un profundo lamento por esa humanidad que, engolfada
en posesiones de las cuales espera obtener el bien, se quita la posibilidad de ser alcanzada por él.

Es como si Jesús dijera: “Han errado de vida. Han invertido todos sus haberes, su poder, en la apariencia.
Creen que su justicia, su riqueza material y espiritual es suficiente para salvarlos. Si ustedes no se
reconocen menesterosos, necesitados, limitados, insuficientes, yo no puedo alcanzarlos, porque he venido
por los pobres, los enfermos, los injustos”. Dice René Voillaume: “¡Dejémonos salvar por el Señor,
dejémonos amar! Tenemos pecados, somos mediocres, pero ¡Qué importa! Él ha venido por esto”. Y
Filoxeno de Mabbug: “Por ese pródigo donador que es Dios, el error es que nosotros no acojamos sus dones.
44

Donando él nos agradece el recibir: cuando extraemos los bienes de su tesoro, para él es como si le
añadiéramos”. El “pobre” del cual habla Jesús es aquel privado de consistencia, que tiene necesidad de todo,

el “vado” que puede vivir sólo porque alguien de fuera lo alcanza y lo llena. Hay una figura en los Evangelios
que representa intensamente al “pobre” de las Bienaventuranzas. Es el niño, muchas veces puesto de
ejemplo por parte de Jesús: “Dejad que los niños se me acerquen; no se lo estorbéis, porque de niños como
estos es el Reino de Dios” (Mc 10,14).
La condición de fragilidad,
de necesidad, de carencia,
de disminución lo que atrae
como una calamidad la
intervención de Dios; y cuando
Dios interviene lo hace
únicamente para consolar.

El niño, en el contexto bíblico, es quien no es nada y no tiene nada. Su vida depende exclusivamente del
cuidado que el adulto le dedica en sus relaciones. Su vida reposa en manos de otro. Por esto Jesús dice que
lleguemos a ser como niños (¡a ser nada!), como los que reconocen en Dios su única posibilidad de vida,
sabiendo que todo proviene de él.

Para completar este pensamiento, quisiera recordar otra bienaventuranza, proclamada en el versículo
siguiente al citado antes: “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5,4). La
bienaventuranza no se refiere obviamente a la condición de tristeza que el hombre puede padecer, sino al
consuelo que Dios reserva para el hombre afligido. Una vez más, es la condición de fragilidad, de necesidad,
de carencia, de disminución lo que atrae como una calamidad la intervención de Dios; y cuando Dios
interviene lo hace únicamente para consolar.
45

Como dice Emmanuel Lévinas: “Las lágrimas son el último ascenso de un ser que finalmente acepta caer en
su humanidad”. Llorar quiere decir finalmente haber reconocido la propia pobreza de fondo. Es un acto de
verdad, un hacer caer las armas con las cuales nos defendíamos, o se defendía la propia imagen y
presunción. Las lágrimas, brotadas del reconocimiento de los propios límites y de la propia fragilidad, son
como el ascenso dado por Dios para intervenir en nuestra historia.
46

EL CIEGO DE NACIMIENTO.
Pasando por cierto lugar vio a un hombre que era ciego de na-cimiento. Sus discípulos le preguntaron:
“Maestro, ¿quién tendría la culpa de que este hombre naciera ciego: él o sus padres?” Jesús les respondió:
“Ni él tuvo la culpa ni tampoco sus padres. Nació así para que el poder de Dios en él se manifestase. Es
necesario que hagamos las obras del que me ha enviado mientras es de día, porque llega luego la noche
cuando nadie puede trabajar. Mientras Yo esté en el mundo, soy la luz del mundo”. “Dicho esto escupió en
la tierra, hizo lodo con la saliva, se lo untó al ciego en los ojos 'y le dijo: “Anda, lávate en la piscina de Siloé”
—que significa Enviado—. Fue, pues, se lavó y regresó ya viendo. “Sus vecinos y los que antes lo veían
pidiendo limosna decían: “¿No es éste el que se sentaba a pedir limosna?” Unos decían: “Sí, es el mismo”.
Otros decían: “No es, sólo es parecido”. Pero él decía: “Soy el mismo”. Entonces le preguntaron: “¿Y cómo
recibiste la vista?” Él les respondía: “Ese hombre que llamaban Jesús hizo lodo, me untó los ojos con él, y
me dijo: ‘Anda a lavarte en la piscina de Siloé’. Fui, pues, y luego que me lavé, recibí la vista”. Luego le
preguntaban: “¿Dónde está ése?” Él les respondía: “¿Quién sabe?” [...]. Supo Jesús que lo habían echado
fuera, y cuando lo encontró le preguntó: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” É1 le respondió: “Señor, ¿y quién

es ése, para que yo crea en él?” Jesús le replicó: “Ya lo has visto: es el que está hablando contigo”. El otro le
dijo: “Sí, creo, Señor”, y se postró para adorarlo. Luego, dijo Jesús: “Para un juicio he venido Yo a este mundo,
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para que los ciegos vean, y los que ven se cieguen. Eso lo oyeron algunos fariseos que estaban con Él y le
preguntaron: “¿Qué, también nosotros estaremos ciegos?” Jesús les dijo: “Si estuvierais ciegos, no tendríais
pecado. Pero como decís: ‘Sí, vemos’, seguís en vuestro pecado” (Jn 9,1 -12.35-41).

Al final de este pasaje, Jesús hace una declaración reveladora el verdadero ciego no es quien ve, sino quien
cree ver muy bien.
No es el hombre quien ve a Dios
(cfr. Jn 1,18), sino Dios que ve
al hombre y el hombre se mueve
de nuevo hacia la luz de Dios.

En el Evangelio de Marcos, Jesús dice a los suyos que el único pecado que no puede ser perdonado es la
blasfemia contra el Espíritu Santo (cfr. Mc 3,29), o sea la presunción de creerse “correcto” —el supuesto
ver evangélico quizá a través de una vida religiosa intachable, y por esto vivir en la imposibilidad de ser
alcanzados por la salvación —ser curados de la ceguera— que por definición sólo puede darse a quien no
está salvado.

El versículo 1 cuenta que Jesús, “pasando... vio”. No es el hombre quien ve a Dios (cfr. Jn 1,18), sino Dios
que ve al hombre y el hombre se mueve de nuevo hacia la luz de Dios. Dios revela el hombre al hombre: “Y
alumbrados por tu luz vemos la luz” (Sal 36,10). Sabremos quienes somos sólo si nos “vemos” en la verdad,
o sea en la luz de Cristo; sólo si aceptamos ser vistos, alcanzados, amados por Dios que se revela en Jesús
(Jn 12,45). Este hombre, ciego de nacimiento, no tiene nombre; este hombre somos nosotros, ciegos
llamados a nuestra curación. La ceguera es la condición para que Jesús se le pueda acercar y llevarlo a la
luz, a ver: “para que el poder de Dios en él se manifestase” (versículo 3). “Esa enfermedad no es para
muerte, sino para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella (Jn 11,4), dirá Jesús ante
la enfermedad mortal de su amigo Lázaro.
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El límite, el pecado, la fragilidad resultan ser un bien para Dios, porque son la posibilidad que allí se le
presenta para manifestarse como Dios en sus encuentros con nosotros. El reconocer este mal y estar
abiertos a la acción de Dios en nosotros es el principio de la iluminación. El vernos bien es tomar conciencia
de nuestro mal, de nuestra ceguera interior. El drama no es estar enfermos, sino creer ser justos cuando se
está enfermo.

La percepción del límite es la condición necesaria para poder esperar una salvación que llega de otro lado.
Quien vive creyendo ser ilimitado, nunca esperará nada, y quien no espera nada ya está muerto. Porque
esperar quiere decir tender hacia algo que nos alcanza la realización. La enfermedad mortal del hombre
será entonces el creer ver. La ceguera de la cual se habla en este párrafo es una ceguera interior, la que
vuelve al hombre incapaz de saber quién es, de dónde viene y a dónde va, proviene de nuestras zonas de
sombra, de nuestras heridas, del mal que nos habita. Es la enfermedad mortal que todos llevamos dentro,
a partir de Adán, pero que, como se ha visto, resulta ser una bendición.
Es importante, en nuestra
oración, ponernos frente a

la luz, ante el amor, en vez
de estar ante un conjunto de
leyes, porque sólo así tomamos
conciencia de que no vemos.

Hay pues quienes creen ver, pero para Jesús son los verdaderos ciegos. Es importante que Jesús nos vea en
nuestra ceguera; es ella la que permite a Dios echar su mirada sobre nosotros. Es dejándonos mirar por él
que descubrimos quiénes somos. Es importante, en nuestra oración, ponernos frente a la luz, ante el amor,
en vez de estar ante un conjunto de leyes, porque sólo así tomamos conciencia de que no vemos.
49

Más nos alejamos de Cristo, más pensamos que vemos; más nos acercamos a Cristo, más descubrimos estar
ciegos. Esta es la bendición: descubrimos estar en las tinieblas y por eso aceptamos el dejarnos sanar por
él. Jesús pasa y percibe nuestra ceguera, nuestro mal interior, nuestro egoísmo, nuestras heridas... todo
cuanto nos hace ver el mundo negro y de eso nos quiere liberar. La gracia que debemos pedir es la de saber
que hay un mal que nos está encegueciendo, y esto quiere decir llegar a ser humildes, o sea verdaderos,
que brote la verdad en nosotros.

Esta enfermedad no es de muerte, es “necesaria” para que Jesús pueda intervenir: la misericordia de Dios
es atraída por la miseria. El pecado, el mal manifestado es necesario para que él nos pueda sanar. El mal
nunca será la última palabra, sino el lugar donde pueden manifestarse las obras de Dios. “Así es que me
gloriaré de mis debilidades” (2Cor 12,9). “Entonces el Señor Dios modeló al hombre del barro de la tierra
y le sopló el aliento vital en los poros de la nariz” (Gén 2,7).

“Pues bien, Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros somos barro” (Is 64,7). La Palabra de Dios nos recuerda
nuestro ser nacidos del barro. En este párrafo Jesús toma barro y lo extiende sobre los ojos del ciego para
recordarle sus orígenes, de dónde ha venido, de qué “pasta” está hecho. Le recuerda que no sólo está hecho
de cielo, sino que lleva dentro precisamente también zonas de sombra, por muy duro y difícil de aceptar
que sea. Es nuestra naturaleza.

Somos más que ángeles, somos hombres. Y si Dios ha creado a los ángeles, es para recordarnos que nos
prefiere a nosotros que a los ángeles. Con ese barro Jesús nos invita a mirar y a reconocer también la
suciedad que nos habita; sólo así podremos volver a ver. La saliva usada para humedecer el barro es agua,
que en Juan recuerda al Espíritu de Dios (cfr. 7,37; 19,34; 3,5). Pero saliva es también lo que pone la mamá
en las heridas de su hijito cuando cae: una curación no eficaz a nivel médico, pero sirve para consentirlo y
al amarlo lo ayuda a sanar.
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Es así como Dios nos demuestra su amor cuando somos heridos. Somos barro, pero también mezclado de
cielo: luego de haber creado al hombre del barro, Dios le sopló y le transmitió su Espíritu. “Se lo untó al
ciego en los ojos” (versículo 6) es una traducción adecuada, porque en efecto, el griego usa el verbo “ungir”,
que recuerda la unción, a Cristo, al Mesías (“el ungido” en griego y hebreo). Su barro, su carne, su
humanidad es su ser divino que nos alcanza; su humanidad mezclada de divinidad (su ser verdaderamente
Dios y verdaderamente hombre) nos alcanza y nos vuelve a entregar nuestra verdadera humanidad.

Jesús pone ante los ojos del ciego a sí mismo, el hombre nuevo (cfr. Gál 3,1), para que abra los ojos, se
acuerde qué es y qué podría ser, la verdadera imagen de Dios, y al acogerla puede convertirse en ella. La

ceguera de la cual quiere curarnos es el olvido de lo que somos. Quien no conoce su propio origen y su
propia meta es un vagabundo, un perdido. Precisamente, un ciego. Jesús nos recuerda a lo que estamos
llamados: a ser Dios, porque fuimos creados a imagen y semejanza de Cristo, imagen del Padre.

Nuestra vocación es ser hijos en el Hijo, o sea el amor; si lo acogemos llegamos a ser como él y por tanto
nosotros mismos. De hecho, Jesús le dice al ciego: “Anda, lávate en la piscina de Siloé” (versículo 7), que
significa “enviado”. El único enviado por Dios es Jesús (Juan lo reitera constantemente en su Evangelio: cfr.
3,17.34; 5,36.38; 8,42; 11,42...).

No ha sanado al ciego todavía, únicamente lo ha alcanzado con el Espíritu, le ha hecho ver lo que es (un
“dislocado”, sin lugar existencial), le recuerda lo que debería o podría ser y lo pone en condición de elegir,
al acudir al enviado (o sea escuchando su Palabra) y pudiendo llegar a ser él mismo. El amor no obliga. Esta
es la gracia que nos alcanza: no la sanación sino la posibilidad de sanar. ¡Ay de nosotros si fuera un Dios
que nos cambiara! El amor es siempre adhesión libre.
51

Dios es de tal manera respetuoso de la libertad de sus hijos que incluso les permite el perderse; el amor
deja en libertad. Jesús pone ante el ciego al hombre nuevo: ahora queda en el ciego dar el sí o el no a la
propuesta. Su vida depende de su libertad para acoger a Jesús que es la Palabra. La iluminación es siempre
gracia y tarea; tenemos la tarea de responder a la gracia. Estamos habilitados, pero debemos llegar a ser.
El cielo opta por esto, acoge un camino de fe. “Y regresó ya viendo”. Y cuando, al regresar entre la gente,
debió responder a la pregunta de si era él quien pedía limosna y dijo: “Soy yo”, que es la autodefinición de
Jesús. El hombre, al dejarse alcanzar y sanar por Jesús, ha cumplido su vocación, ¡se ha convertido en el
hombre nuevo!
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LA HIJA DE JAIRO Y LA HEMORROÍSA.
“Cuando Jesús volvió, lo recibió la muchedumbre, porque todos lo estaban esperando. Y he aquí que un
hombre llamado Jairo, el cual era jefe de la sinagoga, llegó, se postró a sus pies y comenzó a suplicarle que
fuera a su casa, porque tenía una hija única de unos doce años que se le estaba muriendo. Mientras
caminaba para allá, casi lo asfixiaba la gente. Y una mujer que hacía doce años que padecía de flujo de
sangre, la cual había gastado en médicos cuanto tenía y no había logrado que nadie la curase,
“acercándosele por detrás le tocó la orla del manto; y al punto se le contuvo el flujo de sangre.

“Entonces preguntó Jesús: “¿Quién me tocó?” Como todos dijeron que ellos no, le dijo Pedro: “Maestro, las
multitudes te aprietan y te estrujan”. “Pero Jesús volvió a decir: “Alguno me tocó, porque sentí que una
fuerza salió de mí”. “Viendo aquella mujer que no había logrado quedar oculta, llegó temblando a postrarse
a sus pies, y en presencia de todo el pueblo confesó por qué lo había tocado, y cómo se había curado en el
acto. “Entonces le dijo Jesús: “Hija, tu fe te ha salvado: vete en paz”. No acababa todavía estas palabras,
cuando llegó uno de la casa del jefe de la sinagoga, el cual le dijo a éste: “Ya se murió tu hija. No sigas
molestando al Maestro”.
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Pero Jesús, al oír esto, le dijo a Jairo: “No temas, solamente cree, y vivirá tu hija”. Al llegar a la casa, no dejó
Jesús que nadie entrase con El, excepto Pedro, Juan, Santiago y el padre y la madre de la muchachita. “Todos
estaban llorándola y lamentándose. Pero Jesús les dijo: “No lloréis, porque no está muerta, sino dormida”.

Se burlaban de Él sabiendo que estaba muerta. É1 la tomó de la mano, y le gritó: “Muchachita, levántate”, y
le volvió la respiración, y se levantó al punto; y ordenó Jesús que le dieran de comer. Sus padres estaban
asombrados, y Él les recomendó que a nadie contaran lo sucedido.

Se trata de dos episodios entrelazados, además muy importantes, que conforman un único pasaje. Jesús
encuentra dos situaciones límite: una mujer que pierde sangre desde hace doce años, y una muchachita
primero gravemente enferma y que luego muere; y otra vez, son los casos desesperados los que hacen
intervenir al Señor, al Dios de la vida. Jairo tiene una hija única de doce años que está por morir; y mientras
Jesús va en camino a la casa donde ocurre este drama, se acerca la hemorroísa.

“Todos lo estaban esperando” (versículo 40): la muchedumbre que espera es el pueblo de Israel, que
representa a todos nosotros. Nuestra historia personal está a la espera de Cristo, porque sin él estamos
enfermos y muertos. “El que sigue adherido a Mí, y Yo unido a él, rinde abundante fruto. Separados de Mí
no podréis hacer ninguna cosa. Según la cultura semita, en la sangre residía la vida; por tanto, perder sangre
quiere decir perder vida, o sea ser conscientes de morir progresivamente. Esta mujer tiene doce
larguísimos años
vaciando su existencia; es la situación de la humanidad, y todo esto porque Cristo no está presente. Sin él
nuestra existencia es un desangramiento, un perder la vida poco a poco:
54

“El que sigue adherido a Mí, y Yo unido a él, rinde abundante fruto. Separados de Mí no podréis hacer
ninguna cosa. A todo aquel que no permanezca adherido a Mí, se le echa fuera lo mismo que al sarmiento;
se seca luego; después se juntan todos los sarmientos secos y se les echa a la lumbre, y ahí arden” (Jn 15,5b-
6).
Por esto los verbos fundamentales son: esperar y acoger. Se acoge únicamente lo que se espera; lo que
caracteriza nuestra vida es justamente la espera, el deseo (etimológicamente: falta de infinito) que es el
reconocer la propia insuficiencia; si esperamos lo que consideramos necesario para realizarnos, eso puede
alcanzarse.

“Bienaventurados los pobres”, dice Jesús (Mt 5,3), o sea los “vacíos” que están a la espera de la realización,
pero quien se siente ya completo, realizado, “correcto”, es un verdadero muerto que nunca podrá ser
alcanzado por Cristo. “Ay de ustedes, ricos”, dice Jesús aludiendo a los saciados; hasta que no sintamos una
insuficiencia, no nos sentiremos necesitados, inquietos, y entonces nos hallaremos en condición de poder
ser alcanzados, de poder acoger. Lucas piensa en esta mujer como Israel, que está perdiendo vida porque
no está unido a Cristo. Nadie tiene posibilidades de sanar a la mujer, porque la sanación no puede venir del
exterior. Ella se ilusiona con poder sanar dirigiéndose a médicos fantasmales y charlatanes, que prometen
vida sin estar en grado de darla; entre más los sigue, más gasta dinero empobreciéndose a la larga. Esta es
la condición de la humanidad de siempre: buscar la vida donde no está.

La mujer intuye finalmente que Jesús es el único médico que puede sanarla. Ella, que reúne todas las
condiciones para atraer la misericordia (es mujer, está impura, está muriendo, es pobre...): puede tocar a
Jesús (“de modo que se le echaban encima para tocarlo todos aquellos que tenían padecimientos” Mc 3,10).
La fe es concederse el tocar a aquel que primero nos ha tocado cuando todavía éramos enemigos y rebeldes
(cfr. Rm 5,6- 10), para que nosotros pudiéramos alcanzar su vida. Nunca podríamos lograrlo si él no lo
hubiera hecho ya; la gracia es siempre previsora, el amor ya nos ha alcanzado.
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Por tanto, fe es amar a quien nos amó primero, responder a quien ya nos alcanzó; no es escalar el cielo, sino
acoger ese cielo que tiene cuidado de nosotros, es decir sí a un amor que ya existe. Esta mujer le toca el
manto (cfr. Ez 16,8). Cristo nos ha cobijado con su manto; el mismo que le será quitado antes de subir sobre
la cruz. Gracias a su desnudez ahora la nuestra está cubierta. De sus llagas todos hemos sido sanados (cfr.
IPe 2,24b), de su muerte ha nacido nuestra vida. Tocar su ropa equivale a tocarlo a él, que de hecho nos
pregunta: “¿Quién me tocó?”
Escuchar la Palabra es acoger
a Cristo, quien quiere hacer
algo por nosotros, intervenir
en nuestra vida para sanarnos,
para colmar nuestro corazón
anhelante de ser salvado.

Lucas le está diciendo a su Iglesia (y a cada uno de nosotros) que, incluso ahora, cuando ya no podemos
tocar a Jesús porque ya no está presente físicamente, podemos alcanzarlo y tocarlo en su Palabra; ella es
para nosotros como el manto para la hemorroísa. “Por eso ni siquiera me creí digno de ir a verte. Mejor dilo
de palabra, y que se cure mi criado” (Lc 7,7). Jesús está presente con nosotros en la Palabra, y si nos dejamos
alcanzar por ella estamos tocando el manto de Cristo y lo tocamos a él.

La fe es acoger la Palabra; dice Pablo que la fe nace de la escucha de la Palabra (cfr. Rm 10,14ss). Escuchar
la Palabra es acoger a Cristo, quien quiere hacer algo por nosotros, intervenir en nuestra vida para
sanarnos, para colmar nuestro corazón anhelante de ser salvado y de realizarse, así que dejemos de andar
buscando vida y consumir la parte más preciosa de nosotros.

Hay un tocar que asfixia: el pretender, el pensar que podemos alcanzar a Jesús con las propias fuerzas; y
hay un tocar que es acoger; es la diferencia entre religión y fe. La primera es magia, la segunda es estupor.
El deseo nos pone en condición de recibir el regalo. En el versículo 47 la mujer se descubre: quiere decir
que acepta y muestra su enfermedad interior, su propio vado, su abismo de pobreza, consciente de que es
justo esto lo que puede saciarla, y no el gastar dinero. Al descubrirse, anuncia su propia miseria y la
misericordia de Dios.

A Zaqueo, quien creía que sólo podía vivir estando “arriba”, Jesús le dice: “Baja” (Lc 19,5). Bajar,
descubrirse, manifestar las propias zonas de sombra es lo que permite encontrar al médico, el dejarse
sanar, ser objeto de compasión. Si nosotros manifestamos nuestros límites y nuestras zonas de sombra,
reconocemos sí, nuestra miseria, pero al mismo tiempo proclamamos el poder y la misericordia del Señor.
Es un acto de fe reconocerse pobres pecadores, porque es en ese momento que la misericordia nos alcanza.
De hecho, Jesús le dice a la mujer: “Hija, tu fe te ha salvado”, o sea su pobreza, porque ha permitido a la
misericordia el alcanzarla.

Fe quiere decir creer en el amor, en la vida que puede vencer nuestra muerte. En el versículo 49 vuelve a
entrar en escena la hija de Jairo: ya está muerta. Nosotros, humanamente decimos: “Mientras hay vida hay
esperanza”; desde el punto de vista de Dios, la esperanza comienza cuando la vida cesa y esperar se vuelve
imposible. Mientras hay esperanza humana, Dios no interviene. De otra manera sería muy cómodo: ¿dónde
quedaría nuestra responsabilidad? Es en lo imposible donde Dios actúa: nada es imposible para Dios (cfr.
Lc 1,37).

“Y reconoceréis que yo soy el Señor cuando abra vuestros sepulcros y os levante de allí pueblo mío” (Ez
37,13). Nuestra fe está en el Señor que da la vida; nuestra salvación no es de un mal (Jesús no le hace
competencia a los médicos) sino del mal: la muerte. Si no creemos esto, vana es nuestra fe (cfr. ICor 15,14).
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Jesús le dice a Jairo: “solamente cree”. En este tener fe se encuentra todo el espacio que Dios tiene a
disposición para actuar. Sin fe no puede intervenir. Si no le concedemos este espacio, él tendría que
violentarnos para poder actuar; pero el amor nos deja libres. Debemos creer que el amor es más fuerte que
la muerte, que Jesús, mediante su sueño, ha tomado nuestro sueño y a través de la resurrección ha salvado
nuestra vida. La niña duerme, y puede ser despertada porque él ha dormido en el sepulcro.

La muchacha está en edad de marido (se les comprometía y casaba entre los doce y los quince años), pero
todavía está en casa de sus padres: está muerta porque no tenía al Esposo. En aquella casa, en vez de haber
fiesta de bodas, sólo hay llanto y desesperación. Sin Cristo, la humanidad conocerá sólo lamentos fúnebres.
Lucas está pensando en el Cantar de los Cantares, en el cual la mujer sin el esposo se está enfermando de
amor: “Fortalecedme con pasas, refrescadme con manzanas; porque estoy mala de amor” (Cant 2,5). La
niña del Evangelio, sin Cristo, está muerta de amor. Ella nos recuerda que nuestra verdadera enfermedad
mortal es la de llevar una vida muerta. Todos los pasajes del Evangelio dicen lo mismo, bajo puntos de vista
diferentes.

Jesús vino para permitirnos
vivir una vida plena, feliz,
digna de ser vivida;
Jesús vino para permitirnos vivir una vida plena, feliz, digna de ser vivida; no prometió una vida después
de la muerte, sino una vida en plenitud, aquí, ahora. Dios es el esposo que se une a nosotros mediante la
Palabra; si nosotros la escuchamos y vivimos en unión con él, nuestra vida ya no se desangra ni se apaga a
una edad que debería ser la de la fiesta.

Todos nosotros tenemos “doce años”: la vida en toda su extensión está hecha para la fiesta, para el júbilo,
para la boda con el Esposo. Jesús realizó su primer milagro en una fiesta de bodas, para decir que la vida
que él ha traído es una fiesta.
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Vivimos un cristianismo que viste de luto mientras que debería ser gozo, como una fiesta de bodas
permanente, porque el Esposo está siempre con nosotros. La niña duerme hasta que llega el Esposo; dormía
también Adán hasta que llegó la esposa (cfr. Gén 2,21), pero finalmente llegó el nuevo Adán, Cristo, que se
durmió para poder ser el esposo de la humanidad.
Mientras Cristo no
llegue a nuestra vida, no
hallaremos la realización.

Los personajes presentes en la casa enlutada son seis; hasta que llegue Cristo, el séptimo, habrá fiesta. Es
una constante en el Evangelio: también la samaritana tuvo seis hombres antes de encontrar a Cristo (cfr.
Jn 4,16-18). Podremos andar con todos los hombres y revolearnos en placeres inimaginables, pero
mientras Cristo no llegue a nuestra vida, no hallaremos la realización.

“No lloréis” (versículo 52): es otro mandato absurdo, como el “levántate” dicho al paralítico, como el “queda
limpio” dicho al leproso, “extiende la mano” al hombre de la mano paralizada y así por el estilo. Y se burlan
de él; ante la muerte no hay otra posibilidad humana que caer en una risa trágica. “Él la tomó de la mano”
(versículo 53), como hace el esposo con la esposa. La despierta para la boda. “Y le volvió la respiración
[literalmente el Espíritu]” (versículo 55): es la vida de Dios, dada por Jesús y regalada a todos los hombres
que están muriendo.

Esta niña, que representa a la humanidad, no vive de nuevo (sería sólo la resurrección de un cadáver), sino
que vive una vida nueva, o sea en el amor. Nuestro sueño es vivir de nuevo, pero incluso viviendo más vidas
nunca podríamos lograr vivir de una manera nueva. No son las “muchas vidas” las que nos realizan, sino
una sola vida en el amor.
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1
SCQUIZZATO, PAOLO. Ed. San Pablo, 2ª Ed., México 2016. Título original Elogio della vita impefecta: La via della fragilitá. © Effatá
Editrice Turín, Italia 2013. Traducción: Jesús Antonio Hernández Taboada, ssp. Sociedad San Pablo Provincia de México-Cuba
Segunda edición, 2016. D. R. © 2014, EDICIONES PAULINAS, S. A. DE C.V. Calz. Taxqueña 1792, Deleg. Coyoacán, 04250 Ciudad
de México. comentarios y sugerencias: [email protected] www.sanpablo.com.mx Impreso y hecho en México Printed
and made in México. ISBN: 978-607-714-130-0.
2
André Daígneault, El camino de la imperfección, Effata Edi trice, Turín 2012, p. 17.Toda la bibliografía citada por el autor está
en italiano; tradujimos los títulos porque muchos de ellos ya se encuentran en español [N. delT.]
3
Para las citas bíblicas utilizamos la traducción del P. Agustín Magaña Méndez, Sagrada Biblia, Ediciones Paulinas (San Pablo),
119 ed., México 2008, 1657p.
4
Anselm Grün, El libro del arte de la vida.
5
Daigneault, op. cit., p. 24.
6
Gibrán Kahlil, El loco.
7
Oración colecta de la XXVIII semana del Tiempo Ordinario.
8
Archimandrita Sofronio, Silvano del Monte Athos, vida, doctrina, escritos.
9
La vida de Moisés, PG 44,377B y Homilía XII en Cántica Canticorum, PG 44,1028 D.
10
Homilía del Domingo XIV después de la Trinidad, 9 de septiembre 1928.
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