«Su vida está al borde del sepulcro, a las puertas de la muerte». No tan
bien, pero lo que seguía era más alentador. «Pero si hay cerca de él un
ángel, uno entre mil que hable en su favor y dé testimonio de su rectitud,
que se compadezca de él y diga a Dios: “Líbralo de la muerte, pues he
encontrado su redención”. Entonces su cuerpo recobrará la salud y volverá
a ser como en su juventud». ¿Y cuál sería, entonces, la redención que
salvaría el alma de un hombre y libraría a mi amado de los perros?
Cerré el libro, y los ojos también. Las palabras se mezclaban y se
empañaban por mi necesidad imperiosa. Un dolor agobiante me invadió
cuando pronuncié el nombre de Jamie. Y sin embargo, hallaba cierta paz y
serenidad al repetir una y otra vez: «Oh, Señor, encomiendo a Ti el alma de
Tu servidor, James».
De repente, pensé que tal vez Jamie estuviera mejor muerto. Había
dicho que deseaba morir. Estaba segura de que si lo abandonaba como él
quería, pronto moriría, ya fuese por los efectos de la tortura y la
enfermedad, en la horca o en alguna batalla. Y no me cabía ninguna duda
de que él también lo sabía. ¿Debía hacer lo que me pedía? Ni muerta lo
haría, me dije a mí misma. Ni muerta lo haría, repetí hacia el altar y abrí el
libro de nuevo.
Pasó un tiempo antes de que me diera cuenta de que el hilo de mi
petición ya no era un monólogo. De hecho, lo supe cuando comprendí que
acababa de responder a una pregunta que no recordaba haber formulado. En
ese trance de aflicción insomne, se me había preguntado algo, qué, no
estaba segura, y había contestado sin vacilar: «Sí, lo haré».
Frené mis pensamientos con brusquedad y escuché el zumbido del
silencio. Luego volví a decir a media voz: «Sí. Sí, lo haré». Y recordé las
suaves palabras de Anselm: «Las condiciones para el pecado son las
siguientes: primero, que sea malo, y segundo, que haya pleno
consentimiento… Esto último, condición también para que se produzca la
gracia…».
Experimenté algo, no inesperado pero sí completo, como si me hubieran
entregado un pequeño objeto invisible para que lo sostuviera en mis manos.
Precioso como el ópalo, liso como el jade, pesado como una piedra de río,
más frágil que el huevo de un ave. Del todo inmóvil; vivo como la raíz de la