Jaime Bayly E l c a n a l l a s e n t i m e n t a l
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tanto y con tan exquisitos modales.
Estoy en Lima pasando las fiestas de fin de año con Sofía y mis hijas. Un amigo me pide que le
regale mi última novela. No tengo conmigo un solo ejemplar. Voy a una librería para comprar mi
novela. Llevo prisa, ¿quién no lleva prisa estos días? Me paso un semáforo en rojo, ¿cuántos me
habré pasado en Lima? Es probable, haciendo bien las cuentas, que, a lo largo de mi vida vehicular
limeña, me haya pasado más semáforos en rojo que en verde. Nunca ocurre nada, no soy un
conductor demasiado atípico en esta ciudad, pero esta vez, para mi desgracia, aparece de una
esquina un auto de la policía, hace ulular la sirena y me obliga a detenerme. Estoy en falta: me he
pasado un semáforo en rojo a mediodía y no llevo mi licencia de conducir, porque me la robaron
hace pocos días, junto con mi billetera, en la presentación de mi última novela en el parque de
Miraflores, así que, sabiéndome culpable, espero con aplomo. Se acerca a paso lento un policía de
mediana edad, con uniforme verde y gorra. Le extiendo la mano. «Mil disculpas, oficial», le digo.
Me mira y no tarda en reconocerme. «Jaimito, hermano, qué gusto», dice, sonriendo. Luego añade:
«Hoy es mi día de suerte, con lo que me gané contigo ya me hiciste la Navidad.» Sonrío y digo,
obediente: «Suerte la mía, oficial.» No le digo «jefe», como mi madre solía llamar a los policías que
la detenían, le digo «oficial». El policía saca un walkie-talkie y dice: «Palomino, ven, apúrate, estoy
acá con el Niño Terrible, que nos va a hacer la Navidad.» En cosa de segundos aparece otro agente,
también de verde, algo subido de peso, con una gran sonrisa, y me da la mano y, lejos de
recriminarme algo o aludir a mi infracción, dice, jubiloso: «Nos ganamos, Jaimito.» En ese
momento pienso recurrir a la vieja fórmula del conductor en aprietos: «¿Cómo podríamos hacer
para arreglar esto amigablemente, caballeros?» Pero uno de ellos se adelanta y va al grano: «Bueno,
Jaimito, como estamos en Navidad y hay que comprar panetones, esto te va a salir a cincuenta soles
nomás.» Sonrío agradecido y pregunto: «¿Cincuenta los dos o cincuenta cada uno?» El más gordito
se ríe y dice: «Cincuenta para los dos no alcanza, Jaimito. Es Navidad. No te pases.» Me apresuro
en darle la razón: «Cómo no, encantado, cincuenta por cabeza.» Saco la billetera y, por las dudas,
pregunto: «¿Cómo les paso la plata?» Palomino zanja la cuestión: «Así nomás, Jaimito, al natural,
no seas tímido.» Extienden sus manos pedigüeñas, de leales servidores de la ley, y se llevan sus
billetes bien merecidos. «Gracias, muchachos, feliz Navidad», les digo. «Oye, Jaimito, bájate un
autógrafo, pues», me dice uno de ellos. «Pero con todo gusto, oficial», le digo. Saca un cuaderno y
un lapicero, me los entrega y dice: «Fírmame dos. Uno para Shirley Marlene y otro para Britney
Emmanuel.» Mientras escribo los nombres, pregunto: «¿Quiénes son Shirley y Britney?» El policía
responde: «Mis hijas, Jaimito. Una de dos años, la otra de cuatro meses.» Le digo: «Felicitaciones,
qué suerte la tuya.» El oficial añade: «Una bendición del Señor.» Luego el otro policía me pide dos
autógrafos para él: «Uno para Gloria, otro para Magaly.» «Encantado», le digo. «¿Son tus hijas?»
«No, no, Gloria es mi señora y Magaly, mi querida», responde. «Caramba, buen provecho», le digo,
y él se ríe con orgullo. Luego nos despedimos con un apretón de manos y el segundo oficial, el de la
querida, se anima: «Jaimito, ¿no tendrás un sencillo extra? Porque con lo que me has dado, sólo me
alcanza para mi señora, pero a mi querida también tengo que llevarle su panetón y su champancito,
hermano, y con cincuenta soles sólo alcanza para una.» Saco la billetera, le doy algo más y le digo:
«Suerte a tus chicas, que la pasen bien.» «Muchas gracias, Jaimito, bien comprensivo eres», me
dice. «Felices fiestas, muchachos», les digo. «Suerte, Jaimito», me dicen, con una sonrisa amable,
agradecida. Luego dan unos pasos, alejándose, pero el más gordito regresa y me dice: «Oye,
Jaimito, ¿es verdad eso que dicen?» Me hago el tonto: «¿Qué dicen?» Insiste: «Eso, pues, Jaimito,
que pateas con los dos pies.» Y se va riéndose de su atrevimiento, de su ocurrencia, y yo pienso que
la policía peruana es la más amigable y servicial del mundo y que no hay mejor ciudad para pasarse
una luz roja que Lima, la ciudad en la que nací y seguramente moriré pasándome una luz roja.