o «el líder divino», son respuestas que son independientes lógicamente, y a
veces también política y socialmente, del grado de libertad «negativa» que
yo pida para mis propias actividades o para las de mi grupo. En el caso de
que la respuesta a la pregunta sobre quién me va a gobernar sea alguien o
algo que yo pueda representar como «mío», como algo que me pertenece, o
alguien a quien pertenezco, puedo definir a este algo o alguien como una
forma híbrida de libertad, usando palabras que llevan la idea de fraternidad
y solidaridad, así como, en parte, la connotación del sentido «positivo» de
la palabra libertad (que es difícil de especificar con más precisión); en todo
caso, puedo definirlo como un ideal que hoy día es más prominente que
cualquier otro en el mundo, pero al que no parece convenir con precisión
ningún término de los que existen. Los que compran al precio de su libertad
«negativa», que es la que Mill defendía, pretenden, desde luego, que se
«liberan» por estos medios en este sentido confuso que tiene esta palabra,
pero que es vivido con pasión. De este modo la expresión «estar al servicio
de Dios es la perfecta liberada» puede ser secularizada; y el Estado, la
nación, la raza, una asamblea, un dictador, mi familia, mi medio ambiente,
o yo mismo, podemos sustituir a la Divinidad, sin que por ello deje de tener
sentido por completo la palabra «libertad
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».
Es indudable que toda interpretación de la palabra libertad, por rara que
sea, tiene que incluir un mínimo de lo que yo he llamado libertad
«negativa». Tiene que haber un ámbito en el que no sea frustrado. Ninguna
sociedad suprime literalmente todas las libertades de sus miembros; un ser
al que los demás no le dejan hacer absolutamente nada por su cuenta, no es
un agente moral en absoluto, y no se le puede considerar moral ni
legalmente un ser humano, aunque un fisiólogo, o un biólogo, o incluso un
psicólogo se inclinase a clasificarle como hombre. Pero los padres del
liberalismo, Mill y Constant, quieren más que este mínimo; piden un grado
máximo de no-interferencia, compatible con el mínimo de exigencias de
vida social. No parece probable que esta extrema exigencia de libertad haya
sido nunca hecha más por una pequeña minoría de seres humanos, muy
civilizados y conscientes de sí mismos. La mayoría de la humanidad ha
estado casi siempre dispuesta a sacrificar esto a otros fines: la seguridad, el
status, la prosperidad, el poder, la virtud, las recompensas en el otro mundo,