de parroquianos degustando sus vasos de vino con espíritu alegre y parlanchín,
cambiando impresiones entre ellos, a la espera de la llegada del historiador. El
posadero, su mujer y su hermosa hija, se afanaban de un sitio a otro por entre
las mesas, haciendo lo posible por atender los deseos de los clientes. La sala
tenía unos cuarenta pies cuadrados, dejando un espacio en la parte inferior, al
centro, para que el Paladín hiciera uso del terreno que necesitaba para
ambientar sus actuaciones. Al final de esta zona se elevaba una plataforma de
unos diez o doce pies de anchura, provista de una silla de grandes dimensiones
y de una mesita, a la que se accedía a través de tres escalones.
Entre los presentes, se distinguían varios rostros conocidos: el zapatero
remendón, el físico o curandero, el herrero, el carretero, el armero, el
cervecero, el tejedor, el panadero, el molinero y otros. Lugar destacado entre
la concurrencia ocupaba el barbero cirujano, según costumbre generalizada en
las aldeas de la época. Sus continuos servicios, tanto en arreglar barbas, como
en sacar muelas y hacer sangrías, les granjeaban amistades en todas las capas
sociales y hacían de ellos personas de cierta cultura, ampulosos modales y
grandes conversadores.
Cuando, al fin, apareció el Paladín, caminando con aire indolente, fue
recibido con vítores, al mismo tiempo que el barbero se precipitó hacia él, y
tras varias reverencias principescas, le tomó la mano y la besó. Luego, sin
alzar la voz, pidió una jarra de vino para El Paladín, y cuando la hija del
posadero lo trajo, con una inclinación, ordenó que el importe lo cargaran a su
cuenta. Su gesto le valió voces de aprobación, que le llenaron de satisfacción,
haciendo brillar sus ojillos de rata. Después, el barbero propuso un brindis a la
salud de el Paladín, cosa que hicieron todos con gusto y afectuosa cordialidad,
chocando sus vasos de metal con un golpe simultáneo, resaltando el efecto con
un resonante ¡Viva!
Era divertido contemplar cómo aquel joven algo fanfarrón, se había hecho
tan popular en una tierra extraña y en tan corto espacio de tiempo, sin otra
ayuda que su lengua y el talento que Dios le había dado para sacarle partido.
La gente se acomodó en los asientos y comenzaron a golpear con sus jarras
en las mesas, gritando al unísono: «¡LA AUDIENCIA DEL REY! ¡LA
AUDIENCIA DEL REY!», mientras, el Paladín se mantenía de pie, con
estudiado gesto de superioridad, el sombrero de plumas desviado hacia la
izquierda, los pliegues de su capa corta cayendo desde el hombro, una mano
sobre la empuñadura de la espada y la otra sosteniendo la jarra de vino.
Cuando se acallaron las voces, hizo una ceremoniosa inclinación,
aprendida quién sabe dónde y, alzando la jarra con brío, la llevó a los labios,
echó la cabeza hacia atrás y la apuró hasta el fondo. El barbero se la retiró de
la mano, depositándola sobre la mesita, mientras el Paladín paseaba a un lado