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Comer en silencio como los curas, dice un refrán popular; y es cosa cierta que el silencio
ayuda a saborear mejor las viandas y que los frailes de lejanos tiempos, muy en particular los
trapenses, los que legaron a la posteridad la maravilla de sus recetas, tomasen el grande o sencillo
condumio muy calladamente. Un obispo de Mondoñedo, delicado, transido en oraciones y ayunos,
acaso no tendría fuerzas para dar las gracias a las monjitas que le regalaban con una suntuosa tarta
de “tres pasteles distintos y un solo sabor verdadero”, y entre suspiro y suspiro, oración y oración,
sólo tomase un bocado de un preparado que tenía entre sus ingredientes el cabello de ángel, pues es
cosa sabida, y se puede apreciar a lo largo de este libro, que el cabello de ángel es muy frecuente en
recetas monjiles.
En silencio, y en una noche fría de duro invierno, saldría la monja renegada del convento de
Astorga para entregar al pueblo la receta inmortal de las inmortales mantecadas, que dieron fama
para siempre a la ciudad obispal y riqueza a muchas familias que comenzaron a comercializar el
producto conventual.
Los grandes monasterios del pasado disponían de tierras, ganado y una influencia cultural
muy grande; los saberes, antes de la fundación de las universidades de Alcalá o de Salamanca,
estaban depositados en los conventos y en sus importantes bibliotecas. Al lado del convento de
Alcántara, en las tierras extremeñas, de caudalosa cocina nunca bien ponderada, estaban otros
cenobios de parecida o superior fortuna, como el de Nuestra Señora de Guadalupe, centro universal
de peregrinos, atendidos muchos de ellos por la cocina de los monjes. Dice Pedro de Medina, en su
obra Libro de las grandezas y cosas memorables de España, que “a la gente que aquí come da el
monasterio ordinariamente cada día mil y quinientas raciones, sin otras muchas extraordinarias.
Gástanse cada un año ordinariamente diez o doce mil fanegas de trigo; de vino, casi veinte mil
arrobas; de carne, por lo menos seis o siete mil cabezas de todo ganado, es a saber: vacas, carneros
y puercos, y sin esto, lo que se gasta de terneras, cabrillos, gallinas y otras aves no tiene cuento”.
De los monasterios entraban y salían, sin parar, cientos de venados, de jabalíes, de perdices,
de conejos, de palomas torcaces, de gallinas, de arrobas de manteca, de confitura, de uvas largas...
Cabritos, calabacetes cándidos y no cándidos o azucarados, mazapanes, suplicaciones,
naranjas, limones, limas, kilos de camuesas, turrones y mazapanes.
Y recordando, recordando, de monasterio en monasterio, o sin dejar la soleada Extremadura,
la mayoría de los tratadistas cita a los frailes de San Jerónimo, en Yuste, no tan ricos y poderosos
como los que mandaban en Guadalupe, pero inmortalizados y bendecidos con la llegada del
emperador más poderoso de la Tierra, el César Carlos, comilón incansable de carnes y pescados,
salazones y dulcerías múltiples que mandaban nobles y corregidores, monjas y obispos,
embajadores y gentes sencillas del pueblo. Perejón dice que “Valladolid le regalaba sus pasteles de
anguila, Zaragoza sus terneras, Ciudad Real su caza, Gama sus perdices, Denia sus salchichas,
Cádiz sus anchoas, Sevilla sus ostras, Lisboa sus lenguados, Extremadura sus aceitunas, Toledo sus
mazapanes y Guadalupe cuantos guisos inventaba la fértil fantasía de sus innumerables cocineros”.
A la lejanía de Yuste llegaban “los más raros y exóticos manjares”, según nos cuenta el novelista
Pedro Antonio de Alarcón, y todo ello regado con vinos de la mejor calidad y licores que
fabricaban, en silencio conventual, sabios monjes que rezaban a Cristo mientras contemplaban con
arrobo los alambiques.
De las comilonas imperiales de la antigüedad se pasó, con mesura y cuidado, a unas comidas
sencillas que, por lo general, eran los refrigerios de cada día en las santas casas. Las buenas comidas
no estaban reñidas con la caridad y la oración, pero los calamitosos tiempos que llegaron después
del Imperio y las normas estrictas de priores, o ciertos consejos de sabios monjes, como Jerónimo
Feijoo desde su convento en la ciudad de Oviedo, dieron paso a otro tipo de alimentación, que va
quedando reflejada en los libros o manuscritos de los siglos XVIII y XIX, hasta llegar a nuestros
días, cuando se editan algunos tratados que hacen referencia a las sencillas cocinas monjiles; así, La
cocina de los monjes, de Luis San Valentín; o Los dulces de las monjas. Un viaje a los conventos
reposteros de Castilla y León, de María José Carbajo y Lola García G. Ochoa; o la monumental