hacía más hermoso que en la jungla, más denso que la jungla
más tupida.
Miguel se imaginaba en otros reinos, buscaba siempre reinos
diferentes, soñaba con espacios nunca habidos: los prados, cuya
púrpura encendida brillaba, reflejándose en el cielo, se hacían
más hermosos al ocaso, y aquellos parques bellos, sus azules,
sus rojos, esas mezclas singulares, ardían bajo el cielo en los
palacios.
Y, siendo los palacios pabellones que hacían de la luna, con la
noche, la diosa más hermosa de esas patrias, soñaba mares
bellos, cuyo fondo, con algas y correas, semejaba los aires
donde vuelan los albatros; gustaba de saber a los albatros
señores de ese cielo, predadores del aire bullicioso en el océano.
Y, asiéndose a la almohada, suponía mareas en las noches
silenciosas que saben contemplar el plenilunio: legiones de
marrajos avanzaban, llenaban cada palmo las cornudas, hervían
en azul las tintoreras. Y todos eran aves en el agua, sabiéndose,
en el líquido elemento, igual que los halcones en el aire.
Y supo que los pecios eran magia, que todos sus tesoros, su
misterio, tenían más valor que el oro mismo. Los mares del
lenguaje le ofrecían -quizás como metáforas del mundo que
puede uno pintar a su capricho- remotas fantasías que no caben
en esa realidad en que habitamos aquellos que ignoramos su
belleza.
Y somos ignorantes de lo bello, creyendo que la rima y la
pintura, las músicas que suenan en el aire, no dicen que el
destino nos anuncia sucesos que vendrán, imperios nuevos a los
que renunciamos, sin saberlo. También llegará un día en que no
sueñen las almas que ahora sueñan, si es que toca, tras ver la
luna llena en las alturas.
Miguel sabe soñar, y, porque sueña, se siente como un príncipe
en su tierra, gozando del respeto y del dominio. Los bosques,
siempre verdes en Asturias, pudieran ser acaso transparentes,
igual que son las aguas del arroyo. Y es fácil que el arroyo, en su
discurso, nos haga comprensibles sus palabras, los raros
acertijos que recita.