si los queria ver. Les dije
que si volvían a arrancar
las cercas lo iban a pagar
muy caro. No solamen-
te rompieron los alambres para que
sus vacas flacuchentas se tragaran
mis mejores pastos, sino que
ahora a este lado de la hacienda
se han metido y han tenido la
desvergüenza de levantar unos
ranchos y empezar a escarbar
en lo que no les pertenece.
Con este gobierno y conmi-
go no se juega. Prepárense
y vayan rezando sus ora-
ciones José del Carmen
Cifuentes y Timoleón
Zapata y usted Carme-
lito Herrera que es
apenas un pelado
12:
pero ya se ha convertido en todo un invasor.
Hasta aquí llegaron. Esta vez la tropa y yo les
madrugamos,
Eso dijo usté don Isaías la tarde del 14
de marzo. Mire ahora todo el gentío que ha
invadido su hacienda. No se ponga de rodi-
llas. Levántese como un hombre porque lo
voy a matar,
Fábula
los ratones
hicieron una
alianza y la
eee serpiente à
de cascabel le puso el
cascabel al gato.
Cástor Pólux
y Pólux Cástor
ran idénticos como dos gotas de
sudor. Cuando nacieron en la fría
casucha de latas, su madre pensó
que la maldición bíblica cra cier-
ta, pues sintió que parir ese hijo le había doli-
do como si fueran dos. Sólo minutos después,
vio sobre las pringosas frazadas los dos mon-
toncitos lloriqueantes y mirando a la cara a su
marido, musitó entre la ternura y el espanto:
Son gemelos.
Ni siquiera ella supo a ciencia cierta
quién era Juvenal y quién era Joaquín. Siem-
pre sospechó, que en aquella mañana del
bautizo, el cura se había
confundido y bautizó a
Joaquín como Juvenal y
a Juvenal como Joaquín.
Los años pasaron
con caminadito de perro
19
Jairo Aníbal Niño
aporreado por las lluvias y cogieron a los her-
manos bajando todas las mañanas al centro
de la ciudad y apañando a cuatro manos, car-
tones, papeles y desperdicios. Los pocos cen-
tavos ganados de esta manera, florecían de
vez en cuando, en la humeante sopa de hari-
na de maíz.
Una noche, subían los dos hombres con
sus dos sombras, cuando de las heladas tinie-
blas salió la punta de un cuchillo y se clavó en
el corazón de uno de ellos.
Al otro día, en un tenderete del barrio,
engerido y silencioso, el bebedor de cerveza se
arrinconaba en un tufo de dolor. Cuando se le
acercó la mujer, él la miró con ojos aguachen-
tos y abriendo su saco mostró sobre su pecho
la profunda herida de cuchillo y exclamó:
Y cómo quiere que esté, comadre, si to-
da la vida nos ha aporreado la miseria, si ano-
che me mataron de una puñalada, y si esta
tarde, estando bien de salud, enterraron a mi
hermano.
El desayuno
ste café tiene natas
—Y que?
=Sabes que no me gustan.
—Apärtalas con la cuchara
y déjame tranquila.
—Además
está frío.
Paro pueblo
De las: crönieas il iat E ladrón! ¡Agarren al ladrón!
¡Maten al ladrón!
de la ciudad
Entonces, la muchedumbre se abalanzó
contra el ladrón. Su guardia personal,
sólo pudo rescatar un par de ensan-
1 Señor Presidente, olisqueando
grentados zapatos de charol.
su pañuelo empapado en agua de
lavanda, se paseaba por el merca-
do público en cumplimiento de
la promesa de su campaña electoral, de que
cada ocho días se pondría en contacto con el
pueblo. Saltó con agilidad un pequeño char-
co de agua podrida y se puso a estrechar ma-
nos sudorosas y de una aspereza de piedras de
volcán. De pronto, se dio cuenta que su finí-
simo reloj de oro había desaparecido. Se
empinó en la punta de sus zapatos de
charol y vislumbró el correr desa-
lado de un muchacho. Con
todas las fuerzas de sus
pulmones, gritó:
Fundicion y forja
odo se imaginó Superman, me-
nos que caería derrotado en aque-
lla playa caliente y que su
cuerpo fundido, serviría
después para hacer tres doce-
nas de tornillos de acero,
de regular calidad.
De las crónicas
del imperio
os cerezos habían florecido. Su
perfume volaba con alas de pá-
jaro transparente y su fragancia
pareció crecer cuando la mujer
abrió la puerta de la habitación.
La mujer, una anciana de ojos grises, te-
nía un rostro extraño. Tal vez se debía a que en
medio de una epidermis cenicienta y cruzada
por arrugas como cortes profundos de cuchi-
lo, palpitaban unos labios rojos, frescos y lu-
minosos, de muchacha. La piel de sus manos
rebasaba el tamaño de las mismas, colgando
como guantes de seda de una talla mayor a la
suya. Entrelazó los dedos, miró a través de la
ventana hacia el aire limpio del jardín, y dijo:
Señor Presidente, le traigo buenas noticias.
Los comunistas han sido derrotados en el
mundo entero. Hemos eliminado de una vez
Por todas esa amenaza. Podemos respirar tran-
quilos. Nuestro liderazgo mundial será eterno,
59
Jairo Anibal Nino
El Presidente, sonrió. La mujer, reculan-
do, abandonó la habitación. En la mitad del
pasillo alfombrado fue alcanzada por un fun-
cionario que tuyo la osadía de agarrarla por
un brazo. La miró intensamente a los ojos y
farfulló: Señora. ¿Por qué ha dicho eso, si us-
ted sabe que lo que ocurre es todo lo contra-
rio? ¿Por qué le ha mentido?
La mujer, exclamó: Suélteme señor Se-
cretario de Estado. He dicho eso porque yo
soy la madre del Presidente.
Sus carnosos labios temblaron sacudidos
por un hálito de llanto, y
agregó: Además, usted sa-
be que el Señor Presidente
se está muriendo.
60
Melografia
CS . nu
us manos caían con la energía de
un herrero amoroso, reptaban so-
bre las teclas sobando el espina-
zo de la melodía revolucionaria.
Cuando los policías y los detectives irrumpie-
ron con el alarido de sus armas, el pianista no
interrumpió su trabajo y siguió tocando hasta
que uno de los tiras disparó su ametra-
lladora contra el piano.
En el carro policia
atado y sangrante, el
músico pensó
Jairo Anibal Nino
en su piano y lo recordó como un querido ele-
fante con los sonoros intestinos al aire. Sonrió
con la comparación, con la imagen del gordo
amigo de madera y metal, apandillado con él,
en tantos sudores de músicas.
El cable verde estalló de pronto en una
bombilla saraviada por la cagarruta de las mos-
cas, y el militar, oculto en un rincón del cala-
bozo, hizo una señal a un hombre gordo, quien
sonrió y mostró desde lo oscuro, el brillo de sus
colmillos de oro. Avanzó y con una barra de
hierro destrozó las manos del pianista.
Cuando lo empujaron fuera del cuarto
de torturas y le dijeron que podía irse para
que sirviera de escarmiento a todos los que se
dedicaban a la subversión, el músico metió
dolorosamente sus manos destrozadas en los
bolsillos de su chaqueta, miró a la cara a los
verdugos y avanzó silbando por el largo y de-
solado corredor.
62
La fuga
os latidos de los perros rasgaron
la suavidad de la huida y el hom-
bre negro tomó a la mujer negra
de la mano y corrieron en medio
del cañaduzal. Pronto escucharon el estruen-
do de los cascos de los caballos y los
gritos de sus perseguidores.
Control natal
escuchó al gringo en muchas
ocasiones y lo acompañó
por pueblos y campos aler-
tando a la pobrecía sobre
el peligro de tener muchos hijo:
Comprendió que el futuro era terri-
ble y oscuro por el nacimiento de
millones de niños, por el aumento
de tantos pobres que un día no
cabrían sobre la faz de la tierra.
Se hizo muy amigo del ca-
tire y como la amistad hay que
demostrarla y como para nos-
otros un amigo es como un
hermano, una noche, ayuda-
do por varios campesinos lo
caströ, para que cayera so-
bre el gringo toda la felici-
dad del mundo.