Carlos Ruiz Zafón La sombra del viento
Página 120 de 288
—Supongo que han pasado tantos años que ya no importa. Me acuerdo
todavía del día en que Julián nos explicó cómo había conocido a los Aldaya y
cómo, sin darse cuenta, le había cambiado la vida...
... En octubre de 1914, un artefacto que muchos tomaron por un panteón
rodante se detuvo una tarde frente a la sombrerería Fortuny en la ronda de San
Antonio. De él emergió la figura altiva, majestuosa y arrogante de don Ricardo
Aldaya, ya por entonces uno de los hombres más ricos no ya de Barcelona, sino
de España, cuyo imperio de industrias textiles se extendía en ciudadelas y
colonias a lo largo de los ríos de toda Cataluña. Su mano diestra sujetaba las
riendas de la banca y de las propiedades territoriales de media provincia. La
siniestra, siempre en activo, tiraba de los hilos de la diputación, el ayuntamiento,
varios ministerios, el obispado y el servicio portuario de aduanas.
Aquella tarde, el rostro de bigotes exuberantes, patillas regias y testa
descubierta que a todos intimidaba necesitaba un sombrero. Entró en la tienda de
don Antoni Fortuny y tras echar un vistazo somero a las instalaciones miró de
reojo al sombrerero y a su ayudante, el joven Julián, y dijo lo siguiente: «Me han
dicho que de aquí, pese a las apariencias, salen los mejores sombreros de
Barcelona. El otoño pinta malcarado y voy a necesitar seis chisteras, una docena
de bombines, gorras de caza y algo que llevar para las Cortes en Madrid. ¿Está
usted apuntando o espera que se lo repita?» Aquél fue el inicio de un laborioso, y
lucrativo, proceso en el que padre e hijo aunaron sus esfuerzos para completar el
encargo de don Ricardo Aldaya. A Julián, que leía los diarios, no se le escapaba
la posición de Aldaya, y se dijo que no podía fallarle ahora a su padre, en el
momento más crucial y decisivo de su negocio. Desde que el potentado había
entrado en su tienda, el sombrerero levitaba de gozo. Aldaya le había prometido
que, si quedaba complacido, iba a recomendar su establecimiento a todas sus
amistades. Ello significaba que la sombrerería Fortuny, de ser un comercio digno
pero modesto, saltaría a las más altas esferas, vistiendo cabezones y cabezolines
de diputados, alcaldes, cardenales y ministros. Los días de aquella semana pasa-
ron por ensalmo. Julián no acudió a clase y pasó jornadas de dieciocho y veinte
horas trabajando en el taller de la trastienda. Su padre, rendido de entusiasmo, le
abrazaba de tanto en cuanto e incluso le besaba sin darse cuenta. Llegó al
extremo de regalar a su esposa Sophie un vestido y un par de zapatos nuevos por
primera vez en catorce años. El sombrerero estaba desconocido. Un domingo se
le olvidó ir a misa y aquella misma tarde, rebosante de orgullo, rodeó a Julián con
sus brazos y le dijo, con lágrimas en los ojos: «El abuelo estaría orgulloso de
nosotros. »
Uno de los procesos más complejos en la ya desaparecida ciencia de la
sombrerería, técnica y políticamente, era el de tomar medidas. Don Ricardo
Aldaya tenía un cráneo que, según Julián, bordeaba el terreno de lo amelonado y
agreste. El sombrerero fue consciente de las dificultades tan pronto avistó la testa
del prohombre, y aquella misma noche, cuando Julián dijo que le recordaba
ciertos fragmentos del macizo de Montserrat, Fortuny no pudo sino que estar de
acuerdo. «Padre, con todo el respeto, usted sabe que a la hora de tomar medidas
yo tengo mejor mano que usted, que se pone nervioso. Déjeme hacer a mí. » El
sombrerero accedió de buen grado y, al día siguiente, cuando Aldaya acudió en
su Mercedes Benz, Julián le recibió y le condujo al taller. Aldaya, al comprobar
que las medidas se las iba a tomar un muchacho de catorce años, se enfureció:
«Pero ¿qué es esto? ¿Un criajo? ¿Me están tomando ustedes el pelo?» Julián,