Esta bancarrota fue potenciada por la corrupción, el despilfarro y la inoperancia de la
Administración de Hacienda, que llegó en ocasiones a gastar en la propia recaudación más que
el dinero recaudado. A ello hay que unir la venta de los territorios de realengo a la nobleza
para
obtener ingresos extraordinarios pero con el efecto de reducir los ingresos ordinarios
procedentes de esas tierras. Si a ello unimos que otra de las soluciones para obtener recursos
era la venta de cargos en los municipios y en las Cortes, con la consecuencia de que esos
cargos eran ejercidos con una mentalidad depredadora por sus propietarios, se completa el
cuadro de inoperancia y bloqueo de toda la Administración del Estado.
La Administración no sabe y no quiere tomar las medidas que pudieran modernizar la
economía o resolver problemas financieros, sociales y económicos, pues solo le interesaba la
recaudación a corto plazo, y sin lesionar los intereses de los poderosos. Las subidas de
impuestos no hacen más que agotar al contribuyente. Las bancarrotas sucesivas (suspensión
de pagos por el Estado) llevan a los banqueros europeos a dejar de prestar dinero a la Corona.
El recurso final va a ser la emisión descontrolada de moneda de baja calidad (el vellón de
cobre), que nadie valora y que ocasiona una elevada inflación que vuelve a agravar las
dificultades de la población y del Estado. Las bancarrotas financieras del Estado y su completo
endeudamiento llevarán al colapso financiero y económico cuyo punto más duro se alcanza
hacia 1685. Determinados economistas como Martín de Azpilicueta o Tomás de Mercado (los
arbitristas), intentaban dar con las claves para evitar esa decadencia, reduciendo gastos y
aplicando políticas mercantilistas de desarrollo de la economía nacional y control del flujo de
metales preciosos en su beneficio. Influyeron en el ambiente en época de Olivares, pero la
dinámica de guerras se reanudó e hizo inútil todo esfuerzo
La sociedad del siglo XVII se corresponde con una sociedad en graves dificultades. Una
sociedad muy polarizada, con un grupo muy reducido (la alta aristocracia y los altos cargos
públicos) que disponen de los recursos y mantienen una vida ociosa, y una inmensa mayoría de
población empobrecida (campesinos, artesanos, pordioseros…). Pocos viven decorosamente de
su trabajo. Por ello, el modelo social al que todos aspiran es el de vivir de las rentas, como los
nobles, sin trabajar. El trabajo manual no tiene prestigio social, y se genera una sociedad de
nobles, hidalgos y pícaros, con un sentimiento del honor exagerado hasta el ridículo. Se
minusvaloran los trabajos productivos (campesinos, artesanos, comerciantes). Esta
mentalidad social es otro factor de la decadencia española del siglo.
Esta situación configura la España del Barroco, tan brillante en las artes que se ha dado
en llamar el “Siglo de Oro” español: la literatura (Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón) y las
artes (sobre todo en escultura y pintura-el Greco, Velázquez, Ribera, Zurbarán, Murillo…), son,
no obstante su brillantez, fiel reflejo de la decadencia social, económica y política española.
En Castilla-La Mancha, la decadencia fue igual o superior. Es parte de Castilla (donde la
crisis es más profunda) y se sitúa en el interior peninsular, donde la crisis se sufre más y no se
produce, desde 1685, la recuperación que sí nota la periferia española y que se incrementará en
el siglo XVIII. Toledo pasa en el s. XVII de 60.000 a 20.000 habitantes.