LAURELL K HAMILTON PLACERES PROHIBIDOS ANITA
BLAKE 01
acompañé el golpe con el peso de mi cuerpo, clavándola más. La sangre chorreaba.
Inmovilicé a Nikolaos contra la pared; la hoja le salió por la espalda y rascó el muro
mientras ella se deslizaba hacia abajo.
Caí de rodillas junto al cadáver. Sí, el cadáver. ¡Estaba muerta!
Miré a Edward. Tenía el cuello ensangrentado.
—Me ha mordido —dijo.
A mí me costaba respirar, pero era maravilloso. Estaba viva, y ella no. ¡Ella no,
joder!
—No te preocupes, Edward, te ayudaré. Queda un montón de agua bendita. —
Sonreí.
Él me miró durante un momento y se echó a reír, y yo con él. Todavía
estábamos riendo cuando los hombres rata empezaron a entrar por el túnel. Rafael, el
rey de las ratas, contempló la carnicería con sus ojos negros como botones.
—Está muerta —dijo.
—Ding, dong, la bruja está muerta —dije yo.
—La bruja vieja y malvada —medio cantó Edward, uniéndose a la tonada.
Nos echamos a reír otra vez, y Lillian, cubierta de pelo, se puso a curarnos las
heridas. Empezó por Edward.
Zachary seguía tendido en el suelo. La herida de la garganta se le empezaba a
cerrar, y la piel le estaba cicatrizando. Viviría, si aquello se podía considerar vida.
Me agaché para recoger el cuchillo y me acerqué a él. Las ratas me
contemplaban, pero nadie interfirió. Me arrodillé junto a él y le rasgué la manga de la
camisa, dejando al descubierto el gris—gris. Él seguía sin poder hablar, pero abrió los
ojos desmesuradamente.
— ¿Recuerdas cuando traté de tocarlo con mi sangre? Me detuviste. Parecías
asustado, y no entendí por qué. —Me senté junto a él y contemplé su curación—.
Todos los gris—gris necesitan algo; en este caso, sangre de vampiro, y siempre hay
algo que no se debe hacer nunca, o la magia se extingue. ¡Puf! —Levanté el brazo, del
que chorreaba sangre para dar y vender—. Sangre humana, Zachary; ¿quieres un
poco?
Consiguió articular algo parecido a una negación.
La sangre me goteaba por el codo, espesa, oscilando encima del brazo de
Zachary. Intentó negar con la cabeza, no, no. La sangre le salpicó el brazo, pero no
tocó el gris—gris. Se le relajó todo el cuerpo.
—Hoy no tengo paciencia, Zachary —dije. Le unté de sangre la cinta.
Los ojos le relampaguearon y se le quedaron en blanco. Hizo un ruido con la
garganta, como si se asfixiara, y arañó el suelo con las manos. El pecho se le sacudía
como si no pudiera respirar. Un suspiro escapó de su cuerpo, un largo estertor, y
quedó inmóvil.
Le comprobé el pulso; nada. Corté el gris—gris con el cuchillo, hice una bola
con él y me lo guardé en el bolsillo. Qué cosa más repelente.
Lillian se acercó para vendarme el brazo.
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