Éstas testifican acerca del Señor Jesucristo, porque
ése ha sido y será siempre el mensaje de los profe-
tas. Aunque los niños no recuerden las palabras
exactas, siempre recordarán a su verdadero Autor,
que es Jesucristo.
El obedecer todos los mandamientos
En tercer lugar, al tomar la Santa Cena, promete-
mos guardar Sus mandamientos, cada uno de ellos.
El presidente J. Reuben Clark Jr., al abogar —como
lo hizo muchas veces— por la unión en su discurso
en una conferencia general, nos amonestó en con-
tra de seleccionar lo que hemos de obedecer. Y lo
expresó de esta manera: “El Señor no nos ha dado
nada inservible o innecesario. Ha colmado las
Escrituras con todo lo que tenemos que hacer para
alcanzar la salvación”.
El presidente Clark continuó diciendo: “Al parti-
cipar de la Santa Cena, hacemos el convenio de
obedecer y guardar Sus mandamientos. No hay
excepción alguna. No hay distinciones ni dife-
rencias” (en Conference Report, abril de 1955,
págs. 10–11). El presidente Clark nos enseñó que
así como nos arrepentimos de todo pecado, no
sólo de uno, también nos comprometemos a
guardar todos los mandamientos. Aunque parece
ser difícil, no es algo complicado. Simplemente
nos sometemos a la autoridad del Salvador y pro-
metemos ser obedientes a todo cuanto Él nos
mande hacer (véase Mosíah 3:19). Es nuestra su-
misión a la autoridad de Jesucristo lo que nos
permitirá estar unidos como familias, como
Iglesia y como hijos de nuestro Padre Celestial.
El Señor transmite esa autoridad a todo siervo hu-
milde por medio de Su Profeta. Esa fe convierte
nuestro llamamiento como maestro orientador o
maestra visitante en un mandato del Señor. Vamos
en Su lugar y por orden de Él. Un hombre común
y un adolescente como su compañero menor visi-
tan los hogares esperando que los poderes del cielo
los ayuden a asegurarse de que haya unión en las
familias y de que no haya aspereza, ni mentiras, ni
difamaciones, ni calumnias. Esa fe de que es el
Señor quien llama a Sus siervos nos ayudará a
pasar por alto sus limitaciones cuando nos repren-
dan, como lo harán. Percibiremos sus buenas in-
tenciones con mayor claridad que sus limitaciones.
Estaremos menos dispuestos a ofendernos y más
inclinados a sentir gratitud hacia el Maestro que
los ha llamado.
La caridad es esencial para la unidad
Hay algunos mandamientos que, al ser quebranta-
dos, destruyen la unión. Algunos tienen que ver
con lo que decimos y otros con la forma en que
reaccionamos ante lo que otras personas dicen.
Nunca debemos hablar mal de nadie. Debemos
apreciar lo bueno que hay en cada uno y hablar
bien los unos de los otros, siempre que podamos
(véase David 0. McKay, en Conference Report, octu-
bre de 1967, págs. 4–11) .
Al mismo tiempo, debemos permanecer firmes ante
todo aquel que hable despectivamente acerca de las
cosas sagradas, porque el verdadero efecto de tal ac-
titud es una ofensa contra el Espíritu y, por tanto,
crea contención y confusión. El presidente Spencer
W. Kimball nos mostró la manera de proceder sin
discutir cuando, al encontrarse confinado en un
hospital, le pidió a un enfermero que en un mo-
mento de frustración había tomado el nombre del
Señor en vano: “ ‘¡Por favor! ¡Por favor! El nombre
que usted envilece es el de mi Señor’. Hubo un mo-
mento de silencio sepulcral y luego una voz apaci-
guada susurró: ‘Lo siento mucho’ ” (The Teachings
of Spencer W Kimball, edit. por Edward L. Kimball,
1982, pág. 198). Un reproche inspirado y amoroso
puede ser una invitación a la unión. Si no lo hace-
mos cuando nos lo indique el Espíritu Santo, podría
conducir a la discordia.
Para lograr la unión, hay mandamientos que
debemos guardar en cuanto a lo que sentimos.
Debemos perdonar y no tener malicia alguna con-
tra los que nos ofendan. El Salvador nos dio el
ejemplo desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque
no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). No sabe-
mos qué llevan en el corazón los que nos ofenden
ni sabemos de dónde surge nuestro propio enojo
u ofensa. El apóstol Pablo nos aconseja cómo
amar en un mundo de gente imperfecta, incluso
nosotros mismos, cuando dice: “El amor es sufri-
do, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor
no es jactancioso, no se envanece; no hace nada
indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda
rencor” (1 Corintios 13:4–5). Y en seguida, ofreció
una solemne advertencia en cuanto a que no de-
bemos reaccionar ante las faltas de los demás y ol-
vidar las nuestras al decir: “Ahora vemos por
espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara
a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces co-
noceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12).
EDIFIQUEMOS UN MATRIMONIO ETERNO MANUAL PARA EL MAESTRO
LA RECTITUD EN LA UNIDAD MATRIMONIAL 35