anglosajones, entre los que se exceptuaba a Cyrus Benthoek, Appleyard pasaba inadvertido.
-Caballeros, éste es un momento histórico -declaró Benthoek, mientras bendecía con un gesto casi
litúrgico al curioso grupo de extranjeros y clérigos del seno católico-. Será satisfactorio. Muy
satisfactorio.
Como si estuviera programado, en aquel momento entró en el salón Nicholas Clatterbuck,
acompañado del reverendo Herbert Tartley, de la Iglesia anglicana, que se disculpó por su tardanza,
sonriente y gallardo con su collarín, su traje negro y sus polainas. En el exterior del salón y alrededor del
perímetro del pequeño Trianón, los componentes del pequeño ejército de Clatterbuck, que hasta ahora
habían pasado inadvertidas, ocuparon los puestos de vigilancia que se les había asignado.
El orden en la mesa era sencillo. El cardenal Maestroianni se sentó en el centro, a un lado, en el
sitio de honor. Los siete miembros de su delegación, sentados a ambos lados, formaban una pintoresca
falange con sus ornamentadas cruces pectorales, sus sotanas de botones rojos, sus fajines y sus
casquetes. En silencio, junto a la pared, tras el contingente vaticano, los dos o tres ayudantes y asesores
que cada representante habían traído consigo parecían una hilera de plantas humanoides en macetas.
Exactamente frente a Maestroianni se sentó Cyrus Benthoek, con el reverendo Tartley a su
derecha como invitado de honor. En calidad de observador más que de delegado, Gibson Appleyard hizo
caso omiso del orden en la mesa y se sentó aparte.
Dado el carácter antipapal de la reunión, ambos organizadores coincidieron en que Cyrus
Benthoek debía actuar como presidente. Se puso de pie para abrir la sesión y miró sucesivamente a cada
uno de los delegados reunidos. Lo que en realidad tenía delante era a un grupo de personas tan
enemistadas entre sí como con el papa. El ambiente de reserva, de desconfianza cordial, era palpable. No
obstante, los presentes percibieron la autoridad en la mirada fija de los ojos azules del estadounidense.
-Cuando oigan su nombre, mis queridos amigos -dijo Benthoek para romper el hielo, con su voz
fuerte y clara-, tengan la bondad de ponerse de pie para que todos podamos verlos. Los que han venido
acompañados de ayudantes y asesores, tengan la amabilidad de identificarlos.
En diez minutos, los invitados habían sido identificados y saludados. Benthoek señaló las
habilidades de cada uno de ellos y la importancia de sus asociaciones. Todos se sintieron reconocidos y
su talento plenamente apreciado. Concluidas las presentaciones, el ambiente había mejorado. Entonces
Benthoek abordó sin precipitarse el tema de su interés, en el tono de una visita monumental para
dignatarios forasteros.
-Amigos míos, nos hemos reunido de este modo informal, con el propósito de conocemos, de
descubrir los recursos y la fuerza que podemos aportar a una causa merecedora. Nuestro segundo
objetivo es el de comprobar si, tal vez sin ser conscientes de ello, hemos tomado una decisión, como
individuos y como grupo, respecto a una importante empresa en particular. Amigos -prosiguió Benthoek
en un tono ahora confidencial, pero no por ello menos autoritario-, esta noche podemos permitirnos
hablar con toda franqueza. Sin excepción alguna, los presentes estamos interesados en el bienestar de la
Iglesia católica.
Se oyó un pequeño ruido, cuando el cardenal Palombo cambió de posición en su silla.
-Todos valoramos la Iglesia católica -siguió diciendo Benthoek, que le brindó a Noah Palombo
una fratemal sonrisa-, no sólo como institución venerable y milenaria. Para la mayoría de nuestros
distinguidos invitados esta noche, la Iglesia de Roma es la de su elección -declaró, al tiempo que sus
ojos azules contemplaban los botones y los fajines alrededor de Maestroianni, antes de abarcar a los
demás con su mirada-. Pero, sobre todo, la Iglesia católica tiene un valor inestimable para nosotros, un
importantísimo valor como factor estabilizador social, político y ético. La Iglesia católica -continuó
después de una melodramática pausa- es indispensable para el advenimiento de un nuevo orden mundial
en los asuntos humanos.
La voz del estadounidense era firme y decidida cuando llegó a la primera conclusión fundamental.
-Efectivamente, amigos míos. Aunque yo no soy católico, me atrevo a afirmar que, si por alguna
terrible desgracia esta Iglesia dejara de existir, dejaría un enorme vacío en la sociedad de naciones.
Nuestras instituciones humanas serían absorbidas por dicho vacío, como por un agujero negro de la
nada. Y nada sobreviviría, ni siquiera un paisaje humano. Yo lo acepto como hecho duro e innegable de
la vida, sea o no de mi agrado. Por consiguiente, amigos míos, celebremos con satisfacción la presencia
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