Aunque tuvieron varios hijos -cinco llegaron a la edad adulta-, la sucesión dinástica resultó un dolor de cabeza para los Reyes Católicos. El único heredero varón, el príncipe Juan, murió muy joven, a los 19 años. La hija primogénita, Isabel, casada con el rey de Portugal, murió al dar a luz a un varón, en quien sus abuelos depositaron las esperanzas de la sucesión, pero el niño también falleció al poco tiempo. La siguiente en la línea sucesoria era Juana, la tercera hija de los reyes. Pero éstos la habían casado con el hijo de Maximiliano I de Habsburgo, Felipe el Hermoso, del que la joven se había enamorado perdidamente, lo que fue aprovechado por él para volverla contra sus padres a los que este yerno ambicioso desafió desde el primer día. El 24 de febrero de 1500, nacía, con el siglo, el primer hijo varón de Juana, Carlos -la primogénita era una niña-, en circunstancias por demás peculiares. En mitad de un banquete real en el Palacio de Prinsenhof , en Gante, hoy territorio de Bélgica, Juana sintió dolores, se retiró de la mesa y fue al baño, donde parió, sola, a su hijo. El futuro Emperador había nacido en un retrete, palaciego, pero retrete al fin . Este comienzo poco auspicioso no le impidió sin embargo a Carlos convertirse, como veremos, en el soberano que más engrandeció su reino. A fines de 1504, murió su abuela Isabel, dejando viudo y desolado a Fernando que ese día anotó una frase memorable en su diario: “Su muerte es para mí el mayor trabajo que en esta vida me podría venir…”