tiernos años tenemos la tendencia a querer valernos por nosotros mismos,
ejerciendo nuestra libertad.
Para constatar esto baste un ejemplo muy sencillo: quién, que sea padre o
madre de familia, no recuerda cuando sus hijos pequeñitos empezaban a quererse
vestir solos. Todavía no sabían hacerlo pero se sentían con la suficiente fuerza de
voluntad para intentarlo por sí mismos.
Una afiliada me platicaba el otro día que su niño Juan Camilo cumplió seis años,
y una tía, que vive fuera de la ciudad, le mandó como regalo un juguete armable,
mismo que recibió con mucho entusiasmo, pero no alcanzó a armar en ese
momento, porque tenía que ir al colegio. Cuál sería la sorpresa de mi amiga que,
queriendo agradar a Juanito, había dedicado una buena parte de la mañana para
armar el juguete, y cuando el niño regresó de la escuela, vio cómo se ponía
colorado de puro coraje y, tomando el juguete, llorando y rabiando, gritaba: “¡Yo lo
quería armar, yo lo quería armar!”.
En la rabieta de Juanito, como en los intentos de vestirse sólo de los niños
pequeños, se manifiesta esa necesidad que todos tenemos de valernos por nosotros
mismos, ejerciendo, como decíamos, nuestra preciosa libertad.
Sin embargo, no sabría decir qué nos sucede actualmente, por qué pasamos de
ser niños que buscan auto-independencia, a ser, de adultos, unos “atenidos”. Es
decir, personas que limitan su acción para dejar que otros hagan las cosas por ellos.
No sé si es el ambiente, la cultura, la mala crianza, el paternalismo, o quizás una
mezcla de todo ello, que nos induce a renunciar a nuestra propia capacidad para
hacer las cosas y a sustentar nuestros sueños en las acciones que otros habrán de
hacer por nosotros. En otras palabras, renunciamos a nuestra libertad, ante la
ilusión de que alguien más ejercerá su libertad para nuestro beneficio. Espero,
amigo lector, amiga lectora, que éste no sea su caso.
Copiar y duplicar
Cuando nos atenemos a que otros hagan las cosas por nosotros, sucede lo
mismo que cuando nos da por copiar en la escuela los exámenes de los demás.
Entonces estamos atenidos, limitados por propia decisión a que el compañero
aplicado estudie bien la lección, si no es así, no pasamos el examen (el colmo sería
echarle la culpa al aplicado por no estudiar).
Confieso que, en alguna etapa de mi vida de estudiante me dio por copiar –
claro, como un recurso extraordinario– hasta que, estando en la universidad,
entendí lo que me estaba haciendo a mí mismo, cuando en pleno examen el