Preferencias, recuperación de los derechos de autor sobre la propia historia,
resiliencia, sentido de agencia y creación, bienes para la vida, ética del cuidado y del
autocuidado, el amor como agua fresca: es inevitable hilar palabras fraguadas en años
de trabajo con Mario, como si ahora fueran collares y cuelgas de canciones y poesías
que adornan cada página ya escrita y otras blancas por escribir. Oh my heart, oh my
heart, canta R. E. M y ahí está la clave, en mi corazón (el de la infancia y el de la
adultez), su sabiduría de reconciliar cenizas y semillas, de tragar muertos y dar a luz
nuevos mundos que en el centro de mi cuerpo se vuelven infinito sobre infinito que
ahora puedo reconocer, con absoluta lucidez y certeza, desde el contraste transparente
entre lo amoroso y no amoroso, entre el cuidado y sus opuestos.
Bajo las escaleras con Mario, lista para la salida, repitiéndome que este devenir es
siempre de finales y comienzos, de deseos de ser que se levantan como plegaria, no
sé a quién ni en qué paraíso, pero se levantan de todos modos. No es una despedida.
Nada termina del todo y sabemos que siempre queda trabajo. Como si una viviera en
el campo o el bosque, la huerta no permite descanso y, no obstante, ahí no existe
tiranía, solo la adorable ritualidad en el cuidado de lo que madura y crece: hijos e
hijas, familias, cuerpos reverenciados en cada una de sus etapas, parejas que refulgen
tanto lavando platos como en el fuego más íntimo, mesas donde se comparten
festejos, consuelos o proyectos, y donde muchos otros son bienvenidos.
Abrazo a Mario, con la promesa de continuar colaborando en esmeros de siempre,
que no fracasemos colectivamente en el cuidado de los más indefensos y saldemos la
deuda ética con tantas personas que no han accedido a la reparación. Sobre todo, que
podamos levantar, cada vez más robusto y lúcido, un cerco protector humano, adulto,
comunitario, que impida el rasgamiento de una sola vida más, la piel, la seda interior,
la textura de ala que es un niño o una niña. Por estos esfuerzos sé que nos veremos
pronto, eso espero. Por ahora, ninguno dice nada más, y no quiero ni mirarlo porque
la emoción me queda inmensa, esta gratitud, esta ternura, este lugar natal, este
acunarme, este cielo vasto de regalo para volarlo completo.
Ya afuera, me detengo a respirar y no sé hacia dónde dirigirme. Camino cuadras y
cuadras, sin rumbo fijo, con la esperanza de que alguna claridad me caiga encima
para indicarme qué hacer, dónde ir ahora. Decido que no importa tanto, que tengo
tiempo y puedo simplemente quedarme en este momento, avanzar, mirar a la gente
que sale de las oficinas, confiar, confiar en lo que es, lo que viene, los nacimientos,
las bodas, las migraciones, los activismos, las solidaridades anónimas, o los
domésticos desayunos, juegos y caricias del hogar. Conozco la historia de la soledad,
del vacío, de la muerte. Pero conozco también la historia del agua fresca que lava y
renueva, de los ojos abiertos y «los ojos felices» que una querida artista me ha
regalado para mirar el cuerpo y el alma de mi mundo. Quizás, puedo también decir en
esta hora que conozco y escribo (comenzando apenas) la historia del amor, su
inocencia y pasión inalienables, su risa, su buen llanto, su compasión e indignación
cuando amerita, su refugio incondicional. Me ha tomado eras atómicas confiar, y
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