lado de un inmenso glaciar, al borde de un precipicio insondable, se levantaba el templo, una
construcción de roca, una roca de casi invisible blancura; el campanario desaparecía en la
nieve atorbellinada que había empezado a caer en aquel mismo momento.
¿Cuánto tardaría en alcanzarlo, andando lo más deprisa que podía? Sabía que lo tenía que
hacer, aunque lo temía. Tenía que levantar los brazos, desafiar las leyes de la naturaleza y su
propia razón, levantarse por encima del abismo que la separaba del templo, y descender
suavemente sólo cuando hubiera llegado al otro lado de la garganta helada. Ningún otro poder
de los que poseía la hacía sentir tan insignificante, tan inhumana, tan lejos del ordinario ser
terrestre que había sido una vez.
Pero quería alcanzar el templo.. Tenía que hacerlo. Y así, levantó despacio sus brazos, con
consciente elegancia. Cerró los ojos un momento mientras se imprimía el impulso hacia arriba y
sintió que su cuerpo se elevaba de inmediato, como si careciera de peso, como con una fuerza
desencadenada (aparentemente) por la propia sustancia; y con misteriosa determinación,
cabalgó el mismo viento.
Durante un largo rato dejó que las ráfagas la abofetearan; dejó que su cuerpo serpenteara,
errara. Subió arriba y más arriba, se permitió desviar por completo la vista de la tierra, y las
nubes pasaron volando junto a ella mientras miraba las estrellas. ¡Qué pesados notaba sus
atavíos! ¿No estaría a punto de volverse invisible? ¿No sería el próximo paso? «Una mota de
polvo ante los ojos de Dios», pensó. El corazón le dolía. El horror de aquello, de estar
totalmente aislada... Las lágrimas inundaron sus ojos.
Y, como siempre ocurría en tales momentos, el pasado humano apenas resplandeciente, al
que se aferraba, parecía, más que nunca, una leyenda que había que apreciar cuando las
creencias prácticas se desvanecían. «Que pueda vivir, que pueda amar, que mi carne sea
cálida.» Vio a Marius, a su hacedor, no como era ahora, sino como era entonces, un joven
inmortal con un secreto sobrenatural que le quemaba las entrañas: «Pandora, queridísima...»
«Dímelo, te lo ruego.» «Pandora, ven conmigo a suplicar la bendición de la Madre y del Padre.
Entra en la cripta.»
Sin nada en que anclarse, desesperada, podía haber olvidado su destino. Podía haberse
dejado errar hacia el sol naciente. Pero de nuevo le llegó la alarma, la señal silenciosa,
palpitante, de «peligro», para recordarle su objetivo. Extendió los brazos en cruz y se colocó de
nuevo de faz a la tierra, y, directamente debajo, vio el patio del templo con sus fuegos
humeantes. «Sí, aquí.»
La velocidad de su descenso la aturdió; momentáneamente, le anuló la razón. Se encontró
de pie en el patio; le dolió el cuerpo durante un brevísimo instante, y luego frío y quietud.
El aullido del viento era ahora distante. La música del templo le llegaba a través de los
muros, un pulso vertiginoso, los platillos y los tambores acordes en el ritmo, las voces
diluyéndose en un sonido espantoso y repetitivo. Ante ella se alzaban las piras, escupiendo
chispas, crepitando, los cuerpos muertos ennegreciéndose amontonados encima de la leña en
llamas. El hedor le provocó náuseas. Sin embargo, durante un largo momento, observó las
llamas trabajando en la carne chisporroteante, los miembros que se carbonizaban, el pelo que