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Mi viejo prende otro cigarrillo. Una vez dijo una frase que
me quedó grabada. No sé quién hablaba en la tv sobre el
faso, el cáncer y esas cosas. Terminó el programa y mi vieja,
que todavía estaba con nosotros, le preguntó cuándo pensaba
dejar de fumar. Y mi viejo dijo:
–A mí no me va a matar el cigarrillo.– Quedó flotando, la
frase, me acuerdo, como una promesa o como un presagio.
En este momento una de las cámaras se le acerca y en la
pantallita que tienen del lado del cameraman yo alcanzo a
ver, de lejos, la cara en primer plano de mi viejo, los labios
sosteniendo el filtro, el faso: veo los ojos grises del viejo mien-
tras escucha las palabras del Chueco y mira a lo lejos, como
si él tuviera los pensamientos allá, a lo lejos, no tan enchas-
trados con las enfermedades, los trapos sucios o la política.
Por eso el Chueco dice que se dice de nosotros cualquier
cosa, se dice que esto es una cueva de delincuentes, un nido
de malandras, borrachos y drogados, se dice que somos zur-
dos, vagos y pendencieros. Y no es así, repite. Puede ser que
acá haya cirujas, volqueteros, mendigos húngaros… No sabe,
puede ser, aunque a él no le consta, dice el Chueco y encoge
los hombros, pero la verdad es que Puerto Apache también
está lleno de peones, albañiles, obreros del riel, empleados
municipales, tacheros, mozos, vendedores…
–Somos –dice–, no sé, mil, dos mil, no sé cuántos somos.
Crecimos bastante, pero no estamos amontonados. Somos
legales. En el edificio que levantamos cerca de la Laguna de
las Gaviotas hay lugar y comida por un tiempo para los que
se quedan sin laburo, o para los que llegan de afuera porque
perdieron la casa y los dejaron en la calle… No hay cosa más
rara, mire, ni más injusta que la realidad.
Queda un silencio en el aire.
Por ahí se escuchan gritos de pibes, ladridos, el ruido de
un motor.
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