Llamada a las armas
produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad”
(Fil. 2:13). Dios está al pie de la escala y también arriba, como
Autor y Consumador, ayudando al alma en cada peldaño para
subir hacia el cumplimiento de cualquier acción santa. Y una
vez que emprendemos la obra, ¿cuánto aguantaremos? Solo
mientras nos sostenga la misma mano que nos dio poder al
principio. Pronto agotamos la fuerza que nos da, de modo que
para mantenernos en un caminar santo, hemos de renovar la
fuerza celestial a cada momento.
El creyente, como una copa sin pie, no puede mantenerse so
lo ni mantener lo recibido si Dios no lo sostiene en sus manos
fuertes. Sabiendo esto, Cristo, a punto ya de subir al Cielo y
dispuesto para dejar a sus hijos, pidió que el Padre los cuidara
en su ausencia: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos
en tu nombre” (Jn. 17:11). Es como si dijera: “No se les puede
dejar solos. Son niños débiles y pobres incapaces de cuidarse. A
no ser que los sostengas con fuerza y los tengas siempre bajo
tus ojos, perderán la gracia que yo les he dado y caerán en la
tentación; por tanto, Padre, guárdalos”.
Hasta en la adoración, nuestra fuerza está en el Señor. Con
sidera, por ejemplo, la oración. ¿Queremos orar? ¿Dónde en
contrar temas de oración? “Qué hemos de pedir como convie
ne, no lo sabemos” (Ro. 8:26). Por nuestra cuenta, pronto nos
meteríamos en alguna tentación, y oraríamos por aquello que
Dios sabe que no debemos tener. Para protegernos, entonces,
Dios pone las palabras en nuestra boca
(cf. Os. 14:2). Pero sin
algún cálido afecto que deshiele el grifo del corazón, las pala
bras se congelarán en nuestros labios. Podemos buscar en vano
en los pasillos del corazón y en los rincones del alma sin en
contrar ni una chispa en nuestra propia estufa, a no ser un fue
go extraño de deseos naturales, que no servirá. No; el fuego
que deshiela el frío corazón debe venir del Cielo: un don del
Dios que “es fuego consumidor” (He. 12:29).
Primero, el Espíritu se extiende sobre el
alma, como el pro
feta sobre el niño; entonces el alma empieza a enardecerse, dan
do algún calor celestial a su devoción. Por fin el Espíritu des
hiela el corazón, y la oración fluye de los labios del creyente tan
naturalmente como las lágrimas de sus ojos. Y aunque hable el
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