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—Debo ir —insistió muy serio—. Abra, por favor, la puerta y no
perdamos más tiempo.
Un segundo después, Jerry estaba en el pescante. Le dio una ligera
sacudida a las riendas, que yo comprendí perfectamente, acompa-
ñada de una alegre exclamación.
—Y ahora, Jack, muchacho —me dijo—, vuela. Les enseñaremos a
todos la velocidad que podemos alcanzar cuando lo hacemos por
una buena causa.
Siempre resulta difícil conducir deprisa por la ciudad en mitad del
día, cuando hay tanto tráfico por las calles, pero hicimos lo que pudi-
mos; y cuando un buen cochero y un buen caballo, que se entienden
mutuamente, aúnan voluntades, es asombroso lo que pueden conse-
guir. Yo tenía una boca muy buena, es decir, que me dejaba guiar por
el toque más ligero en la rienda, y eso es una gran cosa en Londres,
entre carruajes, carretas, carros, furgones, coches de punto y gran-
des vagones que se escurrían lentos, unos en una dirección, otros
en otra, unos despacio, algunos queriendo adelantarse a los demás,
obligando al caballo que viene detrás a detenerse también, o a pasar
y adelantarlos. Tal vez uno intenta adelantar, pero justo en ese mo-
mento alguien pasa zumbando por el estrecho hueco, y otra vez hay
que quedarse atrás. Después uno piensa que tiene una oportuni-
dad, y consigue colocarse delante, pasando tan cerca de las ruedas
de los otros que se encuentran a cada lado que, si se acercasen una
pulgada más, se arañarían al pasar. Bien, uno avanza un poco para
encontrarse pronto en una larga fila de carros y carruajes, sin más
posibilidad que la de ir al paso. Tal vez se encuentre con un tranque,
y hay que permanecer parado durante minutos enteros, hasta que
algo se desbloquea en una bocacalle o hasta que interviene el poli-
cía. Hay que estar preparado para cualquier oportunidad de lanzar-
se si se abre un hueco, y ser veloz como un galgo para ver si hay sitio
y tiempo suficientes, porque si no, puede ocurrir que las ruedas
queden bloqueadas o aplastadas, o la lanza de otro vehículo te dé de
lleno en el pecho o en el hombro. Para todo esto hay que estar prepa-
rado. Si se quiere atravesar Londres rápidamente en mitad del día,
hace falta mucha práctica.
Jerry y yo estábamos acostumbrados a ello, y nadie podía ganar-
nos cuando se trataba de adelantar encontrando los huecos para
pasar. Yo era veloz y audaz, y podía siempre confiar en mi conduc-
tor; Jerry era rápido y paciente a la vez, y podía confiar en su caballo,
lo cual era también muy bueno. Rara vez empleaba el látigo. Yo sabía
por su voz y por cómo chasqueaba la lengua, cuándo quería que fuese