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En la noche oscura, las muías se encabritaron de pronto. Todos se despertaron temerosos. Los muchachos
empezaron a dar gritos en la oscuridad y tirar al aire. Pero nadie respondió al fuego. Sin embargo, las muías seguían
encabritadas. Después de que volvió la calma, los muchachos prendieron las linternas y se aventuraron hasta las muías,
arma en mano, para averiguar qué era lo que andaba por allí. Una vez comprobado que no eran soldados, se esperaban
cualquier animal de monte, incluso un tigrillo. Lo que no se esperaban ver era que, frente a la refrigeradora, como
esperando que le sirvieran un refresco bien frío, estaba un enorme lagarto de más de dos metros.
Petronio y Romualda entendieron aquello como un signo del destino. Juraron que nunca, mientras Dios les diera
vida, se separarían de la refri. Al día siguiente, tempranito, los hombres empezaron a hacer una balsa mientras las
mujeres preparaban las últimas sobras que les quedaban para mal comer. Todo el día se fue en ambas labores, y
cuando ya estuvo listo hacia el final de la tarde, decidieron improvisar una celebración antes de cruzar en la
madrugada.
A pesar de que hubo que tomar precauciones por temor al ejército, tales como poner posta, cubrir todos los
objetos -y sobre todo la refri- con ramas y monte, cuidar de no hacer fuegos al descampado que pudieran ser vistos
por los helicópteros, se pudo celebrar el simple hecho de haber vivido hasta allí, de haber podido llegar hasta la raya de
ese otro país que se llamaba México, viviros y coleando. Aunque, la verdad, era una manera más de calmar los nervios
que de verdad celebrar, porque de celebrar, no había nada que celebrar, fuera del hecho de estar vivos. Aunque eso ya
era bastante ganancia, y muchos estaban de veras contentos por eso. De tal manera que los chistes circularon hasta
con mayor abundancia que el poco guaro que quedaba.
Romualda se sentía particularmente impaciente y nerviosa. De fumar habría prendido un cigarrillo tras otro, y
hasta le dieron ganas de empezar en ese momento. Sufría de pensar que algo le fuera a pasar a la refrigeradora: que se
la llevara la corriente, que se diera vuelta, que se la fueran a quitar del otro lado esos que se llamaban mexicanos, que
decían que tenían dos cabezas y cuatro manos. Trataba de alejar lo más posible el momento de atravesar, aunque a la
vez quería que pasara de una vez y ya. Sentía una cólera enorme hacia los soldados que la obligaron a vivir todo eso, y
le dieron ganas de gritar, pero pudo vencer la tentación. Le dio miedo incluso de dejar que los nervios la dominaran.
Toda su cólera de años de miseria y de odios contenidos podría salirsele de pronto y quedarse loca como la niña Juana,
la mujer de Celedonio. A ella hubo que dejarla, porque sus gritos podían delatarlos. Aunque la refri no había sido su
idea, ella ya no quería, ya no podía separarse de ella.
A Petronio le daba risa que a alguien pudiera ocurrírsele que él fuera revolucionario, a su edad y con la garganta
tan quemada. Sin tener hijos siquiera. Sin embargo, su respiración no era reposada. Sentía escalofríos que le recorrían
la columna de abajo para arriba conforme se acercaba el momento de cruzar.
La noche lo cubrió todo de tal manera que por donde fuera que uno reposara los ojos, no veía más que masa
oscura, como la masa de pan antes de hornear, solo que negra. Aunque se oía todo. Los animales, la respiración de
cada uno, los insectos chillosos. Y, desde luego, el incesante fluir del agua del río. Por fin, cuando parecía que ya nada
más iba a pasar que seguir allí para siempre envueltos en ese manto oscuro, que no se sabía si era realidad o sueño
pegajoso de sudor, donde la mano inconsciente y brusca seguía mecánicamente espantando insectos, alguien susurró
que era el momento.
Romualda sonrió. En ese brevísimo instante sintió que el sueño o la realidad eran casi la misma cosa, y no sabía
cuál de los dos escoger o si tenía que escoger. Por lo menos en el sueño había más posibilidades de escapar que en la
realidad. Se paró de pronto para no tener que pensar. Pensar era siempre peligroso. Se le ocurría a uno cada locura
que daba miedo de verdad. Más miedo que la realidad. Pero hubiera querido flotar indefinidamente en el espacio,
libre de a de veras. Petronio se despertó con un estómago tan apretado que sentía ahogo. Temía que le volviera la
angustia opresora que le producía la sola idea de no estar junto a la refri.
-¡Vamos pues!
Entre varios muchachos subieron la refri a la balsa. Petronio de una vez se quedó allí encaramado por si las
moscas. Los muchachos les desearon suerte, se abrazaron, y varios hombres, el Celedonio, el Enrique Xuncax, el
Epaminondas Angulo entre otros, se lanzaron al río a puro nado. Las mujeres se subieron a la balsa, todas alrededor de
la refri. Conforme algunos la guiaban desde el agua, nadando, Petronio, Romualda, el hijo mayor del Chente y la niña
Micaela buscaban empujarse del fondo del río con unos palos muy largos. Pero costaba, porque el río era medio hondo
y el volumen del agua era grande y más fuertecito de lo que uno quisiera. Aunque no parecía tan fuerte a ojo de buen
cubero, la verdad es que sí lo era.
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