Había cierta cadencia singular en su voz. Por cierto, no era porteña, pensó Fiona.
—Siento molestarla, señora de Silva, pero me han hablado tanto de usted amigos en
común que no pude evitar la curiosidad y quise conocerla.
—Es usted muy amable, pero, ¿qué amigos tenemos en común? —Fiona la miraba
intrigada. Era la primera vez que esa mujer y ella se encontraban. ¿Qué amistades podían
compartir? Jamás la había visto en ninguna de las tertulias, ni en la Alameda, ni en lo de
Manuelita Rosas.
—Soler, por ejemplo. Palmiro Soler. Ése es un amigo en común que tenemos.
Cloé advirtió que Fiona se acomodaba nerviosamente en el sillón.
Desde aquella vez en que Soler le rozó la mano con la lengua, no había vuelto a
cruzárselo. Lo vio en una que otra reunión, pero el hombre parecía no conocerla; no la
saludaba, no la invitaba para el minué, ni siquiera la miraba. "Mejor así", había pensado
Fiona. No deseaba que su esposo y Soler tuviesen un altercado por su culpa. Después de
todo, Soler era un conocido mazorquero, con bastante poder dentro de la Sociedad
Popular.
—¡Ah, sí, el señor Soler! Lo conozco.
—Él la tiene en gran estima, señora de Silva.
—Bueno... —musitó la joven. Comenzaba a inquietarse por el giro inesperado que
tomaba la conversación. Decidió pasar a la ofensiva—. Dígame, señorita Despontin, ¿usted
vive aquí, en Buenos Aires? Jamás la había visto antes.
—Sí, vivo aquí hace años. Lo que sucede es que mi casa está algo retirada, cerca de
las barracas, en la boca del Riachuelo, y vengo poco a la ciudad. Soy, casi, una ermitaña —
dijo, con una sonrisa burlona.
—Ah... Y, ¿vive sola? Perdóneme, no quiero parecerle entrometida —se disculpó Fiona
rápidamente.
—No, señora de Silva, no se preocupe. Sí, vivo sola con mis criados, Paolina y Mateo.
"¿Paolina?" ¿Dónde había escuchado ese nombre? La pregunta quedó sin respuesta.
—Disculpe, señorita Despontin, no quiero parecer mal educada. Pero, sinceramente,
no comprendo el motivo de su visita.
—Sí, tiene usted razón. Discúlpeme. No quiero quitarle un minuto más de su tiempo.
En realidad, he venido hoy hasta aquí para devolverle esto.
Y, extendiendo los brazos, le entregó el paquete.
—¿Devolverme? ¿A mí?—le preguntó Fiona, mientras recibía el envoltorio.
Se deshizo del papel de seda y, al principio, no lo reconoció. Había pasado tanto
tiempo que lo había olvidado. Era el vestido de la fiesta en casa de misia Mercedes, el que
había usado la noche en que conoció a de Silva, la misma noche en que su padre le dijo que
se casaría con él, la noche que...
—¿Cómo llegó esto a sus manos? —Fijó su mirada en la de Cloé. Tenía una fea
sensación en la boca del estómago.
—Juan Cruz lo dejó en mi casa, luego de llevarla a usted allí, hace más de un año. A
Paolina le costó mucho volver a ponerlo en condiciones. Estaba prácticamente arruinado
por el barro y, sinceramente, es una pie...
—¿Juan Cruz? ¿Juan Cruz de Silva? —Fiona se puso de pie, con el vestido entre las
manos.