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Estos atributos no son, pues, aplicables a una personalidad humana, aun
cuando, por lo regular, son proyectados sobre los demás hombres como
juicios intuitivos sin contrastación crítica, con gran perjuicio de las relaciones
humanas.
Tales atributos siempre indican que han sido proyectados contenidos del inconsciente
sobrepersonal o colectivo. Porque "demonios" no son reminiscencias personales,
como tampoco "magos perversos", aun cuando todos hemos oído o leído,
naturalmente, estas cosas. Todos hemos oído hablar de la serpiente cascabel;
sin embargo, si un lagarto o una culebra nos asustan al arrastrarse por la
hierba, no vamos por eso a denominarlos serpiente cascabel ni a sentir ante
ellos la emoción correspondiente. No designaremos tampoco a un prójimo
como un demonio, a no ser que, efectivamente, haya en él una especie de
influencia diabólica; pero si la influencia diabólica fuera, efectivamente, un
elemento de su carácter personal, habría de mostrarse en todas las ocasiones,
y entonces este hombre sería verdaderamente un demonio, una especie de
ogro. Mas esto es mitología, es decir, psique colectiva y no psique individual.
Por cuanto participamos, por nuestro inconsciente, en la psique colectiva
histórica, vivimos, naturalmente, de un modo inconsciente en un mundo de
ogros, demonios, magos, etc.; pues éstas son cosas en las que han depositado
poderosos afectos todas las épocas anteriores a nosotros. También tenemos
participación con dioses y diablo?, con salvadores y criminales. Pero sería
insensato quererse atribuir personalmente estas posibilidades, que existen en
lo inconsciente. Se impone, pues, una separación lo más honda posible entre
lo personal y lo impersonal. Con eso no negamos de ningún modo la
existencia, a veces muy eficaz, de los contenidos del inconsciente colectivo.
Sin embargo, como contenido de la psique colectiva, se contraponen a la
psique individual y se distinguen de ésta. En el hombre ingenuo, estas cosas
no estaban separadas naturalmente de la conciencia individual, porque la
proyección de dioses, demonios, etc., no era entendida como una función
psicológica, sino que esos seres eran considerados como realidades
sencillamente aceptadas. Su carácter proyectivo no era visto nunca. Hasta la
época de la ilustración (siglo xviii) no se comprendió que los dioses no existen
realmente, sino que sólo son proyecciones. Con esto quedaron eliminados.
Pero no estaba eliminada en modo alguno la función psicológica co-
rrespondiente, sino que pasó al inconsciente, con lo cual los hombres mismos
fueron envenenados por un exceso de libido, que antes se desahogaba en el
culto de las imágenes de los dioses. La depreciación y eliminación de una
función tan fuerte, como es la religiosa, tiene, naturalmente, importantes
consecuencias para la psicología del individuo. Lo inconsciente se refuerza
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extraordinariamente por el reflujo de esta libido, de suerte que comienza a
ejercer un violento y dominante influjo en la conciencia, con sus contenidos
arcaicos colectivos. El período de la ilustración se cerró, como es sabido, con
los horrores de la Revolución Francesa. Actualmente volvemos a
experimentar esta rebelión de las fuerzas inconscientes, destructoras, de la
psique colectiva. El efecto fue una matanza en masa. Esto era, precisamente,
lo que lo inconsciente buscaba. Su posición se había reforzado antes
desmesuradamente por el racionalismo de la vida moderna, que desprecia
todo lo irracional; con lo cual la función de lo irracional se hundió en lo
inconsciente. Pero una vez que la función se encuentra en lo inconsciente,
obra desde allí devastadora e irresistiblemente, como una enfermedad incu-
rable, cuyo foco no puede ser extirpado, porque es invisible. Tanto el
individuo como el pueblo tiene entonces que vivir, a la fuerza, lo irracional; y
no tiene más remedio que aplicar su más alto ideal y su mejor ingenio a dar la
forma más perfecta posible a la extravagancia de lo irracional. En pequeño, lo
vemos en nuestra enferma. Esta rehuía una posibilidad de vida (señora X)
que le parecía irracional, para vivir esa vida misma en forma patológica, con
el mayor sacrificio, en un objeto inadecuado.
No hay otra posibilidad sino reconocer lo irracional como una función
psicológica necesaria, puesto que siempre está presente, y tomar sus
contenidos no como realidades concretas (esto sería Un retroceso), sino como
realidades psicológicas; realidades, porque son cosas activas, es decir,
efectividades. Lo inconsciente colectivo es él sedimento de la experiencia
universal de todos los tiempos, y, por lo tanto, una imagen del mundo que se
ha formado desde hace muchos eones. En esta imagen se han inscrito a través
del tiempo determinadas líneas, llamadas dominantes. Estas dominantes son
las potestades, los dioses, es decir, imágenes de leyes y principios
dominadores, de regularidades promediadas en el curso de las
representaciones que el cerebro recibió a través de procesos seculares. Por
cuanto las imágenes depositadas en el cerebro son copias relativamente fieles
de los acaecimientos psíquicos, corresponden sus dominantes (es decir, sus
rasgos generales, acusados por acumulación de experiencia idéntica), a
ciertos rasgos físicos generales. Por eso es posible trasladar directamente
ciertas imágenes inconscientes, como conceptos intuitivos, al mundo físico;
así, por ejemplo, el éter, la materia sutil o anímica primitiva, que está
representada, por decirlo así, en las concepciones de toda la tierra; así
también la energía, esa fuerza mágica cuya intuición también está difundida
universalmente.