255
punto de partida. Pasó la mañana, llegó la tarde, feneció el día, y el asesino continuaba
caminando de aquí para allá, ora subiendo, ora bajando, sin dar punto de reposo a sus
piernas, y, sin embargo, encontrándose siempre en el mismo sitio. Al fin tomó
decididamente dirección hacia Hatfield.
Las nueve de la noche serían cuando el hombre, extenuado y falto de fuerzas, y el
perro, renqueando y cojeando a consecuencia de un ejercicio al que no estaba
acostumbrado, descendían por la colina que conduce al pueblo, torcían al llegar a la iglesia,
avanzaban por una calle y se deslizaban al fin en el interior de una taberna, a la cual los
había guiado la escasa luz que iluminaba su puerta. Sentados alrededor de la lumbre había
algunos campesinos que entretenían el tiempo bebiendo. Apresuráronse a dejar entre ellos
un sitio al recién llegado; pero Sikes fue a sentarse en el rincón más alejado y obscuro,
donde comió y bebió solo, mejor dicho, acompañado por su perro, al cual arrojaba de vez
en algún pedazo de pan.
Hablaban los que estaban reunidos en la taberna de campos, cosechas, y cuando
agotaron el tema, de la edad de un viejo a quien habían enterrado el domingo anterior,
acerca del cual aseguraban los jóvenes que era muy viejo, al paso que los viejos sostenían
que era muy joven, de la edad poco más o menos de un abuelo allí presente, cuyos cabellos
de nieve y espalda encorvada eran fe de bautismo harto elocuente, el cual juraba y
perjuraba que habría vivido seguramente veinticinco años más... a poco que se hubiese
cuidado.
La conversación no era para llamar la atención ni para producir alarma a nadie. El
asesino, después de pagar el gasto hecho, permaneció en su rincón y concluyó por
dormirse, cuando lo medio despertó la entrada en la taberna de un individuo.
Era éste un sujeto grotesco, entre buhonero y juglar, que recorría el mundo a pie,
vendiendo piedras de afilar, suavizadores de navajas, navajas de afeitar, pastillas de jabón,
cosméticos, medicinas para perros y caballos, artículos de perfumería barata, pastas y cosas
por el estilo, que llevaba en una caja sujeta a su espalda a guisa de mochila. Su entrada dio
lugar a un chaparrón de chistes tan baratos y malos como sus mercancías, chaparrón que no
cesó hasta que el buhonero dio fin a su cena y abrió su caja desplegando ante el público los
tesoros que encerraba.
—¿Y ese ladrillo? ¿Es bueno para comer? —preguntó un labriego, haciendo guiños
altamente cómicos y señalando a unas pastillas colocadas en un rincón de la caja.
—Esto, mi querido paisano —contestó el buhonero tomando una en sus manos —,
es una composición preciosa e infalible que borra y hace desaparecer toda clase de
manchas, herrumbres, mohos, mugres, roñas, lunares, macas, máculas y mancillas,
salpicaduras y suciedades de las telas de seda, algodón, sean de raso, liberty, bengalina o
moire, de lienzo, madapolam, holanda, nipis, o nansú o batista, de jerga, cheviot o patén,
merinos o muselinas, alfombras, tapices y terciopelos, moquetas, felpas y peluches. Borra
las manchas de vino, las manchas de fruta, las manchas de cerveza, las manchas de agua,
las manchas de pintura, las manchas de betún, de brea, de alquitrán, de pez, de resina, toda
clase de manchas salen y desaparecen con que se las frote una sola vez con esa
composición infalible y maravillosa. Si una dama, damisela o señorita, casada, soltera o
viuda, doncella o no doncella, mancha y ensucia su honor, no tiene que hacer más que
tragarse una pastilla y queda limpia e inmaculada como un rayo de sol. El caballero que
desee probarlo, engúllase una pastilla y quedará convencido, pues es de efectos tan seguros
y rápidos como los de un pistoletazo, aunque de sabor menos desagradable. ¡un penique la
pastilla!... ¡No vale más que un penique, no obstante poseer tantas y tan preciosas