Hamrak, el estafador, y Anderson, el acusado de asesinato, ejemplifican los
dos tipos extremos de errores de que están plagados los intentos de descubrir a
criminales mentirosos. En un interrogatorio o durante una prueba con el
polígrafo, Hamrak probablemente no habría tenido ninguna reacción emocional,
presentándose como ajeno a toda falta. La verificación de la mentira puso en
evidencia por qué un mentiroso natural como él, profesional y experto, o un
psicópata, rara vez cometen errores al mentir. Hamrak es un ejemplo del tipo de
persona cuya mentira va a ser creída. Anderson representa el polo opuesto: un
inocente que, por todas las razones que hemos visto, fue juzgado culpable —
debido a un error de incredulidad—.
Mi propósito al examinar estos dos casos no es proponer que se prohíba el uso
del polígrafo o de los indicios conductuales del engaño al interrogar a los
sospechosos de un crimen. Por más que uno quisiera, no habría forma de vedar a
la gente el uso de los indicios conductuales. La impresión que cada cual se forma
de los otros se basa, en parte, en su conducta expresiva. Y esa conducta transmite
muchas otras impresiones, aparte de las vinculadas con la sinceridad: permite
saber si alguien es amistoso, sociable, dominante, atractivo o atraído, inteligente,
sí le interesa lo que uno dice o no, si lo comprende o no, etc. Por lo común uno se
forja esas impresiones sin proponérselo, sin percatarse del indicio conductual
particular que toma en cuenta. Ya he explicado, en el capítulo 6, por qué pienso
que es menos probable que se cometan errores si tales juicios se explicitan. Si
uno tiene conciencia de la fuente de sus impresiones, si conoce las reglas a las
que se atiene al interpretar determinadas conductas, es más posible que
enmiende sus errores. Los propios juicios podrán además ser cuestionados por
otras personas, por los colegas o por el propio sujeto sobre quien se formulan, y
se podrá aprender merced a la experiencia cuáles resultan acertados y cuáles no.
No es posible, pues, abolir el uso de los indicios conductuales del engaño en
los interrogatorios criminales, y no sé si en caso de hacerlo la justicia se vería
beneficiada. En los engaños mortales, cuando puede mandarse a la cárcel o a la
silla eléctrica a un inocente o liberar a un mentiroso asesino, debería apelarse a
todos los recursos legales para descubrir la verdad. Mi propuesta, en cambio, es
volver más explícito el proceso de interpretación de tales indicios, más meditado
y cauteloso. He puesto de relieve la posibilidad de incurrir en errores, y de qué
manera el cazador de mentiras, considerando cada una de las preguntas de mi
lista para la verificación de la mentira (cuadro 4 del «Apéndice»), puede
evaluar su posibilidad de descubrir la mentira o de reconocer la verdad. Creo que
el adiestramiento en la discriminación de los indicios del engaño, el conocimiento
de todos los peligros y precauciones, y la verificación de la mentira, volvería
más precisos a los detectives, reduciendo el número de errores de credulidad y
de incredulidad. Pero para comprobar si estoy en lo cierto es menester llevar a
cabo estudios de campo sobre los interrogadores policiales y los sospechosos de