60 61
Yo volví a decir que sí con la cabeza. Por
supuesto que me acordaba de mi hermana Catali-
na, si nació hace sólo seis meses.
Cuando empezó el discurso de «a todos
los querernos por igual, porque cada uno es espe-
cial», me bajé del banco, le dije ¡gracias! y me
fui corriendo a mi pieza. Ya sabía todo lo que ne-
cesitaba saber. Estaba listo y preparado. Hasta
podría decirse que era un experto en sexo.
Esa noche hubo puré de sandía de postre.
Cuando Maite, mi hermana mayor, estaba a pun-
to de reclamar, se dio cuenta de que mi papá, el
tío Erasmo y yo comíamos en total silencio y
contemplando el plato. Entonces miró a mi ma-
má, que todavía tenía una pepa de sandía pegada
en la mejilla, y comprendió en un segundo que
tenía que tragar sin chistar.
A la mañana siguiente, en el bus camino
al colegio, me fui sentado con Horacio, como
siempre desde primer año.
— ¿Estudiaste para la disertación sobre...
tú sabes... lo de los niños... que nacen? —me
preguntó.
—Tranquilo, Horacio, lo sé todo —le res-
pondí—. Además, todos los niños nacen, ¿ o no?
—le pregunté por las dudas, porque Horacio es el
mejor alumno del curso.
— Sí. De muchas formas diferentes,
pero de que nacen, nacen —me respondió
mirando al suelo y apretando el paquete de
pañuelos de- sechables que su papá lo obliga a
llevar para todos lados, porque dice que las
servilletas del colegio son un asco. Del papel
higiénico ni hablar, porque su papá no lo deja ir
al baño del colegio. Si tiene ganas, tiene que
llamar por teléfono y su papá lo va a buscar para
que haga en la casa.
Entramos a la sala, nos sentamos, des-
pués entró la señorita Gerundia, nos pusimos de
pie para saludarla y nos volvimos a sentar, para
ver a quién le iba a tocar ser el primero en poner-
se de pie de nuevo para disertar.
—Muy bien —dijo la señorita Gerundia,
con su voz un poco gangosa, mientras revisaba la
lista del curso con sus ojos a un centímetro del
papel, y eso que usa unos anteojos que si me los
pusiera yo, seguro podría ver hasta las bacterias
del papá de Horacio—. Espero que hayan estu-
diado para su disertación de hoy.
Yo dije que sí con la cabeza, agitándola
de arriba a abajo, sonriendo y al mismo tiempo
susurrando ¡sí, sí, sí! Pero ella no se dio cuenta,
porque seguía rascando la hoja con su uña roja,
lentamente, como si fuera un bisturí sobre la piel
de un cadáver, y ella la encargada de la morgue.
—Me imagino que no hay ningún volun-
tario. O acaso alguno, que no sea el alumno Ho-
racio Toro, se atreve a venir...
No alcanzó a terminar cuando me vio con el
brazo estirado, sujetándomelo con el otro para que lle-