máquina. La máquina era la picana eléctrica. Después, como no tenía nada que cantar porque había
estado mucho tiempo en el exterior, no me torturaron más. Bah, no me torturaron con picana, pero las
torturas no sólo eran físicas. Existía la otra tortura, la psicológica, la que te sumía en la indignidad.
Algunas veces te tocaba un guardia más clemente, un verde, de no más de diecisiete años, que podía
llegar a apiadarse. En esas ocasiones, sobre todo a las embarazadas, les llevaban una manzana o un
pedazo de dulce y queso, que en aquel lugar era como comer caviar.
La mirada de Susana Olivera parecía ensombrecerse a medida que rescataba sus recuerdos.
En medio de ese infierno conocí a tu madre. Al principio sólo a través de las palabras, porque ambas
estábamos encapuchadas. Dormíamos en cuchetas vecinas, y nos comunicábamos en voz baja, a través
del tabique de aglomerado. Así me enteré que nacerías en junio, y me pidió que la acompañase en el
momento del parto.
Un día tu mamá, algo ilusionada, me cuenta que se estaban produciendo traslados hacia cárceles del
sur. Por ese entonces como gozábamos de cierta libertad, no llevábamos vendas todo el tiempo y pude
ver sus ojos, iluminados, mientras me lo contaba.
Empezamos a esperar los miércoles, que eran los días de traslado, con una ansiedad nueva, pensando
que si nos llevaban a otro sitio se acabaría el infierno. Sólo sabíamos que te colocaban una vacuna y te
subían a un avión, para llevarte al sur, adonde te blanquearían en una cárcel. No pueden imaginarse
con qué anhelo esperábamos los miércoles. Ahora, recordando todo esto, no puedo dejar de
relacionarlo con la última guerra mundial, cuando los judíos esperaban su turno para ir a las duchas, en
los campos de exterminio. Seguramente debe de ser la necesidad del ser humano de aferrarse a una
esperanza.
La voz de la mujer pareció quebrarse por un momento, pero luego prosiguió, recobrando la calma.
Poco después empezamos a pensar mal de los traslados, nos llamaban la atención algunos detalles: al
día siguiente, por ejemplo, aparecía en el pañol la ropa de los trasladados, ¿se irían desnudos?, nos
preguntábamos; una vez, un verde, con lágrimas en los ojos, nos preguntó qué pasaba con la gente que
se llevaban... Hasta que un día, un compañero que volvió de uno de esos "viajes", nos confirmó
nuestras sospechas: el traslado era un vuelo sin regreso. Antes de salir te quitaban las ropas, te
aplicaban una inyección de pentonaval para que te durmieras, no una vacuna como creíamos, y
después te arrojaban desde un avión, con vida, al fondo del mar. Era un viaje hacia la muerte. Esta
revelación hizo que se desvaneciera toda ilusión para nosotros y que, a partir de entonces, los días
miércoles, la vida se transformara en un calvario, rogando que no pateasen la puerta de nuestra
cucheta.