CUENTOS INCOMPLETOS (1952-1954) Gloria Fuertes

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About This Presentation

Recopilación de cuentos de GLORIA FUERTES


Slide Content

CUENTOS INCOMPLETOS
(1952-1954)

































Gloria Fuertes



Edición:

Julio Pollino Tamayo

[email protected]

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INTROITO





















En España o nos pasamos o no llegamos, no hay término medio, y ni tanto ni
tan calvo, ni Gloria Fuertes es la grandísima poeta que ahora nos tratan de
vender, de imponer, ni desde luego es una mediocre, es una de las más
destacadas poetas de la Generación de los 50. Su obra infantil, la más conocida,
leída, reeditada, se hace de difícil digestión para mentes adultas, no soporto las
rimas, ni en poesía ni en música ni en nada. Su obra para adultos, la más
brillante, sin tener un libro de poesía redondo, fuera de categoría, solo chispazos
de genialidad, para qué más, España es el paraíso del fragmento, a pesar del
boom de los últimos años coincidiendo con su centenario, sigue sin ser respetada
por la crítica, ni por sus colegas. El habitual ataque de cuernos de escritores y
poetas cuando de repente un creador se convierte en popular, en leído, a mayores
siendo mujer y lesbiana. Su faceta como prosista, cuentista, es si cabe todavía
menos conocida y respetada a pesar de que en su conjunto es donde muestra su
talento, su genialidad, su entrañable humor, humanidad, de manera más regular,
continua, exceptuando la mayoría de cuentos para «Flechas y Pelayos» (he
incluido algunos en el apéndice) de los 40 que pecan de exceso de moralismo.

4



Su fundación Torremozas editó hace unos años, en 2006, «una pequeña
selección» (así reza en el prólogo, y no se ajusta a la verdad, solo escribió unos
pocos más, y no siempre semanalmente, sino de manera muy irregular, podían
transcurrir varios meses entre cuento y cuento) de sus cuentos, 10, publicados en
la revista juvenil «Chicas» (La revista de los 17 años) entre 1951 y 1954, o entre
1953 y 1955, los dos datos contradictorios aparecen en el mismo libro, la
realidad entre 1952 y 1954, bajo el título de «El rastro». Un pequeño aperitivo,
vendido como una especie de milagroso rescate, cuando no era tal, que te deja
con ganas de mucho más. Un más imposible de saciarse, el intento no tuvo
continuación hasta la fecha, no debió de tener mucho éxito, la primera edición
sigue disponible. Rescate era, nunca habían sido publicados en forma de libro,
pero no milagroso, se sabía de su existencia, no habían desaparecido, ni estaban
ocultos en un lúgubre archivo, la revista «Chicas» puede ser consultada en
algunas bibliotecas, o adquirida de segunda mano a un precio razonable. Lo
ideal es que la antología subjetiva, y desordenada, no respeta el orden de
publicación, de la Presidenta de la Fundación hubiera sido un «Cuentos
completos», supongo que las limitaciones editoriales no permitían un proyecto
tan ambicioso, y como Gloria Fuertes merece ese esfuerzo, y muchos más, pues
con este PDF espero haber rellenado ese vacío, o al menos haber realizado un
primer paso para su realización definitiva. Como no puedo afirmar tajantemente
que estén todos los cuentos publicados en «Chicas» (no incluyo los diez ya
editados), se me puede haber pasado alguno, y desconozco si escribió más para
otras publicaciones semanales juveniles, lo que hizo para «Maravillas»
(apéndice femenino de «Flechas y Pelayos») son más bien fábulas infantiles, el
título «Cuentos incompletos» es el que le hace más justicia. Si desconocéis esta
faceta de Gloria Fuertes os va a fascinar, esa mezcla tan suya de ternura infantil,
de surrealismo blanco, de chulería castiza, de costumbrismo existencialista, de
retranca, está presente en todos sus cuentos, con el añadido de un fuerte
componente de crítica social y de feminismo sin disimulos, y eso que hablamos
de los años 50, de una dictadura, y de una revista de corte tradicional,
doctrinario. Conservadurismo, ñoñería, que Gloria Fuertes se pasa por el forro,
de sus papeles. Que los disfruten.

5



ÍNDICE





INTROITO


Julio Pollino Tamayo…………………………………………………………...3




CUENTOS


(Cuentos publicados en “Chicas”, 1952-1954)



La número ocho………………………………………………………….…..…..7

La tonta del circo…………………………………………………………...…..11
Maestra nueva…………………………………………………………….….....17
Cómo se declara un hombre [sin acreditar al 100%]…………………….….….25
Rosa y Rita..….…...…..……..……..…...……...……………….……….. ….….29
Primeros amores…….…...……....….….................…….…………..…..…..….35
Los amigos………..…..….….……………………………….………...……….41
Mari-Juana.…..…..…….….……….…..…..….….……….………………….... 45
Saturnino el de Ribadeo………………………………………………...….…...4 9
La barca………………………………………………………………………...55
Compuesto y sin novia………………………………………………..………..61
Gertrudis y Godofredo……………………………………………...…………..67



APÉNDICE


(Selección de cuentos publicados en “Flechas y Pelayos”, 1942-1947)



El sabio Cruelote y los cangrejos vengativos…………………………………..73

El gigante perfecto………………………………………………………….…..77
Yo conocí a tres niños de la luna………..………………………….…… ……..81
El fantasma del castillo………………………………………………...……….87

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La número ocho
















EL Manicomio Provincial empezaba a impresionar ya desde fuera.
Debía tener un patio con cipreses, porque asomaban sus lúgubres patas por el
centro del edificio.

Al bajarme del coche, miré la Casa de Salud con cara de tonta, y creo que dije:
—Esto es un cementerio.
Por un momento me creí de piedra. El doctor me cogió del brazo para
ayudarme a subir los viejos escalones.

Yo iba más muerta que viva, porque estas cosas me impresionan mucho, y
esperaba a sabiendas ahogarme de tristezas y silencios.

Y no fue así. Recorríamos la galería del primer piso, y tras los ventanales me
llegaba un alegre murmullo de risas y canciones.

Pisé el umbral del patio de los cipreses, y aquello parecía la hora del recreo de
un Grupo Escolar…

—¡Son las niñas! —me dijo el doctor— las locas leves.
Todas vestían un delantal blanco con rayas negras; por eso también parecían
simples colegialas. Cantaban al corro; saltaban a la comba, sin comba, y jugaban
a las cuatro esquinas, sin esquinas, igual que vivían sin vida.

De pronto todas interrumpieron todo, y estáticas clavaron sus miradas en mí.
A coro un grupo dijo:
—¡¡La nueva!!

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* * *


En este momento me sucedió lo que ya me va pasando varias veces, que perdí
totalmente la memoria, se me olvidó, sobre todo, mi nombre, mi edad, mi sexo;
luego dejé de oír y se me nubló la vista.

Alberto Ferrer —el doctor—, que es mi novio, me sacó de mi
ensimismamiento, volviéndome a coger, esta vez de la cintura, cosa que era la
primera vez que hacía, pues siempre se mostró conmigo demasiado serio.

—Éstas enfermas no tienen nada interesante; son histéricas, maniáticas,
esquizofrénicas, etc. Algunas están en observación y saldrán en seguida. Voy a
enseñarte ahora las peligrosas.

—¿Dónde están las peligrosas? —le pregunté, colocando el iris en el centro de
mis ojos.

—Las peligrosas están cada una en su celda.
Mientras recorríamos pasillos, naves y dormitorios solté mi imaginación y me
fui figurando, no sé si morbosamente, el rato que me esperaba. Pero ¿qué
importaba que mis nervios se pusiesen peor? Yo tenía un gran interés, una
curiosidad desmedida por ver a las locas, por comprobar si eran como yo las
imaginaba siempre en mis escritos.

Ya en la puerta de la más peligrosa —como casi todo en la vida— sufrí una
gran decepción.

Ni su melena estaba despeinada, ni sus ojos saltones, ni su cuerpo desnudo, ni
siquiera oprimía sus flacos huesos la camisa de fuerza.

Vestía su bata de rayas como todas, y tres trenzas gruesas bien hechas caían
sobre su espalda. Sentada en su camastro mirábase a un espejo de mano. Eso era
todo. La estampa era de paz y cordura. Yo miré al doctor y éste ya me estaba
mirando a mí. ¡En esto nos miró ella! E impulsada como por un resorte, veloz,
saltó de la cama y corrió a coger un oxidado reloj de pulsera que había sobre una
silla guardándoselo en el pecho. Después, muy rápida también, arrampló con una
toalla rota que colgaba de una cuerda; en ella se envolvió la cara y fue a sentarse
de nuevo sobre el lecho.

—¿Qué hay? —la dijo Alberto con su mejor sonrisa.
—Buenos días, doctor —contestó la loca, sin mirarnos e inclinando en saludo
la cabeza.

—¿Cómo estamos hoy? —siguió preguntándola.
La enferma lanzó un extraño quejido y añadió al silencio unas torpes palabras:
—¡Mal! ¿Por qué pregunta lo que ve? Estoy toda comida. Las señales de la
viruela se agrandan cada día más. —Destapó su rostro.

—No veo nada —pensé en voz alta; y el doctor me hizo una seña angustiada.
Por lo visto, no debiera de haber dicho eso. ¡En qué hora lo dije!
Verdaderamente se puso hecha una loca.

9

















—¡No veo nada! ¡No veo nada! —gritó, tomándola conmigo—. Ustedes, los
otros, no veis más que lo que queréis. Yo estoy cierta y no me engaña ninguna
viva. He contado doce agujeros en la mejilla derecha y siete en la izquierda, y el
que tengo en la frente es horrible: ya casi me cala el hueso. Voy a perder la masa.
¡Fíjese! ¿Tendrá usted el valor de mentir que no ve nada? —terminó,
acercándose a mí.

Un sudor frío humedeció mi cuerpo; mi amigo el doctor me sacó de la celda y
cerró la puerta por fuera.

Entramos a su despacho; me derrumbé en una cómoda butaca. Como era
inteligente, respetó mi silencio, besó mi pelo, y poniendo en mis manos una copa
que llenó de coñac, me encendió un cigarrillo.

Como las ventanas daban a la calle y estaban abiertas, respiré a fondo un aire
distinto y reaccioné en seguida.

La enferma de la 8 seguiría sin reaccionar, hundida en su noche, sufriendo por
las llagas que no tenía, sin medicinas inventadas para su dolor, sin cigarro, ni
copa, ni hombre que la confortase.

—¡No hay derecho! —grité, poniéndome de pie y estrellando el cigarro y la
copa a los pies del psiquiatra.


* * *


Este no dio importancia a mi acto. Su serenidad y sangre fría para conmigo me
sacaban de quicio. Siempre me aseguraba que yo no estaba enferma de los
nervios; que mi lesión era cosa de corazón.

Allí, en su despacho de director del manicomio, continuamos la tarde, porque
adivinando mi pensamiento, se le ocurrió abrir uno de los ficheros, sacar el
historial de «la número 8» y leérmelo.

Sobre poco más o menos, era esto:

10


«Laura Ramos Sopeña, natural de Salamanca, de cuarenta años de edad, viuda.

Padre alcohólico. Falleció: ataque cerebral.
Madre, enferma del pecho. Falleció: cáncer.»
La ficha era de color rosa, y sólo se leía en ella esto ya dicho y los nombres de
lo que ahora tenía Laura, que eran muy raros y no los recuerdo. Lo demás me lo
contó Alberto de esta manera:

—La viuda ésta, como aún has podido ver, fue muy bella y también muy
amada. Era terriblemente coqueta; su mayor deseo consistía en agradar, y tanto
agradó, que, según dicen los de su tierra, tuvo una juventud un poco complicada.
Hasta que se casó con un ingeniero de muy buena familia, pero de muy mala
salud, que llegó por allí a lo de las minas.

Enviudó muy pronto, y su difunto la dejó una modesta herencia en metálico,
mas un buen tesoro en carne y hueso, ya que tuvieron un hijo más guapo y más
sano que nadie. Por entonces, la viuda repartía sus horas entre el hijo y su cara, y
a pesar de los potingues, cremas y lociones que se daba, cada día estaba más
hermosa. En esto, el ángel de su hijo cayó en cama nada menos que con viruela.
Cuando el médico dio la noticia a la madre, comenzó en ella una batalla
espantosa. En aquel momento huyó a la habitación más lejana de la alcoba del
hijo y ya no hubo quien la sacara de allí. Llamaba sin cesar a la criada para que
la fuera informando de cómo iba la salud de su hijo.

Así pasaron unos días hasta el momento en que la pobre criada, nadando en
llanto, entró a decirla:

—Señorita, su hijo quiere verla.
—¿Cómo está? —preguntó la viuda.
—Muy mal, señorita; quiere verla; sólo llama a su madre.
—¡Verme! ¡Oh! ¡Eso, no! —Y corrió al rincón a pegar su cara contra la pared.
A la tarde, el médico, tras gran trabajo, consiguió, ante el asombro de todos,
convencerla de que viera a su hijo, aunque sólo fuera a través del cristal del
montante de la puerta.

—Iré. Pero deme antes medicinas para evitar el contagio.
El médico la dio a beber unas sales, y después salió la viuda con la cara tapada
pasillo adelante. Cuando ya iba a subirse a la silla para ver el rostro de su hijo,
escondido bajo una careta de costra, se echó hacia atrás, suplicando al médico:

—¡Déjeme que no le vea! ¡No puedo! Me da mucho miedo…
El niño, moribundo, esperó en vano. Se quedó muerto mirando al montante de
la ventana por donde le dijeron que iba a mirarte su madre.


* * *


—Como no podían hacer carrera de ella, unos parientes lejanos me la trajeron
aquí a ver si podíamos salvarla; no se puede hacer nada; es incurable. Vamos,
otro día te enseñaré casos más curiosos aún.

—No. Es suficiente —le contesté—. Prometo no volver a un manicomio…, a
no ser que me lleven.

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Primer capitulillo.

En el patio de vecindad, yo, Timotea, de doce años de edad, iba de un lado a
otro andando con las manos y llevando los pies en alto ante la admiración de los
chiquillos.

Del segundo corredor brotó una voz enérgica capaz de asustar a un fantasma:
—¡Pero bueno! ¡Ya está otra vez la niñita haciendo títeres! ¡Timotea! ¡Sube
«pa» arriba, anda, que te voy a matar!

Era mi madrastra quien me llamaba tan cariñosamente.
Subí y entré cabizbaja. La primera torta me la dio en el cuello, y las demás,
todas en el mismo carrillo.

—¡Anda, desgraciada! —que era como me llamaba cuando me quería pedir un
favor—. Siéntate, que no te vas a mover de ahí hasta que no dejes sin un tomate
a esos veinte pares de calcetines de tus hermanos. Luego mondas el cesto de
patatas «pa» la cena, limpias los tres kilos de calamares y los guisas como sabes
que le gustan al tío. ¡Entérate, que estás idiotizada, y cada día tienes más cara de
tonta! ¡Huy, qué ser! Que entre en tu cabeza, muchacha, que tu obligación es
coser, lavar, guisar y hacer todo lo de la casa, que es de lo que vas a vivir el día
de mañana, que tus padres te dejaron con lo puesto. ¡Ese es tu deber, y no hacer
el chicazo y saltar como una cabra! —Claro, como lo que estás—… ¡Te advierto
que la chaladura esa de la gimnasia y los saltos no te va a servir más que para
quedarte «lisiá», si antes no te lisio yo a golpes!

¿Quién aguantaba esto? Dicho a gritos todos los días y a todas horas el mismo
sermón. Mi madrastra no me comprendía. Continuamente torturándome con que
yo no ganaba ni para pesarme; con que yo era más fea que Picio; con que mis
padres me dejaron al morir sólo un abriguito de franela y muchas trampas…, y
así siempre, como si de pequeños no sufriéramos… Nunca me dejaba jugar, ni
hacer circo, ni nada… Por eso hice lo que hice…



Segundo Capitulillo.


Me voy a sincerar en estos papeles.

Yo no soy gitana, como cree la gente. Lo que pasa es que cuando me escapé de
casa de mi madrastra y eché carretera adelante, me quedé dormida debajo de un
frondoso árbol.

—Despierta, asusena der valle, que tú va a da mucho quehaser en la vida.
Anda, mi arma, aterrisa, que eztá en la higuera.

Y era verdad, porque el árbol que me daba sombra era una higuera con sus
higos y todo. Y la que me hablaba era nada menos que «La Pitillo», faraona de la
tribu calé de «Los Marianitos», aunque a mí, la verdad, al primer pronto me
pareció la «Bruja Pirulí».

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Le caí en gracia a la vieja greñuda y me llevó de su mano arrugada al
campamento, que estaba cerquita de mi higuera, a los pies de un puente del año
el catapúm.

—Mirá uztede lo que me he encontrao.
Vinieron todos los gitanos a ver qué era aquello y me miraron como a un bicho
raro.

—¿Qué sabes hacer? —me preguntó uno de ellos.
—Coser, lavar, planchar, poner patitas de cordero con tomate y calamares con
su tinta, y…

—¡Ezta no nos vale pa na! Mira, niña, aquí ni se lava uno, ni se come uno, ni
se trabaja uno —gruñó un hombretón renegrido, guapote y muy distinguido.

—También sé dar volteretas —añadí.
—¡Ay paya, eso es otra cosa: venga de ahí, que se vea!
Me eché hacia atrás hasta tocar el suelo con las palmas de las manos,
formando un arquito muy mono con mi delgado cuerpo, por el que pasó un
perro-chucho, hermoso ejemplar portapulgas. Luego di el salto mortal que me
enseñó mi amigo «el Milhombres» en la plaza del barrio, quedando
elegantemente de pie ante el asombro de todos los gitanos.

No hay que decir que ya no me soltaron aquellos artistas del cante y del
cuento.

El aire, el sol y el polvo de los caminos fueron oscureciendo mi piel blanca, y
como mi pelo es muy negro, empecé a parecer una gitana auténtica; además, no
tardé mucho en hablar en «calé» tan bien como ellos.



Tercer capitulillo.


Nuestros panderos sonaban en el centro de la tarde, y la voz de los mozos que
corrían azotaba las ramas de los árboles.


«A los títeres tocan,

yo te pago la entrá...»

Estábamos haciendo títeres en el pueblo de Veguillalisa, que celebraba sus
fiestas, y al terminar mi actuación con la mona y extender el pandero para que
nos echaran las monedas, me extrañó que un señor del corro me tirase un billete
que parecía una colcha. Lo miré y leí: «100 pesetas». Estuve un buen rato bizca;
después le dije:

—¡Ele ahí los rumbosos!
—¡Y ele ahí las gitanillas artistas de verdad!
—Eso no será guasa, ¿verdad usted?

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—Mira, niña, vente para la sombra. —Y cogiéndome la mano y acercándose
mucho, me dijo bajito:

—Soy el dueño del circo Rosetti; ¿quieres trabajar con nosotros? Te pago
quinientas rubias…

—¡Huy!… No me fío… Quinientas rubias…
—¿Te parece poco? Setecientas…
—¡Setecientas pesetas al mes!
—¡No, pequeña, no! ¡Setecientas pesetas diarias!
Entonces fue cuando me dio el soponcio.

* * *


—¿Qué hablabas con ese tipo? —me dijo «La Pelos».

—Nada —la contesté yo, dándola, como veis, detalle.

* * *


Aquella noche, por primera vez, sentí que me picaban el cuerpo toda clase de
bichos, y es que no pegué ojo.

Madrugué, y con eso de que iba al río a lavar mi ropita, me di un paso hasta el
otro lado del pueblo, y por debajo de la lona me colé en el circo.

A los pocos minutos estaba ante el amo, que, al verme, se le iluminó el rostro.
—¡Vaya, aquí está la gitanilla más artista del mundo! ¿Dijistes que aceptabas
trabajar en nuestra compañía?

—Sí, señor, a eso vengo; pero yo no quiero trabajar como titiritera.
—¿Pues de qué te gustaría trabajar?
—De tonta.
—¿De tonta?
—Sí, hombre, sí, de tonta.
—¡Bueno! Pues vamos a ver cómo haces la tonta.

* * *

Y fue entonces cuando puse una de esas caras que sé poner, y antes de empezar
a cantar esa canción que inventamos entre «La Pelos» y yo, el dueño del circo y
sus secretarios soltaron terribles carcajadas y pasaron a retorcerse de risa. Me
molestó, pues, en justicia, no era para tanto.

Y como soy así y me da ese pronto de pronto, salí corriendo, y tras de mí el
gordo amo del circo. Cuando a mí me pareció bien, logró alcanzarme extenuado
de fatiga.

15
























* * *


Con un trajecito que era un poema y caracterizado el rostro de miedo, con una
trenza tiesa como vela de pelo en el centro del coco, aquella noche memorable
debuté de tonta en el Gran Circo Rosetti y me aplaudieron mucho.


* * *


A los ocho días salimos para la capital.

A lo primero me acordaba mucho de los gitanos; pero a lo segundo, casi nada.
Vivía tan bien, tenía tantos aplausos y tanto dinero, y los humanos somos tan
ingratos…

Mi sueldo me permitió tomar una criada para que me cuidara mi ropa y el
vestuario.

Entonces pensé que para nada me valía saber coser, lavar, planchar y guisar
patitas de cordero; y sí dar saltos, conseguir equilibrios y crear carcajadas, a
pesar de los augurios de mi madrastra —que no dio una en su vida—.

Todo siguió bien hasta que, sin poderlo remediar, me enamoré como una tonta
del «tonto» de la compañía. Torinette, que era un madrileño muy «salao», que se
hacía pasar por italiano.

16




Cuando empezamos las relaciones amorosas, mucho: «Tú y yo debutaremos en
el circo de Madrid; crearemos fantásticos números cómico-acrobáticos. Nos
haremos los más originales trapecistas. Te presentaré como «¡La Estrella de las
Maquietistas!»; ya verás, ya verás...»

Pero después de casados, lo único que vi es que a las dos horas de la marcha
nupcial me dijo que yo ya no volvía al circo; que yo a la casa, al hogar, a la
compra, a la lumbre y a los hijos.

Yo le dije que aun no teníamos casa, ni hogar, ni compra, ni lumbre, ni hijos.
Y él contestó que todo se andaría.
Total: que ahora me vuelven a valer mis conocimientos de coser, lavar, guisar
y todas esas cosas que me enseñó la «señá» Petra, mi buena madrastra, que en
gloria esté.

(Atareada por los quehaceres domésticos, la genial «tonta» no ha podido
seguir su diario.

Creo que tuvieron tres tontitos y uno corriente.)

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Maestra nueva






















CUANDO Berta, rendida del viaje y triste del camino, llegó a Toledo, ciudad
que abraza el Tajo y adorna el Greco, la dijeron que tenía que coger un coche de
línea hasta Talavera, allí otro hasta Espinoso y en este último alquilar un burro
hasta Piedrafrita.

Total, que terminaba lo bueno del viaje San Sebastián-Toledo y empezaba lo
apto para héroes, Toledo-Piedrafrita.

El coche de línea era viejo y malo, más malo que viejo; marchaba por la
carretera, bordeada de trigos, saltando, haciendo un ruido infernal y perdiendo
piezas. Para que todo hiciera juego con el tono «incomodidad», dicho coche iba
repleto de paletas, paletos y algún animal de los que no hablan, tales como
gallos, pollos, conejos y un cerdo de pocos días, que armaba aún más escándalo
que el motor del cochecito.

Y ya veréis por qué Berta no tenía más remedio que efectuar tal viaje e
instalarse en esa aldea perdida entre los montes castellanos.

Mucho le costó separarse de su hermana Leonor, y más aún casi de su amiga
Esther; pero no había más remedio, no podía llevar consigo a ninguna de las dos.
Al atravesar el portal con las maletas, un lastimero ladrido la interrumpió el
llanto. Su perro negro presentía todo y no estaba dispuesto a resignarse.

18



—Adiós, «Pericles», guapo; sé bueno, cuida de la amita Leonor. ¡Adiós, mi
perro chico; dame la patita y sube a casa!

Esta vez el obediente can desobedeció, y dando un ágil brinco, saltó al taxi y
se acurrucó a los pies de Berta, que dijo al chófer:

—A la estación.
Así fue el cómo y por qué un inteligente y refinado perro de lujo, metido en su
traje de astracán, marchaba, camino de una polvorienta aldea castellana, en
busca de nuevas aventuras o, por lo menos, de nuevas pulgas.

«Pericles» tenía tres años de edad, era de raza caniche y natural del mar, ya
que en él nació como un pez cualquiera, pues nació como un pez cualquiera,
pues nació en un barco, se crió en una playa y se educó con las hermanas Martín.

Pero volvamos al dichoso coche de línea.
Al llegar a Malpica se espantaron los pollos de un labrador y empezaron a
revolotear y a picar a los conejos de un músico, y el cerdo rompió la cuerda que
le ataba a una ventanilla sin cristal y se puso a corretear gruñendo por el poco
suelo que quedaba libre de pies y de maletas de madera.

Berta sudaba, soplaba, rezaba y saltaba sobre el asiento, de nervios y debido
también a los baches de la carretera, ya que iba sentada sobre una rueda medio
desinflada.

Y en este momento fue cuando el perro «Pericles» se hartó de aguantar el
guirigay organizado y de estarse quieto en tal hostil ambiente y empezó a ladrar
y a morder el cuello a las gallinas.

Algunos viajeros, riéndose de él, le azuzaban y unas paletas llegaron a
asustarse, mientras otras murmuraban.

—¡Qué asco de perro!; ¡es más feo que un demonio!
—¡Qué capricho llevar encima un animal que no vale para na!
—¡Calla, si huele a colonia el bicho, que atusa… y le ha estao peinando la
señoritinga!

—A estas desocupás las daba yo media docena de hijos como los míos pa que
espabilen.

—Debe ser la vocalista que va a las fiestas de Torrecilla.
—Cualquier cosa será: fuma y todo.
El perrillo de Berta comenzó a ladrar estrepitosamente.
—¡Calla, «Pericles»! ¿Estás tonto? ¡Mira que te pego!… Pues no faltaba más
que tú también me pusieras nerviosa. ¡Échate ahí y estate quieto! —le dijo Berta,
amenazadora, mirándole a los ojos.

El caniche no pudo resistir la mirada de su ama y, haciendo de rabo corazón.
Se enroscó de nuevo sobre los pies de Berta.

Como todo pasa y acaba, aquel viajecito en coche acabó, y tras de hacerse
cisco una media con una hojadelata que sobresalía del estribo, Berta se vio
apoyada en una higuera en el lugar de Espinoso.

19



























—Estoy rendida de cabeza y mareada de piernas, «Pericles»; no puedo más.
¡Qué bien me hiciste al venirte conmigo! No tendría si no a quien hablar. Estas
gentes son unos bus. Vámonos a sentar en aquellas piedras. ¡Vamos, «Pericles»!

Berta cogió su maleta y caminó hacia una sombra. Mas no andaba como los
veintitrés años que tenía. La fatiga y el cansancio se reflejaba en toda ella. Como
hacía viento, sacó un pañuelo de vivos colores y se lo ató al pelo de manera
original. Los de la aldea la miraban como a un bicho raro.

Ella se miraba por si llevaba algún centollo encima, pues no podía imaginarse
a qué se debía la curiosidad y obstinación con que muchachas, mozas y viejos la
mirasen tan poco disimuladamente:

—Chacho, mira qué mujer más guapa.
—Tampoco es tanto.

20



* * *


Después de un breve descanso en el que estiró las piernas y se colocó los
huesos, entró en una especie de taberna o tienda de todo, para informarse.

—Buenas tardes, señor.
—¡Cai! —pareció que dijo el del mostrador.
—Quiero un burro —contestó Berta.
—¿Pal quilar o pa comprar?
—Para alquilar tengo que llegar a Piedrafrita antes del anochecido.
—Pues vaya usté en ca el tío Pirulo, que es junto a la fuente.


* * *


El burro que la dieron era viejo y delgado, pero se portó como un pura sangre.
A él subió y dijo: «¡Arre!», ante las miradas de todo el pueblo, y hubo quien
exclamó: «¡Qué frescas son estas cómicas: no va sentao de lao»!

—Usté no se preocupe, que el animal ya sabe el camino.
El simpático burro daba muestras de agradecimiento cuando Berta le daba
palmaditas en el cuello. El viaje fue malo —aunque de bello paisaje—, porque
después de veinticuatro horas de tren y cuatro horas de burro pocas personas lo
aguantan. Los caminos eran peligrosos y hubo trozos sierra arriba tan estrechos,
que apenas si cabía el pollino.

Berta rezaba pidiendo que no salieran lobos, jabalíes o bandoleros —que era
peor—. Sólo salieron al encuentro de sus piernas gordos tábanos que venían a
picar una herida del burrillo.

Sin más incidentes llegó ante una media docena de casas y el animal se paró en
la primera.

Salió un campesino y Berta preguntó:
—Por favor, dígame: ¿dónde vive el señor alcalde?
—Aquí no tenemos alcalde, señora.
—Dígame, ¿dónde vive el médico?
—No hay médico en Piedrafrita; nos apañamos con el veterinario, que es una
eminencia de entendido en to.

Berta reía sin disimulo, y continuó:
—Bueno, ¿será tan amable que me indique dónde está la escuela?
—Sí, eso sí; yo la llevaré. Por aquí…
Poco tuvieron que andar. Cruzar un campo de cebada y, ante una pequeña casa,
vieja y medio derruida, vio el letrero «Escuela».

21




























—¿Acaso es usté la nueva maestra? —preguntó el hombre, dándoselas de listo.

—Sí, señor.
—¡Andá!, pues con mis chicos ya tiene usté bastante; tengo nueve seguidos.
La escuela era una habitación desconchada y sucia. No existían pupitres, ni
encerado, ni mapa, ni nada; sólo cuatro bancos largos y una mesa de cocina
desvencijada. En la pared, sobre la mesa, una estampa de la Virgen clavada con
tres clavos como su Hijo. A la derecha, una carcomida puerta comunicaba con
otra habitación donde se hallaba una alta cama con cuatro bolas doradas en sus
extremos, y junto a ella un lavabo de lata que daba alergia.

Una tristeza infinita envolvió a Berta. Pero su juventud sopló sobre la
depresión y exclamó resulta: —¡Aquí tendré mucho quehacer!

—¡Huy!, no lo crea, si apenas acude ningún muchacho; sólo los míos y los del
tío Coruelo. Aquí no hay quien haga a los críos acudir a la escuela. Entre guardar
cerdos, cuidar cabras y espantar los pájaros de las higueras ya tiene bastante
tarea pa tol años.

—Pues desde mañana vendrán todos, ¿lo oye? ¡Todos!
—Me extraña…, pero pue ser, pue ser.

22


* * *


Aquella noche Berta no se acostó hasta que se acostaron las estrellas.

Se puso un delantal de saco, abrió las ventanas, barrió, limpió, fregó la reseca
madera del suelo con abundante agua jabonosa. Colocó los bancos y aún tuvo
humor en ponerse a dibujar en la pared un hermoso mapa de España.


* * *


La mañana era fresca y clara. Berta recorrió la aldea y fue casa por casa
solicitando niños, maravillosos niños descalzos, sucios y listos para su escuela.

A los ocho días todos los muchachos de la aldea acudían a la clase de la nueva
maestra. Apenas cabían en los bancos; tuvo que encargar una docena de sillas de
mimbre. El colegio se abría a las nueve de la mañana, pero desde las ocho ya
hacían cola las niñas y los chicos para entrar.

¿Qué poder misterioso, qué encanto hechicero tenía la joven maestrita?
A esta pregunta nos va a contestar Jaime Romo, el veterinario del pueblo.

* * *


Paseaba Berta un atardecer con un libro en la mano, y en la otra la fina correa
de su perro «Pericles». Paseaba por la carretera bajo los álamos blancos. Cuando
vio que se acercaba a ella un hombre joven, distinto a todos los hombres jóvenes
de por allí.

Por cómo andaba, por cómo iba vestido, por cómo era su rostro y por cómo la
dijo: —Buenos días, señorita Berta…

Berta creyó que estaba soñando. Mas como siguiera oyendo la voz gruesa y
agradable del hombre que, en aquel bosque de seres analfabetos, la hablaba de
libros y poetas, de astros y pintores y de su preferido tema, de animales. Clavó
Berta su mirada en aquellos ojos que la invitaban a confiar a descansar.

Aquella noche la joven maestrita, arrodillada sobre el suelo de su alcoba, recitó
una nueva oración:

«Señor. Más que bueno Señor: No tengo palabras con que decirte: Gracias,
Señor, todo mi esfuerzo, todo mi trabajo, todo mi sacrificio, toda mi soledad, ha
sido muy poco para este don que me concedes. Gracias, Señor, por esta alma que
has puesto ante la mía. Qué bien estoy, Dios mío, en esta aldea perdida entre
montañas, sin familia ni amigos, sin luz, ni radios, pero con luz y música, porque
el viento y los pájaros la hacen en los árboles y porque estás Tú y él...»

Todas las mañanas, al terminar la clase y todas las tardes al terminar el día, se
veían Berta y Jaime, iban al río o al monte, iban a mirarse a los ojos o a hablar
de la boda.

La rosa de este amor era gigante, pero pronto brotaron las espinas.
En la aldea no había alcalde. Jaime era el hijo del cacique.

23


* * *


—¡Estás loco, muchacho! Casarte con la señorita esa de la capital. ¡No y no!
No te conviene. Esa no sabe regar, ni escardar, ni aguanta na del campo, que es
lo que tú necesitas. ¡He dicho que no, ea! ¡No te doy mi consentimiento!

—Mire, padre, usted verá; perdóneme, pero con su consentimiento o sin él,
con su herencia o desheredado…

—¡No te doy el consentimiento!
—Lo siento mucho, padre; pero para la Virgen me caso con la maestra.

* * *


Y se casaron; vaya que si se casaron. Mirad lo que hay en esa cuna. ¡Mellizos!
Blancos y rubios como polluelos. Berta se pasa el día acariciándoles la espalda
porque teme les broten alas. Son dos ángeles que sonríen y lloran por las noches.
Son dos soles pequeños, con los ojos azules. Son la locura del cacique.

Berta se ganó al padre de Jaime cuando tuvo los mellizos.
El tío cazurro y desconfiado miraba atónito las manos de su nuera. Cuando
todas las mañanas los bañaba, decía: —¡Los vas a desgastar, muchacha!
¡Cuidado no los ahogues! ¡Qué modas han sacao con eso de la puricultura!

Por estas tierras no se lavan los chicos hasta que no se bañan ellos solos de
mozos en la alberca.

Pero mira que se quedan guapos y relucientes. ¡Ay si los viera mi Lorenza, que
en paz descanse! ¡Déjamelos tener un rato, hija!

Y el mal genio del abuelo se convirtió en ternura ante los nietos, y siempre al
mirarlos se le caía la baba y, de vez en cuando, era una lágrima.

24

25
Cómo se declara un hombre















PERMÍTEME, querida lectora, que esta novelita se la dedique a tus padres,
que son ya personas mayores. Hoy, ellos, mejor que tú, van a comprender cada
una de las palabras que voy a escribir. Tú también las comprenderás totalmente
algún día, pero debemos desear todos que sea con la misma humorística
comprensión con que lo harán tus padres. Y ahí va eso.


Le había visto rondarla. Le vio seguirla. Llegó el día en que logró ser
presentado a Mariluz, y Mariluz empezó a esperar que llegase el momento en
que su nuevo amigo, Judas, se declarase. ¡Mira que llamarse Judas!

Era lo único que le molestaba de él. Por lo demás, el muchacho era agradable.
Alto, buen tipo, de buena familia y simpático. Pero debía estar enamoradísimo
de ella. Lo leía en sus ojos.

Sus amigas, con esa picardía inocente de las muchachitas, cuando paseaban
todos en grupo, se arreglaban de forma que siempre coincidían juntos Mariluz y
Judas. Poco a poco, insensiblemente, Mariluz, que esperaba la declaración de él,
acortaba el paso y Judas también. Se rezagaban, pero Judas no…, vamos, que no
se arrancaba.

¡Qué trabajo le costaba! Hablaba de todo. Ponía en sus fuerzas palabras llenas
de intención, que Mariluz comprendía perfectamente, puesto que se referían a
ellos dos. Pero de la intención, cada vez más velada, no sabía pasar.

A Mariluz empezó a impacientarle la tardanza, y, lo que era peor, estaba
enamorándose de él como una loca. Cuando llegaba a casa, apenas probaba
bocado. Soñaba con él. Pensaba en él a todas horas, y sólo porque atendía a los
consejos de otras amigas, al parecer, mis experimentadas, se retrasaba un poco
en la hora acostumbrada del paseo, porque si se dejase llevar de sus impulsos,
llegaría media hora antes que él, para esperarle.

26



















Todo el mundo preguntaba a Mariluz, como cosa obligada:

—¿Qué? ¿Ya?
Y Mariluz tenía que responder todavía:
—Aún no, hija. ¡Si no hay nada! ¡Si sólo somos buenos amigos!
Pero por dentro estaba echando chispas de colores.
Y Judas, nada. Mudo como un pedrusco.
Un día la invitó, con muchos rodeos, a salir solos. A dar un paseo solos. Por
cualquier parte, por Madrid. El caso es que estuviesen solos.

A una hora, que sólo era media hora antes que los demás días, ella llegó. Le
pareció a Judas que llegaba una diosa. Quiso hablar y no pudo.

—¿Dónde vamos?
—Donde quieras, Mariluz.
—¿A la Gran Vía?
—Bueno. Después, si te parece…
—¿Dónde? —se ilusionó ella, aunque lo disimuló perfectamente.
—A… donde quieras. A otro sitio cualquiera.
—Bueno —a Mariluz la ilusión se le deshizo como un azucarillo.
—Nunca me has dicho… ¿Qué te parece mi nombre? —dijo, después de
cruzar una calle, repleta de autos, sin casi acercarse a ella—. Es feo, ¿verdad?

—No…, no es bonito, desde luego. Pero no importa. Un hombre puede
llamarse como quiera. Una mujer con nombre feo es peor. Tú no tienes la culpa.

—Ya lo sé. Pero me parece que la tengo. Me acobarda —la miró intensamente,
mientras avanzaban entre la gente—. Si algún día… me caso, a mi mujer no le
gustará que me llame así —y siguió mirándola.

—¿Por qué no? Lo que importa no es el nombre, sino el hombre.
—Eres deliciosa, Mariluz. Mu… muchas gracias… Entonces, si tú… ¿Tú
crees que a ti…? Yo no es que… Pero fíjate si… Apenas tengo ingresos y…

27

















Habían llegado a un cruce imprescindible, y el ruidoso sonido de los timbres
del tráfico, la oleada de gente que les llevó con ellos a la otra acera y la
separación que les impuso aquella riada de carne humana, cortó en seco el
balbuceo prometedor, que ya había empezado a hacer ruborizarse a Mariluz.

Y todo quedó así. Judas, sin haber dicho nada, estaba como si le hubiesen dado
una paliza. Mariluz tenía el alma con las cejas fruncidas.

La tarde se fue pasando. Al anochecer, Judas quiso llevarla hacia la Castellana,
después de haber estado sentados en al terraza de un café de rango.

Fue un fracaso. Se sentaron en las sillas, pero no pudieron considerarse a solas.
Incluso se avergonzaba sin motivo, porque tenían que responder al saludo de
amigos que pasaban, los decían «¡Adiós!» y seguían con una sonrisa llena de
picardía.

—Nos están criticando, Ju… Judas —se ruborizaba a cada paso Mariluz.
Y así, claro, con una mujer que está pendiente de lo que piensen los demás, no
hay hombre, por muy murciélago que sea, que se declare. Tuvieron que irse… Al
despedirla en el portal retuvo más de la cuenta su manita enguantada entre las
suyas. Eso fue todo, y Mariluz entró lloriqueando en casa, aunque,
paradójicamente, muy feliz. Habían quedado citados para el día siguiente. Irían
al cine… ¡Dios mío!

Judas tenía tomadas las entradas. Mariluz las miró de reojo. Fila diez, uno y
tres. Bueno. La película era estreno… Judas se portaba como un caballero.

Estaban nerviosos. Hablaban tonterías. Y esperaban que empezase la película.
Iban a estar solos. Empezó… Un noticiario… Una de dibujos… Rieron los
dos… Judas se ponía malo de angustia. Tenía que decírselo… ¡Decirla que la
quería!… No, no. Ahora, no. Cuando empiece la película grande… Y llegó el
descanso. Judas suspiró. Mariluz no le miraba… La habló de algo, de cualquier
cosa. Ella respondía con monosílabos. Se acabó el descanso… Judas tenía seca
la boca, la garganta y la frente; pero, a pesar de todo, el corazón le sentía como
si flotase. Como si fuese un náufrago que se está ahogando.

28














Habían empezado las primeras escenas de la película. Pero ni Judas ni Mariluz
veían los protagonistas. Ambos se miraban de reojo, en el resplandor incierto y
vibrante del foco de luz que hacía vivir la pantalla… Judas se atrevió a algo…
Mariluz tenía una mano puesta sobre el reposabrazos de su butaca; tímidamente
la rozó. Mariluz pareció no sentirlo y aumentó la presión. Después…

—Mariluz…
—¿Qué? —respondió ella, muy bajito.
—¿Me oyes? —dijo él, más bajito todavía y casi sin mirarla.
—Sí…
—Quería decirte una cosa… —Mariluz se estremeció. Su corazón redoblaba
como si fuese el tambor de una formación de granaderos. El corazón de Judas
estaba hecho un asco—. No sé si te enfadarás… Debes perdonarme que me
atreva… Yo sé que tú… Y, sobre todo, mi nombre… ¡Mariluz! ¿Me oyes?

—Sí…
—Hace tiempo que te he visto. Te seguí, ¿te acuerdas?… No pude remediarlo.
Quizá tú…, pero ¡si vieras! Siempre he estado pensando en ti, día y noche. No
vivo, no duermo… Pienso en ti a todas horas. No sé cómo decirte lo que… ¿Me
oyes, Mariluz?

—Sí…
—Y luego, cuando tú me miras… No sé que tienes en esos ojos que…
¡Mírame un poco, Mariluz! —Mariluz le miró y Judas sintió que le subía dos
décimas el valor—. ¡Te quiero, Mariluz! ¡Te he querido siempre! Tú debías
quererme también. Por lo menos un poquito… ¿Me yo…? Perdona. ¡Te quiero,
vida mía! ¿Es mucho pedirte que tú procures, nada más que procures, quererme?
Si algún día… ¿Me querrás, Mariluz? Dime que sí, que vas a querer… ¿Me
oyes, Mariluz?

—¡Que sí!…

* * *


Por fin se declaró. Y se llamaba Judas. Pero no fue traidor. Los hombres
parecen Judas y no lo son.

Y así es, con ligeras variantes, como sucede siempre. ¿Verdad que sí?

29
Rosa y Rita

















ROSA y Rita eran hermanas.
Rosa y Rita nacieron el mismo año, el mismo mes, la misma hora, el mismo…
¡cuidado que estoy tardando tiempo en decir que Rosa y Rita eran mellizas!

Los primeros meses de su existencia todo fue de color de rosa, las cunas, los
tules, los jerseycitos, los gorritos y la vida misma; todo fueron lujos, mimos,
regalos, ropitas iguales, cunitas idénticas. En la casa todo el mundo las
piropeaba.

—¡Qué guapas! ¡Qué ricas! ¡Qué cielos! ¡Qué titis! —tan pronto las llamaban
monas, como ángeles…


* * *


Cuando ya eran mayorcitas se dieron cuenta de que estaban unidas por el codo.
Ya veis qué misterio. Aunque habían nacido en Madrid, eran siamesas.


* * *


Educadas en un colegio de pago, poseían una cultura apreciable y unos
modales selectos.

Tocaban el piano a cuatro manos y jugaban al pin-pón maravillosamente.
En los veranos iban al mar.
En los inviernos a la sierra, y en la primavera y en el otoño bordaban laborcitas
en el balcón, mientras cantaban a dos voces las canciones regionales aprendidas
en el álbum de la abuela.

30



Debido al bienestar económico que heredaron de sus padres, las siamesas Rosa
y Rita llevaban una vida cómoda y distraída, de viajes en coche y estancias en
hoteles, que les hacían muy llevadera su desgracia.

Lo malo era que cuando la una tenía catarro, la otra, que lo que quería era irse
a jugar al tenis, tenía que meterse en la cama bajo cinco mantas a sudar.

A Rosa le gustaba coser. A Rita, escribir.
Rosa prefería los hombres rubios. Rita, los morenos.
Rosa quería ser farmacéutica. Rita, artista.
En lo único que estaban de acuerdo era en que no estaban de acuerdo en nada.
Pero inteligentes las dos, en vista de que estaban unidas físicamente y unidas
tenían que pasar la vida, decidieron unirse espiritualmente también y acordaron
no discutir y respetarse mutuamente los gustos, las ideas y las aficiones.


* * *


Se acabó el color rosa y vino el color negro: quedaron huérfanas. En menos de
un año se encontraron completamente solas en el mundo, y en menos de otro año
se les agotó el dinero.


* * *


Aquel sábado, Rosa y Rita se fueron a una emisora de radio a conocer un
programa «Cara al público», y mira por donde solicitaron el número de la
invitación de las siamesas y éstas tuvieron que salir ante el micrófono.

—Una sola señorita, por favor, que su amiga se quede entre el público.
—No es mi amiga, señor; es mi hermana, somos… siamesas.
El locutor, con emoción y simpatía, transmitió al público de la sala y a los
oyentes que el número premiado había recaído sobre unas hermanas siamesas.

El público las aplaudió cariñoso y el locutor, tomando de nuevo la palabra, les
comunicó que para llevarse las «mil pesetas» del premio tenían que cantar una
canción.

¡Para canciones estaban ellas, todas sofocadas y nerviosas…! Pero, ante aquel
ancho billete de Banco que podría remediarlas sus deudas…, se miraron, se
dijeron no sé qué por lo bajito y empezaron a cantar a dos voces una vieja
canción norteña de poética letra y bella melodía, que por cierto les debió salir
muy bien, a juzgar por lo que el público las aplaudió.

Así, y de esta forma, Rosa y Rita se llevaron las mil pesetas del premio, y no
paran aquí los acontecimientos.

31






















Al salir del estudio de radio, se acercó a ellas un señor entrado en canas, con
un abrigo forrado en pieles, y las dijo:

—Señoritas, mi enhorabuena. ¿Podrían dedicarme unos minutos? Se trata sólo
de unas preguntas.

—Debe ser periodista —dijo Rita a Rosa.
—Nos ha debido tomar por artistas.
—Como sea el dueño de algún circo, le mando a freír espárragos— añadió
Rosa, y en voz alta dijo:

—Usted dirá, señor.
—Miren, señoritas, soy el dueño y empresario de la sala de fiestas «Tururú», y
quisiera contratarlas para mi espectáculo de variedades, si es que no tienen para
primeros de mes otro compromiso más importante.

—Pues… nosotras… —no siguió hablando Rosa, porque Rita la dio un codazo
en el codo con el mismo codo.

—Nosotras… —siguió Rita— acabamos de rechazar varias ofertas para
provincias por motivos de descanso, pero vamos, puesto que lo suyo es aquí
mismo, en Madrid, haremos todo lo posible para ver si podemos llegar a un
acuerdo.

—Muy bien, muy bien, señoritas, no les pesará… Vamos a ver… ¿Les parece
bien dos mil pesetas?

—Según… según…
—Dos mil pesetas diarias, por diez canciones a dos voces, y un contrato
indefinido, no me parece deficiente —añadió el negociante.


* * *

32



Total: que Rosa y Rita firmaron el contrato al día siguiente y los obreros
sopladores de vidrio hacían con el cristal un letrero luminoso que decía:


«ROSA Y RITA EN CANCIONES DE ESPAÑA»


La suerte y la felicidad revoloteaban sobre ellas y se posaban constantemente
en sus hombros.

«Rosa y Rita» o «Las hermanas Lara», recorrieron España, América y Europa,
cantando las canciones que aprendieron del álbum de la abuela.


* * *


Y todo fue felicidad, como dije, hasta que apareció el amor, como siempre, a
complicarlo todo y a sacar de quicio las cosas.

Sucedió que Rosa se enamoró como una pava de Felipín Trigo, un palomino
«atontao», que lo único que tenía era mucha plata. Era asiduo de la «boite»
«Tururú» y caminaba con ritmo de mambo.

A las pocas semanas de este noviazgo, Rita, al mediodía, simulando un ligero
catarro, dijo a Rosa que tenía que ir al médico.

—¡Ay qué latazo, Rita, me has hecho polvo! Había quedado citada a las tres
con Felipín.

—¡Ay, hija, pues lo siento, pero «tenemos» que ir al médico! Llámale por
teléfono y cítale más tarde. No hace tanto tiempo que no le ves, porque ¡vamos!,
eran las tres de la madrugada y aún seguías oyendo sus sandeces y bebiendo
combinaciones. Yo creo que el mareo que tengo es de todas las ginebras que a lo
tonto te tomaste tú…

—Bueno, acaba ya el sermón, que parece que te han dado cuerda...
Refunfuñando, Rosa fue al médico, y allí Rita se soltó el pelo. Ante el
asombro de su hermana, comenzó:

—Mire, doctor, vengo a que nos separe.
—¿Cómo?
—Como lo oye. Estamos solamente unidas por el codo. ¡Venga! ¡No se quede
así! ¡Llévenos a rayos! ¡Prepare el éter! ¡El bisturí! ¡Las sierras! ¡Los puntos!
¡Todo! ¡Opérenos! ¡He venido a que nos separe! ¡Quiero ser libre! ¡Feliz!

—¡Vaya, vaya, así que son ustedes las célebres hermanas Rosa y Rita, las
maravillosas hermanas Lara!… ¡Qué honor para mí y mis deudos tenerlas en mi
clínica!… ¿Y qué les sucede? ¿Que no se llevan bien?

—Sí… No… Siempre nos hemos llevado bien, pero ahora… son muchas
cosas.

33



Este verano aprendió mi hermanita a nadar y se pasaba la mañana en alta mar,
feliz, y yo tragando agua y pasando miedo. ¡Porque no sé nadar, claro!

Hace un año que Rosa, yo soy Rita, ¿sabe?, fuma como un carretero y bebe
como un sereno, y a mí me hace cisco la garganta el humo y el vermut me hace
«foagrás» el hígado.

Resumiendo: que yo, sin haberlo tenido, he pasado gripes, sarampiones y
paperas en la cama, porque ella de pequeña tuvo de todo… Pero a lo que no
estoy dispuesta es a llevarle la «cesta».

—¿Cómo?
—Sí, señor. ¡Que mi hermanita se ha enamorado de un estúpido, y yo no
quiero salir con él!

El doctor se mesó la barba sin barba, las mandó quitarse las chaquetas y
examinó detenidamente la unión del codo.

—Sí; esto es fácil. Si no surgen complicaciones, es sólo cuestión de abrir,
serrar un poquito y… ¡Esperad un momento! —ordenó el cirujano.

Cuando se quedaron solas, Rosa, que no había hablado nada, miró a Rita con
tristeza.

—Hermana —dijo—, no esperaba esto de ti. No creo que te pueda molestar
tanto un simple novio.

—Y tan simple. Y tan simple, hija mía. ¡Qué facha de novio! Es un piojo cano,
rubio y blanquecino y más soso que un noruego.

—¡Pero, bueno! ¿A qué viene el insultarle ahora? ¿A ti qué te importa? ¿De
quién es novio? ¿Tuyo o mío?

—Tuyo, hija, tuyo; pero le tengo que soportar yo frente a mí todas las tardes y
oír sus necedades. ¡Vamos, mira que enamorarte!…

—¡Pero, Rita! ¿Qué quieres?
—¡Nada! Bueno, siéntate. Me vas a marear. Me hacen daño los zapatos.
—Te aguantas. Yo no necesito pasear para no reventar. Si no lo oigo, no lo
creo. No esperaba esto de ti, hermana Rita. Toda la vida juntas… ¡Tan unidas!,
¡tan felices! Y ahora…

—Pero, Rosa, ¿no ves que es por ti por quien he tomado esta decisión?
—Pues si es por mí, volvamos a casa y que no nos separen, que no nos
operen…, ¡que me da mucho miedo!…

—¿Dejas a Felipín?
—No puedo…, le amo…
—¿Lo ves? ¡Señor cirujanooo! ¡Venga con la herramienta, que yo no salgo de
aquí sin que dejemos de ser siamesas!


* * *

34



Una detrás de otra salieron de la clínica. Andaban con miedo, con emoción.
¡Veinte años sin caminar sueltas!…

Rosa se abrazó a Felipín.
Rita estalló en nerviosismo y se lanzó a correr por en medio de la calle, hasta
que le pitó un guardia.

Después de la operación de las siamesas sus vidas, hasta ahora iguales, fueron
bien diferentes.

Rosa se casó con Felipín, tuvo Felipines gorditos y fue bastante desgraciada.
Rita quiso seguir su vida de artista y… parecía como si unas alas negras
sembraran mala sombra ante sus pasos.

Ganaba mucho menos, sufría mucho más.
El público, ingrato y caprichoso, apenas solicitaba sus canciones. Sin su
hermana no sabía moverse ante el micrófono. Los empresarios dejaron de
contratarla.


* * *


Rita está escribiendo una sentida carta:


«Querida hermana Rosa:

Pasado mañana llego a ésa. No puedo vivir sin ti. Soy muy desgraciada. No se
puede buscar la felicidad, jamás se encuentra pretendiéndolo. La felicidad va a
quien menos la llama, sólo a quien se lo merece.

Corro a tu lado. Seré la criadita de mis sobrinos, les cuidaré, les enseñaré a leer
y saldré con ellos al parque.

Voy para siempre. Te curarás de tu tristeza. Es cosa de Dios que estemos
siempre unidas.

Te adora tu hermana.
RITA

P/D.—Te llevo lo que me encargaste: las madejas de lana y el botijo.»

35
















«Mi familia, eso, mi familia, los que me quieren, ¡los que me quieren!, son
precisamente los que no me dejan ser feliz...»

Interrumpió la escritura y acariciándose la melena, suspiró:
—¡Ay! Menos cariño necesito y más comprensión.
Y volvió a soñar, y se consoló y desahogó llenando cuartillas.
—¡Aurora! ¿Ya estás escribiendo? ¡Es imposible contigo! Vas a terminar en un
manicomio. «La tonta de los versos...» ¡Coge la costura, anda! ¿Y tus medias?
¿Cómo andan de carreras?

La voz se clavó en el alma de la niña y despertó el sueño de la poética fantasía
ante frases tan molestas como prosaicas. Las carreras de las medias y el soneto
interrumpido…

—Tienes que terminar esta semana el camino de mesa; quedan tres mariposas,
los bodoques y el festón de remate. Luego, a las ocho, yo misma bajaré por la
leche, tengo que ir a casa de doña Julia. ¿Me estás oyendo, niñita?

—Ya voy, mamá.
Aurora sale de su cuarto, blanca y triste, como si no fuera joven. Se sienta en la
butaca del balcón y comienza a coser y a suspirar.


Por la cera de enfrente… pasa el amigo.

Ojos negros y penetrantes, silueta de bohemio. El dedo índice de la mano
derecha de Aurora sale al balcón a decir que «no» al rondador.

—¡Pues yo te espero! —grita él con los ojos—. ¡O si no, subo! —añade con
las manos.

Las seis y las siete de la tarde dan en el reloj del comedor.
—¡Por Dios, Ricardo, vete!… ¡No!… ¡No te vayas! —decía Aurora con los
labios—. ¡Sube, sube! —decía, sin querer, con la mirada. Ya eran las ocho…

—Me voy, niña; cuida de la lumbre. ¡Y a ver lo que te cunde!

36































Salió la madre. El chirriar y el golpe de la puerta de la escalera al cerrarse sonó
para Aurora como música de amor y emoción. Al momento dejó su labor sobre
la silla y marchó a la cocina a echar carbón menudo.

El timbre sonó de manera alarmante. Aurora miró por la mirilla y notó cómo
su corazón, convertido en pájaro, saltaba dentro del pecho. El rostro de su amigo
del alma esperaba fuera. Sin darse cuenta abrió. Ricardo la cogió de las manos y
se las llenó de besos.

—¿Qué te sucede, Aurora? Tienes carita de enferma. ¿Quién no te dejó bajar?…
—Calla, tonto, y… vete. Mi hermano está al llegar. Mamá no tardará… Nadie
quiere que te quiera. No comprenden… También aumenta mi tortura el egoísmo
de mi familia. Dicen para herirme: «Es un estudiante, su padre es del campo.»
No quiero que lo ignores; dicen que no me convienes, ¡y eres mi vida! Dicen…
que todas las chicas de la Universidad son tus novias, que eres un «Don Juan»
sin don y sin din. ¡Ricardo! Ni lo que digan ni lo que hagan pueden hacer que
decrezca nuestro cariño; te quiero más que antes, menos que luego. Anda, vete;
pide a Dios que mañana a esta hora me manden a algún recado… Adiós.

37




Ricardo besó las manos de Aurora, el flequillo de Aurora y los ojos de Aurora.

Por la escalera iba bebiendo el dulce y amargo líquido de dos lágrimas de
amor.

Al otro día se le olvidó rezar para que Aurora bajase a las ocho a comprar algo.
A esa hora paseaba, como siempre, al pie de los balcones de la novia más triste
y soñador que nunca, igual que un romántico de ayer, a pesar de la moderna
melodía silbada.

Pero el balcón de Aurora, vestido de visillos verdes, no dejaba ver el joven y
bello cuerpo, estuche del alma querida.




















Seis días habían pasado, seis horribles días. Ya no pudo más… Subió y llamó.
Abrió la puerta la madre de Aurora; una mueca de desconsuelo se abría en su
rostro. En sus ojos huellas de llanto. Ricardo quedó como una estatua, sin poder
articular palabra alguna. En sus manos la boina daba cien vueltas. Por fin, venció
su temor, disimuló su timidez y, tartamudeando, rompió a hablar:

—Perdone, señora. Buenas tardes. Sólo quiero saber… qué le ocurre a su hija.
¿No está en Madrid o es que está enferma? —y mientras preguntaba los ojos de
Ricardo se le iban volviendo tristes y tristes.

—¡Ah! ¿Con que eres tú? ¡Pasa, hijo, pasa! —balbuceó la madre—. Desde las
cuatro, ¡hace ya dos horas!, mi Aurora te llama.

Cruzaron un pasillo, que resultó interminable para Ricardo, y entraron en una
alcoba azul que olía a eucalipto. En la cama, echada sobre tres almohadones,
respiraba Aurora con dificultad. Al entrar Ricardo ella le tendió las manos sin
sangre.

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—¡Ricardo!… Gracias, mamá. Dios te lo pague. Verás, así, qué pronto me
pongo buena. A no ser que…

—¡Calla! —brotó en un grito la voz del muchacho—. Voy a sentarme aquí
—continuó— para que me veas bien. Me quedo de enfermero, sin sueldo y sin
más alimento que tu mirada.

—¡Ay, alma, no! —le contestó Aurora—. Mejor vida, quizá, me espera
arriba… Aquí no me dejaban escapar para estar contigo. ¡Allí nadie me lo
prohibirá! Ningún cariño impedirá mi felicidad. Estaré sola, y en ti.

Con esta falsa y poética idea de su futuro, intentó llevarse la mano de Ricardo
a los labios, y en su palma besó como pudo, con más cariño que fuerza.

Ricardo lloraba sin lágrimas. A los pocos momentos la enferma se quedó
dormida. Él salió lentamente de la alcoba.

En la salita, la madre, llorosa, presentó a Ricardo a su hijo Lorenzo.
—Sí, hijo mío, es una pulmonía. Sí, ya lo sabía yo antes de que lo dijese el
médico. Ese dolor tan fuerte que anteayer tenía en la espalda, esa fiebre de
pronto… ¡Ay, Dios mío! ¡Si es que no quería hacer caso! Se pasaba las horas en
el balcón, estos días ha refrescado mucho y… ¡Dios mío! ¡Cúrala! ¡Haz que se
ponga buena! —repetía la madre ante Jesús, clavado en la cruz.

Ricardo sintió remordimientos. Él era el culpable…

39




La Muerte la tuvo en sus brazos. Cuando sus padres, su hermano y Ricardo
terminaban un rosario de avemarías y lágrimas, Ella, con gesto contrariado, dejó
caer sobre el lecho el cuerpo blanco y perfecto de Aurora.

Su garganta lanzó un suave suspiro que atrajo las miradas de sus seres
queridos.

—¡Se la va pasando! —anunció, consolada la madre.
—¡Ya nos mira!

El sol daba en la cama de Aurora. La Muerte, enemiga del sol, se marchó
refunfuñando crueldades.

—¡Vaya, vaya, no ha podido ser. Me equivoqué una vez más! Aún no era su
hora. ¡Esta tiene que ser feliz antes de morir! ¡Las hay con suerte! Yo que me la
pensaba llevar a mis dominios hoy mismo. ¡Con lo que me gustan a mí tan
jóvenes y tan bellas!… ¡Bah! Me voy donde el anciano Anselmo, que hace ocho
días que me está llamando.

Tan sólo el gato vio a la cruel desnarizada salir de la alcoba.
Al día siguiente, Aurora ya tenía ganas de hablar, de reír, de vivir…

Como os estaréis todos figurando, se puso buena y hubo boda, y todo acabó
como acaban los mejores cuentos infantiles.

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ESTO era una vez dos amigos que se llevaban muy bien, aunque jugaban en
distintos equipos al fútbol y aunque uno era un sabio y el otro un mendrugo.

El sabio se llamaba José y tenía una sensibilidad extraordinaria, todo lo
adivinaba, todo lo comprendía, quería a todo el mundo y no tenía enemigos.

Su amigo César era obrero de una fábrica de cables. Apenas tenía cultura, no
entendía de arte, la buena música no le decía nada y la poesía le hacía bostezar;
pero era tan noble, tenía tan buenos sentimientos, que José le escogió para amigo
y le prefería a sus compañeros de estudios.

Sin que César se diera cuenta, José era para él una especie de maestro, ya que
cada día le enseñaba una nueva cosa dentro de sus amenas charlas, a lo largo del
paseo, o sentados en el Círculo, o descansando durante el entrenamiento.

El joven César, como tantos niños pobres, no tuvo infancia, porque cuando
empezaba a aprender algo sus padres le tuvieron que sacar del colegio y ponerle
a trabajar. Pero en la actualidad, César, gracias a la amistad de José se había
convertido, de gamberro, en formal muchacho, y de tarugo, en chico listo.

Exteriormente, José y César eran muy majos. Los dos altos, los dos pelo
rizado, los dos atletas, los dos con ojos grandes: José, negros; César, azules.
José, muy moreno, César, muy rubio…



Aquel domingo, en la reunión, mientras los chicos bailaban con las chicas,
José, en la terraza, observaba y escribía.

Llegó a espantarle la musa su amigo César, que acababa de bailar con la más
interesante chica de la reunión.

—¿Qué haces, tío raro?
—Escribiendo una canción para esa chica con la que bailas.
—Tengo gusto, ¿verdad?
—Sí que le tienes.
César tomó a broma lo de los poemas para la chica interesante que bailaba con
él, pero unas horas más tarde los versos llegaron a manos de la muchacha, y

—¡oh mágico poder el de la poesía!— aquellos versos surtieron el efecto
deseado y Ana —la interesante— casi se enamoró de repente de José,
provocando la extrañeza de César, que, ante los versitos de su amigo, de nada le
sirvió saber bailar el mambo como nadie.

Aquella noche César se fue solo hacia el barrio, porque José acompañó a Ana a
su casa.

Se acostó sin cenar y no logró dormirse. Estaba nervioso, sudaba y hasta
hablaba solo.

«¡Qué guapa es Ana! ¡Qué tipo tiene! ¡Qué estilo! ¡Qué pies!… ¡Quién supiera
escribir! —decía, cómo Campoamor en aquella poesía tan graciosa—. Se la ha
llevado por un par de cuartetas. ¡Mecachis! ¡Ahora mismo me levanto y me
pongo a escribir!»

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Saltó de la cama, se fue a la cocina, única pieza de la casa en la que había algo
de calor, y sobre el fogón comenzó a garrapatear sobre unos papeles.

Así nació el sorprendente «diario del obrerito», y, gracias a este diario, nos
vamos a enterar de algunas cosas.


Empezaba así:


«… Son las dos de la madrugada de esta fría noche de marzo.

Hoy dicen que ha entrado la primavera, pero yo creo que lo que ha entrado es
un cristal en mi garganta.

Es la primera vez que me pasa. Mira que he tratado chicas, pero nunca me ha
sucedido esto. Esta gana de querer y de que me quieran. ¡Está uno tan solo a los
veinte años!…

He debido enamorarme. Yo, que me reía de eso.
Lucharía por Ana contra todos los fuertes de la tierra, contra las cosas, por
conseguir su cariño… Pero… tengo que renunciar a ella. Mi rival es mi mejor
amigo. ¡Bueno!… Ya se me pasará...»


No se sabe si se le pasó. Lo que sí se sabe es que no sólo renunció al amor de
Ana, sino que también abandonó aquella sublime amistad de José. Dejó la
fábrica y la ciudad y regresó al pueblo de sus abuelos a trabajar en la tierra.

Es difícil imaginar lo que sucedería dentro de César, este muchacho sin libros,
que parecía, envuelto en su rudeza, un ser vulgar. Pero, sin embargo, tuvo tanta
luz interior para alumbrar y ver claro en su vida y en su problema, que, tras su
inspirada reflexión, eligió el mejor camino.

En casi todas las páginas de su breve diario, que siguió escribiendo en la
labranza, venía el nombre o el espíritu de su amigo José. César recordaba las
frases del amigo, repetía sus consejos, sus ideas, sus teorías y también decía a
menudo: «… Yo sigo aquí igual, mientras tú, José, ya te habrás casado con
Ana.»


Se interrumpió el diario de César, porque se interrumpió todo. Se murió la paz
en su país y reventó la guerra. La más espantosa lucha destruía ciudades y
mozos.

A César, que estaba en medio del campo viendo crecer sus trigos, le fueron a
decir que dejara esa siega y se fuera a segar enemigos.


Y César, que no entendía de nada más que de amistad y amor, se disculpó.
Pero le hicieron ir a las trincheras, a llenarse de piojos primero y de heridas
después.

Regresó al frente, y así —sin morirse— pasó casi tres años. Pero una noche
tuvo que asistir al más horrible combate de toda su vida de soldado: unos hacia
otros avanzaban disparando para matarse, sin conocerse, enloquecidos…

Cesó al fin el infernal ruido, o, al menos, César dejó de sentirle, porque ya
hubiera pasado o porque él se hubiera quedado sordo.

44




Estaba herido, junto a otros muchos, y así oyó una voz que le llamaba por su
nombre.

—César…
César se incorporó y bajo la poca luz de las estrellas reconoció a su amigo
José. Le abrazó, en un abrazo interminable de horas… o toda una vida.

José empezó a hablar despacio, con dificultad, intentando sonreír.
—Te vi venir, César…, y me alegré… Te vi venir hacia mí, amigo, venías a
matarme… Y luego… la aviación… y…

—No te fatigues, descansa; esto parece que ya se ha acabado… ¡Qué
casualidad, José! —y, feliz, apretaba las manos de su amigo—. A ver si vienen
las ambulancias, tengo una pierna que me pesa una arroba. ¿Qué será esto?… No
te muevas, José; quieto, tienes sangre debajo de la espalda… Así, descansa la
cabeza sobre mi brazo… Esperemos.

—…
—… ¿Oyes?… Motores, motores de coche… ¡Es la Cruz Roja! ¡José! ¡José!
¡Esto se ha debido acabar! ¡Bendito sea Dios!

César intentó levantarse e ir al encuentro de los camilleros, pero José le
detuvo.

—Quieto, no te vayas… Ya vendrán… —y tras un breve silencio de muerte,
José, con voz fatigosa y entrecortada, prosiguió—: Mira…, no me casé con
Ana… No me entiende… Es buena, pero extraña, muy extraña… No me
quiere…, nunca me ha querido… No quiere a nadie… Solamente te quiere a ti…

Un estremecimiento sacudió el cuerpo de José, quedando exánime. César,
abrazado a su amigo, gritó:

—¡José! ¡José!
En aquel momento amanecía.
César, por culpa de su pierna, herida, no le fue posible arrodillarse.
Su llanto, de hombre, caía abundantemente sobre las últimas lágrimas del
amigo muerto.


Cuando los camilleros llegaron quedaron extrañados al encontrar sobre el
fango de la trinchera a dos enemigos abrazados.

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Mari Juana
















MARI Juana era una chica que tenía un padrastro y una hermanastra.
Desde que de niña perdió a sus padres, no había vuelto a tener ninguna grata
compañía.

Isabel era el ojito derecho de su bizco papá, que, además de bizco, era
verrugoso y patizambo. Entre los dos planeaban ideas y bromas, con las que
torturaban a la pobre infeliz de Mari Juana. Los sustos estaban a la orden del día.

Isabel y el padrastro se llevaban muy bien, porque eran parecidos. La misma
clase de demonio llevaban en su cuerpo. Odiaban a todos los vecinos, tiraban
piedras a los perros, inventaban chismes y tenían un genio adusto e inaguantable.

Los domingos descansaban Mari Juana. Padrastro e hija se iban a los bosques
de las afueras a cazar bellísimos pajarillos.

Y al volver, encargaban a Mari Juana que terminara de ahogarlos y los pelara.
Aquella labor era dolorosa para la chica.

El padrastro de Mari Juana —disecador de profesión—, con eso de que era
investigador de no sé qué y medio químico, guardaba en su habitación las más
extrañas cosas. Una lechuza desplumada, gatos en alcohol, lagartos en letargo,
una cabeza de negro reducida por los indios del Amazonas, diversos animales
muertos y el esqueleto de un enano.

Mari Juana era la encargada de la limpieza de este cuarto. Entraba muy de
mañana con la escoba en la mano y el terror en los ojos, para disipar su miedo se
ponía a canturrear. Y se moría de espanto cada vez que la seca lechuza la
ordenaba callar con su siseo.

Lo que más me impresionaba del cuarto del padrastro era aquella cabeza de
negro, que, metida en una caja de cristal, parecía sonreírla con su boca recosida
por fino bramante.

Los lagartos del laboratorio recorrían lentos las paredes y el cuerpo delgado de
Mari Juana temblaba mientras limpiaba el polvo.

46






























Un tormentoso día, uno de los gatos muertos se movió dentro del frasco
transparente y el esqueleto del enano cambió de postura.

El grito que dio Mari Juana se oyó en todo el distrito.
Cuando entró su padrastro, la chica estaba caída en el suelo, blanca y quieta
como una piedra.

Al volver en sí contó a Isabel que el cuarto del padrastro estaba encantado, que
los gatos muertos maullaban, que en las cuencas vacías del esqueleto habían
nacido dos ojos verdes que la hipnotizaban al pasar por allí.

—¡Tú estás loca! ¡Cálmate, hermana; lo habrás soñado, habrá sido un mal
sueño!

—No, no. Es cierto. Tan cierto como que tienes cara de sapo.
—Estás delirando, pequeñaja. ¡Dices mentiras!
—No estoy delirando, digo verdades.
Isabel abofeteó a su hermanastra y corrió a refugiarse en su alcoba.
La alcoba de Isabel también era para describirla. En las paredes, en el techo,
por los barrotes de la cama, en la mesilla y entre los libros, cientos de gusanos de
seda y orugas peludas arrastraban su cuerpo frío, y cientos de capullos de todos
los colores esperaban, pegados a los muebles.

47






















Las feas mariposas volaban sobre el lecho y oscuras telarañas colgaban de la
vieja lámpara. Así, y de esta forma, era el cuarto de Isabel, que hoy, mirándose
en un espejo roto, se puso a cantar ópera, que era lo que hacía cuando estaba
nerviosa o desesperada.

Unos nudillos golpearon la puerta.
—¿Se puede, princesa?
—¡Pasa! —gritó Isabel a su padre—. Estoy muy preocupada. No debemos
dejar pasar más días. Cada vez está peor. Ya no la hacen nada las hierbas. Hemos
fracasado. Dice que al esqueleto le nacen ojos en sus cuencas. No comprende
por qué cazamos animales y martirizamos insectos. Terminará por
denunciarnos… Está… dándose cuenta de todo y no acaba de ponerse loca con
el jugo de hojas que preparamos…

—Calla, hijuela; nos puede oír…
—Debemos de encerrarla ya, padre. Corremos peligro…

Aquella mañana sobresaltó a Mari Juana la voz del padrastro, que, cerca de su
almohada, le decía con una empalagosa voz que no era corriente en él:

—Anda, Marijuanilla; levántate y ponte guapa, que te vamos a llevar… de
paseo.

Mari Juana, extrañada, sentóse en la cama de repente y preguntó, incrédula:
—¿A dónde dice usted que me van a llevar?
—Al parque a ver las moscas.
—¿Las moscas? Las moscas… ¿Qué moscas?
—¡Repítelo! -gritó el padrastro.
—¿Las moscas? Las moscas… ¿Qué moscas?
—Así; lo dices muy bien, ¡eres un artista! Sigue, síguelo diciendo.

48



El padrastro corrió hacia la puerta de la alcoba y llamó:

—¡Isabel! Síguelo diciendo, Marijuanilla; que lo oiga tu hermana.
Y la pobre infeliz, hipnotizada por los ojos de su padrastro, seguía repitiendo:
—¿Las moscas? Las moscas… ¿Qué moscas?
Los tres personajes salieron del portal muy temprano.
El padrastro iba todo enlutado y estrenaba chistera. Isabel llevaba sobre sí
varias blusas, tres collares, pendientes llamativos, lazos en las trenzas, un
pañuelo al cuello y encima una piel. La pamela era algo extraordinario; encima
de ella había dos pajarracos disecados, un ramo de flores de papel y unos
cuantos capullos de gusanos de seda. Iba muy alegre y muy nerviosa.

Mari Juana iba muy sencilla y muy triste. Llevaba un vestidito de percal y una
cinta de seda como cinturón.

Llegaron al Caserón. Empezaba a lloviznar.
—¿Dónde está el parque? —preguntó Mari Juana.
—Aquí; dentro de este edificio hay un bello jardín lleno de moscas.
Pasaron a un blanco salón, adornado desde sus esquinas con cuatro palmeras.
Salieron tres hombres. El padrastro habló:
—Esta es mi niña, la mayorcita, la que le hablé. Dice que quiere ver el jardín y
las moscas, ¿verdad?

Mari Juana guardó silencio. Isabel, en un rincón, parpadeaba y se comía las
uñas.

—¿Otros síntomas de la enferma? —preguntó uno de los tres hombres.
—¡As! Eso, sólo eso, el miedo a todo. Tiene miedo hasta de mí. No puede
estar a oscuras ni ver un animal muerto. Imagínese, doctor. Mi profesión, con lo
que yo gano el pan para mantenerlas, es con ese trabajo, la disecación de seres
muertos… Y, claro…, nos atormenta esta muchacha. Su hermana es una víctima
de esa crueldad… No hay más remedio que recluirla. Bien que lo siento. ¡Si su
madre viviera! —Y de los pequeños ojos del padrastro hasta saltaron unas
lagrimitas.

El médico, en silencio, les observaba profundamente. Al fin exclamó:
—¡Bien! —y con un gesto dio orden a los loqueros—. Señorita —dijo a Mari
Juana—, tenga la bondad de acompañar a estos señores, que le van a enseñar el
jardín. Y ustedes —dirigiéndose a Isabel y al padrastro— hagan el favor de pasar
por aquí…

Cruzaron un pasillo y fueron introducidos en un ascensor; al abrirse éste en un
piso sólo dejó salir a Isabel, que quedó encerrada en una celda. A los pocos
segundos el padrastro era instalado en otra.


El doctor sonríe, diciendo:

—Señorita Mari Juana, puede irse cuando guste, trataré de curar a sus
familiares. Tenga confianza, tranquilícese.

Mari Juana, sin tristeza ni temor, se fue sola a su casa, cantando por en medio
de la calle.

49

Saturnino el de Ribadeo


















HACIA una vida extraña y al contrario de todo ser humano. Cuando todos
comíamos, él ayunaba; cuando todos dormíamos, él velaba; cuando todos
trabajábamos, él dormía.

Se ocultaba del sol y de la luz. Tomaba baños de luna y desayunaba café y
churros a las diez de la noche.

Jamás se le vio a la luz del día. Él no sabía cómo eran los niños; noctámbulo
impenitente, jamás se había encontrado a ninguno. No tenía amigos. Se libró del
servicio militar por ser hijo de viuda, y a pesar de medir uno ochenta, era tan
corto, que no hablaba jamás. Su patrona llegó a creer fuese mudo. Se llamaba
Saturnino, nació en Ribadeo —Galicia—, y era sereno en Madrid.

Se pasaba la noche de puerta en puerta, caminando en el silencio de las calles,
meditando en la soledad de los barrios, canturreando las tristes canciones de su
norte.

Cuando rudas palmadas le sacaban de sus pensamientos, lanzaba un «¡Voy!»
feroz y temible.

Haciendo sonar el haz de llaves de su barriga, se acercaba al trasnochador, le
abría el portal en silencio, y huía veloz, sin esperar propina, a internarse de
nuevo en la noche y en la soledad.

En las épocas de lluvia, oraba en el quicio de los portales… a la madrugada
consolaba a los borrachos y al amanecer cantaba con los gorriones… No le
faltaba más que hablar, para dejar de ser poeta.

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Una noche, no sé qué le pasó, que se le hizo de día antes de llegar a su casa.
Con los ojillos entornados corría horrorizado de la luz que le cegaba, huía
asustado, temeroso de encontrarse con algún rostro cara a cara a plena luz del
día… Y su presentimiento fue realidad; al volver una esquina se dio de cara con
Benita la churrera, que estaba colocando sus porras y sus buñuelos sobre el frío
cinc del puesto.

—¿Va usted dormido, joven?
Saturnino se estremeció. Le habían llamado joven, luego era joven todavía;
habían reparado en él, le habían descubierto que vivía dormido; y… Todo
confuso, le recogió los churros caídos y balbuceó por primera vez:

—Usted perdone, gua… guapa. Sí, iba dormido, pero su voz me despertó…
Y, todo encarnado, continuó su camino.
Tornó a pensar, que era su ocupación favorita, y se dio cuenta de varias cosas:
de que había llegado la primavera, de que efectivamente siempre estaba dormido
y necesitaba alguien que le despabilase, y de que, a pesar de su descolorido
rostro, era aún joven. También pensó en la soledad de Benita y en su propia
soledad, y en los cinco mil duros que tenía ahorrados debajo del colchón.


* * *


Saturnino se casó con la churrera. Y esto ocasionó en ella una serie de cosas
extraordinarias.

Durante la boda, Saturnino estaba muerto de sueño y daba cabezadas sobre el
reclinatorio, mientras el párroco le decía eso de: «esposa te doy y no esclava».

Benita la churrera estaba acostumbrada a dormir como todo el mundo, de
noche y con la luz apagada, pero desde el día de su boda con el sereno pasó a
dormir de día y acompañada de velas encendidas, que era una de las costumbres
extrañas que tenía Saturnino.

Se tuvo que hacer a trabajar de noche y todo en su vida cambió de tal manera,
que un atontamiento general se apoderó de su cabeza y una mayor soledad la
perseguía por los pasillos…

Saturnino llegaba de trabajar al ser de día, pálido, helado, cansado y
adormecido; daba un besito a Benita de refilón y se quedaba dormido comiendo.

—¡Hale, vámonos a descansar, Benita, que estoy rendido…! Si no he abierto
esta noche cuatrocientos portales, no he abierto ninguno…

—Espera, Saturni, es que… te quería decir que…
—Luego me lo dirás, mujer. ¡Aaaay, es que me duermo vivo! —decía
bostezando.

Y la pobre Benito se tenía que acostar de nuevo o, de lo contrario, echarse en
una mecedora a espantarle las moscas.

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Algún día, sigilosa, se levantaba, arrastrando los pies sobre la alfombra, barría
despacito, quitaba el polvo a los muebles, con todo herméticamente cerrado para
que no entraran los ruidos de la calle, fregaba los cacharros con precaución para
no hacer el menor ruido y sentábase al balcón con la persiana echada, para que
no la hablaran las vecinas. Y así, a esperar que se hiciera de noche, para llamar a
su marido, darle el desayuno, despedirle y acostarse sola en la cama.

Se casó para no estar sola y la soledad de Benita era indescriptible.
Por distraerse, leía los sucesos…
Más tarde se compró unos folletines franceses y tragedias griegas, que era lo
único que pegaba leer en aquella casa en penumbra, sin voces y sin ruidos.

Tan hartita estaba ya de aquel silencio, que un buen día comenzó a hablar sola,
y descubrió en ello un consolador entretenimiento. Llegó a poseer la técnica del
monólogo y del diálogo y se contestaba ella misma a sus preguntas, con otra voz
diferente.

A las nueve de todas las noches empezaba a llamar a su marido, pero éste se
volvía a dormir una y mil veces y hasta las diez no se incorporaba; muchas
veces, muchas, llegaba tarde a abrir sus puertas.

—Saturnino, pon atención, Saturnino —le dijo en una ocasión Benita, mientras
le afeitaba—: ¿Cuándo me vas a llevar al cine, Saturnino? ¡Echan una de un
torero, que creo que sale el sol y todo!

—Déjate de cine, Benita, no ves que no tengo tiempo…
—Saturnino…
—¡Queeee!
—Tengo que decirte una cosa…
—Ya me la dirás mañana, Benitilla… He de irme… Ya han salido todas las
estrellas. Hoy voy muy tarde.


* * *


Aquella mañana, cuando llegó Saturnino a su casa, estaba el pasillo lleno de
vecinas.

—¿A qué se debe esta reunión de cotillas? —preguntó Saturnino con voz
ronca—. ¿Qué pasa?
—¡Que va a tener usted un niño, Saturnino!
—¿Yo un niño? ¡Vaya! ¡Qué complicación! Con lo cansadito que vengo esta
mañana y el sueño que traigo…

—Ande, hombre, no sea usted así; ya puede pasar a ver a su Benita… Ahí
está…

Y allí estaba la pobre Benita, sonriendo a lo Gioconda.
El niño era muy largo, canijo y paliducho. Tenía el mismo color que tiene la
luna. No reía ni lloraba; envuelto en barata toquilla, serio y solemne, entornaba
los ojillos cuando encendían la bombilla del cuarto.

—Pero Benita, ¿por qué no me dijiste que iba a venir la cigüeña?
—Si no te lo he podido decir, Saturnino; si siempre que intentaba hablar
contigo te dormías.

52






















* * *


Asignaron la fecha del bautizo. El domingo 6 de julio, a las seis de la tarde.

Saturnino se puso gafas negras, sombrero de paja y el traje azul marino de la
boda. Sudaba por la calle, saltando de sombra a sombra de los árboles, Sentíase
enfermar con tanta luz y tanta gente…

Como no tenía ni un amigo, él tuvo que ser el padrino de su hijo.
Cuando, ya en la sacristía, estaba sosteniendo al niño, se quedó él dormido y se
le cayó el muchacho a la pila bautismal.

El monaguillo se mordisqueaba los labios para no seguirse riendo en los
latines. Y el pobre de Saturnino, todo rojo y abochornado, sentíase morir,
sudando copiosamente.


* * *


Al volver del bautizo, susurró Benita:

—¿Cómo le has puesto?
—Celedonio, como mi padre.
—No, si digo que ¡cómo le has puesto la carita!…
—¡Ah, sí! Es que se dio un golpecito con la pila.
—¡Ay, Saturnino, qué calamidad eres, no tienes cuidado, las criaturas son muy
delicadas! ¡Hijo mío, chiquitín! ¡Qué delgadito eres! ¡Tienes que engordar! ¡Hijo
mío…, qué paliducho estás, te tiene que dar el sol!… Iremos a Rosales, ¿eh?
¡Chiqui! ¡Alegría de la casa! ¡Rey! ¡Corazoncito de la madre! ¡Huy qué serio es
mi niño!…

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—¡Basta! ¡Basta ya de decir bobadas y escandalizar! —gruñó Saturnino—. A
ver si ahora con la excusa del crío, te vas a pasar el día gritando letanías, y aquí
no va a haber quien duerma. Y… ¡ni hablar! Ya sabes tú que el sueño de tu
marido es «sagrao». Ya sabes tú lo que me gusta a mí el silencio y la
oscuridad… Si el chico sale llorón, te vas con él al pueblo; aquí no quiero jaleos,
ni pérdidas de tranquilidades.


* * *


Benita tenía la boca salada de llanto… Ni aún ahora, con su hijo en brazos,
podía ser feliz…


* * *


—¿Por qué llora, Benitilla, con este hijo tan guapo que Dios le ha «dao»?

—Por nada, «señá» Paca, por nada.
—Además, este niño va a ser la alegría de ustedes, la alegría de esta casa…
Al cabo de un año volvió a sonreír Benita… Después, con voz muy baja, cantó
una nana al hijo, a lo lejos, un fondo de ronquidos acompañaba a la canción.

—Sí, hija mía, sí; este niño va a ser artista —añadió la «señá» Paca, que era
pitonisa.

—¿Artista? —preguntó Benita con extrañeza—. ¿Cómo lo sabe?
—¡Porque tiene una estrella en la frente!

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55

La barca

















BAJO una vieja techumbre de madera carcomida por el salitre, obreros rubios
y harapientos estaban haciendo la barca.

Más al interior de la serrería, los motores de las máquinas borraban el ruido del
mar.

El lugar era bello y maravilloso, como casi todos los lugares del Norte.
La serrería olía a pino, y estaba instalada casi en la misma playa, a los pies de
unas verdes montañas cubiertas de árboles.

Todo hombre, por sencillo que sea, tiene una ilusión. La ilusión de Juan era
tener una barca.

Juan no se hacía a estar solo. Acababan de morir sus padres; estaban tan sanos,
que murieron de viejos. El chico contó aquel montón de sucios billetes que el
viejo pescador guardaba milagrosamente y corrió a la carpintería del puerto.

—Señor Elías, señor Elías, ¿cuánto me llevaría por hacerme una barca?
—¿Hablas en serio, Juan?
—Sí, ¿por qué no?
—Una barca cuesta, como todo, según cómo se haga: según qué madera
pongas y según el tamaño…

—La quiero buena aunque no sea muy grande; la quiero fina y al mismo
tiempo resistente; la quiero para pescar, ya usted sabe… La quiero, la quiero
ya…

—Pero chico, hay que encargar la madera y prepararla…
—Digo que la quiero ya, aunque no la conozco…
Sí que la quería, sí. Aquella barca pasaría a ser toda su familia. Trabajaría en el
mar, con ella y para ella. Como trabajó en el mar con ellos y para los que
murieron.

56




* * *


Al amanecer, cuando regresaba Juan del mar con los otros, siempre se asomaba
por la serrería a ver cómo estaba de crecida su barca. Varias vigas anchas de
madera blanca yacían al sol con raros hierros en las puntas que las arqueaban.
Llegó el maestro.

—No me ponga madera verde, ¿eh, señor Elías?
—¡Vaya manera de saludar, rapaz!… ¿Qué haces por aquí?…
—A verla. ¿Cómo van esas uniones?… Quiero que la pinte de azul, con una
raya blanca… ¿Le parece que la pongamos de nombre… «Gaviotiña»?


* * *


Juan aquel año no fue a la Romería. Sus piernas no estaban para baile ni su
garganta para vino.

Con su estrecho pantalón negro arremangado sobre los tobillos, su blusa negra
como su gorrilla y sus ojos claros como sus pensamientos, se encaminó hacia la
aldea de Fontao, perdida en el interior y situada en el más poético paisaje.

Sobre un burrito muy joven, cantando y oliendo a heno, venía —¡también es
casualidad!— la más guapa rapaza del contorno.

Dieciséis años cumplidos, dos trenzas de oro, dos ojos largos de menta y una
sonrisa que era su bendición.

Juan se azoró, al verla tan cambiada, y pensó seguir su camino sin mirarla
siquiera, pero Rosiña paró el burro, pegó un ágil salto y corrió a abrazar al
muchacho, que pasó a sentirse vivamente emocionado.

—¿Dónde vas, Juanín? No te había visto desde las otras fiestas… He llorado
mucho por lo de tus padres… ¿sabes? En mi casa todos lo hemos sentido.

Juan sintió que era cierto y sincero aquel pésame; que no era rutinario ni frío
como otros. Puso su ancha mano sobre la cabeza de Rosiña, y le dijo, ya menos
tímido:

—Gracias, guapina. Ya sé que tú los querías…
—¿A dónde vas por aquí? —volvió a preguntar Rosiña.
—No sé; hacia donde me canse. Caminando me siento mejor; quizá llegue
hasta Fontao, a ver a la tía Rufina.

—¿No irás a que te eche las cartas?
—¿Por qué?
—Porque es pecao.
—Gracias, Rosiña; no sabía nada de eso… Descuida, que no iré.
—Bueno… Yo siempre estoy con las vacas en la montaña.
—Yo siempre estoy en el mar.
—A ver si nos vemos más a menudo.
—A ver…

57

























Rosiña saltó al burrito y siguió por el estrecho camino empolvado, escondido
entre altas zarzas.

Juan siguió andando solo, lento, desganado; el encuentro con Rosiña le había
hecho sensación; algo estaba sucediendo dentro de él.

Alcanzó la cumbre de la cuesta, divisó la aldea solitaria, y en lo alto, la
pequeña iglesia y el castillo del Conde…

Empezó a lloviznar. «Se mojarán los de la romería —pensó—. ¡Qué triste me
estoy poniendo de repente! Yo no debo estar bien de la cabeza. Para mañana me
tienen terminada la barca. Total, faltan unas horas. Desde mañana me pasaré la
vida en el mar, pero solo, siendo yo mi patrón y mi amigo, pescando por mi
cuenta… El mar es mi sitio, Tierra adentro, entre montañas, me enfermo…
¿Quién será la Rufina?… No me vendría mal que me dijera cuatro cosas.»

Pasaron junto a Juan unos chiquillos descalzos, que llevaban un descomunal
haz de maíz en la cabeza.

—Oye, rapaz —dijo Juan a uno—. ¿Dónde vive la Rufina?
El chico puso cara de susto, le miró con los ojos muy abiertos y, al poco rato,
tartamudeando, le indicó:

—Allí, al lado del río, en aquella casa tan pequeña; pero ahora no está…
—¿Que no está? Pues ¿cuándo…?
—En la casa sólo está de noche; de día no se sabe dónde se mete; la llaman «la
Murciélago». Espere por allí hasta que anochezca, si se atreve…

58




El rapaz le miró de arriba abajo y se alejó, cuchicheando, con el otro chico…

Juan bajó hacia el río, sentóse en unas piedras junto a la orilla y esperó.
Esperaba con inquietud, con nerviosismo, como si supiera lo que esperaba y
aquello fuese necesario para su vida.

Oscureció rápidamente, más que porque pasara el tiempo, porque pasaba el
nublado negro. Arreciaba la lluvia; el aire era fuerte…

—Anda que los de la romería… —repetía sin saber por qué.
Quítose la chaqueta de pana, se la echó sobre la cabeza y así se quedó como
tonto.

El vivo fogonazo de un relámpago le iluminó el lugar, y cuando aún no había
salido de este sobresalto, sonó tan cerca un potente trueno, que le tiró de la
piedra donde estaba sentado y cayó de espaldas sobre unos espinos.

—¡Qué noche se ha puesto! ¿Y qué hago yo aquí? ¿A qué he venido?
—¡Has venido porque tenías que venir!
En la otra orilla vio una sombra negra, con el borde iluminado.
—¿Quién habla? ¿Quién hay ahí?
No volvió a ver la sombra.
El silencio era demasiado. Hasta cesó la lluvia. Juan vio que en la casa
pequeña se encendió un ventano. Corrió hacia allí y llamó.

Salió a abrirle la Rufina, una mujer alta, oscura; con una vela encendida en la
mano, representaba unos cincuenta años. Tenía los ojos pequeños y redondos, la
nariz larga y afilada, la barbilla saliente…

—Pasa, hijo.
Cerró la puerta tras Juan. Este se estremeció todo al pisar aquel suelo y al oírse
de nuevo llamar hijo.

—Siéntate.
Le acercó una silla de asiento de paja. Y sentáronse los dos junto a una mesa
de cocina, uno al frente al otro.


* * *


Los obreros rubios se habían dado prisa. Bajo la vieja techumbre de la serrería,
la barca estaba terminada. Era bonita, fina, resistente, como Juan la quería. ¡Qué
guapina quedaba de color azul!

—Ya se me está secando la pintura. ¡Ya pronto le veré! He oído que mañana
me botan. ¡Eso debe ser: que me echan al mar! ¡Veré el cielo y el agua! ¡Ay, qué
sed tengo de agua azul y verde! ¡Ay, ay, que me parece que me muero de sed!
¿Podré aguantar hasta mañana? Sí, creo que sí. ¡Ya pronto le veré!… ¡El mar!

La barca suspiraba dentro de la serrería, se ahogaba sin su agua, con el
bochorno de la tormenta. Temblaba cuando rugían los truenos. ¡Era tan niña!…
Acababa de nacer, y… pesa tormenta…!

59


* * *


Esa tormenta aumentó cuando la Rufina clavó sus ojillos redondos en el rostro
de Juan; le estuvo mirando y observando así como diez minutos.

La Rufina ni era bruja, ni era gallega, ni echadora de cartas, ni siquiera
pitonisa… La Rufina era sólo una mujer, claro que una mujer extraña. Una
mujer que había sufrido mucho, viajado mucho y amado mucho, y de esto, y de
conocerse a sí misma y de conocer a la humanidad tras los cristales del
sufrimiento, le había brotado tal sabiduría, que donde ponía los ojos, leía hasta el
alma. Vivía sola, y paró en Galicia por la belleza del lugar.

La gente mala la tenía manía y hasta odio, e inventaban cosas contra ella.
La gente buena la respetaba. La ni mala ni buena, la temía.
Rufina empezó a hablar:
—Mira, hijo, tú eres un buen mozo que va a dar mucho que hacer… Eres el
hombre más feliz del mundo, y sin embargo, no estás contento. No tienes libros,
pero posees inteligencia natural, que, a fin de cuentas, es lo que vale. Tienes un
asunto pendiente en el que algo va a ir mal. Al parecer, está acabado, pero se va
a deshacer y a convertirse en nada. En cambio, te casarás pronto con una linda
chica, bastante más joven que tú; es rubia y pura, pobre y sencilla; parece que la
estoy viendo… Te querrá siempre, porque eres fuerte y bueno; es decir, dos
veces fuerte. Tendréis bastantes hijos. No eres hombre de negocios. No te metas
en ellos ni te asocies con ninguno. El mar es tu Banco. ¿Dinero? Tendrás lo
necesario; conténtate y no ambiciones más, que el día en que te mueras, todo lo
vas a dejar aquí.

Hubo un silencio, la casa tembló, los truenos cada vez eran más fuertes.
La Rufina siguió hablando:
—Junto a ti veo ahora a dos viejecitos; sonríen; se parecen a ti; deben ser tus
padres, ¿no?

—¡No! —Juan se puso en pie; temblaba como una hoja… Se dirigió a la
puerta—. ¡Ábrame!

—Eres un niño, Juan… ¿Cómo vas a irte ahora, con esta tormenta? —cariñosa,
húmeda de ternura, sonaba la voz de la Rufina.

—¡Quiero irme! ¡Tengo que irme! ¡Ábrame, he dicho!

* * *


Juan echó a correr sendero abajo, metiéndose en los charcos hasta los tobillos.
La lluvia y el viento le ahogaba. Iba como loco.

Llegó a la playa, se paró ante la serrería…
«Algo se va a deshacer y convertirse en nada», recordaba las palabras de la
mujer. La puerta de madera la había roto el viento y se abría y cerraba dando
golpes… Salía humo, olía a pintura quemada. Cuando pasaba por allí el reflector
del faro, lo iluminaba todo…

¡Había sido verdad! Allí estaba la barca, la «Gaviotiña», pero… muerta.

60

















* * *


Uno de los rayos cayó en la serrería y fue a parar al centro de la ilusión de
Juan.

Debió suceder cuando Rufina le decía «que algo iba a ir mal»…
¡Maldita sea! ¡Y dicen que no es bruja!
Juan lloraba junto a su barca rota. Pero de pronto sintió como si alguien le
acariciase los cabellos.

—¡Rosiña! ¿Qué haces aquí?
—Desde la romería vimos el rayo que cayó… Yo sabía que te estaban
terminando una barca para la pesca y… vine… Ya no tiene remedio. No te
disgustes más, pobriño…

Rosiña besó a Juan. Le besó en la mejilla. Juan quedó iluminado; se le cayó la
pena. Miró los ojos verdes de la muchacha y se acordó que…

—¡No! ¡No es una bruja!
—¿Qué dices, Juan?
—Nada, Rosina. Vamos…
La acompañó hasta cerca de Fontao. Al dejarla, le dieron ganas de volver
donde la Rufina a darla las gracias, pero no, no lo hizo…

Al emprender el regreso sintióse consolado.
—Sí; me casaré con Rosiña. ¿Qué voy a hacer yo solo? —Y después suspiró…
—¡Pobre «Gaviotiña»! Murió sin ver el mar… ¡Y era la barca!

61

Compuesto y sin novia
























—TIENES que hacerme un gran favor, Mary.
—Tú dirás.
—Mira, en casa no lo saben, pero estoy enamorada… Te digo que es un chico
estupendo; lo tiene todo: inteligente, culto, educado, alto, fuerte, bien parecido…

—¿Bien parecido a quién?
—A Stewart Granger.
—¡Qué suerte! ¿Y te quiere?
—Con locura. ¡Si vieras qué cosas se le ocurren! ¡Qué conversaciones tiene
tan interesantes!…

—¿Dónde le conociste?
—No, si ni le conozco.
—Pero… ¡bueno!
—Él está en Granada. Somos novios por carta, y a eso venía: a pedirte ayuda.
¡Tienes que protegerme, Mary! ¡Tienes que ayudarme a conservar este amor que
nos une a través de la Mancha!…

62



—Escucha, Emi; apenas te comprendo. ¿Qué puedo hacer yo en tu noviazgo?
—Mucho, Mary; todo. Aquí traigo sus cartas. Son verdaderas epístolas
románticas y dulces… Aún no le he contestado a ninguna. Tú sabes que soy sosa
y torpe, que no se me ocurre nada, que empiezo: «Pepe mío...», y de ahí no paso.
Tú sabes que en el colegio mis peores notas eran las de redacción y ortografía…
¿Adivinas a lo que vengo? ¿Adivinas ya el favor que voy a pedirte?… Escucha,
Mary: a ti no te cuesta trabajo escribir; tú de pequeña hacías versos a la Virgen
en mayo, al Niño Jesús en diciembre, y, cuando era el santo de la Madre
superiora, ¡hay que ver qué poesías te sacabas de la cabeza! ¿Podrás hacerme
ahora estas cartas de amor que necesito?

—Mira, Emi; las cartas de amor no se pueden inventar, no se pueden sacar de
la cabeza; hay que sacarlas del corazón, es decir, hay que sentirlas, vivirlas…
¿Cómo puedo yo saber lo que por él sientes? ¿Lo que tú le dirías, de qué forma
escribes…?

—¡Ay, Mary! ¿No te estoy diciendo que yo no escribo de ninguna forma?
¿Que yo no siento nada para poder decirle; que sólo se me ocurren tonterías? Y
él se cree, porque no sé qué dice que ve en mis ojos —por la fotografía, claro—,
se cree que tengo mucha vida interior, y yo no quiero que se entere de que soy
tonta y torpe y que no sé hacer nada más que quererle.

—Por Dios, Emi; tú no eres ni tonta ni torpe, porque una persona que sabe
amar ya posee una sabiduría… ¡Bueno! ¡Sí! ¡Te ayudo! Trae acá esas cartas. Voy
a leerlas y le contestaremos en seguida.


Mientras Mary leía aquellas cartas de amor, Emi la observaba anhelante.
Emi era guapa, sólo guapa.
Mary era fea, pero atractiva, muy elegante, con una fuerte personalidad. A
pesar de esto, o por esto, Mary no tenía novio. Los tuvo a los diecisiete años y a
los veinte. El de a los veinte le duró mucho; ya se iban a casar, pero al fin la dejó
por la más vulgar de las chicas del barrio. Mary, en la actualidad, vivía sola,
entregada a sus libros, a los que leía y a los que escribía; sola con esa terrible
soledad que es para una mujer sensible cumplir los veinticinco sin haber sido
comprendida.


—Bien —exclamó Mary al terminar la lectura—, tenías razón; el chico es
estupendo. Sus cartas son deliciosas. Has hecho mal en tenerle tantos días sin
noticias; debías haber venido antes. Espera un momento, coge un libro o abre la
radio mientras voy a mi cuarto a escribirte su carta.


Emi puso música.
Mary también puso música en la carta que envolvía las cuartillas. Sonriente
volvió junto a su amiga.

—Aquí tienes la carta; corre a copiarla con tu letra y ponla sello urgente, que
le llegue en seguida.

63






















A los tres días volvió Emi a visitar a Mary. Entró en su cuarto alegre,
victoriosa.

—¡Mary, recibió «mí» carta! ¡Ay, qué carta la que me manda ahora! Léela, por
favor, y contéstale en seguida… Bueno, espera un momento; te voy a decir un
trozo:


«Soy muy violento, lo reconozco; he de observarme y corregirme. Has de
perdonarme por algo que te voy a confesar: ayer por poco no mato a un
catedrático. Dejé leer un trozo de tu carta a un profesor mío, que es grafólogo, y
empieza a decirme: «Esta muchacha tiene buenos sentimientos, es muy
femenina, pero vulgar, torpe y sin ninguna personalidad.» No pudo seguir el
estudio de tu letra, porque se me fue el brazo con el puño a su barbilla.»


—¿A que tiene gracia? —preguntó Emi, interrumpiendo la lectura y
entregando dicha carta a su amiga.

—¡Qué grande es este hombre! —dejó escapar Mary en un suspiro.
—¿Verdad que sí? ¡Es un ángel!
—Algo más que un ángel!
—¿Se puede ser algo más que un ángel? —preguntó Emi asustada.
—¡Bueno!… He dicho una tontería. No, no sé…
Mary cogió papel y pluma e inició la contestación. Interrumpió la escritura
para decir a su amiga:

—¿Quieres decirle algo especial?…
—No, eso: que me escriba pronto, que me estoy haciendo tres trajes y que me
acuerdo mucho de él.

64




Mary seguía escribiendo rápidamente, con letra de médico. Las ideas la
brotaban luminosas, fáciles. Escribía feliz, entusiasmada, enfebrecida...

—¡Ay, hija, qué de prisa escribes! Parece que te están dictando. Será la
costumbre que tienes de escribir…

—No es la costumbre, es la inspiración. ¡Ya está! ¿Cómo te quieres despedir
en ésta?

—¡Ah! ¡Como sea!
—¿«Ya sueño con tu nueva carta”? ¿O le ponemos: «Yo también te beso»?
—¡Huy, no! Eso tan pronto no… No vaya a creer que…
—No, mujer; tú no le conoces. ¿Lo pongo?
—Bueno…, pero en la frente.

«… Un beso en la frente, con el alma de EMI.»


Así acababa la segunda epístola.

—¡Ay, Mary! —dijo Emi cuando ya en la puerta se despedía—. ¿Sabes qué se
me ocurre? Pues… le debes añadir como una postdata que diga: «Nos mudamos
de casa; mi nuevo domicilio es...» —y pones el tuyo—. Y así las recibes tú, las
lees y las contestas en seguida, aunque sea a máquina. Ya has leído que no le
importa; luego me enseñas las copias —aunque todo lo que le digas me parecerá
bien—. Todo con el fin de que tú misma las eches al correo, y así adelantamos
tiempo…, ¿eh?

—Como quieras, querida, como tú quieras siempre. Ya sabes que he prometido
ayudarte, colaborar para que seas feliz… Y viéndote feliz, casi lo soy yo.

—¡Qué buena amiga eres, Mary!
—¡Bah! Esto no es nada.

Quedó sola en su cuarto pensando, meditando en su nuevo trabajo, en su
correspondencia con José Álvarez.

Tenía abandonadas sus colaboraciones, sus artículos y críticas. Hacia días que
no iba por el periódico y no tenía ganas de escribir, a no ser aquellas cartas de
amor que no la producían ningún dinero.

Aquello era como nadar en galerna, como pisar cristales, como jugar con
fuego. Mary empezaba a quemarse, empezaba a recibir directamente las cartas a
nombre de su amiga. Estaba autorizada para abrirlas, para interpretarlas. Aquello
resultaba emocionante. Llegó a creerse que eran para ella de verdad; llegó a
alimentarse con la ternura de aquellas palabras varoniles; llegó a «necesitar» las
cartas de su amiga.

65




Las contestaba a vuelta de correo, iluminadas, largas, profundas.

—Chica, cada vez te salen mejor —le decía Emi al leer las copias—. ¡Eres un
hacha!

Y aquel noviazgo por correspondencia llegó a ser tan fuerte y verdadero, que
los padres de Emi recibieron una carta de petición de mano.

José Álvarez acababa la carrera y para finales de año quería casarse. Las minas
que dirigía su padre esperaban al nuevo ingeniero.

Los padres de Emi aceptaron; eran sencillos y confiados y estaban deseando
casarla.

Él allí y sus futuros suegros aquí, arreglaron papeles.
Papeles también arreglaba Mary, llenándolos de frases de amor por todas sus
esquinas.

Y la mejor sorpresa de su vida se la llevó aquella tarde, cuando leyó el
telegrama:


«Estaré en Madrid sábado noche. Espérame estación. Te ama, JOSÉ.»


—¡Sábado noche! ¡Y hoy es sábado tarde! ¡Dios mío, esta noche llega!…
¡Corro a decírselo a Emi!

Bajó de tres en tres los escalones, cazó un taxi y llegó a casa de su amiga.
Emi saltó de alegría.
—¡Ay, qué emoción! Me tiemblan las piernas, Mary. ¡Ay! ¿Qué me pongo? ¿El
traje sastre o uno pavoroso? ¡Huy, pavoroso, qué loca! Vaporoso, sí, mejor. ¿Iré
muy elegante? ¿O voy sencilla? ¿Qué te parece, Mary? ¡Dime algo!

—Vete como quieras, pero vete. Rápido. Arréglate.
Mary quedó sola. El tren entraba. La fotografía de José temblaba en su mano.
En los primeras, un muchacho venía a pie en el estribo. Él era. Mary corrió a
su encuentro; luego retrocedió.

—¡Emi! ¡Emi! ¡Ya le tienes ahí! ¡Vuela!
Emi se dirigía hacia José, tímida… José le dio un jovial abrazo. Ella quedó
quieta.

—¿Es así como recibes a tu príncipe?
En este momento tropezó José con los ojos de Mary, que se hallaba parada
junto a ellos. Se distrajo.

—¡Ah! —exclamó Emi—. Mira, José, es Mary, Mary Montes, mi mejor
amiga; te he hablado mucho de ella, ¿recuerdas?

—Sí, ¿cómo no? Mucho gusto, Mary. Leí algo tuyo en un periódico de
provincias.

Cuando José dijo: «He leído algo tuyo”, Mary no pudo controlarse, se puso
roja y notó humedecerse sus ojos. Se despidió de ellos.

66




Treinta días pasaron. Treinta extraños días para Mary. Treinta felices días,
seguramente, para Emi, ya que mañana y tarde salía con José. Hubo que buscar
piso, comprar muebles, ropas… La boda estaba anunciada para el día primero de
octubre.

Mary vivía triste sin aquellas cartas a las que se había acostumbrado, cartas
que ya no recibía, pero que continuaba contestando.

Unos días antes de la boda llamaba Emi a su piso. Iba a entregarla
personalmente la invitación y a contarla muchas cosas…

—La señorita no está —dijo la muchacha.
—Esperaré un poco.
Emi esperó unos tres cuartos de hora; puso discos, revolvió papeles… y, en
vista de que Mary no regresaba, dejó el sobre allí y se marchó.

La alfombra se mojaba con la lluvia.
Todos los invitados esperaban en la puerta de la iglesia. Los fotógrafos
preparaban sus máquinas. Las niñas comentaban que el novio «era de cine».

Mary, sola, ya había entrado en el templo y permanecía en un rincón, orando a
San Antonio.

El tiempo corría. En la sacristía esperaban. Fuera, José encendía y tiraba
cigarros enteros.

—¡La novia! ¡La novia! ¡Por fin!
Se oyó el leve motor de una Vespa.
La novia llegó en moto. Frenó. Subió las escaleras recogiéndose la cola, se
acercó a José y:

—Vengo a decir que no vengo. Vamos, que no me caso. Lo he pensado mejor,
José. Soy demasiado tonta para ti —dijo en voz alta.

Mary seguía rezando a San Antonio.

67

Gertrudis y Godofredo

(Cuento de abuelos)

68




GUSTABA mi abuela en contarme cosas de su juventud, y gustaba yo en oírla
por lo peregrinas y graciosas que eran.

Puedo contaros, gracias a ella, la historia de esta dama tan bonita, que desde su
retrato, que preside nuestra sala, sonríe como otra Gioconda, poniendo en su
sonrisa más tristeza que alegría.

—Mira, hija mía, mi abuela me contaba que su abuela tuvo una abuela que era
bisnieta de la bisnieta misma de la hermosa Gertrudis, esposa del duque de
Viñas. Esta que aquí ves, aunque sólo tuvo un amor, amó más que nadie y fue la
más desdichada de las criaturas.

Por entonces, las guerras eran muy largas, pero ellos volvían. ¿Qué
adelantamos con que las de ahora sean muy cortas, si ellos no vuelven?…

—Dices bien; pero escucha lo que sucedió a esa bellísima mujer que nos mira
desde el lienzo.

Parece ser que, viéndola un día salir del templo, préndose un caballero en su
mirada. A ella también le chocaron sus bigotes, y atrevida y audaz para aquel
siglo, le lanzó una sonrisa que para qué…

Al día siguiente, armado de armadura, volvió el tal caballero a revolotear por
las puertas del templo.

Esta vez ya no se contentó con mirar a la doncella, sino que entregó a la
madura dama que la acompañaba una breve misiva.

El pliego no iba dirigido a Gertrudis, ni mucho menos, sino a su vetusto padre,
al que explicaba que era Godofredo de Riñón, conde de Viñas, dueño y señor de
siete castillos y de todas las viñas de aquel contorno. Mas luego le pedía,
finalmente, la mano de su hija.

El padre, el buen Don Nuño, no sólo le dio la mano, sino que le dio pie para
acelerar la boda antes de que el conde partiera a tierra de infieles.

Y he aquí, querida nieta, que sin más hubo boda, sin pasar por noviazgo ni
carteo.

Casóse el Conde de Viñas con Gertrudis López «la Algabeña», y aquel mismo
día, el noble esposo tuvo que partir a guerrear por orden de Su Majestad el Rey
de entonces.

Llevó a su joven esposa al más apartado de todos sus castillos, y dejando a su
servicio y alrededor siete damas o dueñas que la cuidaran, dio órdenes a éstas y a
la guardia de que Gertrudis no saliera de sus habitaciones hasta que él no la
mandase un emisario anunciando su regreso.

Y allí se quedó la recién casada, pasando más frío que una castañera y sin
saber hasta cuándo duraría su encierro y soledad.

El castillo era grande y, como todos, edificado en lo alto de un monte, por lo
que por sus almenas hacía un aire, que allí no había quien parase.

La Cámara de Gertrudis era un espacioso salón del tamaño de un cine de
barrio, y tan sólo tenía, para entrada de luz y aire, dos pequeñas ventanas
enrejadas y estrechas, por donde se dominaban mil leguas a la redonda.

69





Al pie de una de estas ventanas, sobre el pollo de piedra que brotaba de la
misma pared, nuestra antepasada Gertrudis tejía —porque… ¿qué iba a hacer
que no fuera tejer?—, mientras miraba con ansiedad el camino polvoriento que
se extendía entre trigales y campos sin labrar.

Las horas se le hacían años, los años se le hacían siglos, y los dedos se le
hacían agujas heladas, pues lo mismo en invierno que en verano, en el interior
del castillo, se enfriaban los mismísimos pingüinos.

Era lógico que aquello no podía seguir así. La tristeza de la pobre criatura era
tan infinita, que llegó a enfermar de melancolía y a ver alucinaciones.

¡Ya estaba cansada de hacer bolillos, de tejer y bordar en cañamazo!
Veinte años llevaba en el castillo, y la guerra seguía en todo su apogeo.
Diecisiete tenía cuando en él entró el día de su boda. Por tanto, treinta y siete
años contaba y ya era blanco su cabello y profundas las prematuras arrugas que
surcaban su carita, un día bella.

—Godofredo, Godofredo —decía sin cesar.
En todo momento tenía en sus labios el nombre de su señor esposo, y su rostro
no le tenía en la mente porque no le conocía, que sólo le vio tres días, y dos de
ellos llevaba la armadura puesta y la visera del casco echada sobre el rostro.

Las damas le decían que era rubio como un sol, y de ojos pequeños y vivos
como una ardilla. Contábanla que su tez era roja, y las manos las tenía muy finas
a pesar de ser guerrero. Faltábale una oreja. Según le informaron, la perdió de
una pedrada en la primera guerra que, de niño, salió a combatir.

Gertrudis esperó en el castillo toda su juventud, quemándose en la espera.
Hablando sola en el silencio. Desesperándose en su pabellón.

De vez en cuando llegaba un mensajero —cada cuatro o cinco años— y
hablaba misterioso con las dueñas. Después éstas le transmitían a Gertrudis la
siguiente embajada:

—Alegraros, señora; su esposo está más gordo y sigue peleando.

Pasó así medio siglo. Parecía que la tierra del sur daba moros al igual que
olivares. Crecían las mesnadas moriscas, esparcíanse por todo Levante, llegaban
a Castilla, apoderábanse de ella, se extendían hacia el norte… ¡Pero allí estaba
Godofredo, el Conde de Viñas, y sus temibles y valerosas huestes! ¡Allí estaba
Don Godo, mientras su esposa se moría de pena en un sillón!

Para derrotar el tedio, para entretener sus ocios, ante el estupor de las viejas
criadas, un buen día Gertrudis pidió pluma y papel de pergamino y se encerró en
uno de los torreones a escribir, siendo ella la inventora de las novelas policíacas.


Llegó un nuevo otoño, y en el silencio de una de sus noches frías, se oyó como
una música de mambo; luego, algún alarido, y después, un extraño ruido como si
dieran con el pie a una cazuela.

Volvió a oírse la música, el alarido y el ruido, y esta vez lo oyó Gertrudis, que
se había despertado sobresaltada, como el caso requería.

70


























Dos golpes secos sonaron.

Era la dueña, que, camisón arrastras y vela en mano, golpeaba en la puerta de
la cámara.


—¡Qué modo de llamar! —exclamó Gertrudis—. ¿Qué os sucede? ¿Quién
llega?

—Escuchad, mi señora… ¡Hay un fantasma adulto en el castillo!
—¡Pues sí; lo que faltaba! —suspiró la cautiva.
Volvió a oírse la música; las espeluznó el alarido.
Sí, no había duda: pasos desconocidos hacían crujir las maderas del corredor…

Durante todo el mes de noviembre volvieron a repetirse los fenómenos
musicales en el castillo.

Hasta que una noche sorprendieron al autor.
El fantasma no arrastraba cadenas. Sólo arrastraba una cola de terciopelo rojo.
El fantasma era extraño. No llevaba sábanas, ni sudario, ni más cadena que la de
su reloj; ni palidez en su rostro, ni aspecto alucinante. Era un fantasma negro y
bastante guapo.

A doña Gertrudis, al verle brillar en su rostro lo blanco de los ojos y lo blanco
de los dientes, la dio un patatús que cayó de espaldas por el hueco de la escalera.
Corrió tras ella la dueña, dolorida.

71







—¡Santísimo Santiago, el golpe ha sido capaz de dejarla sin facultades!
—Mue… muero… —recitaba Gertrudis, poniéndose bizca—; el fantasma me
mata.

—No es para tanto mi señora. ¡Ay, pasaron ya los sustos! No está herida…
—El fantasma me mata; ¡quiero huir!
—Vamos, vamos; es todo tan lógico, tan natural; un castillo sin fantasma es
como un tiesto sin flores. No se ponga así, doña Gertrudis…

—¡Ay qué espanto! No diga tonterías.
—Calma, calma, señora. Poco a poco nos iremos acostumbrando a él.
—¿A él? ¡Qué horrible! Lo que tenemos es que decírselo al Conde. ¡Avisad a
la guardia, que den una batida por todos los rincones del castillo! ¡Que le cojan!
¡Que le maten!

—¡Por Dios, mi señora, si eso es imposible! ¡No se le puede matar!
—¿Por qué?
—Porque ya está muerto. Para eso es un fantasma.
—¡Ay, qué miedo! ¡Por favor, Brunilda, no me asuste más!
Gertrudis se echó en los brazos de la dueña. Palidecía, temblaba como una
hoja de papel.


A todo esto llegó, por fin, el emisario esperado.

—Mi señor llegará para mañana.
Gertrudis se colocaba flores en sus trenzas y componía una coronita con laurel.

Ya se oían las trompas guerreras. Los clarines victoriosos asustaban a las
cigüeñas de Castilla.

El río corría más que nunca para verlos.
Despacio, muy despacio, por el campo avanzaban. Con sus barbas barrían el
polvo del camino.

Llegaron al castillo; algunos caballeros se apoyaban en sus lanzas; otros, en
sus soldados; otros, se doblaban sobre el caballo, medio dormidos.

Aquel ejército de ancianos cruzó el amplio patio de la fortaleza.
Y Gertrudis corrió por corredores. Cruzó piezas, deshechó cerrojos, bajó veloz
la pina escalinata. Y sofocada, loca, palpitante, corrió a los brazos de su señor el
Conde. Pero… ¿dónde estaba el Conde? ¿Quién de todos aquellos era el Conde?

El de más rubia barba, aunque ya encanecida, se acercó torpemente a nuestra
dama y la besó en la frente y en las trenzas. Y así, los dos viejecitos se
abrazaron. Y lloraron los otros caballeros.

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El sabio Cruelote y los cangrejos vengativos



















UN sabio, un día estaba tan aburrido, que no sabiendo que inventar, inventó un
líquido que quien lo tomara aumentaría mil veces su tamaño. Aquel señor de
joven fue malo, y antes de morirse recibió el castigo de perder la razón.

¿Qué infames proyectos tendría Cruelote?
¿Qué pensaba hacer con el endiablado invento?
Un amigo que estaba enterado del secreto, pudo robar los bidones,
donde guardaba el líquido y rápidamente sin pensarlo, los vació en el mar, pero
parte cayó sobre un cangrejar, y los cangrejos que dormían en los hoyos
empezaron a crecer de forma alarmante. La playa era muy grande, y pronto
quedó que no se podía dar un paso en ella. Se reunieron cangrejas y cangrejos
para hablar de negocios; aquello parecía una concentración de extraños tanques
de color verde oscuro que pronto se pusieron en movimiento.

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En seguida sorprendieron a unos hombres bajitos que iban a pescar cangrejos,
por cierto, y fueron ellos pescados por los que iban pescar.

—¡Jajá, ja, ja, ja, ja!
Y doña Cangreja puso un puesto de hombres. ¡Con qué estilo voceaba su
mercancía:

—¡Vivitos y frescos, para el arroz! ¡Hombrecitos ricos y sabrosos para el
arroz!

Una familia, compró una docena y se propusieron a hacer unas ricas paellas,
«pa ellos”. (Entre la docena iba el boticario, el señor Roñosín y unos mozos muy
bromistas).

El pueblo de Envidiatis estaba horrorizado. Rumores corrían por las calles de
que la playa estaba llena de una especie de tanques color verde oscuro que a
modo de ruedas llevaban diez patas y lo mismo avanzaban pesada pero
rápidamente que daban marcha atrás. Y esa especie extraña de bichos o tanques

pronto destruirían el pueblo si en él se internasen.

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Y no fueron falsos sus presentimientos; una buena manada de cangrejos
gigantes se disponían a salir del mar y de su orilla, abandonar las rocas donde
nacieron y emprender camino lejos de la costa, para pescar hombres.

Presidía a la gran caravana de cangrejos, artistas de la música, que iban
tocando una marcha salada, como el agua del mar.

(Era que el arroz con hombres, les estaba gustando tanto como a nosotros el
arroz con cangrejos).

Llegaron a una casita blanca, miraron por las pequeñas ventanas, que para
ellos tenían tamaño de agujeritos, y vieron unos hombrecitos, vestidos con

delantal blanco, sentados en largas mesas y cantando:
Dos por dos cuatro.
Dos por tres, seis.
Dos por cuatro, ocho.
Dos por cinco, diez.
(Era un colegio).
—¡Uy, que pequeñitos! ¡No merecen la pena! No tienen nada de carne.
—Están sin hacer—dijeron otros cangrejos.
—Vamos, vamos. ¡Vamos a buscar otros más gordos y mayores!
—Pues, vamos, con la música a otra parte—dijeron los de la orquesta.











Por las calles céntricas del pueblo, entre café y tertulia, fábrica y comercio, se
«hincharon” a pescar hombres los cangrejos. Rápidamente, apenas podían coger
tantos como hallaron, muchos pudieron escapar cubiertos de suerte las patas
delanteras de los cangrejos, formaban una lluvia de pinzas, que iban
aprisionándolos, hombre tras hombre, y los dejaban caer en los inmensos cestos,
que llevaban. Aquella noche, ¡oh misterio, oh milagro! Todos los pueblerinos de
Envidiatis soñaron la misma cosa, imaginaros el inmenso asombro de los
habitantes del poblado, al escuchar de sus hermanos, que habían soñado lo que
ellos.

—¿Qué querrá decir esto?—se decían.
¡Ay!—pensaban. Bien puede pasarnos lo que en sueños nos ocurrió.
Todos sintieron, se levantaron con hambre de ser buenos, con ganas de
perdonar; y lo más grande es, ¡qué se saciaron! y fueron buenos, y perdonaron a
sus enemigos y sus enemigos a los suyos. Y más por el deseo de ser buenos que
les nació, que por el temor de ser castigados, con el extraño sueño hecho
realidad, los habitantes de aquel poblado fueron modelos de cristianos.

Y en Envidiatis reinaba esa flor que es la paz, que perfumaba aquella tierra
vecina del mar, con alegría y trabajo.

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77



















Dos días llevaban llorando dos niños. La casita era de un solo piso, pero la
nieve la hacía parecer más baja que era. Alrededor de la cabaña crujía la nieve.
Alguien, sin duda, se acercaba.

—¡Ay, hermanito, se oyen pasos y no es papá! Él siempre llega cantando.
Era el gigante; sus pies se hundían hasta media pierna en el blando suelo de
nieve y fatigaba más andar así, que ir con cincuenta kilos de peso al hombro.

—Sólo por mis niños me arriesgo yo a coger una pulmonía. ¡Ay, en un día
como este salir a caminar tantos kilómetros y estando intransitables los caminos!
Gracias a que soy fuerte y gracias a la alegría que voy a dar a los pequeños
huerfanitos.

Esto hablaba solo aquel grandote hombre, mientras se sacudía la nieve ante la
pobretona cabaña.

—¡Pum, pum! (Por poco tira la puerta de dos rodillazos).
Dos vocecitas juntas se oyeron desde fuera.
—¿Quién?
—¡Abrid, diablillos! Bastante nieve me ha caído encima hasta llegar aquí.
¡Abrid, soy el gigante Perdiz! ¡Abrid, que se hiela mi nariz!

Los niños, verdaderamente, no se asustaron mucho ante la inflada voz, que les
dio confianza. Cuatro manitas abrieron la puerta; el gigante Perdiz entró con una
gran sonrisa, llenito de nieve encima de su bufanda. Deja en el suelo un saco que
trae al hombro.

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—¿Qué tal, peques?

Y fue dándoles cariñosas palmaditas en los carrillos. Carmita tenía siete años,
aunque parecía que tenía menos. Carlitos diez, aunque parecía que tenía más.
Vivían tan contentos con su padre, que era leñador, y bueno, muy bueno.
Después de venir del trabajo, hacía de maestro; después, de cocinero. Juntos los
tres, riendo, devoraban unas gachas de tocino, leche fresca, y… a la cama. Si
Carmita daba guerra, solía decirle su papá:

—¡A dormir o llamo al gigante Perdiz, que a los niños se lleva de aquí!
Bueno; pues el fuerte gigante sentose en una banqueta junto a unas leñitas que
ardían, les sentó a los niños en cada una de sus rodillas y les dijo así:

—Ya no más lagrimitas; vengo de parte de vuestro padre, a contaros lo
sucedido. Anteayer, ya era casi de noche y vuestro padre ¡qué valiente es vuestro
padre! andaba aún por el pinar. Estaba subido en las últimas ramas de un gran
árbol y, se le fue el pie y se cayó, pero ¡no sufráis, pequeños! que Dios quiso que
no se hiciera más que torcerse una pierna. Yo acudí a él, no por los gritos o ayes
que lanzara, si no porque le vi caer. Le ayudé a levantarse y no podía andar; le
cogí en brazos, así, como tú tienes ahora a esa muñeca, y me plante en medio de
la carretera. Pasó un automóvil y exigí le llevaran al próximo hospital. Vuestro
padre me dio las gracias con el corazón y me mandó todos estos recados que os
traigo: leña, morcillas, manzanas, higos, verduras y carne. Él vendrá pronto;

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hasta entonces yo os cuidaré. Ante todo y lo primero, quiero ser amigo vuestro;
os serviré de rodillas, para que no os duela el cuello de mirarme. Obedecerme y
respetarme; ya lo haréis, aunque sólo sea por mi tamaño. La bondad de vuestro
padre, me ha convertido en dulzura el amargor que me hacía aborrecer a los
niños. Yo antes, me dedicaba a llevarme un ratito en un saco a todos los niños
desobedientes, llorones o desaplicados, cuyos padres me avisaban. ¡Les daba
cada susto! Cuando los volvía a su casa, estaban más listos que ángeles, más
quietos que muertos y más serios que tontos. Me arrepiento de haber tenido ese
oficio. El «ogro gigante» me llamaban; claro, que yo sólo castigaba a los niños
que se lo merecían, pero de todas las maneras ¡no lo vuelvo a hacer! Ni que yo
me entere que nadie asusta a los niños, porque me lo como cual si fuese un
rábano. ¿Me perdonáis si os asusté?

—Sí, hombre, sí; le perdonamos don… Altito —dijeron los niños. ¡Qué alegría
nos ha dado oírle! Ahora sólo esperamos ver a papá.

—Ya veréis qué pronto vuelve vuestro padre, Carmita, vamos a preparar entre
tú y yo la comida. ¿Os gustan las tortillas de tocino? Para el frío esto es muy
bueno. ¡Ja, ja, ja, ja!

—¿De qué se ríe don Altito?
—Que recordaba el apuro que pasó vuestro; porque veréis. Él quería avisaros y
sólo podía ser conmigo; todo estaba desierto y temía el hombre mandarme, por
si os asustabais, al traeros yo la noticia y ser peor el consuelo que la desgracia.
¡Ja, ja, ja, ja! Él se tiene la culpa, por asustaros; y yo también… por haber sido
durante cinco años el gigante Perdiz, que a los niños quemaba la nariz.

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Tres días pasaron y nadie caminó por la veredita que llegaba hasta la pequeña
cabaña del leñador. Aquella noche don Altito (nombre que le habían dado los
«peques»), cantaba canciones, para que los hijos del leñador se durmieran,
cuando se abrió la puerta y apareció, medio helado, pero sonriente, apoyado en
un viejo bastón, el papá de los niños. Echó una mirada por la amplia y única
pieza y vio en el rincón de siempre, las dos camitas de los pequeñuelos, que muy
tapados, sólo asomaban rubios rizos y un trocito de frente rosada. Después,
abrazó muy fuerte al gigante Perdiz y muy despacio, besó solamente el cabello
de sus hijos, para no despertarles y darles en la próxima mañanita, la inmensa
alegría.

—¿Qué tal los chicos?
Y el gigante Perdiz contestó:
—Han sido muy buenos y muy aplicados; en premio a eso, por las tardes
jugábamos los tres y les contaba cuentos. Sus hijos son mis mejores amigos.

—¡Muy bien! ¡Muy bien!
No se puede describir la alegría de los niños cuando al despertar, vieron de
nuevo a su padre, ya curado, sonriente y sin cesar de besarles. Cuando ya estuvo
bueno el padre de Carmita y Carlitos, volvió a su oficio; el bosque le esperaba;
don Altito le acompañaba. En un momento recogía, sin fatiga, con sus brazotes
la leña que el otro cortaba y terminaban antes la jornada. Don Altito, o sea el
gigante Perdiz, tuvo por su gran corazón pan y casa en la cabaña del leñador, que
sabía de gratitud.

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A los niños les gusta más que les cuenten cuentos, que se los lean. Yo os voy a
contar uno, un cuento de color azul. Y os voy a accionar y todo, y pobre de mí, si
el cuento que os voy a contar no os gusta. Y si os gusta... me sentiré dichosa y
feliz.

Erase… La Luna. La Luna tiene un toldo muy grueso encima de ella, hecho
con plata, con leche, con nácar, con lirios, con azucenas; por eso nos parece
desde aquí, desde la tierra, que la luna es blanca. No sé de que color será, porque
ese blanco que vemos, es el toldo inmenso que la oculta.

Bajo ese toldo hay nubes y pájaros, y arboles y tierra, y ríos y mar, y casas, y
padres y niños.

Erase un pueblecito de la luna, llamado Esponjil. Un hombre joven quería
mucho a una mujer muy guapa y muy joven, que era su esposa. Este matrimonio
tenia tres hijos, dos niños y una niña; la niña era la mayor, tenía siete años y se
llamaba Lunita; el hermano mediano tenía seis y se llamaba Cuernecito y el más
chiquitín, se llamaba Gavioto.

Una noche después de cenar rosas cocidas con leche de águilas, mientras el
padre y la madre se quedaron charlando de la vida, los tres hermanos se fueron a
un rincón de la casa y cuchichearon no sé qué; se hablaban al oído y se
contestaban mirando a sus padres con miedo y con los ojos muy abiertos. Más
tarde, besaron a sus padres más fuerte que nunca, se besaron ellos y se fueron a
dormir.

A la una de la madrugada se levantaron despacito y de puntillas se fueron,
abandonando su casita caliente. Su padre, joven y fuerte, que los llevaba a los
tres en brazos, y su madrecita buena y guapa, que les cuidaba, les lavaba, les
enseñaba, les dormía, les quería mucho y les pegaba muy poco.

Se fueron los tres hermanos cogiditos de la mano. Allá en las afueras del
pueblo, al otro lado de la luna, les esperaba… su obra...!

Los tres fugitivos eran muy listos, muy inteligentes, eran casi tres niños sabios.
Secas sus gargantas de sed; de sed de ver; de sed de saber.
Con latas, con hojalatas, maderas, hierros, plomos y trapos, se habían hecho
ellos así como una casa, muy pequeña y muy redonda.

Se pasaron un mes comiendo verduras y unas cosas que en la luna se llaman
patacanos, que son como embutidos amarillos y en cada uno hay un gusano
amarillento, frío y muerto, de gran alimento; es esta fruta muy parecida a los
plátanos de la tierra.

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Al cabo de un mes de rezar a Aquel a quien adoran, sin conocerle y que es Rey

de la Luna, de la Tierra, del Viento y de todo, y pedirle y rogarle que hacia
mucho viento...

Una mañana en que los tres hermanos se encontraban dentro del «globo-casa»
construido por sus manitas de sabios precoces, notaron... ¡que volaban hacia
abajo, y no de acá para allá, de izquierda a derecha como vuelan los aeroplanos,
sino en línea recta perpendicular! Los tres hermanitos iban de un lado a otro del
globo dándose tumbos y porrazos en sus tiernos cuerpecitos.

La niña Lunita llegó a perder un poco el valor y exclamó:
—¡Hermanos, tengo miedo, me ahogo!
—Oye —contestaron —nosotros también parece que nos ahogamos, pero
nunca tendremos miedo; estamos aprendiendo a ser hombres y estos no tienen
que tener nunca miedo.

—Ni a vivir ni a morir—dijo Gavioto, el pequeño, pasándose las manos por su
barbillita.

La niña lloraba sin hacerles caso, tirándose del pelo, la cual decía:
—¡Kay! ¡kay!—que quiere decir; ¡mamá!
—Calla, Lunita, no te aflijas—dijo su hermano Cuernecito, ¡ya llegamos!
Dónde no sé, el caso es que llegamos.

—¡Pummmm...!
Y tropezaron con la tierra; el globo se hizo astillas y los tres hermanos no
tenían milagrosamente más que un mareo pequeño y un hambre grande; habían
caído sobre un campo de trigo y estaban tendidos blandamente sobre las espigas.


* * *

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Allá en la luna, un hombre calla, una mujer llora y unos policías buscan para

matarlos, por rebeldes, a tres niños.
Lunita, Cuernecito y Gavioto miraron todo; ¡qué bonito era ello! Cerca de
ellos pasó un burro esquelético; los dos niños le acariciaron las orejas y Lunita el
rabo, porque las orejas le daban miedo.

Se montaron en el animalito, sin pararse a pensar qué clase de animal sería;
ellos, le hubieran llamado todo menos «burro»; ¡tan dócil, tan calladito, tan

bueno! El animalito les llevó donde le dio la gana, nadie le conducía, ni le daba
con un palo en sus muslitos «pelaos» y el animal estaba contentísimo de su carga
menuda... Entraron en una ciudad, anduvieron boquiabiertos entre autos,
tranvías, autos con cuatro ruedas gordas y autos con dos ruedas finitas. Miraban
todo; el pequeño Gavioto, preguntó a un viejo:

—¿Dónde estamos, señor?
En la calle de Alcalá—dijo—y le dio un caramelo.
Gavioto le cogió y le miró; era durísimo y dijo:
—Señor; si no tiene dos caramelos más, tenga éste y gracias; con uno no
hacemos nada, pues somos tres hermanos.

El viejo se quedó pensativo y el niño se montó como pudo en el burro, donde
le esperaban Lunita y Cuernecito.

* * *

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Perdonadme niños que me oís, que no sepa deciros lo que les pasó a los tres

hermanos durante diez años. Volvamos a ellos ahora.
Ya no son tres niños, son dos hombres y una mujer. Lunita escribe versos,
poemas, canciones y en ellos principalmente canta a su tierra, canta a la luna.

Cuernecito toca muy bien el violín.
Y Gavioto canta mejor que nadie.
Todos les admiran y cuando los oyen, dicen:
—Parece que estos tres hermanos no son seres de la tierra.
Eran artistas y eran muy listos, como también muy buenos; aunque ganaban
muchísimo dinero, no ganaban lo bastante para comprarse un globo
estratosférico, que era, su ilusión.

Un dia actuaron por Radio los tres artistas. Lunita leyó y recitó sus poesías a
la luna blanca y suya.
Cuernecito hizo llorar con su violín a todas las almas de los hombres que le
escucharon.
Y Gavioto con su canto admiró a todo el mundo.

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Les preguntaron en el micrófono, primero a uno, luego a otro, que cuales eran

sus ilusiones; y los tres dijeron:
—Yo quiero volver a mi tierra...
—¡Bien! ¿Y cuál es vuestra tierra?
—La luna.
—¿La luna?
—¡La luna, sí; nosotros nacimos en la luna! Pronto corrió la noticia de que los
tres artistas jóvenes estaban locos de remate. Les metieron en un manicomio.
¡Pobrecillos! Ellos se resignaban, no podían hacer nada para seguir triunfando;
tenían que mentir, negar; que habían nacido en la luna. Su madre, aquella
mujercita joven y buena les había dicho que no mintieran nunca; y ellos, que la
desobedecieron una sola vez en la vida, prometieron no desobedecerla más.
Habían nacido en la luna y querían ir a morir allí...

Pero no, morirían aquí, encerrados cuerpo y alma con sus lágrimas en el
manicomio triste...
Todos los días el doctor preguntaba a los loqueros:
—¿Qué tal han pasado la noche los tres hermanos locos?
—Como siempre, doctor; en cuanto anochece, se acurrucan en la reja de la
ventana y con los ojos muy abiertos, se ponen juntitos a llorar mirando a la luna.
Una noche de esas nubladas que no se ven estrellas ni cielo, ni nada, en que no
había luna, una noche sin alma, el loquero encontró en tres charcos de lagrimas,
tres cuerpos dormidos para siempre, al pie de la ventana enrejada, de la noche
sin luna. Tres ángeles los subían al Cielo. Al pasar por la luna, le echaron tres
besos.

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Cerca de la ciudad de Empújamequenobajo, existía hace un montón así de
siglos, un castillo en ruinas por un lado y por otro en la orilla del río Seco.

El castillo no estaba habitado, pero de él salía la intranquilidad del vecindario,
ya que dicho castillo estaba encantado.

En cuanto que anochecía, brotaba de sus muros tétrico ruido de cadenas y en
las altas amenas relucían unos ojos enloquecidos. Un coro de alaridos se oía a la
madrugada y por todo esto los ciudadanos vivían, que aquello no era vivir.

El alcaide reunió a los más listos —que eran los menos brutos— y habló así:
—«Ya que nadie puede evitar los ruidos inquietantes del castillo encantado y en
vista de que no hay quien pueda acercarse a destruirlo, he pensado que hay que
quemarle desde lejos».

—¡¡Bieenn!! ¡Eso, eso! ¡Quemarle! ¡Y que muera dentro su fantasma!
Pero dijo el «Macario»: —Hombre, señor alcalde, no sea usted cetáceo. No es
buena su idea; los fantasmas no tienen cuerpo y no se le destruirá si quemamos
el castillo, le tendríamos luego vagando por la ciudad como un fantasma en
pena.

—¡Pues sí! ¡Que hable «El Manías»!
—Señor alcaide: «La otra noche vi desde el monte donde tengo las cabras,
pues vi otro fantasma más bajo y más gordo que el que todos conocemos, y tras
él otros fantasmas pequeñitos que se movían y gesticulaban mucho y asustaban
más que los largos».

—¡Bien, «Manías»! Gracias por tus declaraciones. ¡Calla ya! ¡Ciudadanos de
Empújamequeriobajo! ¡Os necesito a todos! ¡Esta noche rodearemos el castillo y
a la hora de las doce le asaltaremos, y sea lo que San Juanín, nuestro patrón,
quiera.

Bajo la luna y sobre la hierba, armados de escopetas, arcabuces y palos, todo el
pueblo, silenciosamente, acorralaba el castillo.

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Los que tenían el oído pegado a los muros musgosos de la fortaleza encantada,
oyeron decir a una voz de ultratumba:

—Manolito, arregla a tus hermanos y di a tu madre que suba. He sentido ruido,
alguien osa acercarse. Hay que trabajar…

Los ciudadanos se miraron extrañados después de oír este diálogo tan poco
macabro.

El viento helado silbaba entre los álamos.
El reloj de la torre estornudó doce veces seguidas.
Era la hora decisiva de asaltar el castillo y arremeter contra su fantasmal
fantasma.

Armados con un tronco embistieron la vieja puerta de madera carcomida.
A la luz de sus hachones encendidos recorrieron salones, escaleras y sótanos
sin hallar nada.

Cuando la noche terminó de barrer sus estrellas y don día soltó su luz, los
asaltantes encontraron acurrucados, bajo las almenas, a tres fantasmitas
desnudos, envueltos en pieceadas sábanas de retor.

A lo primero les dieron ganas de darles una limosnita, pero a lo segundo, les
interrogaron bárbaramente:

—¿Quiénes sois?
Tres niños contestaron atemorizados.
—Somos Pepita, Manolo y Chelín; nuestro padre es el fantasma del castillo…
—Conque el fantasma, ¿eh? ¡Id a buscar al «carota» de vuestro padre!
Convicto, confeso y con una palidez de embalsamado, se presentó ante el
pueblo el fantasma.

Era Manolo Rodríguez, natural de Madrid, donde llevaba unos años sin
encontrar piso; vagabundeando llegó hasta el castillo de Río Seco, y hallándole
desalquilado se vistió él y su familia de sábanas y resolvió así el problema de la
vivienda.

Los jueces le echaron cuarenta años —de edad— y también le echaron a la
calle.

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