De ratones y hombres John Steinbeck
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—Lennie estaba asustado —interrumpió George— . Nada más. No sabía qué hacer. Ya te
dije hoy que a nadie le conviene pelear con él. No, creo que se lo dije a Candy.
Candy asintió solemnemente.
—Así es. Esta misma mañana, cu ando Curley se metió con tu amigo, me dijiste: «Mejor
haría en no jugar con Lennie, si sabe lo que le conviene». Eso fue lo que dijiste.
George se volvió hacia Lennie.
—Tú no tienes la culpa, Lennie. No tienes por qué asustarte más. Hiciste sólo lo que te
dije. Tal vez será mejor que vayas al lavadero y te limpies la cara. Estás horrible.
Lennie sonrió con su boca magullada.
—Yo no quise hacerle daño —dijo. Caminó ha cia la puerta, pero antes de cruzarla se
volvió—. ¿George?
—¿Qué te pasa?
—¿Podré cuidar los conejos todavía?
—Claro. No has hecho nada.
—No quise hacerle daño, George.
—Bueno, sal de una vez y lávate esa cara.
CAPÍTULO 5
Crooks, el peón negro, tenía su camastro en el cuarto de los arneses, un pequeño
cobertizo que sobresalía de la pared del granero. A un lado del cuartito había una ventana
cuadrada, con cuatro vidrios, y en el extremo opuesto una estrecha puerta, hecha con tablas,
que daba al granero. El camastro de Crooks er a un largo cajón lleno de paja, sobre el cual
estaban extendidas sus mantas. De unas clavijas fijadas a la pared, junto a la ventana,
colgaban rotos arneses en trámite de ser arreglados y tiras de cuero nuevo. Bajo la misma
ventana, una banqueta para las herramientas de talabartería, curvos cuchillos y agujas y
ovillos de hebra de hilo, y un pequeño remachador de mano. Asimismo colgaban de las clavijas
fragmentos de arneses, un collarín roto, que mostraba el relleno de crin, una pechera partida y
una cadena de tiro con su forro de cuero también roto. Crooks tenía el cajón de manzanas que
le servía de estante sobre el camastro, y en él se apilaban gran variedad de frascos de
remedios, para él y para los caballos. Había latas de grasa para los arneses y una sucia lata de
brea con su pincel asomando por el borde. Y dispersos por el piso muchos efectos personales;
porque Crooks, por vivir solo, podía dejar sus cosas sin cuidado, y por ser peón del establo y
lisiado, era más fijo que los demás en el rancho y había acumulado más posesiones de las que
podía transportar al hombro.
Crooks era dueño de varios pares de zapa tos, unas botas de goma, un gran reloj
despertador y una escopeta de un cañón. Y tenía también varios libros: un maltrecho
diccionario y un estropeado y roto ejemplar del código civil de California de 1905. Había unas
revistas muy gastadas y algunos libros sucios en un estante especial sobre el camastro. De un
clavo en la pared, sobre la cama, pendía un par de grandes anteojos con armazón de oro.
El cuarto estaba barrido y bastante limpio, porque Crooks era un hombre orgulloso,
solitario. Guardaba las distancias, y exigía que los demás también lo hicieran. Su cuerpo
estaba doblado hacia la izquierda a causa de una fractura de la columna vertebral, y sus ojos
se ahondaban tanto en su cara, que por es a misma profundidad parecían resplandecer
intensamente. Tenía el magro rostro surcado por hondas arrugas negras, y labios finos,
estirados por el dolor, más pálidos que la cara.
Era sábado por la noche. A través de la puerta que daba al granero llegaba el sonido de
caballos en movimiento, de patas agitadas, de dientes mordiendo el heno, del rechinar de las
cadenas de los ronzales. En el cuarto del peón, una lamparilla eléctrica derramaba una escasa
luz amarillenta.
Crooks estaba sentado en su camastro. Por atrás, los faldones de la camisa salían fuera
de los pantalones. En una mano sostenía un fra sco de linimento, y con la otra se frotaba la