Proserpina. En su hospitalaria recepción, ofrécele la diosa un
delicado asiento, una excelente mesa; todo lo rehúsa, y
sentándose en el suelo, a sus pies, se contenta con pan duro,
y transmite la embajada de Venus. Proserpina le entrega de
nuevo la caja, misteriosamente llena y bien cerrada. Con la
golosina de la segunda torta, cierra la boca del terrible can,
paga al barquero la segunda moneda y sale apresurada de los
infiernos. Contempla de nuevo con admiración la blanca luz
celeste, y a pesar de su afán en terminar su misión, una
temeraria curiosidad se apodera de su espíritu. »¡Cómo!,
decía; heme aquí en posesión de la belleza de las diosas, y
seré tan necia que no tomaré un poquitín para mí. Tal vez
este sea un medio de dar contento al encanto que yo adoro.
Y, diciendo esto, abrió la caja. Ninguna belleza contenía; pero
apenas levantó la tapa, desprendióse un vapor letárgico,
verdadero sueño de la Estigia, que se apoderó de ella;
derrámose por sus miembros una nube espesa y soñolienta, y
cayó tendida en tierra en mitad del camino. Inmóvil, en el
suelo, no era más que un cadáver dormido. Pero el Amor,
cicatrizada ya su herida, iba recobrando las perdidas fuerzas,
y no pudiendo soportar la larga ausencia de Psiquis, escapóse
de la habitación, donde le tenían cautivo, por la estrecha
ventana.