Introducción
Preparar una obra de uso práctico parece ser cosa fácil por su aplicación
específica. En el campo de los diccionarios especializados, el hacerlo resulta, además,
una necesidad imperiosa, ya que la terminología técnica define el campo de la disciplina
e identifica a sus ejecutores dentro de una jerga común. Los términos claros juegan un
papel importante para el avance de esta ciencia, lo cual fuera ya establecido por Tansley
(1935) en referencia al uso y abuso de la nomenclatura científica en estos campos.
En el caso de la Ecología, sin embargo, preparar un diccionario resulta un desafío
muy constructivo. Esta joven disciplina se fundamenta en la integración de la
información de la naturaleza, incluyendo el medio ambiente humano, en procura de un
cuerpo unificado o doctrina ecológica, enfocando en las relaciones que determinan la
realización de un proceso dado. Como estos cambios suceden a través del tiempo, las
estructuras de los elementos involucrados responden a ciertas exigencias de
configuración espacial y temporal exclusivas, muchas veces determinadas por jerarquías
ecológicas que se organizan caprichosamente en lo que se ha dado en llamar “armonías
discordantes” (Botkin, 1990).
En un reciente libro sobre los conceptos de Ecología (Cherrett, 1989) el consenso
de los ecólogos británicos en una lista de términos clave se perfila claramente arbitrario.
Pese a que el término “ecosistema” fue el primero de la lista, una buena controversia
todavía persiste para tratar de definirlo adecuadamente. Los ecólogos norteamericanos
tratan todavía de establecer una definición coherente y universal de “comunidad” sin
lograrlo. El correo electrónico de la era computarizada trae el debate a dimensiones
inesperadas, como las nociones de Mark Cámara en Colorado, seguidas por réplicas
inmediatas de Don Phillips en Oregón, Sam Scheiner en Illinois y Jeff Kennedy en
California. La función de la comunicación con un vocabulario consistente en Ecología
se perfila también en la réplica de Nicholas Lewin al planteamiento de Joachim, quien
sugirió a la red de la ESA, siglas en Inglés de la Asociación Americana de Ecología
(
[email protected]), que “para los ecólogos las definiciones no tienen
importancia, lo que importa es la naturaleza”. Al tratar de explicar el uso de “avian
ecology” y de “bird ecology”, por ejemplo, logré llamar la atención sobre la importancia
de una buena terminología, especialmente en el idioma castellano que se habla en
América Latina, que incluye un sinnúmero de aportes de las lenguas indígenas y que,
por tanto, incluye nociones ausentes en el lenguaje ibérico. Además, los tecnicismos
obligados por los descubrimientos científicos y sus adelantos en las aplicaciones
técnicas y de metodología, obligan a generar un glosario robusto de una ciencia joven,
aún en maduración. Una de las tendencias más interesantes ha sido la de acuñar
términos convencionales junto con el prefijo “eco” para denotar la calidad
“ambientalmente amigable” de objetos, fenómenos y procesos. Esta forma de
retroajustar la terminología fue ya criticada por Wali (1995), quien había pedido desde
hace una década que los ecólogos tuviéramos una sana moratoria de dichas prácticas
(Wali, 1992).
Sin embargo, el debate todavía continúa. Muchas veces, cada investigador tiene
que definir en su artículo lo que significa tal o cual palabra en su autoría y el prefijo
“eco” sigue usándose en el retroajuste terminológico de la Ecología. Orians (1991) lo ha
expresado definitivamente con el término comunidad ecológica: “comunidad depende