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Tengo déficit atencional. Así lo llaman. Al menos
hoy en día se diagnostica y se puede medicar, antes ni eso.
Dicen que es bastante hereditario y como mi vieja no lo
tiene —y la Susy tampoco, gracias a Dios— se lo cargo,
como tantas otras cosas, al padre desconocido y concha de
su madre que salió arrancando en cuanto mi vieja se em-
barazó. ¿Qué es el déficit atencional? Es como una amplitud
de la mente. Una extensión que hace eco. Por ejemplo, el
otro día hojeaba una revista en el trabajo mientras espera-
ba que se calentara la cera y leí sobre un gallo que se había
muerto, decía que había sido narrador, cantante, traductor,
ingeniero, trompetista de jazz, dramaturgo y autor de ópe-
ras. Evidente, dije yo, este huevón tenía déficit atencional.
Hay mil cosas que me gustaría hacer y para las que tendría
cierta habilidad. De partida, todas las relacionadas con la
peluquería, vale decir, peluquera, manicura, masajista, re-
flexóloga, colorista, también podría ser una estupenda chef
o una buena modista o una bailarina o una instructora de
yoga y, si me apuran, una pintora. Para todas esas cosas
tendría habilidades si me dedicara a ellas. Pero, claro, no
hay tiempo, siempre estoy ganándome la vida. Yo, si hu-
biese nacido rica, tendría un epitafio como el huevón de
la revista.
Siempre fui un poco torpe, no me resultaban bien
las cosas ni finas ni demasiado femeninas, por eso terminé
siendo depiladora y no manicura porque si pintaba las
uñas, se me salía la pintura (a veces lo logro, pero con
harto esfuerzo). He pasado mi vida tratando de no ser
torpe, torpe con las cosas del cuerpo pero también con las
de la mente. Soy más rápida que la mayoría, me aburría
mucho en las reuniones, por ejemplo las de apoderados en
el liceo de la Susy, la gente me parecía fastidiosa, lenta, yo
habría corrido por la vida, como el Correcaminos, llegan-
do para irme, nunca para quedarme. Torpe también por-
que me acusaban de descuidada, perdía todo, aun las cosas