DIOCLECIANO

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About This Presentation

Biografía del emperador Diocleciano. Su vida contada por él mismo.


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DIOCLECIANO (245-313)
Todos dicen que tendría que estar en la cama. ¡Al infierno con ellos!. Nada me
sienta mejor que estar aquí sentado, frente a esta mesa que he hecho colocar
en medio del jardín. Las primaveras son frías en la Iliria que me vio nacer, pero
nada me place más que estar aquí, sólo, escribiendo estas notas que me
relajan, bajo este viejo manto que conservo de mis años de campaña al mando
de las legiones. Tengo ya 67 años (año 313) y siento que la vejez empieza a
ganarme el pulso. Apenas puedo ya abrir surcos con el azadón en el huerto
que ahora me entretiene. El futuro se me presenta breve. Pero no puedo
quejarme, he sufrido un pasado preñado de sucesos que harían de uno en uno
palidecer a cualquier ciudadano.
Ahora que entiendo que el fin se acerca, considero necesario dejar por escrito
mi opinión sobre los hechos que he vivido. No en busca de que se haga justicia
sobre mi persona en los años venideros. Esto lo doy por perdido. Sé que seré
criticado, injuriado, incluso olvidado por los que escribirán la historia. Y lo sé
porque ello ya ha empezado a ocurrir. A mí eso me importa poco. Pero en el
futuro, cuando el mundo esté sometido a estúpidos gobernantes, que lo estará,
manejados por huestes de interesados personajillos y la estupidez y el mal
criterio sean la norma común, en algún rincón oscuro y húmedo de alguna
biblioteca triste y poco frecuentada, dormirán las líneas proféticas escritas por
mi mano, como garantes de la verdad que ya nadie recordará.
Tenía 30 años recién cumplidos cuando el gran emperador Aureliano fue
asesinado (año 275). Nunca me sentí más satisfecho al servir a las órdenes de
alguien. Ese magnicidio cruel y salvaje fue el origen de mi determinación en
alcanzar el poder supremo. Si la estupidez de los súbditos no supo ver la
honradez, el vigor y el honor que transpiraba Aureliano por cada uno de sus
poros, sólo su sometimiento iba a hacer posible el gobierno. Yo tenía que
conseguirlo. Aureliano fue el leal y fiel continuador de lo que otro gran
emperador quiso realizar: su predecesor Marco Aurelio Claudio, al que
llamaban también el segundo de los Claudios. La Fortuna disfrazada de
enfermedad mortal, se llevó a Claudio (año 270) a los escasos dos años de su
entronización. Pero Claudio aún tuvo tiempo de llevar a cabo un último servicio
al Imperio, nombrando digno sucesor a un militar fiel, oriundo, como él, de esta
tierra en la que ahora me encuentro escribiendo. Fue con Claudio que Iliria,
antaño tierra de bárbaros, se convirtió en cuna de emperadores. Y así espero
siga durante decenios, pues sólo en la fuerza que imanan las montañas
nevadas, la aspereza de esta tierra y el frío pueden educarse las virtudes
imprescindibles para el mando supremo.
Serví a las órdenes de Aureliano, como un soldado fiel y convencido. Defendí
al mando de las legiones las limes mas peligrosas del Imperio. Me forjé en
docenas de batallas, embarrado entre el esfuerzo, el dolor y la muerte. Yo
había nacido en un pueblo minúsculo en la costa del Mare Nostrum, llamado
Dioclea, muy cerca de este palacio que hoy me acoge, en estas tierras
balcánicas. Conservo pocos recuerdos de mi niñez. Una des tartalada
habitación de madera que apenas se tenía en pié, llena de agujeros en su
techo en la que vivíamos toda la familia. Un padre que apenas hablaba, con el
cuerpo envejecido por la dureza del trabajo en los campos de otros. Y una

madre vestida con ropajes que parecían harapos y que hacía milagros para
conseguir poner un plato de comida en la mesa. Es así como, al cumplir los 14
años no dudé en alistarme en una de las numerosas levas que se hacían
regularmente por la región. Solo el ejército permite el ascenso social por
méritos propios. De no haberme alistado, con toda seguridad me hubiera
convertido yo también en un andrajoso campesino, como lo habían sido mi
padre, el padre de mi padre y así hasta lo que mi clan podía recordar. El día
que partí hacia el campamento dejé atrás un pasado que no volvería nunca
más. Jamás volví a mi poblado natal, ni volví a ver a mis padres. Supe que
ambos murieron antes de que me convirtiera en emperador.
Siempre me ha gustado la vida en la milicia. Me gustó desde el primer día. Lo
que otros encontraban extremadamente duro, para mí era necesario y útil.
Ejercicios y más ejercicios. Largas caminatas. Un compañerismo desmesurado.
Y disciplina, mucha disciplina. Me acomodé a la vida militar de una forma tan
fácil y placentera que los ascensos fueron llegando sin cesar. Mi entrega,
obediencia, valentía y fuerza en el combate me hicieron acreedor en unos años
de un cargo de oficial, a las órdenes de los distintos generales nombrados por
cada emperador de turno.
Hasta la llegada de Aureliano, el ambiente general en la milicia era de
abandono. Una crisis de identidad galopante, que hacía presagiar una derrota
tras otra. La ausencia de autoridad al frente de los designios del imperio era
palpable. El ambiente era derrotista. Aureliano despertó en mí la esperanza de
que los dioses aún sentían aprecio por la humanidad. Todo se vino abajo de
nuevo cuando supe de su muerte, no lejos de aquí. Fue en Tracia donde unos
soldados borrachos que no merecían ser llamados legionarios, ensuciaron con
sus manos la dignidad del más indigno de los estandartes. Aureliano fue
asesinado sin motivo ni razón, en una noche estúpida de invierno. Ni siquiera lo
asesinaron para imponer a algún pusilánime general al que pudieran solicitar
alguna recompensa. Lo mataron y punto. El senado, ante el desarrollo de los
acontecimientos y probablemente feliz por haberse sacado de encima el yugo
de un emperador firme y recto, realizó la peor de las proclamaciones. ¿Quién
era Marco Claudio Tácito?. ¿Qué méritos tenía para ser proclamado sucesor
de un gran emperador?. ¿Dónde había combatido?. ¿Había combatido en
alguna ocasión en algún sitio?. ¿Había hecho algo por el bien social?. ¡Nada!.
Un viejo y rico provinciano de Italia, como no, que encima pretendía ser
descendiente del gran historiador. Mi único consuelo fue saber de su muerte a
manos de algún soldado inteligente antes de finalizar ese mismo año (año
276). Con esta triste elección, el decrépito Senado había proclamado también
su propia sentencia de muerte.
Muerto el estúpido Tácito, las tropas en un alarde de lucidez, proclamaron
emperador a mi amigo Probo, que en aquel tiempo estaba al frente de las
legiones del Este. Poco pudo hacer este buen soldado al mando de generales
traidores, de tropas insubordinadas, de senadores corruptos. Cinco años
intentando poner orden en un Imperio que se hundía. Y de nuevo una noche de
borrachera militar acabó en el asesinato de un emperador (año 281). No era
nada nuevo, en los cincuenta años que precedieron a mi ascenso al trono
imperial se sucedieron varias docenas de emperadores, de usurpadores que
ostentaban el título con soberbia y de pretendientes que se conjuraban en el

asesinato imperial. Todos ellos murieron bajo el hierro vil de la infamia, salvo
unos pocos afortunados que supieron morir en el frente de batalla o a los que
venció la enfermedad antes de que les llegara el asesinato.
Tras Probo, oriundo de las tierras de Panonia, al norte de aquí, le tocó el turno
de nuevo a un general Ilirio. Marco Aurelio Caro era el tercero nacido en estas
montañas. Caro había servido también a las órdenes del gran Aureliano. ¡Qué
gran gobernante el que sabe rodearse de grandes colaboradores!. Caro
merecía todo mi respeto, pues también era amigo mío y un gran militar. Tras
alcanzar el poder hizo de inmediato dos cosas admirables: renunciar a la
aprobación formal de su elección por parte del Senado, demostrando así cuán
bajo había caído esta institución y qué poco sentido tenía ya su existencia, y
reemprender la campaña contra los persas que había quedado pendiente
desde la muerte de Aureliano. El éxito en las batallas le llevó a las puertas de
Ctesifonte, en plena Mesopotamía. ¿Y qué ocurrió?. Un lector inteligente, y
debe serlo si ha llegado hasta aquí en la lectura, podría adivinarlo. No hubo
excepción. Un asesinato incomprensible, un magnicidio horroroso, en pleno
frente de batalla, tras escasamente dos años de poder (año 283). ¡Hasta Roma
debían llegar las carcajadas de los ejércitos persas!. Si así pagaba el Imperio a
sus emperadores victoriosos, estaba tocado mortalmente.
El fin de Caro fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Si el asesinato de
Aureliano me empujó a decidirme por trabajar en aras de alcanzar el poder
máximo, la muerte de Caro me llevó a tomarlo por fin en mis manos. Durante
los últimos siete años (276-283) me había aprestado a estar en el lugar
adecuado en el momento más oportuno. Ahora puedo confirmar que estaba en
lo cierto en mis planes. Para alcanzar y ejercer el poder hay que luchar
denodadamente, pero con objetivos temporales muy claros. En primer lugar
hay que ser exitoso y conocido, pero no peligroso. Hay que mostrarse fuerte
con los individuos que manejan los hilos en segundo nivel, y manso, útil y
obediente con los principales. Nadie es tan estúpido como para ofrecer el poder
en bandeja a una persona que sepa lo hará ajusticiar por perverso y nocivo.
No, cuando el poder se toma de manos sucias, es preciso ensuciarse. Una vez
se consigue el poder, hay que ejercerlo con dureza y sin piedad en el primer
instante, buscando la sorpresa inicial, con el fin de eliminar a todos aquellos
con capacidad para arrebatarlo. Sólo después, con el trono seguro, uno puede
dedicarse a gobernar con buen criterio y afán de justicia. Así lo hice durante
más de veinte años. Esta sencilla forma de actuar la conocen los mismos
matasanos desde la época lejana del propio Hipócrates. Ante un gran mal, lo
primero es cortar y eliminar de raíz. Ya hay tiempo después de aplicar en el
pecho paños húmedos con sustancias aromáticas o respirar los beneficiosos
vahos de las termas. Primero siempre actuar de forma agresiva, sin temor a
hacerlo con exceso. Lo contrario puede ser fatal.
Cuando Caro fue asesinado yo ya estaba en ese lugar oportuno. Tenía 38 años
y era el jefe de la guardia de corps imperial, la fuerza militar más potente,
temida e influyente del Imperio. Mientras los generales y jefes de las legiones
asesinas aún dormían su borrachera de sangre imperial en el frente del Este,
yo era proclamado emperador por mis tropas. Tampoco quise saber nada del
Senado. No me hacía ninguna falta.

Me propuse lanzar un claro mensaje a los potenciales asesinos de
emperadores. Una de mis primeras órdenes fue hacerme traer ante mi al
general que se suponía había impulsado el asesinato de Caro. Tras someterlo
a un consejo de guerra y ser condenado a morir, lo ajusticié con mis propias
manos, con un certero golpe de mi espada, espada que limpié con mi propia
túnica y volví a enfundar en mi cinturón. La señal era evidente. Todo aquel que
quisiera acabar con mi vida me encontraría con la espada cerca de mi mano.
Mi nombre de nacimiento es Diocles, en alusión a la población en la que nací
en la costa ilírica. Es un nombre que siempre me ha gustado, con su
resonancia griega. Al ser proclamado adopté el nombre oficial de Cayo Aurelio
Valerio Diocleciano, y se me nombró por mi nombre original ligeramente
transformado por las obligaciones del poder, Diocleciano. De la humildad de la
hacienda campesina de mi nacimiento, de la pobreza de la mesa, la ropa y las
costumbres de aquellos años, del hambre incluso que había llegado a
amenazar a mi familia, había pasado a poder disfrutar de manjares exóticos, de
las sedas orientales más preciadas, de los lujos más impensables. Pero decidí
que el poder no consistía en el disfrute, sino en la templanza. Y ese ha sido mi
lema hasta el día de hoy. No hay mayor goce que el de tener la posibilidad de
poseer todos los placeres del mundo conocido y tener la voluntad y el poder de
renunciar a los mismos. No sólo me comporté frugalmente en mis comidas y en
mis hábitos, sino que obligué a mis directos colaboradores a que no hicieran
ostentación de sus riquezas ante mí. Por otro lado, me propuse el alejamiento
de la plebe. Uno de los principales motivos de tantos y tantos asesinatos
impíos era el mantenimiento de esa falsedad del principado. Fue el divino
Augusto quién puso los pilares del gobierno imperial, unos pilares que
soportaron el peso del Imperio durante más de dos siglos. Pero entonces era el
momento de cambiar y de adecuar las formas y los estilos a los peligrosos
tiempos que ahora corren. Augusto se proclamó a si mismo “princeps”, es
decir, el primero entre iguales. En aquel tiempo el Senado era un centro
importante y respetado de poder. No hubiera consentido el dominio de nadie
que se hubiera considerado superior. Y esa fue la inteligencia de Augusto.
¡Una inteligencia que le permitió gobernar durante más de cuarenta años!.
Augusto aprendió la dura lección que le dio su padre adoptivo, el gran Julio. Él
intentó alcanzar el poder basándose en su superioridad personal sobre el resto
de los ciudadanos. El Senado no le consintió semejante soberbia y en una
sucia conspiración fue asesinado. Eran otros tiempos. Desde Augusto los
emperadores no eran oficialmente más que un ciudadano más, el encargado
de llevar las riendas de la cuádriga imperial. Y así era que se mezclaban con la
plebe, se paseaban desarmados por los mercados, acudían al foro a impartir
justicia, con sencillas túnicas blancas y los legajos bajo el brazo, caminando
junto a sus conciudadanos y mesando el pelo de los niños que se cruzaban en
su camino. Y, por supuesto, celebraban las victorias en el frente de batalla
brindando con sus soldados, compartiendo sus risas y sus borracheras.
Mientras duró el respeto que imanaba de los grandes emperadores, el propio
Augusto, Vespasiano, Trajano, Marco Aurelio, los ciudadanos no imaginaron
jamás lo sencillo que era acabar con sus vidas. Pero todo cambió con el mal
gobierno de los Severos y sus arpías familias adoptivas oriundas de esa
contínua fuente de problemas que es el Próximo Oriente. La plebe, los
soldados, el propio Senado aprendieron que los emperadores eran simples

seres humanos y que las espadas acababan con sus vidas con la misma
facilidad con la que un carnicero es capaz de arrancar la vida a un simple
conejo.
El principado no podía seguir manteniéndose, o no habría nadie que pudiera
escapar a la muerte por manos interesadas y asesinas tras la proclamación.
Así que lo cambié. Yo no era uno más entre todos, un igual entre iguales. ¡Yo
era el emperador!. ¿Cómo podía ser igual a los demás?. El Senado ya no tenía
ningún poder, así pues ya no era necesario que los emperadores siguiéramos
disimulando estúpidamente. Yo dejé de hacerlo. Tras dejar claro que no iba a
ser fácil acabar conmigo y vengar la muerte de mi antecesor, tomé una
decisión inaudita pero que ya tenía largamente meditada: desplacé mi domicilio
oficial a Nicomedia, una apenas conocida ciudad de Asia Menor. ¡Renuncié a
vivir en el Palatino!. Y no lo hice sólo para alimentar mi imagen de austeridad,
sino para librarme de vivir entre las víboras en que se habían convertido los
políticos de la ciudad que conmigo dejó de ser “la ciudad imperial”. ¡La ciudad
imperial es donde tiene su residencia el emperador!. Y yo elegí Nicomedia. Era
una ciudad modesta, ni pequeña ni grande, con todas las comodidades
necesarias, pero sin excesos. Cercana a los únicos enemigos que un
emperador tendría que haber tenido siempre en cuenta: los que atacaban
nuestras fronteras. Cerca de los limes danubianas, de las estepas bárbaras del
norte y, sobre todo, de las fuerzas persas, auténtica pesadilla desde tiempos
inmemoriales. Recuerdo las caras de asombro de mis leales colaboradores. No
podían creerlo. Incluso aparecieron pintadas en las paredes de algunos
edificios tildándome de cobarde, traidor y otros tantos adjetivos injuriosos. La
gran ciudad no podía creer que tras más de mil años de ser el centro del poder
del mundo ahora fuera relegada a un segundo plano. Yo renunciaba a los lujos
palaciegos, a las virtudes de los colosales baños, las termas, los teatros, el
circo Máximo, el magnífico anfiteatro Flavio, las propias tiendas de los foros
imperiales, en las que podían comprarse los bienes más inauditos y preciados.
¿Nicomedia?. ¿Dónde estaba esa ciudad, quién la conocía?. ¿Cómo era ese
infausto lugar que se atrevía a competir con las virtudes de la ciudad imperial
por designio de los dioses?. Desde el día que pernocté en ella por primera vez,
hacía de ello ya muchos años, en uno de mis viajes al frente Este, supe que
ese iba a ser el lugar en el que instauraría mi corte, lejos de los vicios y las
malas costumbres de la ya vieja y sucia Roma. Nunca he sido un hombre culto
a la vieja usanza. He leído a Homero y los hechos troyanos, a Herodoto y las
historias de sus vastos viajes, a Plinio, Tácito y otros grandes historiadores
patrios, a los compiladores de las vidas de los grandes emperadores del
pasado, los discursos de Cicerón y de Séneca, por supuesto los Comentarios a
la Guerra de las Galias, del gran Julio, incluso algo de lírica, Virgilio, Plauto.
Pero no puedo considerarme un hombre culto. Por desgracia he tenido poco
tiempo para dedicarlo al placer del estudio y la lectura. De niño no me fue
posible, por no tener medios para ello, y de adulto la milicia primero y el
gobierno después, me obligaron a someterme a otros asuntos más perentorios.
A pesar de ello, cualquier persona sana en su juicio y docta en sus
conocimientos preferiría a todas luces vivir en Oriente que en esa putridez
occidental. ¡Lejos de Roma!. Sólo así se podía aspirar a un gobierno sin
injerencias ni chantajes.

En cuanto llegué a Nicomedia, dejé muy claro que quedaban erradicadas
desde aquel mismo instante cualquier tipo de confianzas con mi persona. En la
mentalidad oriental no hubo impedimentos insalvables para construir a mi
alrededor una muralla protectora. Puse en marcha un complejo ceremonial en
la corte, dirigido a hacer el acceso a mi persona lo más difícil y distante posible.
Sólo si la figura del emperador inspiraba un altísimo grado de respeto y buenas
dosis de temor, las mentes simples de los soldados podían ser reprimidas a la
hora de asesinarlo en un arrebato de reclamación, disgusto o queja. Yo iba a
ser respetado, ¡y los dioses son testigos que lo he sido y aún lo soy!. Me
convertí en el “Dominus”, el Señor, cambiando para siempre la concepción del
principado por la del dominado. Aunque para ello tuve que parecerme en
ocasiones a esos reyezuelos orientales contra los que tantas veces he tenido
que combatir. Mis audiencias se cargaron de estrictos rituales. Mi trono en alto,
mis facciones impasibles, los embajadores tenían que acercarse a mí con los
ojos puestos en el suelo y arrodillarse para besar el faldón de mi manto. El
ritual de la prokinesis era una de mis mejores defensas personales. Para poner
en marcha todo ello, por desgracia, fue necesario crear toda una serie de
cargos administrativos que pululaban por el palacio organizándolo todo, desde
chambelanes a maestros de ceremonias. Tuve que soportarlos, pero mi
inaccesibilidad era necesaria.
Tras todas esas decisiones que tenían como objetivos mantenerme con vida de
una parte, y hacerme con el auténtico timón del poder por otra, llegó la hora de
gobernar para mis súbditos. Para ello puse en práctica otro plan lárgamente
meditado desde antes de mi entronización. Un solo hombre no podía estar
suficientemente informado sobre todo aquello necesario e importante en un
Imperio que abarcaba desde el fin de la tierra y las torres de Hércules hasta el
medio oriente y las tierras bañadas por el Eufrates. Yo no podía estar en todas
partes. El Imperio, además, estaba grávemente herido, con desórdenes civiles
y levantamientos por doquier, tropas bárbaras cruzando las limes siempre que
lo deseaban, arrasando tierras imperiales y matando a ciudadanos libres,
insubordinación fiscal, deterioro de la moneda y la economía, pobreza, hambre
y mil calamidades más, consecuencia de demasiados decenios de desgobierno
y anarquía. El emperador tenía que estar cerca de sus súbditos, cerca de
donde tenían que tomarse las decisiones. Yo, Diocleciano, necesitaba alguien
que pudiera ayudarme. Y no podía ser un mero colaborador o un gobernador
hábil. No, tenía que ser alguien que ostentara la misma dignidad que yo mismo.
Sólo así podría garantizarse también su propia supervivencia y asegurarse el
respeto y la obediencia de los ciudadanos. No era una idea original. Hacía más
de un siglo ya el gran y divino Marco Aurelio se hizo ayudar por un emperador
asociado. Y eso es lo que hice. Elegí a un general respetado y leal y lo elevé a
la dignatura de Augusto (año 286), la misma que ostentaba yo mismo.
Maximiano, compañero de armas en el pasado, de origen panonio y cuna
humilde como yo mismo, era una persona disciplinada y eficaz. Tenía además
una cualidad necesaria: era de común un tanto ignorante y de inteligencia
suficiente pero no excesiva. Eso lo hacía fácil de manejar por mí y limitaba las
posibilidades de enfrentamiento entre ambos. El tiempo y los veinte años de
gobierno compartido demuestran el acierto de la elección, aunque al final de
sus días las cosas se torcieron y tuve que intervenir contra mi voluntad y mis

deseos en los motivos de su propia ejecución. Pero ésto lo contaré más
adelante.
Maximiano adoptó el título de Marco Aurelio Valerio Maximiano, y se instaló en
Milán, ya que Roma no ha sido nunca más residencia oficial de ningún
emperador. Dejé en sus manos el gobierno de la parte occidental del Imperio,
aunque siempre bajo mi supervisión y el visto bueno de mi persona en todas
las decisiones importantes. Maximiano demostró ser digno del cargo, con una
eficacia en el combate contra usurpadores y bárbaros que en ocasiones
llegaron a admirarme incluso a mi mismo. Rebeliones de campesinos e
invasiones de bárbaros bagaudas en las Galias y la rebelión de un general
traidor en Britannia, un tal Carausio que se autoproclamó asimismo emperador,
mantuvieron bien entretenido al esforzado Maximiano.
Una vez nombrado mi Augusto asociado hice otra proclamación que pareció
falsa palabrería en su momento, pero que cumplí con honor al cabo de los
años. Dejé bien claro que Maximiano y yo mismo sólo ostentaríamos el título de
Augusto durante un máximo de 20 años. El Imperio necesita del vigor de la
juventud. Un viejo que apenas pueda tenerse en pie no infringe temor a sus
adversarios ni confianza a sus súbditos, y menos en los momentos críticos por
los que atravesaba el Estado. Esta proclamación, además, tenía otra finalidad:
apaciguar en los años venideros a los futuros sustitutos que pudiéramos tener.
Entretanto me dediqué a dotar a la diarquía que acababa de inaugurar de una
fuerza moral tal que fuera inabordable para cualquier nuevo usurpador. La
contención de las tropas solo podía venir por una autoimposición y un freno en
la propia mente ciudadana. Afortunadamente la plebe es fácil de impresionar.
En línea con la instauración del dominado, di un paso más al frente. Algo que
probablemente no hubiera sido posible en la mente ciudadana dos siglos atrás,
ya estaba maduro para ser impuesto en estos tiempos. Ante el inicial asombro
de todos me declaré descendiente del mismo Júpiter y tomé el título de Jovius.
A Maximiano lo hice descender de Hércules, con el denominativo de Herculius.
De este modo, el poder quedaba legitimado por la relación directa que
Maximiano y yo mismo teníamos con los propios dioses. Ello nos convertía de
generales afortunados que habían sabido hacerse nombrar Augustos, en
lógicos y necesarios ocupantes del trono imperial. ¿Quién osaría levantar su
mano contra los propios Jovius y Herculius?. Y por inocente y extraño que
suene, el asunto funcionó. Al poco incluso mis más cercanos colaboradores
adoptaron conmigo el trato que hubieran dispensado al mismo Júpiter. Impuse
con facilidad los ceremoniales propios de un dios. He descubierto que en estos
asuntos sólo tienes que propiciar el inicio. Después, una asombrosa cantidad
de funcionarios se ponen en marcha para imponer la rigidez de mil y una
ceremonias. No faltan nunca personajes interesados que buscan ante todo la
potestad del cargo, por ridículo que éste sea (¡tenía incluso un individuo, el
“Maestro de la marcha imperial”, que me precedía unos pasos limpiando el
suelo que yo iba a pisar al instante y retirando cualquier hoja o piedrecita que
pudiera importunarme!).
Los ataques continuos de los persas por oriente, la insubordinación de tropas
en Egipto, los problemas de las Galias, la debilidad de las limes del Rin y del
Danubio, los intentos separatistas de Britannia, junto con tantos y tantos

problemas económicos como los que estaba padeciendo el Imperio, me
impulsaron a buscar aún más ayuda en mi liderazgo. Por ello, en el año 1.046
(año 293) de nuestra era, decidí crear la Tetrarquía, nombrando para ello a dos
césares asociados a Maximiano y a mi mismo. Cuatro emperadores
gobernando todos bajo mi dictado, pero con la suficiente independencia y
poder como para actuar y decidir por si mismos, serían suficientes para hacer
frente a todos los males del Imperio. De ese modo, el 1 de marzo de ese año
fueron nombrados los dos césares. Flavio Valerio Constancio, denominado
Constancio el pálido o Constancio Cloro, un destacado general ilirio como yo
que había mostrado su buen hacer como gobernante en su tierra natal, fue
nombrado César asociado a Maximiano. Otro general cercano a mi, Cayo
Galerio Valerio Maximiano, nombrado Galerio, fue proclamado César asociado
a mi propia persona. Con el fin de legitimar estos nombramientos, se
dispusieron los pertinentes enlaces nupciales. Constancio se casó con la hija
de Maximiano y Galerio, aunque tenía tan solo unos pocos años menos que yo,
con la mía. Ambos adoptaron los títulos de Herculino y Joviano, hijos de
Hércules y Júpiter respectivamente.
El Imperio fue dividido en cuatro partes. Maximiano se reservó para sí Italia y
Africa, dejando Hispania, Galia y Britannia en manos de Constancio. Yo asigné
a Galerio las provincias europeas al sur del Danubio, incluyendo la Tracia,
quedándome para mi propio gobierno las tierras Asiáticas y Egipto. Maximiano
permaneció en Milán, Constancio se instaló en Tréveris, cerca de las fronteras
del Rin, Galerio eligió Mitrovitza en tierras balcánicas y yo resté en Nicomedia,
ciudad que seguía pareciéndome la más indicada para mi gobierno. Mi
autoridad como Augusto senior jamás fue puesta en duda.
Pronto la Tetrarquía demostró su eficacia. Constacio aseguró la frontera del Rin
y concentró sus esfuerzos en volver a dominar Britannia. Carausio ya había
sido asesinado por otro usurpador, un tal Alecto. Constancio acabó con él y sus
tropas sediciosas tan sólo tres años después de su nombramiento. Britannia
acabó siendo la provincia más apreciada por el César y en ella pasó gran parte
del resto de su vida.
Por su parte, Maximiano puso orden entre las tropas bereberes en Africa, que
se habían atrevido a plantar cara a las tropas imperiales. Fueron reducidas con
éxito. Personalmente me encargué de derrotar con dureza y sin piedad a otro
usurpador surgido en Egipto y Galerio, al que envié a combatir a los persas,
alcanzó una serie de victorias sucesivas que consiguieron la firma de un
tratado de paz favorable al Imperio. Transcurridos quince años de mi ascenso
al trono imperial, duración en el gobierno inaudita desde la época de los
Antoninos y del primero de los Severos, el imperio volvía a estar bajo la pax
romana. Desde la muerte del divino Marco Aurelio, el Imperio no había gozado
de esta situación.
Durante todos mis años de mandato me propuse poner las bases para
erradicar en el futuro situaciones tan terribles como las que me vieron llegar a
mí al trono. En primer lugar me ocupé del ejército. Reduje drásticamente el
número de soldados que formaban una legión. Ello me permitió aumentar el
número de legiones, con el fin de realizar una amplia y más certera
redistribución. Las legiones fueron distribuidas de la mejor manera en las

fronteras más conflictivas, en Britannia, el Rhin, los márgenes Danubianos y el
extremo oriental. En la mayoría de las provincias impuse que el mando del
ejército no estuviera en manos del gobernador. Este tenía que dedicarse al
buen gobierno de sus súbditos. Las tropas quedaban en manos de un duce,
raportando directamente a su César o Augusto correspondiente. De ese modo
también reducía los riesgos de sedición, pues cuando el gobierno, con la
recaudación de los impuestos, y el mando de las tropas de una provincia están
en las mismas manos, es fácil dejarse llevar por los cantos de sirena de la
rebelión.
Las fronteras fueron otra de mis obsesiones. Di instrucciones para la
construcción de cientos de millas de murallas, de sólidas fortalezas defensivas,
de acantonamientos permanentes dotados de importantes contingentes de
tropas legionarias, auxiliares e incluso federadas, es decir, de soldados
bárbaros asimilados bajo el gobierno imperial. ¡Qué lejos queda la época del
gran y divino Trajano!. En aquellos tiempos el emperador podía dedicarse a
ampliar las fronteras del Imperio. Trajano consiguió incluso unir nuestro
Mediterráneo con el mar de las Indias, a través de la conquista de toda
Mesopotamia y hacerse con la misma desembocadura del Eufrates. ¡Algo
inaudito y jamás repetido!. Hoy las cosas han cambiado. A lo único que
podemos aspirar es a mantenernos firmes en nuestras limes. Quizás en un
futuro el Imperio recobre sus energías y pueda de nuevo pensar en su
expansión. Aunque soy muy pesimista respecto a ello.
Reorganicé completamente el territorio. Convertí la cuarentena de provincias
existentes al principio de mi gobierno en un centenar. Al reducir la extensión de
las provincias se hacía más fácil y asequible su gobierno. La fragmentación
provincial, además, impedía la consolidación de poderes fácticos que pudieran
tender a la insurrección. El Imperio quedó dividido en cuatro prefecturas,
acordes con el reparto consensuado entre los Augustos y los Césares, al
mando de un prefecto subordinado a cada uno de nosotros. Cada prefectura se
dividió en varias diócesis bajo el dominio de un vicario o subordinado de un
prefecto. Se crearon doce diócesis: Oriente, Mesia, Asia, Italia, Galia, El Ponto,
Panonia, Viennense, Tracia, Hispania, Africa y Britannia. Las diócesis a su vez
se dividieron en las más de cien provincias antes mencionadas al mando de un
gobernador provincial.
Todo ello representó un desagradable, aunque inevitable, aumento de la
burocracia imperial. En tiempos complejos como los que vivimos, es necesario
disponer de fuertes estructuras que velen por la fiscalidad y la economía, la
justicia, los servicios públicos, etc. La fortaleza en la que dejé el Imperio
demuestra que fue un acierto apostar por el control firme de la ejecución de la
política.
Debo dedicar un apartado especial en estas notas a los problemas que tuve
con esa secta intransigente seguidora del galileo al que llaman Christo. Aunque
su presencia y el motivo de mis molestias vienen de lejos, pués ya el
emperador Nerón tuvo que tomar m edidas contra ellos y sus absurdas
prácticas y ritos, ha sido en los últimos decenios que han mostrado una fuerza
que hizo necesaria la intervención imperial.

Los dogmas que impone esta teología son contrarios al sentido común y
ofenden inadmisiblemente las buenas costumbres de nuestra sociedad. Estos
dogmas pueden resumirse en los siguientes puntos:
Férreo monoteísmo y creencia en la existencia de un único dios, el dios
de los cristianos. Esto en sí mismo no sería tan nocivo sino fuera
acompañado de un desprecio y negación absolutos de cualquier otro
pensamiento u opinión que difiera de este dogma. La difamación de los
dioses paganos, nuestros dioses, los que han acompañado a griegos y
romanos desde el inicio de los tiempos, es una provocación inaceptable.
Creencia a ultranza en la existencia tras la muerte de una vida feliz y
eternamente dichosa. Para ellos, claro esta. Ello provoca su desapego
de la realidad, la dejadez, el menoscabo del trabajo, de la producción, de
la sana ambición de prosperar y generar riqueza en este mundo.
Creencia en la inminente llegada de un salvador y en el fin del mundo,
con el advenimiento del perdón de todos los pecados y la salvación de
los prosélitos. Con ello se mofan y atemorizan a los buenos ciudadanos
que no creen en sus dogmas.
Todo ello se acompaña de unos ritos por lo menos sospechosos de crímenes,
canibalismo y orgías sexuales, contrarios al buen comportamiento. Los galileos,
además, disponen de una disciplina jerárquica férrea que impide el abandono
de la secta y propicia el proselitismo y la captación de adeptos.
La prolongación de la crisis institucional y económica tras la caída de los
Severos, facilitó que muchos ciudadanos llegaran a pensar que nuestros dioses
habían desaparecido. Ello también constituyó una fuente de adeptos para los
galileos, gente desengañada que solo esperaban ya el fin de este mundo y la
llegada de “su” salvación (¡al diablo con las sectas exclusivistas!). Llegó un
extremo en que me vi obligado a intervenir.
Si bien ya en el pasado, en algún arranque de furia derivado de alguna extrema
provocación, había decretado que se obligase a todo ciudadano a realizar
sacrificios a nuestros dioses o a la figura del emperador, cosa que resulta
altamente ofensiva para los miembros de esta secta, bajo pena de azotes y
expulsión del cargo civil o militar que se ostentara, en febrero del año de mi
octavo consulado (año 303), aconsejado con vehemencia por mi césar Galerio,
publiqué una serie de edictos de persecución contra esta peligrosa secta. En
estos edictos que me propuse hacer cumplir, estipulé que todas las personas
que profesaran estas creencias fuesen privadas de todo honor y toda dignidad
como pena a sus infamantes hábitos, con pérdida de todos los derechos y
privilegios que pudieran corresponderles por su posición social. Cualquier
acción judicial contra ellos fue lícita mientras se les privaba a ellos de la
capacidad de querellarse. Promulgué la prohibición de reunión, la destrucción
de sus templos y lugares de culto, la expropiación de todos los bienes
comunitarios y la destrucción de sus libros sagrados, a los que idolatran casi
tanto como a su dios. Hice obligado el requerimiento de sacrificio para toda la
población del Imperio. Si se demostraba la pertenencia a esta peligrosa secta,
todos los funcionarios o militares, fuera cual fuese su rango, desde el más alto

al más humilde, serían expulsados con deshonor. A todo el que se negó a
sacrificar, se le sometió a tortura y, tras el pertinente juicio, fue enviado a la
hoguera. Se acabaron las contemplaciones.
Mis edictos fueron puestos en práctica en todos los rincones del Imperio,
aunque con distinta intensidad. Por descontado que en el oriente bajo mi
mando su cumplimiento fue estricto. Di ejemplo de inmediato en la propia
Nicomedia, destruyendo su templo mayor y sometiendo a tortura a cientos de
cristianos. Lo mismo hicieron en sus prefecturas Galerio y Maximiano (éste
último con un cierto placer). No puedo decir lo mismo de la Galia bajo el mando
de Constancio. Aunque él negó siempre las acusaciones que en algún
momento le hice llegar, los informes eran claros. Constancio se limitó a destruir
los templos y prohibir las reuniones, pero actuó con debilidad sobre los
prosélitos. Y cuando las cosas se hacen a medias, es difícil conseguir los
resultados buscados.
Tras la proclamación de los edictos, en noviembre del año 1.056 (año 303) los
dos Augustos nos dirigimos a Roma para ser honrados por un merecido triunfo.
Fui a celebrar mis vicennales, es decir, los 20 años de mi proclamación como
emperador. El Imperio había recuperado de nuevo su vigor militar y las
fronteras estaban de nuevo seguras y vigiladas por tropas poderosas,
disciplinadas y leales. Fue una experiencia muy desagradable. Los habitantes
de la ciudad no me habían perdonado lo que ellos denominaban la traición de
haber dejado en un segundo plano a su ciudad. Fue una estancia fría, volví a
tener que soportar a ricos personajes afeminados y corruptos, que sólo
entienden la virtud como algo que pueden utilizar en su propio provecho. El
Senado de Roma es poco menos que un burdel de trapicheos e intereses. Y
los senadores de esa patética ciudad, de la que sólo cabe honrar ya su lejano
pasado y su nombre, son los seres más despreciables del mundo. Me odian no
tanto como yo a ellos. Tuve que soportar burlas ocultas, pintadas en las
paredes y otras estupideces semejantes. Mandé construir una biblioteca nueva,
un museo, baños, etc. que no sirvieron para reconciliarme con la ciudad. Tras
un mes entre sus muros partí de forma repentina. Roma me ahogaba, ¡no se
puede vivir en esa ciudad!. Jamás he vuelto ni lo haré, ni vivo ni muerto.
El regreso de Roma se prolongó durante varios meses, pues me dispuse a
visitar las defensas de las riberas del Danubio. En este viaje de inspección
enfermé y temí incluso por mi vida. Tengo para mí que fue consecuencia de mi
desagradable visita a la antigua ciudad imperial. Llegué a Nicomedia en mal
estado, postrado en el lecho, con fiebres recurrentes que me obligaban a
delirar. Pasé un triste y doloroso invierno. Los estúpidos médicos que me
atendían creían cercana mi muerte. Se les notaba en la cara. Pero a la llegada
de la primavera me recuperé de forma sorprendente, para desgracia de mis
enemigos, incluídos los acólitos del galileo. Fue esta enfermedad la señal a
través de la cual los dioses me recordaban mis palabras. Habían transcurrido
20 años de mandato. Era el momento de hacer algo inaudito que nadie
esperaba, sin precedentes en la historia imperial. Yo, el emperador, Claudio
Aurelio Valerio Diocleciano, hijo de Júpiter, iba a abdicar y a retirarme de mis
obligaciones oficiales. En mi partida iba a obligar a mi Augusto júnior a
acompañarme, para dejar que nuestros respectivos Césares asumieran la

nominación de Augustos, cargo para el cual ya estaban perfectamente
preparados.
Maximiano no opuso ninguna resistencia a mi decisión, y si tuvo alguna queja
no llegó a mis oídos. En cuanto a los Césares, se alegraron de poder asumir el
mando supremo sin tener que esperar a nuestras muertes (o provocarlas, que
nunca se sabe). Sobre todo Galerio, que no podía disimular su satisfacción y su
ambición.
Aquí tengo que reconocer que quizás no hice bien dejándome convencer por
mi César Galerio de la necesidad de conferirle a él la potestad de ejercer de
Augusto senior tras mi retirada, cargo que por edad le hubiera correspondido a
Constancio. Pero también es cierto que Constancio hizo bien poco por hacerse
con el título. Incluso hizo poco por halagarme desobedeciendo en parte mis
instrucciones respecto a la persecución de los cristianos. Di a Galerio el título
de Augusto principal y dejé que fuera él mismo quién eligiera a los nuevos
Césares, tanto el suyo como el del propio Constancio. Eligió a mi parecer a dos
personas poco preparadas cuya única virtud era que prometían obediencia
ciega y agradecimiento eterno a su benefactor, el propio Galerio, que podría
manejarlos a su antojo. Constancio no protestó y yo me mantuve firme en el
respeto que había prometido a las decisiones del que iba a ser el nuevo
Augusto señor.
Los nuevos Césares fueron Flavio Valerio Severo, nombrado César de
occidente, un oscuro militar que había servido a las órdenes del propio Galerio;
y Galerio Valerio Maximino, nombrado como Maximino Daya, sobrino de
Galerio y un tipo un tanto tosco en sus modales. Fue así como el 1 de abril del
año 1058 (año 305) de la fundación de Roma, al año y unos meses de mis
vicennales, me despojé de mi ropa púrpura en una ceremonia en Nicomedia,
ceremonia en la que Galerio asumió mi rango y Maximino Daya el de Galerio.
El mismo día a la misma hora, en una ceremonia similar celebrada en Milán,
Constancio Cloro pasaba a ser el Augusto de occidente y Flavio Severo era
proclamado como su César, despojándose Maximiano, mi leal servidor hasta el
momento, de sus atributos como Augusto.
A los pocos días partí, ya como un ciudadano normal que había prestado sus
servicios al estado, retirado como cualquier legionario lo era en su vejez, con
60 años a mis espaldas, hacia mi tierra natal. Me instalé en este palacio que
me había hecho construir para el momento en la ciudad de Espalato (Split),
cerca de la aldea que me había visto nacer, y recuperé mi nombre de juventud,
Diocles.
Como sospeché desde el principio, la ambición de Galerio, su desmedido afán
recaudatorio, su crueldad y sus equivocadas decisiones, todo ello acompañado
de la mala elección de los Césares, iban a provocar un daño terrible al sistema
tetrárquico que tanto bien había hecho al Imperio durante tantos años y que yo
había confiado en que iba a seguir funcionando sin problemas ni fisuras por
muchos decenios.
Al año escaso de su proclamación como Augusto, Constancio falleció. Había
sido siempre de natural enfermizo y finalmente esta debilidad física lo llevó a la

muerte. Ello produjo el primer conflicto serio. Constancio tenía un hijo bastardo,
Constantino, fruto de una relación prematrimonial con una plebeya griega, una
tal Helena. Constantino se había criado en mi corte imperial, en oriente,
mientras su padre ejercía sus funciones en occidente. Tras la proclamación de
Constancio como Augusto, Constantino partió para estar al lado de su padre en
sus nuevas funciones. Debía tener en aquel momento unos 30 años. Era un
muchacho valiente, que combatió con vigor en las campañas de las Galias y de
Britannia. Fue aquí donde la muerte se llevó a Constancio y en ese mismo
lugar, tras honrar con la cremación y los ritos funerarios a su padre,
Constantino fue proclamado emperador por las tropas de su padre con el
nombre de Cayo Flavio Valerio Aurelio Claudio Constantino. Galerio tuvo que
decidir entre la guerra civil o negociar la aceptación de esta proclamación. Optó
por lo segundo, temeroso de las consecuencias de lo contrario, lo que en parte
evitó derramamientos de sangre pero redujo a cenizas el orden establecido en
la tetrarquía. Flavio Severo pasó a ser Augusto de occidente y Constantino
aceptó a regañadientes ser su César.
Todo esto no fue nada comparado con lo que estaba por suceder. Al poco de
ser nombrado Constantino, Flavio Severo, siguiendo instrucciones del propio
Galerio, se dirigió a Roma con la misión de someter una revuelta popular
consecuencia de una mala decisión tomada por el propio Galerio. Este,
contraviniendo las leyes que yo mismo había proclamado, había dispuesto que
en el censo quinquenal que se estaba llevando a cabo ese mismo año (año
306) se contemplara también la plebe ciudadana, incluída la de la propia Roma.
Craso error y de consecuencias gravísimas. Nunca antes se había censado en
las ciudades, proceso que quedaba circunscrito al ámbito rural. Los habitantes
de la orgullosa Roma se sublevaron, con el apoyo de las pocas cohortes
pretorianas que aún permanecían en la ciudad. El propio gobernador fue
asesinado. Flavio Severo estaba dispuesto a poner orden cuando las tropas y
el pueblo de Roma proclamaron Augusto a Majencio, hijo d el propio
Maximiano. Con toda probabilidad no fue ajeno a esta proclamación el hecho
de que Majencio gozara de la misma legitimación que Constantino. En la
tetrarquía había hecho aparición lo que yo tanto había temido: los vínculos
sanguíneos.
Majencio era un joven impetuoso y muy interesado. Desde la vieja Roma, la
antigua capital imperial, rememoraba a las anteriores dinastías de
emperadores. El era hijo de un Augusto, ¿por qué entonces no tenia derecho a
suceder a su padre?. Fue proclamado con el nombre de Marco Aurelio Valerio
Majencio. Al frente de unas pocas cohortes de pretorianos, poca oposición
podría plantear al ejército de Flavio Severo. Pero Majencio siguió explotando
los vínculos sanguíneos. Severo se acercaba a Roma al frente de las tropas
que su padre lideró durante más de veinte años. Majencio envió la púrpura a su
padre, que vivía retirado en la Campania, para que accediera a ser de nuevo
Augusto en activo, ¡y éste aceptó!. Tras tantos años al servicio del Imperio,
Maximiano había cometido su primer grave error. Y con ello demostraba
haberse emborrachado de la gloria. Majencio consiguió repeler a Severo en las
mismas puertas de la ciudad. Severo se retiró a Rabean y fue allí cuando sus
propias tropas le retiraron la confianza y fue asesinado. De nuevo aparecía el
asesinato imperial como forma de poner y quitar césares. La tetrarquía había
recibido su golpe de gracia. A mi las noticias me llegaban confusas y de forma

intermitente. Mis temores crecían día a día, pero me dispuse a mantener el
ejemplo de mi retiro.
Majencio y su padre sabían que no disponían de suficiente fuerza militar como
para oponerse a las tropas de Galerio. Y Galerio estaba dispuesto a la guerra
civil para recuperar el poder supremo. Maximiano no tenía más opción que
intentar atraerse a Constantino y sus tropas. A finales del 307 se reunieron
ambos en la capital de Maximiano, Tréveris. Allí el viejo Augusto entregó en
matrimonio a Constantino a su hija Fausta, que por aquel entonces no tendría
más de 9 o 10 años. Maximiano invistió con la púrpura de Augusto a
Constantino, nombrándole coemperador. Una relación que duró muy poco.
Galerio se presentó en Italia al frente de un poderoso ejército. Su intención era
doblegar a la mismísima Roma. Pero el iluso de Galerio no podía ni siquiera
imaginar lo que representaban las murallas de esta ciudad. Tuvo que desistir
de su intento de tomarla y antes de provocar un enfrentamiento entre las tropas
de Constantino, Majencio y Maximiano, su propio suegro, y ante las propias
dudas que debieron mostrar las tropas por lo que estaba sucediendo
(Constantino era hijo del fallecido Augusto Constancio y ahora también yerno
de Maximiano, que era “hermano” celestial de Diocleciano, padre de Majencio y
suegro del propio Galerio, ¡un tremendo lío que las tropas a duras penas
podían comprender!), Galerio decidió retirarse a oriente.
Las ánsias de poder de Maximiano que, de verse retirado, se encontraba de
nuevo investido con la púrpura y aclamado por sus antiguos soldados,
empezaron pronto a causar estragos. Su hijo, Majencio, quiso dejar claro que el
Augusto principal, el más antiguo era él, ya que fue él el que llamó e invistió
con la púrpura a su padre, llamándole en su lugar de retiro. Maximiano no
soportó este agravio. Intento eliminar a su propio hijo, pero éste fue defendido
por las tropas de Roma que le habían aupado al trono imperial y Maximiano
tuvo que huir con el rabo entre las piernas y con riesgo de muerte de la ciudad.
Majencio se hizo fuerte en Roma, mientras Constantino y Maximiano decidían
ignorarlo por el momento.
Por fin Galerio, se avino a tratar conmigo. Desde mi retirada había considerado
inoportuno hacerlo, pués siempre buscó dejar claro que no necesitaba la ayuda
de un viejo Augusto retirado que vivía plácidamente en su palacio sin
inmiscuirse en los asuntos de estado. Ante los acontecimientos que se habían
desencadenado, Galerio apeló a mi todavía presente autoridad. Yo era el único
que podía acallar a las tropas y a la plebe de todo el orbe. Yo, el viejo
Diocleciano, iba a poner orden por el bien general del Imperio. El 11 de
noviembre de 308 se celebró una reunión en Carnuntum, en Panonia, en la
que, negándome con decisión a volver a tomar la púrpura, cosa que todos los
presentes me solicitaron, decidí que Galerio siguiera siendo el Augusto de
oriente, con Maximimo Daya como su César y, a instancias de Galerio que
continuaría siendo el Augusto principal, nombré como Augusto de occidente a
un tal Licinio, hombre de confianza de Galerio. Constantino quedaba como
César de Licinio y a Maximiano le ordené que volviera a su retiro y dejara de
intentar recuperar el poder, de lo contrario tendría que vérselas seriamente
conmigo. Majencio fue proclamado “enemigo de la patria”.

Maximiano regresó a las Galias y, desobedeciendo lo acordado en Carnuntum,
se invistió de nuevo con la púrpura en Arlés. Constantino avanzó rápidamente
hacia la zona y parece ser que, alcanzándolo en Marsella, estranguló con sus
propias manos a su tozudo suegro. Mal fin para un ciudadano que había
ostentado tan alto poder. Esto sucedió a principios del 310. La ambición es
mala consejera sino se sabe modular. Constantino por su parte, aunque no se
opuso a las decisiones por mí tomadas, sí lo hizo a cambiar su título de
Augusto por el de César. Era un mal menor.
Pero los problemas y las envidias seguían. El César de oriente, Maximino
Daya, se quejó con razón de que Licinio, un perfecto desconocido, hubiera sido
nombrado Augusto en Carnuntum sin haber pasado por el cargo de César y
saltándose el orden lógico de la tetrarquía. Y tenía razón, el título de Augusto le
hubiera correspondido a él tras la muerte de Flavio Severo, por una cuestión de
antigüedad. A estas cosas conducían los arbitrarios nombramientos que hacía
Galerio. Maximino, desobedeciendo las instrucciones de su Augusto, se hizo
proclamar Augusto por sus tropas, lo que Galerio no tuvo más que aceptar para
evitar nuevos enfrentamientos. Así pues, en el mismo 310, Galerio suprimió el
título de César, confirmó los títulos de Augusto de Licinio y el suyo propio y
nombró “hijos de los Augustos”, con el mismo título, a Constantino y Maximino
Daya. La tetrarquía acababa de fallecer. ¡Cuatro Augustos!. Ello hacía
incomprensible la situación e imposible su funcionamiento. Maximino Daya
tenía el poder establecido en Asia Menor, Galerio en Tracia, Licinio en Panonia
y Retia, Constantino en Britannia, Hispania y Galia y Majencio, que todavía
hacía la guerra por su cuenta, gobernaba Italia y Africa, esta última región con
no pocos problemas (un tal Alejandro llegó a proclamarse emperador en el
mismo 310, aunque poco después fue eliminado por las tropas de Majencio
que así recuperó el control de la zona).
A principios del 311 Galerio enfermó. Una extraña y repugnante enfermedad
que se resistió a toda curación. Su cuerpo se llagó y, por lo visto, entró
prácticamente en putrefacción. Circularon rumores de que la carne pútrida
despedía un olor tan horrible que llegó a provocar la muerte de alguno de los
muchos doctores que le visitaron. En ese trance Galerio decidió que los edictos
que yo mismo había publicado hacía ya 8 años no habían tenido éxito. En mi
opinión, si habían fracaso en su intento de erradicar a esa lacra que es la secta
de los galileos no fue gracias a ellos, su fortaleza o sus virtudes, sino por culpa
de la indecisión de los emperadores reinantes, de sus luchas intestinas, de sus
desacuerdos, de la flojedad con la que se impusieron las condiciones de los
edictos. Todo ello había hecho que los cristianos, si bien en silencio y
semiocultos, siguieran siendo muchos y poderosos. A pesar de todos los males
que les habían caído encima en estos años, los adictos al galileo continuaban
con su proselitismo y las masas plebeyas seguían cayendo en las garras de
sus dogmas y falsas promesas. Galerio, antes de morir, quiso reconciliarse con
ellos y, como único emperador en activo de los cuatro tetrarcas que habíamos
implantado los edictos de persecución, consideró que él mismo se bastaba
para eliminarlos. Así pues, en abril del 311 publicó su Edicto de Tolerancia,
mediante el cual se decretaba el reconocimiento público y legal del culto
cristiano. Con este edicto, Galerio convirtió a esta perniciosa secta en una
asociación registrada. Sus miembros podían de nuevos establecer sus lugares
de culto y reunirse en ellos para realizar sus rituales y ceremonias. La única

condición que establecía el edicto era la de que los cristianos tenían que incluir
entre sus oraciones los deseos de buena salud para el emperador y para el
Estado, tanto como para ellos mismos. No era nada difícil de aceptar ni nada
distinto que no se pidiera a cualquier otro culto de los muchos que existían en
el imperio. Así fue como los seguidores del galileo recuperaron todos sus
derechos y pudieron de nuevo ponerse en marcha para erradicar cualquier otro
culto existente. ¡Qué vergüenza para el Imperio!.
Poco después de la proclamación de su edicto, Galerio falleció entre terribles
dolores. Faltaban apenas unos meses para la celebración de sus vicennales.
Durante los años en que ostentó el título de Augusto principal no hizo más que
minar los cimientos del Estado. A su ambición, su poco tacto político, la falta de
fuerza que esgrimió en los momentos difíciles y, sobre todo, a su perseverancia
en elegir a los peormente dotados para los mayores cargos, había que atribuir
la desaparición del orden tetrárquico que yo había confiado podía haber
seguido siendo una garantía de buen gobierno durante mucho tiempo. No pudo
ser, y a mi se me concedió la poco loable oportunidad de ver como sucedía
todo.
Tras la muerte de Galerio, los cuatro Augustos restantes se prepararon para los
enfrentamientos que nadie iba a poder evitar. Maximino Daya se acercó a
Majencio, estableciendo una especie de pacto de ayuda entre ambos. Lo
mismo hicieron Licinio y Constantino. El Imperio se dividía en dos frentes,
aunque ninguno de los cuatro confiaba totalmente en los pactos establecidos.
Al fallecer Galerio, Licinio y Maximino Daya establecieron la frontera de su
gobierno en el Bósforo, Oriente quedaba en manos de Maximino, la Tracia
pasaba a estar bajo control de Licinio. Las cartas estaban echadas.
El primero en mover ficha fue Constantino. Majencio decidió elevar a la
signatura de dios a su padre, Maximiano, olvidando así pasadas afrentas y
enemistades. Ello le llevó a acusar directamente a Constantino de asesinato.
La destrucción de las estatuas de Constantino que había en Roma fue la última
bravuconada. El año 312 Constantino decidió marchar sobre Italia. No fue una
marcha fácil. Las ciudades del norte de Italia, bajo el poder de Majencio,
ofrecieron dura resistencia al avance de las tropas de Constantino. Verona sólo
cayó tras un asedio prolongado. Las tropas de éste, además, temían llegar a
Roma y que les sucediera lo mismo que a las de Flavio Severo o las del propio
Galerio, que fracasaron en el acoso a las murallas de la ciudad. Las murallas
aurelianas habían sido reconstruídas hacía poco tiempo, cuando Maximiano
recuperó la púrpura de manos de su hijo. Hasta entonces se habían mostrado
inexpugnables. Constantino necesitaba de un estímulo adicional para que sus
tropas recobraran fuerza e ímpetu y se dirigieran con la fuerza necesaria a
enfrentarse con las de Majencio. Fue así como Constantino, cuyos arúspices
no eran capaces de proporcionarle un augur favorable, tuvo la idea de hacer
saber a todos que él en persona había entrado en contacto con un dios que le
había dado noticia del presagio de su victoria. ¿Y qué dios fue?. Constantino
tuvo la desfachatez de hacer ver que el propio dios de los cristianos se le había
aparecido en sueños y le había dicho que con el emblema de Christo vencería.
La XP griega que simboliza el nombre de Christo, fusionada en una sola letra,
el conocido Christmon de los cristianos era el símbolo que le daría la victoria.
Lo hizo saber solemnemente a sus tropas, con la seguridad que le

caracterizaba en sus proclamaciones. Las tropas, aún con muchas dudas, se
aprestaron a obedecer. Hubo un signo sorprendente y favorable, que
encorajinó a las tropas de Constantino. Habían llegado noticias de que el
oráculo había aconsejado a Majencio que no cruzara las murallas de la ciudad.
Las batallas de sus tropas eran dirigidas por hábiles generales a sus órdenes,
pero él permanecía protegido en Roma. Pero, de pronto, Majencio decidió salir
al frente de sus tropas y plantar cara a las de Constantino. Probablemente se
sentía fuerte y pensaba que las fuerzas de Constantino llegaban muy
debilitadas. A tan sólo unas pocas millas de la ciudad se dispusieron a entablar
combate ambos ejércitos. La batalla se realizó el 28 de octubre de 312 en torno
a la defensa del puente sobre el río Milvio. Y Constantino venció. Así fue, la
victoria fue contundente. El mismo Majencio cayó de su caballo y fue a parar al
río, donde murió ahogado. Su cuerpo fue recuperado por las tropas vencedoras
y Constantino entró en Roma con la cabeza de Majencio sobre una lanza. El
pueblo y el Senado de Roma, tan cobardes como siempre lo aclamaron como
el libertador. Constantino hizo condenar la memoria de Majencio, cuyo nombre
fue borrado de todos los documentos y los monumentos en los que figuraba.
Faltaba poco para sus quincennales, cinco tristes años de poder. Los hombres
seguían dando su vida por la ambición desmedida.
En el invierno del 312 Constantino regresó a Milán. Allí se reunió con Licinio
con el fin de que éste se casara con la hermanastra de Constantino,
Constancia, hija de Constancio Cloro y su esposa Teodora. En esta reunión,
además, llegaron a una serie de acuerdos favorables a la legalización total del
culto cristiano. Constantino, agradecido a su nuevo dios, decidió tomar partido
por él. Incluso dispuso la construcción de varios lugares de culto para el uso de
los acólitos de esta secta. Esto fue durante los primeros meses del 313
Maximino Daya, al dejar de estar sometido al yugo de Galerio, pareció
enloquecer. Reanudó persecuciones parciales contra los galileos, cosa indigna
pues, aunque particularmente no me parezca un hecho equivocado, un
emperador nunca puede actuar en contra de la ley, y el edicto de Galerio no
había sido revocado en ningún lugar del imperio. Empezó a celebrar grandes
fiestas, a repartir riquezas sin ton ni son y a gastar muy por encima de sus
posibilidades. Pero lo peor de todo, el peor de todos sus males fue actuar
contra su madre adoptiva, mi propia hija, la viuda de Galerio, Valeria y también
contra mi esposa y madre de Valeria, Prisca. Me llegaron noticias de su intento
de casarse con Valeria, a lo que ella se negó. Entonces decidió arrebatarle
todos sus bienes, castigar a su servicio en algún caso incluso con la muerte y
¡condenar al destierro a mi propia hija y a su madre!. ¡Fueron desterradas!. Un
insulto a mi persona que yo no podía admitir. Quedaron confinadas en un lugar
apartado y solitario del desierto de Siria.
A través de notas personales, de enviados especiales, de intermediarios
solicité que dejara que me las enviara a ambas, que me haría yo cargo de las
dos. No me hizo caso. Supliqué, rogué, incluso llegué en pensar en abandonar
mi retiro y hacer valer mi todavía exclusivo título de fundador de la tetrarquía,
rememorar mi proclamación como primer Augusto señor, reclamar la atención y
la ayuda de mis leales tropas y actuar contra Maximino, ¡y no sólo contra él!,
¡contra todos!. Todos los estúpidos que se hacían llamar emperadores, padres

de la patria, y todo lo que hacían era trabajar para su bien y para el mal del
Imperio.
He enfermado. Ya apenas puedo seguir escribiendo estas notas. Maximino
sigue haciendo oídos sordos a mis súplicas, me ningunea. Pronto el Imperio
volverá a padecer guerras, luchas fraticidas. Licinio acecha a Maximino, sin
darle la espalda a Constantino, por temor también de su actual socio. Volverán
los penosos tiempos de la crisis imperial. ¡Cuánto daño hacen las personas a la
historia!. En mi tristeza preveo que mi tiempo se acaba. Mis semillas no han
dado frutos. La muerte será la única solución….

……………………………
… Y los emperadores siguieron peleando entre ellos. Diocleciano falleció en su
palacio de Espalato (Split) a mediados del 313. Fue enterrado en las
proximidades del propio lugar. En el Imperio, la lucha por el poder supremo
continuó. Cuando Maximino supo que Licinio se encontraba en Milán, lejos de
sus fronteras, acudió con todo su ejército a marchas forzadas a cruzar el
Bósforo, frontera pactada en el 311 con el propio Licinio. Maximino se hizo con
Bizancio y siguió avanzando. Licinio no se había entretenido. Reunió un
importante contingente de tropas y acudió de inmediato al encuentro con
Maximino. El combate final se produjo en la misma Tracia, a finales de abril del
313. Las tropas de Licinio arrasaron literalmente a las de Maximino. Este hizo
la acción más horrible que puede esperarse de un emperador: ¡huyó
abandonando a sus tropas!. Escapó oculto entre sus propios esclavos. Regresó
a Nicomedia y de allí se dirigió a Tarso, en la Capadocia. Licinio llegó poco
después a Nicomedia y rindió honores al dios de los cristianos. Se decidió a
perseguir a Maximino. Este, finalmente, viéndose acorralado y con la amenaza
de una horrible tortura y muerte, decidió poner él mismo fin a su vida. Se
envenenó muriendo al menos con algo de gloria, de la cual careció en vida.
Licinio, tras la muerte de Maximino, hizo ajusticiar a todos los familiares y
allegados cercanos al fallecido, mujer, hijos, incluso a Valeria y Prisca, hija y
esposa de Diocleciano respectivamente. Todo esto sucedió a finales del 313 y
principios del 314.
Las cosas parecieron calmarse a lo largo del año 314. El Imperio quedó
dividido de facto entre Constantino y Licinio, occidente para el primero, oriente
para el segundo. En el 315 Constantino celebró en Roma sus decennales, es
decir, sus 10 años de gobierno. Eran muy evidentes sus ánsias de ocupar el
poder supremo. Se hacía llamar Augustus Máximus, el máximo emperador, el
primero. Propuso a Licinio recuperar la configuración geográfica de Diocleciano
y Maximiano. Ello representaba tener que ceder ambos emperadores parte de
su actual territorio. Era una decisión difícil. Constantino, además, incitaba a
Licinio para que aceptara la creación de una nueva tetrarquía, y proponía como
su propio César a Casiano, esposo de su hermanastra Anastasia. Si Licinio
aceptaba, el territorio bajo el poder de Constantino y su familia iba a
extenderse, sin necesidad de entablar ninguna batalla para ello. Licinio no
estaba conforme con estas propuestas. Se produjeron algunos enfrentamientos

entre tropas de ambos emperadores en el 316 en Panonia y Tracia. Pero el
tema no pasó de aquí.
El año 317 Constantino, de forma unilateral, nombró a los Césares. Como
César de Licinio, nombró a Liciniano, hijo de aquel y la hermanastra del propio
Constantino, Constancia. Tenía unos dos años de edad. En occidente, como
Césares suyos, nombró a Crispo, un hijo ilegítimo suyo de unos doce años, y
Constantino II, hijo recién nacido de su esposa Fausta.
Licinio fue apartándose de forma gradual de sus favores a los cristianos, como
contraposición a los designios de Constantino. Hacía el final de su mandato se
declaró claramente anticristiano y adorador del dios sol. A finales del año 323
las tropas de Constantino, en aparente lucha con los sármatas y los godos,
entraron en el territorio bajo el mando de Licinio. El combate final era
inminente. La batalla decisiva tuvo lugar en verano del 324, cerca de
Adrianópolis. Se enfrentaron ambos ejércitos y Constantino resultó vencedor.
Licinio se refugió en Bizancio, pero allí también vencieron las tropas de
Constantino, que ocuparon la ciudad. Finalmente Licinio fue hecho prisionero y
Constantino lo mandó ejecutar. ¡Constantino, tras casi 20 años de su inicial
proclamación como emperador, se había convertido de nuevo en emperador
único en todo el imperio!. Desde el año 283, hacía más de 40 años, cuando
Diocleciano tomó el poder supremo, ningún emperador había tenido todo el
Imperio en sus manos. Constantino gobernó como emperador único durante 13
años, hasta el día de su muerte, en el 337.






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