Maximiano regresó a las Galias y, desobedeciendo lo acordado en Carnuntum,
se invistió de nuevo con la púrpura en Arlés. Constantino avanzó rápidamente
hacia la zona y parece ser que, alcanzándolo en Marsella, estranguló con sus
propias manos a su tozudo suegro. Mal fin para un ciudadano que había
ostentado tan alto poder. Esto sucedió a principios del 310. La ambición es
mala consejera sino se sabe modular. Constantino por su parte, aunque no se
opuso a las decisiones por mí tomadas, sí lo hizo a cambiar su título de
Augusto por el de César. Era un mal menor.
Pero los problemas y las envidias seguían. El César de oriente, Maximino
Daya, se quejó con razón de que Licinio, un perfecto desconocido, hubiera sido
nombrado Augusto en Carnuntum sin haber pasado por el cargo de César y
saltándose el orden lógico de la tetrarquía. Y tenía razón, el título de Augusto le
hubiera correspondido a él tras la muerte de Flavio Severo, por una cuestión de
antigüedad. A estas cosas conducían los arbitrarios nombramientos que hacía
Galerio. Maximino, desobedeciendo las instrucciones de su Augusto, se hizo
proclamar Augusto por sus tropas, lo que Galerio no tuvo más que aceptar para
evitar nuevos enfrentamientos. Así pues, en el mismo 310, Galerio suprimió el
título de César, confirmó los títulos de Augusto de Licinio y el suyo propio y
nombró “hijos de los Augustos”, con el mismo título, a Constantino y Maximino
Daya. La tetrarquía acababa de fallecer. ¡Cuatro Augustos!. Ello hacía
incomprensible la situación e imposible su funcionamiento. Maximino Daya
tenía el poder establecido en Asia Menor, Galerio en Tracia, Licinio en Panonia
y Retia, Constantino en Britannia, Hispania y Galia y Majencio, que todavía
hacía la guerra por su cuenta, gobernaba Italia y Africa, esta última región con
no pocos problemas (un tal Alejandro llegó a proclamarse emperador en el
mismo 310, aunque poco después fue eliminado por las tropas de Majencio
que así recuperó el control de la zona).
A principios del 311 Galerio enfermó. Una extraña y repugnante enfermedad
que se resistió a toda curación. Su cuerpo se llagó y, por lo visto, entró
prácticamente en putrefacción. Circularon rumores de que la carne pútrida
despedía un olor tan horrible que llegó a provocar la muerte de alguno de los
muchos doctores que le visitaron. En ese trance Galerio decidió que los edictos
que yo mismo había publicado hacía ya 8 años no habían tenido éxito. En mi
opinión, si habían fracaso en su intento de erradicar a esa lacra que es la secta
de los galileos no fue gracias a ellos, su fortaleza o sus virtudes, sino por culpa
de la indecisión de los emperadores reinantes, de sus luchas intestinas, de sus
desacuerdos, de la flojedad con la que se impusieron las condiciones de los
edictos. Todo ello había hecho que los cristianos, si bien en silencio y
semiocultos, siguieran siendo muchos y poderosos. A pesar de todos los males
que les habían caído encima en estos años, los adictos al galileo continuaban
con su proselitismo y las masas plebeyas seguían cayendo en las garras de
sus dogmas y falsas promesas. Galerio, antes de morir, quiso reconciliarse con
ellos y, como único emperador en activo de los cuatro tetrarcas que habíamos
implantado los edictos de persecución, consideró que él mismo se bastaba
para eliminarlos. Así pues, en abril del 311 publicó su Edicto de Tolerancia,
mediante el cual se decretaba el reconocimiento público y legal del culto
cristiano. Con este edicto, Galerio convirtió a esta perniciosa secta en una
asociación registrada. Sus miembros podían de nuevos establecer sus lugares
de culto y reunirse en ellos para realizar sus rituales y ceremonias. La única