dijo: "Luego, hermanos míos, él era la verdad, un sujeto perezoso." Este fue el exordio, y
enseguida agregó: "El fue a cazar, y con mucho trabajo cogió una liebre; pero era tan desidioso,
que no quiso asarla. ¡Por cierto que él era uno de los más perezosos!" El buen hombre nos hizo
sentir cuán ridícula era tal pereza, y entonces dijo: "Pero probablemente sois tan culpables como
aquel hombre, pues hacéis, en efecto, lo mismo oís decir que un ministro popular ha llegado de
Londres, ' ensilláis el caballo y lo ponéis al carro, y camináis diez o veinte leguas para oírle; y
después de haber escuchado el sermón, dejáis de aprovecharlo. Cogéis la liebre, pero no la asáis;
vais a cazar la verdad, pero no la recibís." Entonces seguía enseñando que así como es necesario
cocer la carne para que el cuerpo la asimile, (pero él no empleó esta palabra), así es preciso que
la verdad se prepare antes que se pueda recibir en el alma, de tal manera que nos alimentemos
con ella y crezcamos. Agregó que iba a enseñarnos el modo de cocer un sermón, y lo hizo de una
manera muy instructiva. Empezó, siguiendo el estilo de los libros que tratan del arte de cocina:
"Primero, coged la liebre." "Así," dijo él, "primero, conseguid un sermón evangélico." En
seguida dijo que muchos sermones no valían la pena de ir a cazarlos, y que había muy pocos
sermones buenos; y que valdría la pena irse a cualquiera distancia para escuchar un discurso
sólido y Calvinista y hecho a la antigua. Encontrado el sermón, bien podría suceder que algunos
distintivos de él, originándose de la flaqueza del predicador, no fuesen provechosos, y por esta
razón, se deberían desechar. Enseguida se ocupó del deber de discernir y de juzgar lo que se
oyera, y de no dar crédito a todas las palabras de nadie. Después nos puso de manifiesto el modo
de asar un sermón, diciendo que era necesario meter el asador de la memoria en él de un extremo
al otro, voltearlo sobre el eje de la meditación, ante el fuego de un corazón verdaderamente
ardiente y atento, y que de este modo se cocerla y serviría de nutrimento realmente espiritual. Os
doy sólo el bosquejo, y aunque parezca algo ridículo, no causó esta impresión en los que lo
escucharon: Abundó en alegorías, y cautivó la atención de todos desde el principio al fin. "Señor
mío, ¿cómo está usted?" fue el saludo que le dirigí un día por la mañana. "Me da gusto verle a
usted en tan buena salud, considerando que ya es anciano." "Si," me contestó, "estoy en buen
estado a pesar de mi edad, y apenas puedo percibir la menor disminución en mi fuerza natural."
"Espero," respondí, "que su buena salud continúe por muchos años, y que como Moisés,
descenderá al sepulcro, no oscureciéndose sus ojos ni perdiéndose su vigor." "Todo esto suena
muy bien," dijo el anciano, "pero en primer lugar, Moisés nunca descendió al sepulcro, sino
subió a él; y en segundo lugar, ¿qué das a entender por lo que acabas de decirme? ¿Por qué no se
oscurecieron los ojos de Moisés?" "Me supongo," respondí yo, avergonzado, "que su modo
natural de vivir, y su espíritu tranquilo, le habían ayudado a conservar sus facultades, y a hacerle
un anciano vigoroso." "Es muy probable," contestó él, "pero mi pregunta no se dirigía a esto:
¿qué quiere decir el pasaje citado?, ¿cuál es su enseñanza espiritual? ¿No es esto: Moisés es la
ley, y ¡qué fin tan glorioso le puso Dios en el monte de su obra ya completa! ¡Cuán dulcemente
se adormecieron sus terrores al recibir un beso de la boca Divina!, y fíjate en que la razón de por
qué la ley ya no nos condena, no es porque sus ojos se oscurecen de tal manera que no puede ver
nuestros pecados, ni porque se perdió su vigor para maldecir y castigar, sino porque Jesucristo lo
llevó al monte, y allá le puso fin de un modo glorioso." De esta naturaleza eran sus
conversaciones usuales y su ministerio. Reposen en paz sus cenizas. Apacentó ovejas durante los
años tiernos de su vida, y después se hizo pastor de hombres y solía decirme que "había
encontrado a los hombres más ovejunos que las ovejas." Los conversos que hallaron el camino
celestial por él como instrumento, eran tan numerosos, que al recordarlos, nos parecemos a los
que vieron al cojo saltando por la palabra de Pedro y de Juan: estaban dispuestos a criticar, pero
"viendo al hombre que había sanado, que estaba con ellos, no podían decir nada en contra." Con
84